Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

23 de diciembre de 2019

El precio de una sonrisa


―Son cinco euros
―No, no me lo voy a llevar. Solo estaba mirando.
―Perdone, pero ha sacado el género de su lugar y lo tiene que comprar.
―¡¿Qué?! Lo único que he hecho ha sido cogerlo del mostrador y mirarlo.
―Ya, pero el envoltorio se ha abierto y ya no lo puedo vender así.
Blanca no era amiga de discutir y ya tenía bastante cabreo como para también enfadarse con el dependiente de aquel puesto navideño. Decidió pagar los cinco euros que le demandaba aquel caradura y llevarse esa ridícula diadema con unos mini cuernos de reno que encima tenían unas lucecitas de lo más hortera. ¿En qué estaría pensando para coger esa mamarrachada?
Tras pagar de malos modos al dependiente decidió salir del mercadillo para no tener más encuentros desafortunados.
Nunca le había gustado la Navidad. Las reuniones familiares la agotaban y sacaban de quicio a partes iguales. Tener que reunirse con sus hermanas y sus maridos se le hacía muy cuesta arriba por la sencilla razón de que no los soportaba.
―¡Qué suerte tienes, Blanca! Sin hijos, sin pareja, sin obligaciones. Libre y a tu aire. Sin pensar en nadie más que en ti. ¡Qué envidia me das!
En aquellas palabras de su hermana mayor iba implícita una crítica a su soltería, a su rotunda negativa para formar una familia, como habían hecho todos los demás.
La Navidad era más soportable unos años atrás, cuando sus padres aún vivían y sus sobrinos eran unos niños pequeños. El entusiasmo que ponía su madre en preparar el cordero asado ilusionada por ver reunida a toda la familia en su casa, el afán de su padre por montar el nacimiento añadiendo nuevas figuritas cada año y las caritas de alegría de sus sobrinos cuando los llevaba a la cabalgata, eran suficiente premio para soportar las largas colas en las tiendas y el agobio de tanta gente por las calles.
Pero ahora ya no era lo mismo. Sus padres habían fallecido y sus sobrinos eran unos adolescentes enfadados con el mundo a los que no aguantaba. Tan solo se acordaban de ella cuando se acercaba la fecha de sus cumpleaños para que la tita Blanca fuera generosa con ellos.
―Tita, ¿has visto el nuevo modelo de Play Station?
―Pues no. Yo no juego con esas cosas.
―¡Es flipante, tita! Mola mogollón, tiene un montón de comandos nuevos. Pero cuesta una pasta y mis padres no me la quieren comprar… Por cierto, lo que sí sabrás es que mi cumple es el mes que viene ¿no?
Blanca sabía que era injusta con sus sobrinos.  No solo se acordaban de ella cuando se aproximaban sus cumpleaños. También lo hacían en Navidad, cuando se acercaban los Reyes Magos.
Estaba muy harta. El egoísmo que veía por todas partes se hacía más patente en estas fechas. Cuando alguien daba cualquier cosa es porque esperaba recibir algo a cambio.
Esa misma mañana había tenido un buen ejemplo. Su jefe se había acercado a su mesa para comunicarle que le iba a añadir dos días más de asueto a sus vacaciones para seguidamente decirle que el proyecto que debían entregar en febrero se había adelantado un mes y que el día siete de enero a lo más tardar tendría que estar listo. Eso llevaba implícito que sus vacaciones no serían tales pues iba a tener que trabajar en casa.
Con un humor de perros había salido de la oficina, se había puesto a deambular y había acabado en un mercadillo navideño. Desde uno de los puestos un joven alegre y muy agradable la invitó a que se acercara y mirara lo que quisiera. Sumida en sus negros pensamientos y sin apenas darse cuenta toqueteó una de las diademas de fiesta que en el mostrador estaban. Luego, el simpático joven se convirtió en un sinvergüenza que la había obligado a comprar.  
El jeta aquel le recordaba a una vecina de su inmueble que se mostraba especialmente amable cuando necesitaba que Blanca le hiciera alguna gestión.
―Blanca, tú que eres tan maja, ¿puedes acercarte a la frutería y subirme el pedido? Con este frío me da miedo salir por si me vuelvo a acatarrar y mis hijos están con sus cosas… Anda bonita, ya que sales a la calle, ¿qué te cuesta?
 Aquella mujer era todo dulzura cuando le pedía esas cosas, sin embargo, cuando no la necesitaba ni siquiera la saludaba si se la encontraba en el portal o en el ascensor.
La amabilidad de la gente tenía un precio, más o menos oculto, pero siempre costaba algo, pensaba Blanca. Nada era gratis.
«¡Hipócritas egoístas!» se dijo mientras se disponía a meter las manos en los bolsillos de su abrigo porque había empezado a correr un viento gélido. «Encima me he dejado los guantes en la oficia, ¡pues qué bien!» Sin embargo, la diadema que acaba de comprar le suponía un estorbo para resguardar sus manos del frío y en el bolso no le cabía aquel espanto así que decidió ponérsela.
«Menudas pintas debo de llevar» pensó. Con la diadema en la cabeza se introdujo en el metro. Cuando iba camino del andén, por el pasillo oyó una voz que empezó a cantar:
―Creo que esa chica es un elfo. Sí lo es, sí lo es. Es un elfo.
Blanca se giró y vio a un operario de mantenimiento del suburbano detrás de ella que, sonriendo de oreja a oreja, la miraba y señalando su diadema, repitió:
―Creo que esa chica es un elfo. Sí lo es, sí lo es. Es un elfo.
El hombre siguió tarareando la cancioncilla y cuando estaba a la altura de Blanca le dedicó una gran sonrisa para decirle:
―¡Feliz Navidad!
Luego se marchó pasillo adelante para, unos pasos después, girarse y volver a sonreír a Blanca. Ella se quedó parada, atónita ante la generosidad de aquel desconocido. El hombre no era ningún jefe interesado, ni ningún dependiente, ni un vecino necesitado; simplemente le había dedicado una canción y una sonrisa sin pedir nada a cambio. Nada más… y nada menos.
Antes de que el operario desapareciera por el pasillo, Blanca gritó:
―¡Gracias! ¡Feliz Navidad!





NOTA
Con este sucedáneo de cuento de Navidad os quiero felicitar las pascuas y de paso anunciar que me voy de vacaciones, o sería más exacto decir que me tomo una excedencia porque estaré ausente una buena temporada.
Nuevas obligaciones laborales y otras tareas relacionadas con la escritura, pero alejadas del blog, hacen que tenga que tomar esta drástica medida. Espero que el cierre no sea por mucho tiempo.
De todas formas, aunque con una presencia muy reducida, seguiré moviéndome por estos mundos blogueros porque el blog ‘Demencia, la madre de la Ciencia’ seguirá activo e interactuaré con quienes por allí pasáis.
Por supuesto, esto no es un adiós, sino un hasta luego.
Mucha suerte a todos y ¡FELIZ NAVIDAD!



18 de diciembre de 2019

Cartas lejanas-Crónicas bercianas (y IV)


Tras la escena tan alucinante a la que había asistido y después de abandonar aquel extraño poblado, me interné por una senda y la niebla volvió a invadirlo todo.
«Ya estamos otra vez» me dije, «a ver dónde acabo ahora». Cuando la densidad de la niebla empezó a calarme como si de lluvia se tratara, de nuevo un viento inesperado sopló y las nubes se elevaron súbitamente para dejarme contemplar la aldea otra vez. Pero, en esta ocasión, se trataba de la aldea del principio, no la que tenía esos paupérrimos habitantes sometidos a trabajar en la mina, sino el encantador pueblecito en el que me alojaba.
Casa rural en la que me alojé, en la aldea de Las Médulas, a los pies de las minas de oro romanas

Al llegar a la casa rural que me servía de albergue mis acompañantes se disponían a introducir las maletas en el coche para emprender el viaje de vuelta a casa. Con tanto golpe en la cabeza y con tanto ir y venir por épocas pretéritas se me había olvidado que aquel día era el último de mis vacaciones.
Me subí al auto tras dar unas pobres explicaciones a mis compañeros sobre el origen del chichón que presentaba en la frente. Cuando ya estábamos saliendo del valle dirigí la mirada a la montaña, me habría gustado despedirme de Ruxa, a pesar de todo lo que me había pasado y de que la hacía responsable, le había cogido cariño. Además, seguro que me podría dar algún mejunje para bajar la inflamación de la frente porque el analgésico que me había tomado por la mañana no me había hecho efecto. Pero no solo me hubiera gustado estar con ella para que me ayudara, me apetecía sentir su mirada incisiva y oír su risa socarrona. Miré por la ventanilla del vehículo por si aparecía al borde de la carretera de manera sorpresiva, pero fue en vano. Abandonamos la zona y yo me quedé sin volver a ver a Ruxa. Mentalmente, le dije adiós y lancé un beso al aire.
Antes de enfilar para mi ciudad hicimos una parada en Ponferrada, la capital de la comarca de El Bierzo, pues queríamos degustar allí el famoso cocido maragato. Pero antes de almorzar decidimos visitar el llamativo castillo de los templarios.

