Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

26 de octubre de 2016

La soledad


    Llegaste a mí con el ímpetu de un vendaval removiendo todo mi ser. Llegaste para instalarte en mi corazón, como un bálsamo, como una bendición. Llegaste para enseñarme qué es la felicidad.

   Recuerdo el primer día que te vi. Bajaste del autobús que te traía desde la capital, con tu camisa blanca impoluta que resaltaba el moreno de tu piel. Tu llegada fue un acontecimiento, nadie se quiso perder ver arribar al nuevo maestro.

    Toda la chiquillería acudió a recibirte. Tras la muerte de don Ambrosio, la escuela se quedó huérfana y los niños pudieron gozar de unos pocos días de libertad. Una libertad rota por tu llegada, todo el pueblo te esperaba con recelo pero tú nos sorprendiste a todos, especialmente a mí. Nunca hubiera podido sospechar hasta qué punto.

   Recuerdo que decidiste dar la primera clase fuera de la escuela, al aire libre, porque decías que el conocimiento no debe darse entre cuatro paredes que lo constriñen, que el saber no tiene límites. Esas fueron tus palabras. Porque tus palabras también me sorprendieron; tus palabras y tu voz. 

   Aún no sé por qué te fijaste en mí, por qué decidiste un día ofrecerme una margarita y una sonrisa cuando nos encontramos en la vereda que discurre junto al río, por qué te pusiste a hablar conmigo y por qué me sentí la mujer más dichosa sobre la Tierra.

   Nuestros encuentros fueron cada vez más frecuentes, nuestros paseos más largos, y tu voz, tu maravillosa voz, me hablaba de cosas y lugares de cuya existencia yo era una completa ignorante. Me hablabas de igualdad, de justicia, de leyes que protegen al más débil, de revolución. Pero también me hablabas de poesía; de toreros muertos a las cinco de la tarde, y de un poeta que se fue a vivir a Nueva York.

   Además me hablabas de amor. Sin saber cómo, te instalaste en mi corazón y en mi mente y fui feliz. Aquellos meses contigo serán siempre el símbolo de la felicidad. 

   Pero el mismo viento que te trajo a mí, trajo aires de revuelta. En una ciudad lejana unos militares se habían sublevado, cuestionaban el poder elegido en las urnas y tú decidiste intervenir. No querías permanecer al margen. 

   Ni mis ruegos ni mis lágrimas fueron capaces de retenerte. Tu sentido del deber y de la responsabilidad fue más poderoso que mi amor, y te fuiste a defender una causa que yo no lograba comprender. 

    Tus cartas desde el frente supusieron un consuelo, ese “Querida Manuela” con el que empezabas tus epístolas ya me hacía sonreír. Sabiendo de tus vicisitudes te sentía un poco más cerca,  oía tu voz a  través de tus letras y la separación se me hacía más llevadera. La llegada del cartero era el único motivo que me daba fuerzas para levantarme todos los días. 

   Pero un día llegó un militar, dijo ser capitán del Ejército Republicano. En sus manos llevaba tu última carta y en el gesto de su rostro el anuncio de mi desdicha.

   Un bombardero alemán acabó contigo y con tus compañeros, en el bolsillo de tu guerrera encontraron tu última misiva. Ahora sé que te marchaste con mi nombre en los labios, ahora sé que yo fui la protagonista de tu último pensamiento. Ahora sé que ya nunca más te volveré a ver. Nunca más volveré a oír tu voz, tu maravillosa voz. Nunca más volveré a oírte hablar de toreros que murieron a las cinco de la tarde o de un poeta que vivió en Nueva York.

   Dicen que la guerra la están ganando los rebeldes, que la causa por la que diste la vida está perdida. A mí eso me da igual, si tú no estás qué me importa la justicia, qué me importa la igualdad, qué me importa la revolución. Solo tú me importas y ya no estás.

   Llegaste a mí con el ímpetu de un vendaval, pero te fuiste para no volver. Tu marcha me deja una tristeza infinita que me rompe el alma, que me hiere y me duele. Te fuiste para enseñarme qué es la soledad.


