Las mujeres que
les dieron la bienvenida acompañaron a Ane y a Águeda hasta el interior de la
cueva. En uno de sus recovecos estaba colocada una tabla de grandes dimensiones
apoyada en varios caballetes. A su alrededor había más mujeres que, entre
risas, comían diferentes viandas sentadas en unos bancos dispuestos a los lados
de la mesa. Águeda en cuanto vio la comida comenzó a salivar, las tripas le
crujían de hambre.
―Sentaos y
reponed fuerzas ―las invitó con un ademán la pelirroja―. Debéis de estar
agotadas después de un viaje tan largo.
Águeda no se
hizo de rogar; sin mediar palabra se sentó y se puso a comer.
―Cuida tus
modales, jovencita ―la recriminó Ane―. No te comportes como un animal salvaje.
―Veo que sigues
tan gruñona como siempre ―replicó la pelirroja―. Me llamo Estevania ―continuó
dirigiéndose a la niña―. ¿Y tú?
―Águeda
―contestó la interpelada con la boca llena de un pastel de carne que la hizo poner
los ojos del revés de lo sabroso que estaba.
Mientras que
Águeda comía hasta hartarse, la anciana y la pelirroja se alejaron de la mesa y
comenzaron a hablar en susurros, de vez en cuando dirigían la mirada hacia
donde estaba la niña comiendo. Águeda estaba convencida de que hablaban de
ella. A saber qué le estaría contando la vieja a Estevania, nada bueno, seguro.
―Amigas, ya está bien de tanto parloteo, hay que
ponerse manos a la obra. La reunión será esta noche y aún hay muchas cosas por
preparar. ¡Vamos!
Quien así habló
era una mujer oronda, con la cara rubicunda y el pelo muy rubio. A pesar del
tono recriminatorio sus ojos sonreían con unos ojos azules, casi transparentes
de lo claros que eran.
Todas las
mujeres se levantaron de la mesa y empezaron a trajinar por la cueva. Águeda,
muy a su pesar también se levantó y se quedó parada sin saber muy bien qué
hacer. Estevania acudió a su rescate.
―Ven conmigo
―le dijo tomándola cariñosamente por los hombros―. Mientras las demás obedecen
a Graciana ―señaló con el mentón a la mujer oronda ― tú y yo vamos a charlar.
Se sentaron en
el suelo, al lado de una pequeña hoguera que desahogaba el humo por uno de los
agujeros que en la cueva había.
―Ya me ha dicho
Ane que tienes el don y por eso vives con ella.
―Sí, eso dice
mi madre, pero yo no sé qué es ese don, ni esa doña ―contestó la niña
encogiéndose de hombros.
―¿No te lo ha
explicado Ane?
―No. Ella no
explica, solo me manda hacer cosas y me dice los nombres de las plantas y para
qué sirven, pero se me olvidan porque no puedo recordarlo todo y entonces ella
se enfada y yo me agobio y me cuesta aún más aprender lo que me dice y…
Águeda se echó
a llorar; era la primera vez desde que había dejado su casa. Ganas no le habían
faltado, pero se había propuesto que no le daría esa satisfacción a la vieja
porque dejarse llevar por el llanto le parecía una manera de claudicar y darle
la razón a Ane cuando decía que era una inútil. Sin embargo, delante de
Estevania sintió que podía sincerarse, aquella mujer era todo lo contrario de
la anciana.
―Tranquila,
niña. No te pongas así ―la reconfortó Estevania abrazándola―. Conozco a Ane y
sé que no es precisamente la alegría personificada, pero es buena aunque a veces
no se le note ―rio su propia gracia―. Es cierto que no se anda con rodeos y que
no es muy amiga de hablar, pero estás con la mejor maestra. Si no te ha
explicado en qué consiste el don y qué implica, lo haré yo.
Estevania dobló
las piernas y, mientras atizaba el fuego, comenzó a hablar con una dulce
cadencia.
―A lo largo de
miles de lunas han nacido mujeres que tienen una capacidad especial para
distinguir cosas que pasan desapercibidas a la mayoría. Esas mujeres pueden
comunicarse con otros seres vivos diferentes a los humanos: entienden el rumor
del agua en un río, los signos que aparecen entre las nubes o el lenguaje de
las plantas.