Castillo de los templarios en Ponferrada

El edificio data del siglo XII y las sucesivas restauraciones lo han dejado en muy buen estado de manera que uno se traslada a la Edad Media fácilmente sin necesidad de pócimas ni nieblas ni hechicerías varias. Deambulé por el patio de armas y me deleité con las magníficas vistas desde sus murallas. A los pies de la fortaleza el río Sil fluía majestuoso.
Tras pasear por las estancias que daban al exterior decidí recorrer las del interior; lo hice por curiosidad y por huir del sol que castigaba inclemente ese día del mes de julio.
En busca de frescor descendí a las mazmorras. Allí, los que gestionan la visita al monumento habían colocado una especie de maniquí vestido de templario para poner en situación al visitante y darle ambiente a la cosa. A mí me pareció algo chusco y entre la pobre iluminación y el olor a humedad, empecé a sentir algo de agobio. Además, el maniquí me daba muy mal rollo, no sabía muy bien por qué.

Mazmorras del castillo con sucedáneo de templario

Tras hacer un par de fotos me dispuse a salir de la sala y fue entonces cuando oí un carraspeo. Dado que allí solo estábamos el muñeco y yo, y recordando experiencias pasadas, no me anduve con tonterías y subí los escalones, que me llevaban a las partes nobles del castillo, de dos en dos.
Una vez en la planta superior, y ya con más luz, recuperé el resuello pues la subida frenética desde el sótano casi consiguió que echara el bofe. En una de las paredes se podía leer un letrero con una flecha que indicaba dónde se encontraba la biblioteca. «Biblioteca» me dije «bonita palabra y seguro que un sitio mucho más agradable que las mazmorras».
Una vez en la biblioteca pude comprobar que no era una sala especialmente grande, no obstante, allí se encontraban algunos volúmenes bellamente ilustrados procedentes de colecciones privadas que los habían donado al castillo para deleitar a las visitas, pero casi todos eran de fechas posteriores a cuando los caballeros habitaban el lugar, por lo que sospeché que la mayoría de los templarios no debían de ser muy aficionados a la lectura, aunque supongo que tendrían poco tiempo para leer si estaban ocupados defendiendo la zona de ataques varios.
En una vitrina se encontraban varios manuscritos y me llamó mucho la atención una colección de cartas que parece se enviaron entre los diferentes maestres ante la inminente extinción de la orden. Me entró curiosidad por saber qué ponían, cómo se expresarían esos hombres medio monjes, medio guerreros y qué plasmarían cuando vieron que su modo de vida estaba a punto de desaparecer.


