—Bon día. Quiero denunciar una estafa.
—Bon día. ¿Qué tipo de estafa?
—De las gordas. Mi familia ha perdido mucho dinero. Pagamos
por unos servicios que no nos fueron dados.
—De acuerdo. Necesitaré algunos datos para registrar la
denuncia y tramitarla a las autoridades pertinentes.
Mientras el policía nacional que
atendía el mostrador de atención al público se sentaba delante de un ordenador,
el recién llegado a la comisaría miraba con nerviosismo a uno y otro lado de la
sala.
—Perdone, ¿no podríamos hacer esto en un lugar más
discreto?
—¿Discreto? ¿Por qué? —preguntó el policía al demandante.
—Bueno, es un tema delicado y no quisiera que… la cosa
trascendiera. No sé si me entiende.
—Pues no, no le entiendo, la verdad. A no ser que en lugar de
una estafa quiera denunciar otro tipo de delito más sensible, como un abuso o
una violación, para esas cosas tenemos un protocolo especial.
—¿Cómo de especial? Lo digo porque, ahora que lo menciona, en
cierta medida lo que nos ha pasado es una violación.
Ante estas palabras, el funcionario se acercó al individuo que
le estaba hablando y en tono tranquilizador le habló en voz baja.
—Vamos a ver. ¿A usted y a su familia qué les ha pasado?
—Nos han engañado durante diecisiete años, confiamos en un
hombre que nos lo prometió todo y ahora se ríe de nosotros, nos amenaza, nos
acosa. Es horroroso.
—¿Pero ha habido violación o no ha habido violación? —preguntó
el policía rascándose la cabeza por debajo de la gorra y pensando en llamar
directamente al psicólogo. Lo de atender a víctimas siempre le pareció
complicado y reconocía que no solía tener mucho tacto con ellas—. ¿Quiere
contármelo más despacio delante de un café? —añadió recordando uno de los
cursillos que le habían impartido sobre empatía.
—Muchas gracias, agente. Me parece una buena idea, mi café con
soja y sin azúcar. Ah, y que la taza no sea blanca, por favor, ese color me da
ganas de vomitar, por eso no soporto la leche.
—La máquina del pasillo ofrece café solo o con leche. Y no lo
sirve en taza, tiene vasos de cartón marrón. Así que… un café solo sin azúcar —dijo
el policía dirigiéndose al dispensador y decidido a llamar al psicólogo a la
mínima de cambio. El tipo ese era retorcido y algo señoritingo.
Se sentaron en unas sillas dispuestas en un pasillo, como no
había demasiada concurrencia en la comisaría, aquello era relativamente
discreto.
—Bueno, pues usted dirá.
—Verá, esta historia comenzó en 2001. Mi familia nunca tenía
suerte en… el desarrollo profesional. Somos muchos, pero no conseguíamos ser…
amados por ahí fuera. Siempre nos hacían sombra, en el estado español y también
en Europa. Queríamos cambiar las cosas, pero no sabíamos cómo. Hasta que llegó
él. Él nos ofreció su amor, sus contactos, su influencia, en fin, todo. A
cambio de una retribución económica por sus servicios, ya sabe, la pela es la
pela, nos prometió felicidad, amor en todas partes, reconocimiento. Nosotros
creímos en él, pero fue un sinvergüenza que nos engañó.
—Ya. Entiendo —replicó el policía que, en realidad, no estaba
entendiendo nada.
—Al principio, parecía que la cosa iba bien. Empezamos a creer
sus embustes cuando nos pitaron varios penaltis sin ningún fundamento pero que
nos ayudaron a ganar partidos complicados. Un par de ligas cayeron, luego
alguna Copa del Rey…
—A ver, a ver, a ver. ¿Penaltis? ¿Ligas? ¿Copas?
—Sí, hombre, sí. Con los títulos llegó el reconocimiento, el amor.
A mi familia se la empezó a amar fuera de nuestra tierra, en muchos lugares
allende las fronteras. Fue precioso.
—Un momento. ¿Pero de qué familia me está usted hablando?
—De la gran familia culé: el Barça.
—¿Todo esto es por el fútbol? —preguntó el agente con los ojos
como platos.
—Pues claro. ¿No me ha reconocido? Fui presidente del club
durante muchos años. ¿No se ha fijado en los colores de mi pañuelo de seda o en
la insignia de mi solapa?
El policía no contestó. Sí se había fijado en los complementos a
los que aludía el individuo, pero no como un reconocimiento a lo que
representaba; lo único que pensó cuando vio el pañuelo era que esos colores no
combinaban bien y la insignia, de oro macizo, era una exageración de muy mal
gusto. El agente Contreras no era aficionado al fútbol; lo suyo era el ajedrez.
