Tras la escena tan alucinante a la que había
asistido y después de abandonar aquel extraño poblado, me interné por una senda
y la niebla volvió a invadirlo todo.
«Ya estamos otra vez» me dije, «a ver dónde acabo
ahora». Cuando la densidad de la niebla empezó a calarme como si de lluvia se
tratara, de nuevo un viento inesperado sopló y las nubes se elevaron súbitamente
para dejarme contemplar la aldea otra vez. Pero, en esta ocasión, se trataba de
la aldea del principio, no la que tenía esos paupérrimos habitantes sometidos a
trabajar en la mina, sino el encantador pueblecito en el que me alojaba.
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Casa rural en la que me alojé, en la aldea de Las Médulas, a los pies de las minas de oro romanas |
Al llegar a la casa rural que me servía de albergue
mis acompañantes se disponían a introducir las maletas en el coche para
emprender el viaje de vuelta a casa. Con tanto golpe en la cabeza y con tanto
ir y venir por épocas pretéritas se me había olvidado que aquel día era el
último de mis vacaciones.
Me subí al auto tras dar unas pobres explicaciones a
mis compañeros sobre el origen del chichón que presentaba en la frente. Cuando
ya estábamos saliendo del valle dirigí la mirada a la montaña, me habría
gustado despedirme de Ruxa, a pesar de todo lo que me había pasado y de que la
hacía responsable, le había cogido cariño. Además, seguro que me podría dar
algún mejunje para bajar la inflamación de la frente porque el analgésico que
me había tomado por la mañana no me había hecho efecto. Pero no solo me hubiera
gustado estar con ella para que me ayudara, me apetecía sentir su mirada
incisiva y oír su risa socarrona. Miré por la ventanilla del vehículo por si
aparecía al borde de la carretera de manera sorpresiva, pero fue en vano.
Abandonamos la zona y yo me quedé sin volver a ver a Ruxa. Mentalmente, le dije
adiós y lancé un beso al aire.
Antes de enfilar para mi ciudad hicimos una parada
en Ponferrada, la capital de la comarca de El Bierzo, pues queríamos degustar
allí el famoso cocido maragato. Pero antes de almorzar decidimos visitar el llamativo
castillo de los templarios.
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Castillo de los templarios en Ponferrada |
El edificio data del siglo XII y las sucesivas
restauraciones lo han dejado en muy buen estado de manera que uno se traslada a
la Edad Media fácilmente sin necesidad de pócimas ni nieblas ni hechicerías
varias. Deambulé por el patio de armas y me deleité con las magníficas vistas
desde sus murallas. A los pies de la fortaleza el río Sil fluía majestuoso.
Tras pasear por las estancias que daban al exterior
decidí recorrer las del interior; lo hice por curiosidad y por huir del sol que
castigaba inclemente ese día del mes de julio.
En busca de frescor descendí a las mazmorras. Allí,
los que gestionan la visita al monumento habían colocado una especie de maniquí
vestido de templario para poner en situación al visitante y darle ambiente a la
cosa. A mí me pareció algo chusco y entre la pobre iluminación y el olor a
humedad, empecé a sentir algo de agobio. Además, el maniquí me daba muy mal
rollo, no sabía muy bien por qué.
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Mazmorras del castillo con sucedáneo de templario |
Tras hacer un par de fotos me dispuse a salir de la
sala y fue entonces cuando oí un carraspeo. Dado que allí solo estábamos el muñeco
y yo, y recordando experiencias pasadas, no me anduve con tonterías y subí los
escalones, que me llevaban a las partes nobles del castillo, de dos en dos.
Una vez en la planta superior, y ya con más luz,
recuperé el resuello pues la subida frenética desde el sótano casi consiguió
que echara el bofe. En una de las paredes se podía leer un letrero con una
flecha que indicaba dónde se encontraba la biblioteca. «Biblioteca» me dije
«bonita palabra y seguro que un sitio mucho más agradable que las mazmorras».