Me acerqué al cristal para ver si podía leerlas. Era un intento estéril porque a la caligrafía retorcida de la época, y que hacía ilegible la letra,  había que añadir que las cartas estaban escritas en latín, así que en el supuesto de que hubiera descifrado aquellos trazos no me hubiera enterado de nada de todas maneras.
Cuando me di cuenta de mi estupidez me separé de la vitrina y entonces las cartas se movieron alzándose del lugar donde estaban depositadas. Lo primero que pensé es que ahí había corriente y el aire se había colado en la urna de cristal haciendo volar los papeles. «Menudo lío va a tener el que se encargue de esto como se le revuelvan todas las cartas» pensé.
Una de las cartas se elevó unos pocos centímetros más de sus compañeras y las letras se desprendieron del papel para mostrarse a la altura de mis ojos con perfecta nitidez. Instintivamente cerré los párpados y me toqué ligeramente el chichón convencida de que el golpe en la cabeza, además de la inflamación me había provocado una conmoción cerebral.
Maldiciendo de nuevo a Ruxa abrí los ojos, pero las letras seguían ahí, delante de mí, brillando como si la tinta negra con la que habían sido escritas estuviera aún fresca.  Al mismo tiempo una voz se oyó al ritmo de las palabras que desfilaban delante de mi vista como si alguien leyera lo que ahí estaba escrito. ¡La carta me estaba contando lo que en ella estaba escrito!
Intentaré reproducir más o menos lo que escuché.
Frater Rodericus Yanae, preceptori domus Templi de Pontem Ferratam, religioso et honesto fratri Jacobus de Molayo, Dei gracia pauperis milicie Templi magíster humilis, salutem in domino.
Querido hermano por la gracia de Dios:
Con la incertidumbre de no saber si esta misiva llegará a vuestras manos, me encomiendo a nuestro salvador para que con su infinita benevolencia permita que estas letras que ahora escribo puedan ser leídas por vuestra gracia.
La situación es insostenible, sé que vos ya tenéis suficientes pesares, pero me veo en la obligación de poner en vuestro conocimiento lo que aquí acontece.
Cada día que transcurre es para dar paso a otro con más penalidades y sufrimientos que el anterior. La población siente un gran rencor hacia nosotros, nos tildan de elitistas e incluso de arrogantes.
Procuramos no mezclarnos con la plebe y el poco trato que tenemos con el exterior es a través de los criados y algún comerciante que se introduce en la fortaleza para proveernos de viandas y otros artículos necesarios para el desenvolvimiento de nuestras tareas. A través de esos esporádicos contactos hemos sabido de la malquerencia del populacho hacia nuestras personas. Es inadmisible el trato del que somos receptores.
Estas tierras, hoy en paz, son seguras gracias a nuestros desvelos. Que la tumba de nuestro venerado apóstol sea el punto de encuentro de multitud de peregrinos procedentes de toda la cristiandad, es solo posible a nuestra siempre atenta vigilancia en los caminos.
Pero el vulgo es desagradecido, tornadizo y fácilmente manipulable por quienes buscan nuestra ruina.
Las noticias que nos llegan desde tierras francas no hacen más que aumentar nuestra pesadumbre. El encarcelamiento del que sois víctima es una execrable muestra más de la iniquidad de nuestros enemigos.
Por eso me es más doloroso aún si cabe poner en vuestro conocimiento que nos es imposible la ayuda que solicitáis. Por desgracia nuestros medios son escasos y no podemos reunir la tropa que nos pedís para recuperar las posesiones extraídas a nuestra perseguida hermandad ni tampoco podemos daros el auxilio que facilitaría vuestra fuga de la prisión en la que os retienen.
Lamento añadir más pesares a vuestros ya seguros sufrimientos, amantísimo y respetado Jacobus, pero quienes aquí estamos no podemos más que rogar a nuestro redentor por la salvación de vuestra alma esperando que cuando llegue el final os unáis al Creador pudiendo gozar de la imponderable gracia divina de ver a nuestro Señor y a la Reina de los Cielos.
Vuestro hermano en la gracia de Dios.
Rodericus Yanae
Tras estas palabras la voz se calló. Y yo pensé en voz alta:
―Vamos, que el Jacobus ese va a tener que esperar sentado a que el cobarde de Rodericus le ayude ¡Ya se puede dar por jodi…!  
―¡Cómo osas! ―tronó una voz a mis espaldas antes de que pudiera terminar la verbalización de mis pensamientos.
Me giré alarmada y vi a un anciano sentado en una silla de madera. Tenía una larga barba blanca, el escaso pelo también estaba canoso y le llegaba hasta los hombros. Una túnica blanca le cubría todo el cuerpo y se ceñía con un cinturón oscuro de cuero del que pendía en un costado una especie de palo o porra muy larga. En medio del pecho, una gran cruz roja bordada destacaba entre la blancura de la tela. Pensé que sería algún vigilante del castillo al que le habían vestido de época para ambientar el lugar y felicité mentalmente a los diseñadores porque el atuendo estaba muy bien logrado.
―Disculpe si he alzado mucho la voz, pero no creo yo que sea para ponerse así ―le contesté al señor de blanco pensando que me había recriminado por hablar en una biblioteca.
―Eres una descarada y una felona. ¡Yo no soy ningún cobarde! ¿Cómo te atreves a insultarme?
―Mire, lo de descarada se lo paso, y lo de felona… pues, también, porque no sé qué es eso. Pero lo que no le consiento es que me grite. ¡Un poquito de respeto, por favor! ―contesté yo encarándome a aquel energúmeno― Además, ¿en qué momento le he llamado yo a usted cobarde?
―¡Ahora mismo! Nada más terminar de leer la misiva has dicho que yo era cobarde. No ha nacido nadie que se atreva a faltarme el respeto y luego viva para contarlo. ¡Te mataré con mis propias manos!
Según vociferaba el anciano se levantó de la silla y se llevó una mano a la cadera donde tenía el palo o la porra o lo que fuera aquello porque desde donde estaba yo no atinaba a ver muy bien qué era. De resultas de esa acción yo retrocedí unos pasos porque el anciano tenía un aspecto venerable, pero al levantarse me di cuenta de que era alto y bastante fornido a pesar de su edad. Como él se había interpuesto entre la puerta de salida y mi persona decidí atemperar la situación y calmar a ese vigilante demasiado implicado en su papel.
―Vamos a calmarnos un poquito ¿vale? Yo no me dirigía a usted cuando he dicho lo de cobarde, sino al tipo que escribió la carta esa que… por cierto ¿usted también la ha escuchado?
―¿Escuchar, el qué?
―A la carta, se ha puesto a hablar.
―No digas dislates, mujer. ¿Cómo va a hablar un papel? Eso sería cosa del Maligno, y las palabras que has oído son fruto del amor entre cofrades.
―Entonces esas palabras que yo he oído… usted también lo ha escuchado, ¿no?
―¿Escuchar, el qué?
―La caaaarta ―repetí yo segura de que el venerable y colérico anciano necesitaba un audífono―. Si ha oído las palabras, ha oído la carta, era ella la que hablaba.
―Mujer ignorante, las palabras que oíste eran las de la carta, pero quien las pronunciaba era yo. Te estaba leyendo su contenido pues antes pude comprobar que te esforzabas en descifrarlo.
―¡Ah! ¡Vale, vaaale! ―respondí aliviada pues la posibilidad de un edema cerebral se alejaba de mi mente―. Así que usted la estaba leyendo ahí sentado, en la silla, ¿cómo ha podido hacerlo desde tan lejos?
―Me la sé de memoria.
―¿Qué pasa? ¿Es usted el guía y se la lee todos los días a los turistas que venimos aquí?
―Dices cosas muy raras, mujer. Me la sé de memoria porque la escribí yo mismo.
―¿La escribió usted? ¿Entonces, es una falsificación? Oiga, pues da el pego porque parece totalmente de la época, ¡qué bueno!