―El día que me
perdí en el bosque me hablaron unas hayas ―la interrumpió Águeda excitada.
Estevania
sonrió y continuó con su explicación.
―La
comunicación con la Naturaleza es tal en estas mujeres que eso las permite
aprovechar todo lo que Ella nos regala. Nosotras ―señaló con un gesto a todas
las mujeres que por allí pululaban, a sí misma e incluso a Águeda― utilizamos
ese don para ayudar a los demás. Elaboramos todo tipo de preparados para curar
dolencias, vaticinamos desastres leyendo las nubes o escuchando lo que el bosque nos advierte. Ponemos a disposición de los demás nuestros
conocimientos, pero esto no siempre es bien aceptado por quienes se benefician
de nuestra capacidad.
―En mi aldea me
empezaron a mirar mal en cuanto se enteraron de lo de las hayas ―interrumpió otra
vez Águeda.
Estevania
volvió a sonreír ante la nueva intervención de la niña.
―Hay que ser
cautas y tener precaución. Por eso solemos vivir aisladas y nos reunimos de vez
en cuando para disfrutar de la compañía de otras como nosotras. No obstante, el
don no es suficiente, hay que desarrollarlo, debe madurar.
―¿Y eso cómo se
hace?
―Aprendiendo de
otras mujeres que ya lo han perfeccionado.
―¿Como Ane?
―Por ejemplo.
Es la que más sabe de todas las que estamos aquí. Estás con la mejor, tienes
mucha suerte, niña.
Águeda no se
quedó muy convencida. Que tenía que aprender lo podía asumir, pero que Ane
fuera la mejor manera… Esa vieja era antipática y como maestra dejaba mucho que
desear. Si los meses que había pasado con ella eran tener suerte no quería ni
pensar lo que le tocaría vivir cuando no la tuviera.
―Puede que
creas estar pasándolo mal ―prosiguió Estevania como si le hubiera leído el
pensamiento―, pero te aseguro que si sigues con ella podrás desarrollar todo tu
potencial que, lo percibo muy bien, es mucho. Estás empezando, debes ser
paciente. Cuando aprendas a invocar te será revelado mucho conocimiento. Y hoy
mismo puede que ya comience tu aprendizaje en ese aspecto porque, supongo que
Ane aún no te ha enseñado cómo invocar, ¿verdad?
La cara de
incomprensión de Águeda le dio la respuesta a Estevania.
―No te
preocupes. Esta noche invocaremos su nombre y puede que seas afortunada
―prosiguió con tono enigmático.
Águeda miró a
su alrededor y en un susurro le dijo a la pelirroja:
―Vosotras…
vosotras… ¿sois brujas?
Águeda recordó
lo que se decía en su aldea, que la brujas se reunían en cuevas o en lo más
profundo del bosque para invocar al diablo y acostarse con él ―cuando las
comadres llegaban a esta parte Águeda no entendía muy bien a qué se referían
aunque sospechaba que lo de acostarse no era para dormir―.
―Bueno, ese es
uno de los nombres que nos dan, pero eso no tiene importancia ―contestó
Estevania sonriendo.
―Ya, pero eso
de invocar… ¿Váis a llamar al demonio? ―replicó la chiquilla con angustia en la
cara―. Yo no quiero estar presente, me da miedo y… un poco de asco ―añadió
pensando en lo que sería acostarse con un ser con la forma de un macho cabrío.
Estevania
estalló en una estentórea carcajada que resonó en las paredes de la enorme
cueva.
―Nosotras no
tenemos relaciones ―hizo un mohín pícaro― con el diablo. Supongo que te han
llenado la cabeza de muchas historias horribles sobre nosotras, pero en
nuestras reuniones no aparece ningún ente oscuro. Aunque te confesaré que sí
hay algo de… fiesta ―repitió el mohín de picardía―, pero con hombres de carne y
hueso ―rio―. Aún eres muy joven para entenderlo.
Tras oír la
aclaración de la pelirroja, Águeda se relajó. La verdad es que la imagen que
tenía sobre las brujas adquirida por las historias contadas alrededor de la
lumbre en las noches de invierno, nada tenía que ver con Estevania, puede que
con Ane, pero con aquella mujer… era muy guapa, y simpática.