Una vez en la biblioteca pude comprobar que no era
una sala especialmente grande, no obstante, allí se encontraban algunos
volúmenes bellamente ilustrados procedentes de colecciones privadas que los
habían donado al castillo para deleitar a las visitas, pero casi todos eran de
fechas posteriores a cuando los caballeros habitaban el lugar, por lo que
sospeché que la mayoría de los templarios no debían de ser muy aficionados a la
lectura, aunque supongo que tendrían poco tiempo para leer si estaban ocupados defendiendo la zona de ataques varios.
En una vitrina se encontraban varios manuscritos y
me llamó mucho la atención una colección de cartas que parece se enviaron entre
los diferentes maestres ante la inminente extinción de la orden. Me entró
curiosidad por saber qué ponían, cómo se expresarían esos hombres medio monjes,
medio guerreros y qué plasmarían cuando vieron que su modo de vida estaba a
punto de desaparecer.
Me acerqué al cristal para ver si podía leerlas. Era
un intento estéril porque a la caligrafía retorcida de la época, y que hacía
ilegible la letra, había que añadir que las cartas estaban escritas en latín, así que en el supuesto
de que hubiera descifrado aquellos trazos no me hubiera enterado de nada de
todas maneras.
Cuando me di cuenta de mi estupidez me separé de la
vitrina y entonces las cartas se movieron alzándose del lugar donde estaban
depositadas. Lo primero que pensé es que ahí había corriente y el aire se había
colado en la urna de cristal haciendo volar los papeles. «Menudo lío va a tener
el que se encargue de esto como se le revuelvan todas las cartas» pensé.
Una de las cartas se elevó unos pocos
centímetros más de sus compañeras y las letras se desprendieron del papel para
mostrarse a la altura de mis ojos con perfecta nitidez. Instintivamente cerré
los párpados y me toqué ligeramente el chichón convencida de que el golpe en la
cabeza, además de la inflamación me había provocado una conmoción cerebral.
Maldiciendo de nuevo a Ruxa abrí los ojos, pero las
letras seguían ahí, delante de mí, brillando como si la tinta negra con la que habían
sido escritas estuviera aún fresca. Al
mismo tiempo una voz se oyó al ritmo de las palabras que desfilaban delante de
mi vista como si alguien leyera lo que ahí estaba escrito. ¡La
carta me estaba contando lo que en ella estaba escrito!
Intentaré reproducir más o menos lo que escuché.
Frater Rodericus Yanae, preceptori domus Templi
de Pontem Ferratam, religioso et honesto fratri Jacobus de Molayo, Dei gracia
pauperis milicie Templi magíster humilis, salutem in domino.
Querido hermano por la gracia de Dios:
Con la incertidumbre de no saber si esta misiva
llegará a vuestras manos, me encomiendo a nuestro salvador para que con su
infinita benevolencia permita que estas letras que ahora escribo puedan ser
leídas por vuestra gracia.
La situación es insostenible, sé que vos ya
tenéis suficientes pesares, pero me veo en la obligación de poner en vuestro
conocimiento lo que aquí acontece.
Cada día que transcurre es para dar paso a otro
con más penalidades y sufrimientos que el anterior. La población siente un gran
rencor hacia nosotros, nos tildan de elitistas e incluso de arrogantes.
Procuramos no mezclarnos con la plebe y el poco
trato que tenemos con el exterior es a través de los criados y algún
comerciante que se introduce en la fortaleza para proveernos de viandas y otros
artículos necesarios para el desenvolvimiento de nuestras tareas. A través de
esos esporádicos contactos hemos sabido de la malquerencia del populacho hacia
nuestras personas. Es inadmisible el trato del que somos receptores.
Estas tierras, hoy en paz, son seguras gracias a
nuestros desvelos. Que la tumba de nuestro venerado apóstol sea el punto de
encuentro de multitud de peregrinos procedentes de toda la cristiandad, es solo
posible a nuestra siempre atenta vigilancia en los caminos.