La «apertura vienesa» o la «defensa Alekhine» eran términos que dominaba
mientras que «fuera de juego» o «saque de esquina» le parecían situaciones
difíciles de comprender. En la comisaría era el raro, todos sus compañeros,
seguidores del llamado «deporte rey», le miraban con suspicacia. Las
discusiones entre sus colegas tras un fin de semana liguero o una competición de
Champions eran terreno vedado para él. Se quedaba apartado de la conversación y
las disputas por aquella jugada tan polémica o un arbitraje cuestionable no le
interesaban en absoluto. Le dejaban de lado. Tan solo agradecían su nula
afición al fútbol cuando había un partido importante que nadie quería perderse,
porque, entonces, Contreras se prestaba a hacer la guardia y así dejar librar a
alguno de sus compañeros futboleros.
—¿Me está diciendo que pagaron a alguien para ganar trofeos? —preguntó
directo, como lo hacía cuando jugaba al ajedrez. Sin empatía, buscando tumbar el rey.
—Hombre, dicho así… suena
mal. En realidad, fue un incentivo para animarnos a nosotros mismos. Para
insuflarnos moral, para no estar siempre a la sombra de otros equipos, sobre
todo ese que se viste de blanco —replicó haciendo una muesca de asco.
—¿Y cuánto pagaron exactamente?
—En total… unos siete millones de euros, más o menos.
—¡Caray, con el «incentivo»!
—Tenga en cuenta que fueron diecisiete años lo que duró nuestra…
relación. Pero yo lo que quiero es denunciar el engaño que mi familia ha
sufrido.
—¡Ah! ¿Ustedes han sido los engañados?
—Sí, claro que sí. Porque las promesas no se cumplieron.
—Bueno... nueve ligas españolas, seis Copas del Rey y ocho Supercopas…
—replicó el agente consultando los datos en su teléfono móvil— A mí eso no me
parece un mal rédito, la verdad.
—No, a pesar de todo seguimos estando por debajo de… esos de
blanco. Nos han engañado. Y encima ahora, ese… desgraciado, quiere más o dice
que se va de la lengua. ¡Encima! ¡Esto es un abuso! ¡Extorsión! ¡Nosotros somos
las víctimas!
Ante las voces airadas del denunciante otros dos agentes se
acercaron donde estaba Contreras. Los recién llegados sí entendían de fútbol y
reconocieron al instante al antiguo presidente del Fútbol Club Barcelona. Tras
saludarlo con afectación se interesaron por su problema. Cuando fueron puestos
al corriente los dos policías se miraron con preocupación.
—Esto es muy grave, presidente —dijo el más alto—. No sé yo si
denunciar lo que cuenta va a ser de ayuda. Tan solo servirá para que la prensa
se entere y se corra la voz.
—Pero nos están extorsionando. Eso es un delito.
—Y pagar por arbitrajes favorables, también —puntualizó Contreras
que, aunque no sabía nada de fútbol, sí entendía de leyes.
—Pero, esto es un ataque a nuestra familia. ¡Una conspiración!
¡Un ultraje!
—Cálmese, presi. Mire que como esto vaya a instancias superiores
puede salirle el tiro por la culata. Podrían sufrir sanciones. No sé, multas o
prohibir al club participar en competiciones —intervino el otro policía que iba
con el alto.
—¡Eso! No le dejarían competir en la Champions —replicó Contreras
que recordó la importancia que le daban sus colegas a ese torneo.
—Bueno, que no nos dejen jugar en la Champions tampoco supondría
un problema —le contestó el poli alto que era también culé—. Total, para lo que
duramos ahí…
—Nos estamos desviando del tema —insistió el expresidente.
—Yo creo que lo mejor que puede hacer es dejar las cosas como
están y no liarla más. Esto no debería saberse porque le va a caer la del pulpo
—dijo conciliador uno de los agentes.
—O sea, que seguimos pagando para que no hable ese sinvergüenza.
Los dos policías aficionados al fútbol no dijeron nada, aunque pensaron
que sí. Tan solo Contreras se atrevió a decir algo, pero por lo bajini «Menudo
marrón tienen estos».
—Está bien —se rindió el exmandatario—. No denuncio nada, tienen
ustedes razón, lo mejor es que esto no se sepa, pero ahora mismo me voy a
Hacienda. Voy a declarar los pagos para ver si nos devuelven algo. La pela es
la pela.