―¡¿Falsificador, yo?! Esto es intolerable. Vas a pagar cara tu desfachatez, mujer del demonio.
―¡Tranquilito, eh! Quiero hablar con su superior ―aquel bedel, guía turístico, o lo que quiera que fuera se estaba sobrepasando y yo ya me había cansado. Había pagado una entrada y se supone que el cliente siempre tiene la razón, pero ese señor me trataba sin ninguna consideración.
―¿Mi superior? No va a ser posible, rindió cuentas ante el Altísimo hace tiempo.
Con esa explicación tan retorcida entendí que quería decir que la había espichado, lo mismo por tener que bregar con semejante bruto como subalterno.
―Bueno, pues quiero hablar con quien esté por encima de usted. Le voy a poner una reclamación de aúpa ―repliqué con un buen enfado. Las malas maneras del susodicho y la prepotencia con la que me trataba me habían cabreado a base de bien.
―Yo solo respondo ante nuestro Señor ―me contestó indicando hacia arriba con el índice de la mano derecha.
Seguí con la mirada la dirección que señalaba su dedo, pero solo vi un artesonado de madera, y desde luego allí no había ningún señor ni señora. Ante mi cara de extrañeza el tipo continuó.
―Mis actos solo pueden ser juzgados por un tribunal divino y sé que seré refrendado por defender con sangre cualquier ofensa que reciba mi orden o mi persona como representante de la misma. Así que prepárate para reunirte con tu hacedor, impertinente mujer ―me contestó al mismo tiempo que sacaba lo que yo creí que era una porra pero que resultó ser una espada de dimensiones descomunales ―. ¡A mí nadie me llama cobarde!
―¡Y dale! ¡Que yo no lo he llamado cobarde! Que yo me refería al tal Rodericus de la carta por dejar en la estacada al Jacobus ese ―contesté angustiada porque se había acercado peligrosamente a mí comprobando que la espada era muy real y para nada el atrezo de la indumentaria del viejo.
―¡Yo soy Rodericus, maestre de la encomienda de Pontem Ferrata! ¿Quién eres tú para cuestionar mi manera de actuar frente a nuestro Gran Maestre, Jacobus, que Dios tenga en su gloria? Si no acudimos a su rescate es porque nuestra integridad estaba en juego.
«O sea, que no le ayudaste porque te entró el canguelo de diñarla también. Se supone que los templarios erais gente valiente, sin miedo a morir; al fin y al cabo, la muerte es la manera de reencontraros con vuestro Señor Dios. Pero, por lo que se ve os daba mieditis abandonar este mundo tan terrenal» pensé. No lo dije en voz alta porque mi oponente ya estaba de bastante mal humor y no había necesidad de añadir más motivos para querer atacarme.
Reculé ante el avance del viejo con la espada en ristre, pero me topé con la pared, entonces cerré los ojos y deseé con toda mi alma que esa pesadilla desapareciera. Pedí con todas mis fuerzas que bajara la niebla, incluso que alguien me diera otro garrotazo para salir de allí. Cuando sentí en la garganta el filo de la espada empecé a sudar a chorros. Aquella alucinación, porque alucinación tenía que ser, estaba llegando demasiado lejos. O puede que no fuera una alucinación, puede que ese tipo fuera un chalado que se había emparanoiado con las historias del Temple y en su delirio creyera ser un maestre de los templarios en Ponferrada, en cuyo caso ya me podía considerar tan jodida como el pobre Jacobus de la maldita carta.
Pero de repente una voz resonó:
―¡Detente, Rodrigo!
Como una servidora estaba con los ojos cerrados a causa del miedo no vi quién hablaba así, pero reconocí perfectamente la voz: era la de Ruxa. Sin poder creérmelo del todo, abrí los ojos y efectivamente, ahí estaba mi amiga. Mi primer impulso fue ir a abrazarla, pero me lo impedía la peligrosa espada que, si bien no había seguido su imparable avance hacia mi garganta, tampoco había sido retirada.
Rodericus, o Rodrigo, o como quiera que se llamara ese animal, se giró cuando Ruxa habló y en su semblante apareció la sorpresa.
―¿Qué haces aquí? ¡Maldita bruja del averno!
―Vigilar tus desmanes. Tu mal genio y tu arrogancia siempre trajeron problemas, viejo ―contestó ella acercándose lentamente hacia él y con cierta chulería que me pareció genial.
―¡Déjanos en paz! Esta mujer y yo tenemos cuentas que saldar, no es asunto tuyo.
―Estás muy equivocado. Sabes que me preocupan tus actividades, pero, además, ella ―me señaló con el dedo― sí es asunto mío. Nosotras, al contrario que los de tu orden, no abandonamos a una hermana cuando está en apuros. Así que ya estás bajando esa espada y dejando libre a mi amiga.
A pesar del tono autoritario con el que Ruxa le habló al viejo, este no bajó el arma y yo empecé a sospechar que la cabezonería del templario me iba a suponer un tajo en el cuello y eso sí que debía hacer daño. En ese momento el doloroso chichón que tenía en la frente me pareció una caricia comparado con lo que se me venía encima.
―¿Estás pensando en desafiarme, viejo decrépito? ―añadió la hechicera con un brillo letal en los ojos― ¡Baja la espada!
Esta vez el de la barba blanca obedeció. En su mirada se mezclaba el miedo con el odio. Se ve que no estaba acostumbrado a acatar órdenes, y me imaginé que mucho menos de una mujer.
Libre ya de la opresión en el cuello corrí hacia Ruxa y me parapeté detrás de ella pues el templario seguía con el arma en la mano y nos miraba con mala leche. Entonces la bruja me tomó por los hombros con un gesto de protección y salimos de la biblioteca.
―¿Y si le da por perseguirnos? ―le dije a mi salvadora mirando hacia la puerta porque no las tenía todas conmigo.
―Cálmate, no puede salir del recinto de la biblioteca. Su condena es esa, preservar las cartas que reflejan su ignominia y su vergüenza.
Más tranquila, y ya repuesta del susto, abracé a Ruxa con todas mis fuerzas. Me hacía ilusión verla, pero en esta ocasión, además, me había salvado de una buena.
―¡Qué bien que hayas aparecido por aquí! Nunca hubiera imaginado volver a encontrarte y menos tan lejos de tu hogar.
―Ya de dije que tú eres una de las nuestras y las hermanas nos ayudamos unas a las otras. Además, la distancia y el tiempo no existe entre nosotras. A mí también me ha gustado volver a verte, pero tengo que marchar, hay otras colegas que también están en apuros y la vieja Ruxa debe acudir a echar una mano.
Ante mi cara de tristeza por oír sus últimas palabras, la bruja añadió:
―Tranquila, filliña, nos volveremos a ver, aunque espero que no te metas en tantos líos, tienes cierta predisposición para aparecer en lugares con situaciones complicadas ―me dijo con un gesto cómplice.
Yo estaba convencida de que esas situaciones complicadas a las que aludía eran responsabilidad suya pero no quería echárselo en cara porque, al fin y al cabo, me había ayudado mucho y, además, esa mujer se hacía querer.
―Muchas gracias, Ruxa, por todo lo que has hecho ―le dije volviéndola a abrazar―. Te debo mucho, nunca podré agradecértelo como te mereces.
―La verdadera fraternidad, en los malos momentos se manifiesta ―añadió adaptando de nuevo el papel de maestro Yoda―. Hoy por ti, mañana por mí. Ya me devolverás el favor.
―No creo que yo sea capaz de ayudarte, no tengo tus poderes ni tu sabiduría.
―Sabes y puedes hacer más cosas de las que crees ―añadió guiñándome un ojo para, seguidamente, desaparecer de repente.
Me quedé atónita mirando al vacío en el lugar donde, unos instantes antes, estaba Ruxa. Aún perpleja e intentando asimilar lo que me había pasado, decidí abandonar el castillo.
Cuando estaba saliendo de allí oí una carcajada familiar y una voz que decía entre risas:
―Recuerda, filliña: ¡tú eres una bruja!