Pero el vulgo es desagradecido, tornadizo y
fácilmente manipulable por quienes buscan nuestra ruina.
Las noticias que nos llegan desde tierras francas
no hacen más que aumentar nuestra pesadumbre. El encarcelamiento del que sois
víctima es una execrable muestra más de la iniquidad de nuestros enemigos.
Por eso me es más doloroso aún si cabe poner en
vuestro conocimiento que nos es imposible la ayuda que solicitáis. Por
desgracia nuestros medios son escasos y no podemos reunir la tropa que nos
pedís para recuperar las posesiones extraídas a nuestra perseguida hermandad ni
tampoco podemos daros el auxilio que facilitaría vuestra fuga de la prisión en
la que os retienen.
Lamento añadir más pesares a vuestros ya seguros sufrimientos,
amantísimo y respetado Jacobus, pero quienes aquí estamos no podemos más que
rogar a nuestro redentor por la salvación de vuestra alma esperando que cuando llegue
el final os unáis al Creador pudiendo gozar de la imponderable gracia divina de
ver a nuestro Señor y a la Reina de los Cielos.
Vuestro hermano en la gracia de Dios.
Rodericus Yanae
Tras estas palabras la voz se calló. Y yo pensé en
voz alta:
―Vamos, que el Jacobus ese va a tener que esperar sentado a
que el cobarde de Rodericus le ayude ¡Ya se puede dar por jodi…!
―¡Cómo osas! ―tronó una voz a mis espaldas antes de
que pudiera terminar la verbalización de mis pensamientos.
Me giré alarmada y vi a un anciano sentado en una
silla de madera. Tenía una larga barba blanca, el escaso pelo también estaba
canoso y le llegaba hasta los hombros. Una túnica blanca le cubría todo el
cuerpo y se ceñía con un cinturón oscuro de cuero del que pendía en un costado
una especie de palo o porra muy larga. En medio del pecho, una gran cruz roja bordada
destacaba entre la blancura de la tela. Pensé que sería algún vigilante del
castillo al que le habían vestido de época para ambientar el lugar y felicité
mentalmente a los diseñadores porque el atuendo estaba muy bien logrado.
―Disculpe si he alzado mucho la voz, pero no creo yo
que sea para ponerse así ―le contesté al señor de blanco pensando que me había
recriminado por hablar en una biblioteca.
―Eres una descarada y una felona. ¡Yo no soy ningún
cobarde! ¿Cómo te atreves a insultarme?
―Mire, lo de descarada se lo paso, y lo de felona…
pues, también, porque no sé qué es eso. Pero lo que no le consiento es que me
grite. ¡Un poquito de respeto, por favor! ―contesté yo encarándome a aquel
energúmeno― Además, ¿en qué momento le he llamado yo a usted cobarde?
―¡Ahora mismo! Nada más terminar de leer la misiva
has dicho que yo era cobarde. No ha nacido nadie que se atreva a faltarme el
respeto y luego viva para contarlo. ¡Te mataré con mis propias manos!
Según vociferaba el anciano se levantó de la silla y
se llevó una mano a la cadera donde tenía el palo o la porra o lo que fuera
aquello porque desde donde estaba yo no atinaba a ver muy bien qué era. De
resultas de esa acción yo retrocedí unos pasos porque el anciano tenía un
aspecto venerable, pero al levantarse me di cuenta de que era alto y bastante
fornido a pesar de su edad. Como él se había interpuesto entre la puerta de
salida y mi persona decidí atemperar la situación y calmar a ese vigilante demasiado
implicado en su papel.
―Vamos a calmarnos un poquito ¿vale? Yo no me
dirigía a usted cuando he dicho lo de cobarde, sino al tipo que escribió la
carta esa que… por cierto ¿usted también la ha escuchado?