NOTA: Este relato es la continuación de la historia iniciada con Carta desde el frente


23 de octubre de 2016

"Adorables criaturas" - Dolores Payás

    Este libro llegó a mí por casualidad y sin ninguna recomendación. No conocía a la autora –esta es su primera novela– ni había oído nada sobre la historia en sí, pero resultó ser una joya escondida en mi estantería entre otros libros más famosos y con autores más renombrados y premiados.

   La primera vez que lo leí quedé prendida de la maravillosa prosa de su autora –cargada de cinismo y un fino sentido del humor–, del carisma de sus protagonistas y de los escenarios decimonónicos que tan bien se describen. Sumergirme en su lectura fue un auténtico placer. Ahora, después de más de tres años, he releído la novela y he vuelto a sentir las mismas emociones, he disfrutado igualmente y he captado –como es habitual en las relecturas– matices que se me escaparon la primera vez. 

    La acción transcurre a finales del siglo XIX, en una localidad industrial donde “la burguesía se había apoderado de la ciudad y la organizaba a su manera”. En la comarca se encuentra la colonia Ubach. Su propietario, León Ubach, es un industrial con ideas avanzadas que quiere implantar en su fábrica y con sus obreros. “Defiende un socialismo benigno y paternal. Un socialismo aguado de muy lenta implantación”, pero se encuentra con la incomprensión de sus conciudadanos que le creen extravagante y algo informal. Porque León “es un hombre racional que da por sentado, irracionalmente, que los demás también lo son”.


    León está casado con Inés –a la que le dobla la edad–. Esta tiene una hermana, Tessa. Inés y Tessa crecieron sin madre –esta falleció cuando ellas eran niñas– y con un padre que las dejó vivir sin freno y algo abandonadas. Solo la institutriz, Lucy, las inculcó algo de urbanidad.  

    Tessa es una indómita sufragista que siente un absoluto desprecio por las barreras que marcan las clases sociales. En una sociedad donde “a la mayoría de las mujeres la dependencia y la sumisión les resultaban naturales, incluso deseables” el proceder de Tessa es incomprensible e inaceptable.

   Inés es la antítesis de su hermana. Ella no quiere votar, lo que quiere es “paz, tranquilidad y una vida razonable” y para conseguir todo esto los hombres son tremendamente útiles. Es “una delicada orquídea sin un pelo de boba”.

   A pesar de ser tan distintas las hermanas se compenetran perfectamente, con una complicidad fraternal que despierta la envidia y el recelo de León.

    Como contrapunto a Tessa y sus ideas rebeldes y revolucionarias, se encuentra el doctor Samuel. El galeno representa todo lo que aborrece Tessa. Para él la mujer no puede ser racional, no es femenino; si una mujer no tiene la vocación para el matrimonio o la vida doméstica es un ser inútil que debe ser condenado al olvido y la inexistencia. Samuel encarna el machismo más rancio y prepotente. Durante toda la novela, y para ilustrar la manera de pensar de la época, suelta perlas del siguiente jaez:

Las mujeres de carácter son invariablemente feas. Por eso quieren verse iguales a los hombres”.

Solo las mujeres con rasgos masculinos aspiran a la emancipación”.

    Este personaje se puede presentar odioso pero no es más que el símbolo de lo que se pensaba por aquel entonces: “Si se educa a las mujeres para otra cosa que no sea su contexto de domesticidad y maternidad, entonces esta educación se convierte en una escuela de delincuencia y de ello devengará una catástrofe social sin precedentes” 


    Hay más personajes, casi todos ellos femeninos, pues la novela es un alegato sobre el papel de la mujer en los estertores del siglo XIX: la mujer estaba relegada al papel de esposa y madre o, en su defecto, al de cuidar de otros –criada, nodriza, institutriz, maestra-. 

 “La mujer es corazón o no es nada. La auténtica mujer no piensa, siente. Es una bella criatura incomprensible. Las mujeres son máquinas quebradizas y complejas. Adorables criaturas.


    “Adorables criaturas” es la historia de varias mujeres con orígenes y situaciones muy diferentes que buscan su lugar, cada una a su manera, en una sociedad que las comprime y coarta.

     Un canto a la rebeldía.




Fotos tomadas en el Museo del Romanticismo de Madrid.