FIN





NOTA
El castillo de Ponferrada fue habitado por templarios cuando un rey leonés permitió que la  orden del Temple estableciera una encomienda en dicha localidad el año 1178. Años más tarde, en la confrontación de León con el reino de Castilla, a los templarios les dio por apoyar al rey castellano, entonces el rey leonés se agarró tremendo mosqueo y les quitó el castillo para dárselo a los caballeros hospitalarios. Poco después, y ya reconciliados rey leonés y templarios bercianos, el castillo volvió a los del Temple y los hospitalarios tuvieron que hacer las maletas.
Cuando en Francia se inició un proceso judicial contra el Temple, que acabó con la ejecución del Gran Maestre y la disolución de la orden, el maestre de Ponferrada, Rodrigo Yáñez (Rodericus, en latín), decidió entregar dicho castillo al hermano del rey y, junto a sus caballeros, quitarse de en medio no fuera que en León les diera por imitar a los franceses.
Dicen que el Gran Maestre, Jacques de Molay (Jacobus de Molayo, en latín) pidió ayuda a varias encomiendas para que le rescataran sin éxito alguno según se pudo comprobar (murió en la hoguera).
Esta es, a grandes rasgos y que me perdonen los puristas, la historia del castillo de Ponferrada y los templarios.
No sé si Rodrigo llegó a escribir alguna carta al gran maestre de la orden en Francia ni si este último le pidió ayuda porque, como cuento en el relato, en aquellas misivas del museo no se entendía nada de nada, la letraja era de cuidado. Pero me he tomado la licencia literaria de poner en sus letras esta escenificación. Por cierto, el encabezamiento de la carta me lo he inventado, he intentado ponerlo más o menos en latín, pero dado que aquella asignatura hace más de treinta años que la estudié, seguro que está lleno de faltas; que me vuelvan a perdonar los puristas.

GLOSARIO

3 de diciembre de 2019

Esta montaña es una ruina-Crónicas bercianas (III)


(Para leer la primera parte clica AQUÍ)
(Para leer la segunda parte clica AQUÍ)

Me levanté con un buen dolor de cabeza. La imagen que me devolvió el espejo del baño la mañana siguiente a mi “aventura romana” no era nada alentadora. Una protuberancia del tamaño de una nuez sobresalía del centro de mi frente, tenía un color granate que anunciaba lo dolorosa que era pues el más leve roce me hacía ver las estrellas.
No conseguía recordar cómo ni cuándo me había golpeado, tan solo tenía la explicación onírica que mi aturdida memoria me ofrecía: un tío enorme golpeándome con un hacha. Pero, evidentemente, la causa real debía ser otra, aunque no fuera capaz de recordarla.
Tras tomarme una aspirina con el café del desayuno decidí salir a dar un paseo para despejarme. Un manto gris de espesa niebla cubría la comarca, las pocas casas del pueblo donde me alojaba apenas se dejaban ver entre la bruma húmeda de las nubes que se habían aposentado como un huésped más de la zona. Entre amortiguados ladridos de perros madrugadores deambulé por las calles solitarias de la aldea.