―¿Escuchar, el qué?
―A la carta, se ha puesto a hablar.
―No digas dislates, mujer. ¿Cómo va a hablar un
papel? Eso sería cosa del Maligno, y las palabras que has oído son fruto del
amor entre cofrades.
―Entonces esas palabras que yo he oído… usted
también lo ha escuchado, ¿no?
―¿Escuchar, el qué?
―La caaaarta ―repetí yo segura de que el venerable y
colérico anciano necesitaba un audífono―. Si ha oído las palabras, ha oído la
carta, era ella la que hablaba.
―Mujer ignorante, las palabras que oíste eran las de
la carta, pero quien las pronunciaba era yo. Te estaba leyendo su contenido
pues antes pude comprobar que te esforzabas en descifrarlo.
―¡Ah! ¡Vale, vaaale! ―respondí aliviada pues la
posibilidad de un edema cerebral se alejaba de mi mente―. Así que usted la
estaba leyendo ahí sentado, en la silla, ¿cómo ha
podido hacerlo desde tan lejos?
―Me la sé de memoria.
―¿Qué pasa? ¿Es usted el guía y se la lee todos los días a los
turistas que venimos aquí?
―Dices cosas muy raras, mujer. Me la sé de memoria
porque la escribí yo mismo.
―¿La escribió usted? ¿Entonces, es una
falsificación? Oiga, pues da el pego porque parece totalmente de la época,
¡qué bueno!
―¡¿Falsificador, yo?! Esto es intolerable. Vas a
pagar cara tu desfachatez, mujer del demonio.
―¡Tranquilito, eh! Quiero hablar con su superior
―aquel bedel, guía turístico, o lo que quiera que fuera se estaba sobrepasando
y yo ya me había cansado. Había pagado una entrada y se supone que el cliente
siempre tiene la razón, pero ese señor me trataba sin ninguna consideración.
―¿Mi superior? No va a ser posible, rindió cuentas
ante el Altísimo hace tiempo.
Con esa explicación tan retorcida entendí que quería
decir que la había espichado, lo mismo por tener que bregar con semejante bruto
como subalterno.
―Bueno, pues quiero hablar con quien esté por encima
de usted. Le voy a poner una reclamación de aúpa ―repliqué con un buen enfado. Las
malas maneras del susodicho y la prepotencia con la que me trataba me habían cabreado
a base de bien.
―Yo solo respondo ante nuestro Señor ―me contestó
indicando hacia arriba con el índice de la mano derecha.
Seguí con la mirada la dirección que señalaba su dedo,
pero solo vi un artesonado de madera, y desde luego allí no había ningún señor
ni señora. Ante mi cara de extrañeza el tipo continuó.
―Mis actos solo pueden ser juzgados por un tribunal
divino y sé que seré refrendado por defender con sangre cualquier ofensa que reciba
mi orden o mi persona como representante de la misma. Así que prepárate para reunirte
con tu hacedor, impertinente mujer ―me contestó al mismo tiempo que sacaba lo
que yo creí que era una porra pero que resultó ser una espada de dimensiones
descomunales ―. ¡A mí nadie me llama cobarde!
―¡Y dale! ¡Que yo no lo he llamado cobarde! Que yo me
refería al tal Rodericus de la carta por dejar en la estacada al Jacobus ese
―contesté angustiada porque se había acercado peligrosamente a mí comprobando
que la espada era muy real y para nada el atrezo de la indumentaria del viejo.
―¡Yo soy Rodericus, maestre de la encomienda de Pontem
Ferrata! ¿Quién eres tú para cuestionar mi manera de actuar frente a nuestro
Gran Maestre, Jacobus, que Dios tenga en su gloria? Si no acudimos a su rescate
es porque nuestra integridad estaba en juego.