―Invocamos a la
diosa Mari ―prosiguió la mujer―. Es a ella a quien debemos nuestro poder y queremos
que siga enseñándonos. Nada de seres malignos ni espíritus oscuros, de hecho le
pedimos que nos proteja de ellos. Ella nos hizo un regalo atendiendo nuestros
ruegos: el eguzkilore.
―¿La flor del
sol es un regalo de Mari? ―preguntó Águeda asombrada―. Mi madre siempre se
ocupaba de tener uno de esos cardos en la puerta. Aunque el cura decía que eran
tonterías, que era mejor colgar un crucifijo.
―Pues sí, el
eguzkilore nos lo entregó Ella para ahuyentar los seres que habitan en la
oscuridad. Pero a nosotras nos regala muchas cosas más, por eso la invocamos en
nuestras reuniones. Cuando vinculamos todos nuestros poderes, conseguimos que
venga y nos acompañe proporcionándonos sabiduría y protección.
―Entonces ¿esta
noche va a venir la diosa Mari?
―Lo
intentaremos. Bueno, ya basta de cháchara, vamos a arrimar el hombro o Graciana
vendrá a atizarnos con… una escoba ―se carcajeó la pelirroja.
Estuvieron toda
la tarde limpiando y organizando diferentes lugares de la cueva. En la zona más
amplia, donde el techo era más alto, dispusieron unas piedras formando un
círculo y amontonaron leña en el interior para hacer una gran hoguera. Águeda
no entendía a qué venía preparar un fuego tan potente porque en el interior de
la cueva la temperatura era muy agradable.
―Esta noche danzaremos
alrededor de la hoguera en honor a Mari. Con nuestros cánticos y la luz del
fuego la invocaremos. Estate atenta, aprenderás.
La voz de
Estevania le llegó nítidamente aunque la pelirroja estaba bastante alejada de
ella, sin embargo la había oído muy bien y, lo más extraño, parecía que le
había leído el pensamiento. Cuando la miró asombrada, Estevania le guiñó un ojo
desde la distancia.
Al caer la
noche vinieron más mujeres y algunos hombres también aunque en clara minoría,
pero a Águeda le llamó la atención que eran fornidos y muy atractivos. Todos
traían algún presente: comida, barriles de vino o de cerveza. Allí había cerca
de medio centenar de personas. Águeda lo observaba todo con asombro: los
ropajes de los asistentes ornamentados con bordados coloridos o los adornos
florales que la mayoría llevaba en el pelo, incluidos los hombres.
Tras comer, y
sobre todo beber, alrededor de la gran mesa, los reunidos se acercaron a la
gran hoguera que ardía majestuosamente en el centro de la cueva. La rodearon
formando un gran corro y cogidos de las manos empezaron a cantar. Águeda no
entendía las palabras, era un idioma extraño, pero enseguida empezó a moverse
al son del cántico que, poco a poco, iba adquiriendo un ritmo más acelerado e
intenso. A medida que la canción ganaba en intensidad el baile fue enardeciéndose
hasta que el corro se deshizo y cada uno bailaba a su aire en solitario o bien
en parejas. Muchos de los presentes empezaron a desnudarse; al principio Águeda
pensó que como consecuencia del calor emanado por la gran fogata, aunque eso no
explicaba que tras quitarse la ropa algunos empezaran a acariciarse entre sí.
De lo que sí
estaba segura Águeda es que aquello era fruto de la gran cantidad de bebida que
todos habían consumido, pero ella, que apenas había probado el vino ni la
cerveza, también sentía recorrer una excitación por todo su cuerpo. Se agitó
frenética y completamente desinhibida saltó y gritó.
De repente una
intensa luz la cegó, apenas podía distinguir nada de lo que había en la cueva;
una enorme y difuminada sombra se acercó a ella, entre brumas le pareció ver el
rostro de una mujer rubia, muy hermosa, que le sonreía. Antes de que Águeda
pudiera discernir qué estaba viendo, la imagen desapareció, sintió cómo sus
pies se despegaban del suelo y comenzó a flotar. Aturdida por lo que le pasaba
cerró los ojos un instante y cuando los volvió a abrir comprobó que se hallaba
fuera de la cueva, a sus pies, a cientos de metros, vio el valle por el que ese
mismo día Ane y ella habían llegado. El corazón le latía con fuerza en el
pecho. ¡Estaba volando!
CONTINUARÁ…