 Mientras paseaba seguía rumiando sobre el origen de mi doloroso chichón, me preocupaba que el golpe me hubiera provocado cierto tipo de amnesia, aunque estaba segura de que la responsable era Ruxa y algún alucinógeno propio de su oficio.
Tan sumida en mis pensamientos me hallaba que no me percaté de que la niebla se había espesado aún más. Levanté la cabeza y comprobé que no se veía nada, ni casas ni árboles ni, mucho menos, la montaña que enseñoreaba el lugar. Empecé a alarmarme porque ni siquiera la senda por la que había transitado se veía ahora. Todo estaba cubierto por un manto gris, espeso y húmedo.
Con el pulso disparado me obligué a tranquilizarme para no entrar en pánico y no hiperventilar. Realicé unas cuantas inspiraciones profundas cerrando los ojos, pero cuando los abrí seguía sin ver un carajo. Busqué en el bolsillo del pantalón el teléfono móvil para pedir ayuda, pero comprobé desolada que me lo había dejado en la habitación. ¡Maldita sea! Para una vez que lo necesitaba de verdad, no lo llevaba encima.
«Tranquila, estamos en el mes de julio, esto no puede durar mucho, seguro que la niebla acabará por levantar» pensé en un vano intento de serenarme mientras volvía a cerrar los ojos. De repente, se levantó un viento inesperado, abrí los ojos y comprobé que no había ni rastro de la niebla, ante mí se desplegaba el poblado, pero con unas construcciones muy distintas a las que había visto hasta entonces. Las casas eran de adobe, muchas de ellas con la planta circular y con el tejado hecho de cañas y ramas secas. El aspecto era paupérrimo, nada que ver con la parte por la que había empezado a caminar. «Esta debe de ser la zona pobre de la aldea» me dije.
Una mujer salió de una de las cabañas con un caldero humeante en las manos, era extremadamente delgada y el rostro cadavérico anunciaba que no tenía un buen estado de salud. Un niño pequeño sucio de mugre y mocos en la cara se agarraba a la saya de la mujer sujetándose torpemente sobre sus famélicas piernecitas.
Instintivamente, y curada ya de espanto, me toqué mis propias ropas para ver cómo iba vestida yo porque lo primero que me vino a la mente contemplando aquello es que estaba otra vez alucinando. Pero mi vestimenta era la misma con la que había salido de mi alojamiento, nada de armaduras ni sandalias ni yelmo ni espadas. «Parece que sigo siendo yo, algo hemos mejorado» me dije aliviada.
Me acerqué tímidamente a la mujer y el niño, pero antes de que pudiera llegar hasta ellos desaparecieron en el interior de otra cabaña. Los seguí, pero me detuve en el umbral y desde allí asistí a una escena desoladora.
En el fondo de la estancia, en un catre tirado en el suelo, yacía un hombre con aspecto demacrado que luchaba por respirar entre quejidos angustiosos. Una anciana se hallaba a su lado aplicándole unas cataplasmas, como estaba de espaldas a mí no podía verle el rostro, pero su manera de moverse y su figura me resultaron familiares. La mujer y el niño se acercaron a ellos.
―Aquí tienes el agua caliente ―le dijo la mujer a la anciana.
La vieja tomó el caldero y sumergió en él unas hierbas secas que extrajo de uno de los pliegues de su túnica. Al girarse comprobé con sorpresa que se trataba de Ruxa, la bruja que me encontré en la cueva. Entonces, sin ser consciente de ello, salí de mi anonimato y exclamé.
­―¡Ruxa! ¡Qué sorpresa verte aquí!
Sin embargo, la hechicera ignoró mi exclamación y siguió atendiendo al hombre postrado. Entonces decidí entrar en la cabaña para hacerme ver mejor.
―¡Hola, Ruxa! ¡Nos volvemos a encontrar! ―le dije acercándome a ella y con una sonrisa de oreja a oreja. Aunque le echaba la culpa de mi ‘affaire’ con la llorona y el golpe final resultante, tenía que reconocer que me hacía ilusión verla de nuevo.
Pero, la vieja siguió ignorándome. La mujer y el niño también pasaron de mí olímpicamente pues me encontraba en el centro de la estancia y actuaban como si yo no estuviera allí.
Algo mosqueada me dispuse a agarrar a Ruxa por el brazo para obligarla a prestarme atención, sin embargo, cuando fui a tocarla mis manos atravesaron su brazo como si estuviera hecho de humo.
Me quedé congelada por el estupor.
«Ya estoy otra vez alucinando. Esto empieza a ser preocupante» pensé aturdida y decidida a visitar un neurólogo en cuanto llegara a Madrid.
Pero como, una vez más, era incapaz de gobernar lo que me estaba sucediendo, me aparté y me dispuse a ver en qué acababa todo aquello.
―Esto lo mantendrá medio dormido y aliviará el dolor ―le dijo Ruxa a la mujer mientras intentaba que el hombre tomara el bebedizo que había preparado― pero poco más puedo hacer. Prepárate para lo peor.
La mujer empezó a sollozar y el niño, asustado ante la reacción de la que supuse sería su madre, también comenzó a llorar.
―¡No puede morir! ¡Esfuérzate! ¡Conjura a Brixit y aleja a las curuxas*!
―Ni Brixit podría sanar a tu hombre. Sus pulmones están llenos de sangre, las costillas rotas los han perforado.
―¡No lo dejes morir! ¡No lo mates!
Tras el reproche de la mujer, Ruxa se levantó airada y se le encaró.
―¡Yo no mato a nadie! Échale la culpa a la montaña y al oro maldito que escupe. La codicia de vuestros nuevos amos, esa es la que os está matando a todos. Pronto no seréis más que polvo disuelto en el barro que os rodea por todas partes.
―¡Eres cruel! ¡Maldita seas!
―Guarda tus maldiciones para quienes os han llevado hasta aquí, los arrogantes que se enfrentaron a quienes eran superiores en todo.  Hay que saber cuándo no se puede ganar y cuándo hay que someterse.
La mujer dejó de llorar súbitamente tras las últimas palabras de Ruxa y con fiereza se le enfrentó.
―Además de cruel eres una cobarde. No creas que se me ha olvidado que fuiste de las que insististe en rendir las armas cuando esos malditos romanos llegaron hasta aquí, que aconsejaste a los ancianos de la tribu que nos entregáramos. ¡No tienes orgullo! Pero, claro, eres una asquerosa bruja, ¡qué sabrás tú de honor! ―le espetó con una mueca de asco.
―¡Ah, ya salió el honor a relucir! ―replicó la anciana haciendo burla―. Vosotros y vuestro honor. Dime de qué os ha servido. ¡Mira a tu alrededor, idiota! Vivís peor que los animales. Si los jefes me hubieran hecho caso… Cualquiera con una mínima inteligencia habría visto que enfrentarse a ese ejército era un desatino que solo podía llevar al desastre. Si hubierais aceptado el pacto que os ofreció aquel general ahora no estaríais así. Pero, no, vuestro honor no os permitía capitular ―volvió a hacer burla―. El orgullo y la estupidez os han llevado a esto ―señaló al hombre tendido―. Dime dónde está ese honor, ¿aquí? ―rio con amargura― ¿en esta cabaña que huele a vómitos y sangre? ¿en la cara de tu hijo, lleno de mocos y garrapatas? ¡Mírate! ¿Dónde está el honor? ¡Dímelo!
Ruxa estaba muy enfadada, y la verdad es que daba un poquito de miedo. Aunque no presentaba el mismo aspecto desaliñado de la primera vez que la vi, su imagen era inquietante, en esos ojos grises la ira confería a su mirada cierta amenaza que asustaba.
―¡No podíamos hacer otra cosa, Ruxa! ―contestó la mujer que volvió a llorar― Tú no lo entiendes, no eres de los nuestros. Si nos atacan, luchamos. Vencer o morir, ese es nuestro lema.
―¡Vencer o morir, qué palabras más bonitas! ―espetó Ruxa burlándose de nuevo― Ojalá os hubieran pasado a cuchillo cuando llegaron, porque la muerte es mejor que lo que os toca vivir ahora.
­―¿Qué querías que hiciéramos? Rendirnos nos habría convertido en esclavos.
―Si fuerais esclavos viviríais mejor. El trato del general romano era bueno. Un esclavo trabaja de sol a sol para sus amos, pero a cambio recibe sustento y cobijo. En cambio, vosotros, con vuestra resistencia y vuestro honor ―escupió la bruja con desprecio― habéis conseguido ser menos que los esclavos. Además de trabajar para el opresor, el poco tiempo libre que os deja la mina lo tenéis que emplear en buscar un magro alimento que apenas consigue manteneros en pie. ¡Estúpidos!
Mientras las dos mujeres discutían, fuera de la cabaña se escuchó ruido de voces y movimiento de gente. Salí al exterior y me topé con un destacamento de soldados romanos que irrumpían en el poblado. Al frente de la unidad se encontraba un conocido mío: Flavio. En un primer momento pensé en dirigirme al que consideraba compañero de armas en mi otra vida, aquella en la que yo fui un legionario seguramente como fruto de mi estado de alucinación, pero enseguida caí en la cuenta de que en esta nueva ensoñación yo no era visible, así que desistí y seguí como espectadora de lo que allí estaba pasando.
―¡Vamos, haraganes! ¡Quiero veros agrupados ahora mismo! La mina os espera ―ordenó Flavio mientras empujaba sin ninguna consideración a los habitantes del poblado que habían empezado a salir de sus casas.
Entre los que se agrupaban para ir a trabajar a la mina había hombres jóvenes y no tan jóvenes, pero también mujeres y niños, incluso algún anciano pude ver que se disponía a formar parte del grupo. Todos, hombres, mujeres, niños y ancianos presentaban un aspecto lamentable, estaban famélicos y con signos evidentes de enfermedad. ¿Cómo era posible que gente en tan malas condiciones pudiera trabajar en nada, y mucho menos en algo tan penoso como una mina?
―Podías ser caritativo con esta pobre gente y dejar que algunos se quedaran hoy en su casa. La mayoría no se tiene en pie.
Era Ruxa la que hablaba, había salido de la cabaña donde atendía al herido y, como si me hubiera leído el pensamiento, así se dirigió a Flavio. Le hablaba con un tono amable, pero sin perder nada de dignidad.
―Roma no pierde el tiempo con caridad. Si queréis clemencia, llegáis tarde. Ya pasó vuestra oportunidad ―replicó Flavio mientras seguía empujando a los remisos que aún no estaban junto a sus compañeros de trabajo.
― Cuando el poderoso reparte generosidad es cuando demuestra su verdadero poder ―sentenció la bruja.
Como al aludido no pareció afectarle el comentario, Ruxa decidió dejarse de soflamas filosóficas y pasar a algo más prosaico.
―Además, no fue Roma quien te curó ese absceso tan feo y tan doloroso que te salió ahí ―insistió mientras dirigía su mirada a la entrepierna del legionario.
Flavio se quedó mirando a Ruxa y, tras unos instantes de duda en los que pareció quedarse enganchado a los ojos de la hechicera, se dirigió al grupo de aldeanos que esperaban delante de él.
―Tú, tú, tú y tú ―señaló a dos ancianos y a dos niños que eran la viva imagen de la desolación― quedaos hoy aquí. Los demás seguidme.
Nada más decir aquello se oyó un estruendo que reverberó en todo el valle. La tierra tembló bajo mis pies y creí que estábamos sufriendo un terremoto. Me dispuse a poner pies en polvorosa pero como vi que ni los soldados ni los habitantes del poblado se asustaban, pudo más la curiosidad y me quedé para averiguar qué había pasado.
Tras el ruido, una gran polvareda se pudo ver en lo más alto de la montaña. Cuando se disipó en gran medida, asombrada vi que donde antes se hallaba un pico montañoso con rocas y vegetación, ahora había un agujero enorme. Un cráter de tierra arcillosa se había originado tras el estruendo. Al mismo tiempo pude ver cómo grandes cantidades de agua acompañadas de un torrente de lodo bajaban por las laderas.
Entonces recordé las explicaciones del día anterior cuando nuestra guía nos internó por las antiguas minas de oro. El tipo de explotación minera de aquella zona consistía en horadar la montaña con pequeños túneles que luego rellenaban con agua, la presión que ejercía esta al pasar por canales estrechos hacía reventar literalmente la montaña, dejando al descubierto grandes cavidades y liberando en su derrumbe el metal precioso que albergaba en su interior.
Ruina Montium se llamaba esa técnica que, como su nombre en latín indica, se basa en cargarse la montaña. Se ve que en aquella época el movimiento ecologista aún no estaba consolidado y por eso se permitía semejante atrocidad paisajística. El sistema era efectivo desde el punto de vista de la explotación minera, pero en cuanto a sostenimiento del ecosistema dejaba bastante que desear. Me di una palmada en la frente al recordar y solté una maldición porque el manotazo me hizo ver las estrellas. Aquello sería una ensoñación, pero el chichón era real y tocármelo me había hecho daño.
Entre el dolor que me había provocado yo misma y el espectáculo que ante mí se ofrecía, apenas presté atención a las palabras de mi excompañero de armas.
―¡Vamos! Hay que llegar ya a la zona de lavado. El agua ya ha hecho su trabajo, ahora os toca a vosotros. La eficacia romana no defrauda, bruja ―añadió dirigiéndose a Ruxa directamente.
―Ni la mía con tus dolencias, soldado ―replicó Ruxa volviendo a mirar la entrepierna de Flavio.
Aunque la forma de hablar seguía siendo amable, Flavio pudo percibir cierto tono amenazante en las últimas palabras de la anciana. Mirándola de reojo salió del castro seguido por el grupo de desgraciados a los que les esperaba una jornada extenuante para recoger oro con el que engrosar las arcas del Imperio Romano.
Tras la marcha del destacamento con su carga de mano de obra gratis el poblado quedó casi desierto. Los pocos moradores que permanecieron en él, se dispusieron a realizar sus tareas dejando las sucias callejuelas vacías de gente. Tan solo Ruxa y yo quedamos fuera. Me dispuse a regresar a mi alojamiento confiando que al salir del poblacho aquella ensoñación desaparecería, o eso esperaba porque la vez anterior necesité un cachiporrazo para volver a la realidad y con un chichón ya tenía suficiente.
Cuando pasé delante de Ruxa no hice ningún ademán para comunicarme con ella porque sabía que no podía verme. Sin embargo, cuando la rebasé y le di la espalda ella soltó una carcajada para, seguidamente, decir:
―Deberías cuidarte ese chichón.
(Continuará…)