«O sea, que no le ayudaste porque te entró el
canguelo de diñarla también. Se supone que los templarios erais gente valiente,
sin miedo a morir; al fin y al cabo, la muerte es la manera de reencontraros
con vuestro Señor Dios. Pero, por lo que se ve os daba mieditis abandonar este
mundo tan terrenal» pensé. No lo dije en voz alta porque mi oponente ya estaba
de bastante mal humor y no había necesidad de añadir más motivos para querer atacarme.
Reculé ante el avance del viejo con la espada en ristre,
pero me topé con la pared, entonces cerré los ojos y deseé con toda mi alma que
esa pesadilla desapareciera. Pedí con todas mis fuerzas que bajara la niebla,
incluso que alguien me diera otro garrotazo para salir de allí. Cuando sentí en
la garganta el filo de la espada empecé a sudar a chorros. Aquella alucinación,
porque alucinación tenía que ser, estaba llegando demasiado lejos. O puede que
no fuera una alucinación, puede que ese tipo fuera un chalado que se había
emparanoiado con las historias del Temple y en su delirio creyera ser un
maestre de los templarios en Ponferrada, en cuyo caso ya me podía considerar
tan jodida como el pobre Jacobus de la maldita carta.
Pero de repente una voz resonó:
―¡Detente, Rodrigo!
Como una servidora estaba con los ojos cerrados a
causa del miedo no vi quién hablaba así, pero reconocí
perfectamente la voz: era la de Ruxa. Sin poder creérmelo del todo, abrí los
ojos y efectivamente, ahí estaba mi amiga. Mi primer impulso fue ir a abrazarla,
pero me lo impedía la peligrosa espada que, si bien no había seguido su
imparable avance hacia mi garganta, tampoco había sido retirada.
Rodericus, o Rodrigo, o como quiera que se llamara
ese animal, se giró cuando Ruxa habló y en su semblante apareció la sorpresa.
―¿Qué haces aquí? ¡Maldita bruja del averno!
―Vigilar tus desmanes. Tu mal genio y tu arrogancia
siempre trajeron problemas, viejo ―contestó ella acercándose lentamente hacia
él y con cierta chulería que me pareció genial.
―¡Déjanos en paz! Esta mujer y yo tenemos cuentas
que saldar, no es asunto tuyo.
―Estás muy equivocado. Sabes que me preocupan tus
actividades, pero, además, ella ―me señaló con el dedo― sí es asunto mío. Nosotras,
al contrario que los de tu orden, no abandonamos a una hermana cuando está en
apuros. Así que ya estás bajando esa espada y dejando libre a mi amiga.
A pesar del tono autoritario con el que Ruxa le
habló al viejo, este no bajó el arma y yo empecé a sospechar que la cabezonería
del templario me iba a suponer un tajo en el cuello y eso sí que debía hacer
daño. En ese momento el doloroso chichón que tenía en la frente me pareció una
caricia comparado con lo que se me venía encima.
―¿Estás pensando en desafiarme, viejo decrépito?
―añadió la hechicera con un brillo letal en los ojos― ¡Baja la espada!
Esta vez el de la barba blanca obedeció. En su
mirada se mezclaba el miedo con el odio. Se ve que no estaba acostumbrado a acatar
órdenes, y me imaginé que mucho menos de una mujer.
Libre ya de la opresión en el cuello corrí hacia Ruxa
y me parapeté detrás de ella pues el templario seguía con el arma en la mano y
nos miraba con mala leche. Entonces la bruja me tomó por los hombros con un gesto de protección y salimos de la biblioteca.
―¿Y si le da por perseguirnos? ―le dije a mi salvadora
mirando hacia la puerta porque no las tenía todas conmigo.
―Cálmate, no puede salir del recinto de la
biblioteca. Su condena es esa, preservar las cartas que reflejan su ignominia y
su vergüenza.
Más tranquila, y ya repuesta del susto, abracé a
Ruxa con todas mis fuerzas. Me hacía ilusión verla, pero en esta ocasión,
además, me había salvado de una buena.