 (*) Brixit: diosa celta de la curación. Curuxa: lechuza que, según la mitología astur, si se posa o ronda la casa de un enfermo significa que este enfermo va a fallecer.

NOTA: La feroz resistencia que opusieron los astures de la zona del Bierzo a los romanos provocó la ira del imperio; cuando finalmente fueron sometidos, las tribus se vieron obligadas a acatar las órdenes de los nuevos señores de la comarca que consistían en trabajar de sol a sol en las minas de oro, pero sin ni siquiera alcanzar el estado de esclavos (estos tenían derecho a alojamiento y manutención). Esta manera de explotación laboral era un auténtico chollo para Roma porque el trabajo le salía a coste cero y el poco oro que se obtenía (las minas nunca fueron especialmente productivas) era todo ganancia.    


19 de noviembre de 2019

Carissia, la ondina llorona - Crónicas bercianas (II)


(Para leer la primera parte clica AQUÍ)

Con las carcajadas de Ruxa en la cabeza aún resonando y lamentándome por no haberme quedado a su reunión entre colegas, llegué a mi albergue, una casa emplazada a los pies de las minas de oro romanas.
Estaba tan cansada que, nada más quitarme el calzado teñido con el polvo ocre de la montaña, me tiré cuan larga era en la cama y allí me quedé dormida en un santiamén.
Soñé con brujas danzando alrededor de una hoguera y con pócimas que sabían a orujo y que me calentaban haciéndome flotar para sentir que volaba. Cuando sobrevolaba la comarca en una especie de nube con forma de escoba un ruido metálico me despertó. Medio adormilada abrí los ojos para comprobar que no me encontraba en mi habitación sino en un catre tirado en el suelo. Las paredes de ladrillo que caracterizaban mi cuarto habían sido sustituidas por una lona oscura zarandeada por el viento.
Creyendo que aún estaba bajo los efectos del sopor del sueño me incorporé restregándome los ojos. Al volverlos a abrir, y con la mente algo más despejada, constaté que mi primera apreciación era cierta: me encontraba en el interior de una tienda de campaña.
Extrañada me levanté del catre y al hacerlo algo me rozó la pierna derecha arañándomela. De pie miré hacia la herida y vi que me la había provocado mi propio calzado, una sandalia de cuero de la que salía una especie de espinillera metálica. Atónita volví a mirarme de arriba abajo para comprobar, aún más asombrada, que todo mi atuendo era de lo más peculiar.
 En lugar de los pantalones y el forro polar con los que me había acostado, llevaba una túnica de tonos granates y de un tejido basto. Por encima una coraza de láminas metálicas protegía el torso y la cadera, además hacía un ruido que reconocí como el causante de mi despertar. Al echar una mirada más exhaustiva a mi alrededor me fijé en que al lado del camastro se encontraban un casco, una espada corta y un escudo de madera. Me agaché a tomar la espada pues me recordaba a algunas que había visto en el Museo Arqueológico, pesaba bastante pero cuando la tuve en mis manos no tuve ninguna duda, la empuñadura de hueso y la hoja de doble filo era la seña de identidad de las gladius.
«¿Una espada romana? ¿Pero esto qué hace aquí?» pensé, al mismo tiempo que me palpaba todo el cuerpo para corroborar con el tacto lo que había visto con los ojos.
Cuando miraba extrañada la espada que tenía en las manos, entró un individuo en la tienda, vestía de manera similar a como lo hacía yo y con gesto perentorio me miró y dijo:
―¡Vamos, Quinto! ¡No te retrases! Es ya la hora secunda, ¿no has oído la corneta?
Miré a mi alrededor por si el tal Quinto se encontraba en aquella estancia y yo no me había percatado, pero allí solo estábamos ese hombre tan extraño y yo. Como yo no reaccioné, mi nuevo acompañante se acercó a mí y, dándome un empujón, me sacó de la tienda al tiempo que cogía el casco y el escudo que estaban en el suelo.
―¡Por Júpiter, Quinto! ¡Espabila! Hoy el propio Publio Carisio va a pasar revista, como no estemos en formación nos va a tocar limpiar las letrinas hasta que a Mercurio le salgan tetas ―me espetó mientras me colocaba el casco en la cabeza y me entregaba el escudo.
Aturdida le seguí hasta una pequeña explanada donde otros hombres vestidos con las mismas trazas se disponían en filas y columnas con aire marcial. Antes de llegar hasta ellos me paré y observé detenidamente.
¿Aquello era una legión romana? Creyendo que aún estaba soñando sacudí la cabeza, un ruido metálico resonó en mis oídos cuando el casco se bamboleó dejándome unos segundos más aturdida de lo que ya estaba.
Segura de que estaba soñando me dispuse a colocarme junto a mis compañeros de indumentaria. Tras unos cuantos infructuosos intentos, pues no daba con el lugar que me correspondía, me situé al lado de un fornido legionario con un recio mentón cuadrado, una piel curtida por el sol y unos limpios ojos azules que no escondían la fiereza de su mirada.
―¿Esto es una legión romana? ―volví a preguntarme, esta vez en voz alta sin darme cuenta.
―Pues claro que no, somos la centuria de Máximo Nono, de la Legio X Gemina. Quinto, mira que eres duro de mollera, después de tantos años ya deberías saber en qué unidad combates ­―me contestó mi compañero de al lado, el de los ojos azules―. ¿Cuánto vino bebiste anoche? ―añadió con tono burlón.
«Anoche no bebí nada de alcohol» respondí mentalmente, pero empecé a sospechar que Ruxa había echado algo a la fogata con la que calentó la cueva confiriéndole al humo poderes psicotrópicos que, al inhalarlo, me había producido el estado de alucinación del que ahora era víctima.
Esperando que el efecto alucinógeno pasara pronto decidí dejarme llevar por mi ensoñación.
Mientras esto cavilaba apareció un hombre que no superaba la treintena y que iba ataviado con una brillante armadura plateada. El penacho de su casco estaba compuesto de unas preciosas plumas blancas que daban majestuosidad a su ya de por sí imponente figura. Era bastante alto y a través del yelmo se podían apreciar unos rasgos muy atractivos. Cuando llegó hasta nosotros todos los soldados se callaron. Un respetuoso silencio invadió la explanada mientras pasaba revista el solemne oficial ―yo no tenía ni idea de rangos militares, pero aquel hombre seguro que era un mandamás, y de los gordos―.
―¿Todo en orden, general? ―le preguntó uno de los legionarios que revisaba la tropa junto a él pero unos pasos por detrás.
―Todo en orden, centurión. Refuerza la vigilancia en la parte alta de la montaña y forma tu centuria con la otra del manípulo en el valle. Al otro lado se encuentra la caballería esperando órdenes. Me voy a hablar con uno de los jefes tribales, si las cosas no salen como yo espero, habrá lucha. Debéis estar preparados.
―A tus órdenes, Carisio ―contestó el aludido levantando con aire marcial el brazo derecho tras golpearse previamente el pecho.
Cuando el general se marchó acompañado de lo que parecía su guardia personal, el centurión que había recibido las órdenes se acercó hasta el lugar donde me encontraba yo.
―Flavio, Tito, Lucio, Marco y Quinto. Subid a aquel altozano ―señaló hacia una colina cercana― y vigilad si hay movimiento de tribus. El general se reúne esta mañana en Lucerna con un jefe de los astures, no sabemos si esos traicioneros salvajes nos prepararán una emboscada, avisad si veis algo sospechoso, ¿entendido?
―Entendido, centurión ―contestó el legionario de ojos azules y que resulta se llamaba Flavio.
Dicho esto, mis cuatro compañeros y yo nos dispusimos a subir donde el oficial nos había ordenado. Cuando llegamos arriba, el tal Flavio nos distribuyó por diferentes lugares de la cima.
―Quinto, ponte en aquel risco, si ves algo raro, silba.
Hay muchas cosas que se me dan regular, algunas mal y otras rematadamente fatal, entre estas últimas se encuentra silbar. Cada vez que intento hacerlo me sale un sonido como de fuelle roto que en nada se parece a un silbido.
―Perdona, Flavio, si necesito pedir ayuda… ¿puedo hacer alguna otra cosa que no sea silbar?
Según le planteaba esa pregunta a mi compañero, me vino a la mente que lo mismo me pedía que imitara el sonido de algún pájaro, tarea completamente imposible porque si no soy capaz de silbar menos lo soy para imitar a ningún ave, empezando porque ni siquiera sé distinguir el canto de un jilguero del de una urraca. Por eso añadí:
―Qué sé yo… podría… ¿chillar?
Flavio se me quedó mirando con sus acerados ojos azules y tras hacer una mueca despectiva me dijo:
―En serio, Quinto, ¿cuánto vino bebiste anoche?
Llegué al risco señalado por Flavio y la vista que se extendía ante mí era realmente preciosa. Entre colinas de diferentes alturas se extendían multitud de prados donde las aulagas, el brezo y las jaras salpicaban la sábana esmeralda de las praderas. A lo lejos se divisaba un poblado de cabañas de adobe donde los techos de cañizo despedían finos hilos de humo. Justo en ese momento una comitiva a caballo se internaba en el castro y entre los jinetes destacaba uno que portaba un casco adornado con plumas blancas. El castro debía de ser Lucerna, el lugar donde nuestro general iba a parlamentar con los astures.
Entre la quietud del lugar y el sol que ya había ascendido sobre las montañas y que empezaba a calentar, el sopor se adueñó de mí. Cuando di una cabezada un llanto me despertó del todo. Alguien estaba llorando. Me incorporé y miré alrededor, cerca de donde yo estaba se encontraba una mujer que, a juzgar por el movimiento de sus hombros, era la que lloraba desconsoladamente.
―Perdona, ¿te encuentras bien?
La muchacha se sobresaltó al oírme y dio un respingo, pero siguió llorando igualmente a pesar de que mi imagen no era nada tranquilizadora ―al menos a mí no me parece que llevar una espada y un escudo sea algo que dé sosiego ―.
Como yo seguía allí delante esperando algún tipo de contestación, ella comenzó a hablarme entre hipidos y sollozos.
―He sido una tonta, me dejé engañar por sus palabras zalameras, me creí todas sus mentiras, pensé que me quería y lo único que buscaba era reírse de mí. Solo he sido una distracción para él.
―¡Ah, vale! Has sufrido un desengaño amoroso. Tranquila, esas cosas pasan, al principio piensas que es el fin del mundo, pero luego te das cuenta que no es para tanto. A veces, con los años, hasta agradeces que te hayan dejado cuando ves qué mal trata el tiempo a algunos ―le dije recordando a mi amor imposible de la adolescencia por el que suspiraba y que me dio calabazas; me lo encontré veinte años después para comprobar, no sin cierta malicia, que el pibón de mi adolescencia se había convertido en un señor calvo, obeso y con unas venitas en la nariz que delataban su querencia por el alcohol.
―¡Pero yo le amo! ¡No puedo vivir sin él! Necesito ver su rostro, tenerlo cerca, oír su voz ―añadió llorando a moco tendido.
Mientras se lamentaba me percaté que a los pies de la muchacha se estaba formando un pequeño reguero de agua que descendía colina bajo, camino del poblado. Estupefacta comprobé que el agua procedía de sus lágrimas. «Pero, ¿cuánto tiempo lleva llorando esta mujer?» me pregunté.
―Sé que nuestros pueblos son enemigos, pero nuestro amor podría evitar la guerra, si nuestras estirpes se unieran el enfrentamiento no sería necesario. Tú que eres de su ejército, ¿no podrías interceder ante él? ―me dijo sin dejar de llorar y mientras el torrente de lágrimas descendía por su cara para incorporarse al reguero que cada vez era más caudaloso.
―¿Interceder ante quién? ¿A qué te refieres?
―Por favor, dile a tu general que yo le amaré siempre, que nuestra unión sería beneficiosa para todos. Mi padre está muy enfadado, se ha enterado de lo que ha pasado entre nosotros dos y quiere una reparación o la guerra será inevitable.
―¿Mi general? ¿Es Publio Carisio de quien te has enamorado? La verdad es que te entiendo, porque el tío está bastante bueno ―contesté recordando la facha que se gastaba aquel hombre cuando nos pasó revista.
Sin dejar de llorar, la mujer me miró suspicaz ante mi último comentario.
―¿A ti te gustan los hombres?
―Sí, claro, y si son guapos, más aún. Y el general de marras está como un queso ―añadí guiñándole un ojo.
―Nos habían dicho que en la legión se castigaba a los homosexuales ―argumentó ella siempre llorando.
―Pero si yo no soy…
No terminé la frase porque enseguida me di cuenta de que, en aquel momento, en aquella ensoñación, era un hombre, un soldado romano que se llamaba Quinto.
―Bueno… intento disimular ―rectifiqué para salir más o menos del paso―. ¿Y dices que tu padre está enfadado y va a declarar la guerra? ―añadí para cambiar de tema― ¿Quién es tu padre?
―El jefe de Lucerna ―respondió llora que te llora.
¡Madre mía! La muchacha era la hija del jefe de los astures y se había encamado con el general, este la había despreciado y el padre de la chica sabía del ultraje. Encima, el general estaba reunido ahora con el jefe que era el padre y que estaba cabreado. Se mascaba la tragedia.
Me llevé los dedos a la boca en un vano intento de silbar y dar la alarma. En lugar de un silbido salió una especie de resoplido apenas audible. Tras intentarlo varias veces desistí porque no solo no conseguía silbar, encima me estaba ahogando.
―¿Tienes asma? ―me preguntó solícita la chica sin parar de llorar. Era increíble cómo podía hablar sin dejar de derramar lágrimas a raudales.
Ni siquiera contesté acuciada por la necesidad de avisar del peligro. Miré hacia el poblado y pude ver que la comitiva romana salía del castro al galope. El penacho de plumas blancas destacaba otra vez entre todos los jinetes. «Al menos ha salido con vida de allí» pensé aliviada.
Al mismo tiempo que veía la comitiva romana alejarse del poblado me di cuenta de que el regato de agua provocado por las lágrimas de la muchacha, había alcanzado el castro y se estaba formando un pequeño estanque en las inmediaciones al estar ya en terreno llano. El torrente lacrimoso se estaba estancando al verse libre de pendiente por la que bajar.
Volví a fijarme en mi interlocutora para cerciorarme de que aquella agua que se veía abajo procedía de sus lagrimales, y así era. Volví a menear la cabeza en un desesperado intento de despertarme o de quitarme de encima la alucinación, pero de nuevo el casco ―que me estaba un poco grande― me volvió a golpear las sienes.
Iba a decirle a la muchacha que se serenara y que dejara de llorar porque si seguía así, sus vecinos iban a tener que ponerse a achicar agua de sus casas, pero en ese instante un toque de corneta se oyó en la lejanía.
―¡Quinto! ¡Debemos bajar! Tocan para la formación. Entramos en batalla.
Era la voz de Flavio que me llamaba desde unos metros más abajo. Me dispuse a reunirme con mis compañeros, pero antes quise despedirme de aquella chica. Sin embargo, cuando me giré, había desaparecido. Antes de descender definitivamente eché un último vistazo al poblado y vi cómo el agua cubría la mitad de las viviendas.
En el campamento la actividad era frenética y todos nos preparábamos para la inminente batalla. Yo estaba muy asustada y no hacía más que calcular cuánto tiempo llevaría en esa situación haciendo cábalas sobre el efecto más o menos duradero de ciertos estupefacientes que seguramente eran los responsables del estado de alucinación en el que me encontraba, ya que participar en una batalla, aunque fuera el fruto de una ensoñación, no me apetecía nada.
Mientras nos reuníamos todos los soldados oí carcajearse a mi compañero Flavio.
―Los dioses nos apoyan ―me dijo palmeándome la espalda―, dicen que Lucerna ha sido tragada por las aguas. Eso es obra de Júpiter.
―¡Qué va! ―contesté yo―. Eso es cosa de una chica que está llorando en la montaña y que con sus lágrimas ha anegado el poblado.
Entonces, Flavio se volvió hacia mí y con el ceño fruncido me espetó:
―Quinto, ¿cuánto vino bebiste anoche?
Cuando la centuria se reunió al completo, el oficial al cargo nos ordenó formación en tortuga para atacar al contingente enemigo que se había organizado en tropel a unos cientos de metros de nuestra posición.  Mientras el centurión daba la orden yo intenté recordar las clases de latín del bachillerato y me maldije por no prestar más atención a la profesora cuando nos explicó el orden de batalla de los romanos, porque el caso es que no sabía cómo diantres era aquella formación. Menos mal que mis compañeros sí sabían su oficio y yo solo me dejé llevar.
Recorrimos unos cuantos metros sin saber muy bien hacia dónde iba pues la formación en tortuga consiste, básicamente, en cubrir a un grupo de legionarios con escudos por los lados y por arriba para no ser alcanzados por los proyectiles enemigos, lo que se traduce en que no se ve un pimiento, tan solo pies y la espalda del compañero de delante.
De repente, un toque de corneta dio el aviso y los escudos que nos protegían se movieron, dejándonos al descubierto. Se iniciaba otro tipo de ofensiva mucho más peligrosa: el combate cuerpo a cuerpo. Ahí sí que empecé a angustiarme, porque yo soy muy cobarde y tengo muy poca tolerancia al dolor. De todas formas, la ansiedad tuvo poco tiempo para anidar en mi ánimo ya que enseguida se abalanzó sobre mí un tío enorme armado con un hacha gigantesca que me arreó tremendo porrazo en toda la frente y que me hizo ver las estrellas momentos antes de que todo se convirtiera en negro.
Abrí los ojos angustiada. En mi retina prevalecía la imagen de un energúmeno atacándome con saña y el corazón me latía frenético. Me incorporé bruscamente y comprobé que me hallaba en una confortable cama. Miré mis ropas y noté aliviada que llevaba el forro polar y los pantalones con los que me había acostado hacía una eternidad. Más sosegada vi cómo, a mi lado, se hallaba mi marido durmiendo apaciblemente. Volví a recostarme con un resoplido de alivio. Todo había sido un sueño.
Cuando me giré de lado noté un dolor agudo en la frente, me llevé la mano hacia allí y comprobé que tenía un enorme y doloroso chichón. No conseguía recordar dónde o cómo me había golpeado antes de tumbarme en la cama, entonces me asaltó una duda y me pregunté: «¿Cuánto vino bebí anoche?»




NOTA: El lago Carucedo se encuentra en la comarca de El Bierzo, cerca de las Médulas. Cuenta la leyenda que ese lago es el fruto de las lágrimas derramadas por la hija de un jefe tribal astur. Parece ser que la muchacha se enamoró del general romano Publio Carisio encargado de conquistar la zona. La pobre se dejó engatusar por el galán ―cuentan que era un joven muy atractivo― y después de poseerla, el militar dio la espantada. Abandonada y engañada, la hija del jefe se puso a llorar sin control y tanto lloró que se formó un lago donde estaba precisamente su poblado, Lucerna. Ella, después de tanto llorar y de anegar su propio hogar, se convirtió en una ondina y tomó el nombre del amado que la despreció.
P.D. Si queréis saber el origen real del lago Carucedo leed el comentario de Rosa Berros, ella lo explica muy bien.



Hada verde:Cursores
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