―¡Qué bien que hayas aparecido por aquí! Nunca
hubiera imaginado volver a encontrarte y menos tan lejos de tu hogar.
―Ya de dije que tú eres una de las nuestras y las hermanas
nos ayudamos unas a las otras. Además, la distancia y el tiempo no existe entre
nosotras. A mí también me ha gustado volver a verte, pero tengo que marchar,
hay otras colegas que también están en apuros y la vieja Ruxa debe acudir a echar
una mano.
Ante mi cara de tristeza por oír sus últimas
palabras, la bruja añadió:
―Tranquila, filliña, nos volveremos a ver, aunque
espero que no te metas en tantos líos, tienes cierta predisposición para
aparecer en lugares con situaciones complicadas ―me dijo con un gesto cómplice.
Yo estaba convencida de que esas situaciones
complicadas a las que aludía eran responsabilidad suya pero no quería echárselo
en cara porque, al fin y al cabo, me había ayudado mucho y, además, esa mujer
se hacía querer.
―Muchas gracias, Ruxa, por todo lo que has hecho ―le
dije volviéndola a abrazar―. Te debo mucho, nunca podré agradecértelo como te
mereces.
―La verdadera fraternidad, en los malos momentos se
manifiesta ―añadió adaptando de nuevo el papel de maestro Yoda―. Hoy por ti, mañana
por mí. Ya me devolverás el favor.
―No creo que yo sea capaz de ayudarte, no tengo tus
poderes ni tu sabiduría.
―Sabes y puedes hacer más cosas de las que crees ―añadió
guiñándome un ojo para, seguidamente, desaparecer de repente.
Me quedé atónita mirando al vacío en el lugar donde,
unos instantes antes, estaba Ruxa. Aún perpleja e intentando asimilar lo que me
había pasado, decidí abandonar el castillo.
Cuando estaba saliendo de allí oí una carcajada
familiar y una voz que decía entre risas:
―Recuerda, filliña: ¡tú eres una bruja!
FIN
NOTA
El castillo de Ponferrada fue habitado por
templarios cuando un rey leonés permitió que la
orden del Temple estableciera una encomienda en dicha localidad el año 1178.
Años más tarde, en la confrontación de León con el reino de Castilla, a los
templarios les dio por apoyar al rey castellano, entonces el rey leonés se
agarró tremendo mosqueo y les quitó el castillo para dárselo a los caballeros
hospitalarios. Poco después, y ya reconciliados rey leonés y templarios bercianos,
el castillo volvió a los del Temple y los hospitalarios tuvieron que hacer las
maletas.
Cuando en Francia se inició un proceso judicial
contra el Temple, que acabó con la ejecución del Gran Maestre y la disolución
de la orden, el maestre de Ponferrada, Rodrigo Yáñez (Rodericus, en latín),
decidió entregar dicho castillo al hermano del rey y, junto a sus caballeros,
quitarse de en medio no fuera que en León les diera por imitar a los franceses.
Dicen que el Gran Maestre, Jacques de Molay (Jacobus
de Molayo, en latín) pidió ayuda a varias encomiendas para que le rescataran
sin éxito alguno según se pudo comprobar (murió en la hoguera).
Esta es, a grandes rasgos y que me perdonen los
puristas, la historia del castillo de Ponferrada y los templarios.
No sé si Rodrigo llegó a escribir alguna carta al gran
maestre de la orden en Francia ni si este último le pidió ayuda porque, como
cuento en el relato, en aquellas misivas del museo no se entendía nada de nada,
la letraja era de cuidado. Pero me he tomado la licencia literaria de poner en
sus letras esta escenificación. Por cierto, el encabezamiento de la carta me lo
he inventado, he intentado ponerlo más o menos en latín, pero dado que aquella
asignatura hace más de treinta años que la estudié, seguro que está lleno de
faltas; que me vuelvan a perdonar los puristas.
GLOSARIO