18 de octubre de 2016

Tiempo de calabazas

Foto de Eva Mercader


Con este microrrelato participo en la iniciativa de EDUPSIQUE: Narrativas Multiformes 

    Caminaba campo a través sin levantar la vista del suelo. La última misiva recibida no dejaba lugar a la duda: le habían dado calabazas. Él no quería saber nada de ella.

    A pesar de llevar la vista clavada en el suelo no vio lo que la hizo tropezar y que a punto estuvo de hacerla caer. Aturdida y con las palabras de rechazo de su amado en la mente miró lo que la había hecho trastabillar: unas calabazas. Pensó que la vida se empeña en escarbar en las heridas que ella misma inflige con simbolismos cargados de ironía: le acababan de dar calabazas dejándola en un estado anímico inestable y unas calabazas –esta vez de las de verdad– la habían tambaleado literalmente.

    Quizás fuera una señal, aunque de ser así bien podría haberse tropezado con esas cucurbitáceas antes de escribir aquella carta cargada de sentimientos no correspondidos. Sentimientos que había entregado cual presente generoso a alguien que los rechazó con la misma celeridad con la que se rehúsa algo molesto o incómodo.

    En estas reflexiones divagaba cuando observó que una de las calabazas se movía. Había algo en su interior. Recordó un cuento de su infancia donde una calabaza se convertía en una carroza para participar en una historia de amor algo rocambolesca pero con final feliz.

    Esperó a ver en qué quedaban esos movimientos extraños. Tras unas sacudidas, por la parte inferior apareció un sapo. Fue entonces cuando recordó otro cuento de su niñez donde, bajo la apariencia de un bicho igual, se encontraba un apuesto príncipe. ¿Y si aquello también era una señal? 

    Mirando fijamente al batracio también recordó que había que besar al bichejo para restablecer la forma principesca. 

    Decidió seguir caminando mirando al suelo y volver a sus negros pensamientos: le habían dado calabazas.





16 de octubre de 2016

Hable con ellas (y III)

   De todas las máquinas con las que suelo charlar la que más se presta a un “diálogo” es el GPS, y yo creo que es porque los mensajes los transmite oralmente; transcribe lo que quiere expresar a través de una voz, una voz computerizada pero voz al fin y al cabo.

   Mantengo una relación de amor-odio con esta máquina. Reconozco que me ha sacado de apuros en muchas ocasiones –tengo un sentido de la orientación nefasto y una memoria para recordar itinerarios aún peor–, pero en otras ha sido la causante de que acabara en lugares remotos y muy alejados de mi destino deseado.

   Son múltiples las situaciones en las que me he visto comprometida por tan controvertido aparato. 

   La mayoría de nuestros malentendidos se basa en la manía que tiene en decirme que gire en lugares donde no se puede girar –bien porque está prohibido o porque sencillamente no hay calle o salida por la que hacerlo–. Como no le hago caso, porque no quiero estrellarme o que me multen, es entonces cuando me dice su expresión preferida:

–Recalculando.

   ¡Odio esa palabra! 

   La odio porque mi GPS la dice con retintín. Yo, detrás de esa odiosa expresión, oigo mucho más, en realidad me está diciendo:

–Payasa, ya te has vuelto a equivocar, mira que me haces trabajar. Tonta, que eres tonta.

   Pero yo no me quedo corta, que le contesto con retintín también, y con muy mala leche:

–No giro por ahí porque no se puede. ¿Es que no lo ves?    


   Otra cosa que mi GPS no comprende es que una vez que llegas al lugar deseado hay que aparcar el coche. Aunque ya hayas llegado, la probabilidad de aparcar en la misma puerta es muy remota, por lo que hay que alejarse un poco. Es entonces cuando me dice:
  –Ha llegado a su destino.

   Pero yo sigo adelante pues, como es de esperar, ahí no hay sitio para dejar el coche. A partir de este momento la conversación más o menos es la siguiente:

GPS: Ha llegado a su destino.
YO: Ya lo sé. Voy a aparcar.
GPS: Ha llegado a su destino.
YO: Que sí, que vaaaale. Que ya lo sé.
GPS: Ha llegado a su destino.
YO: ¡Que tengo que aparcar! ¿O ves tú algún sitio donde dejar el coche? Porque si lo ves me lo dices. Vamos, dime dónde hay sitio, ¡dímelo!
GPS: Recalculando.


   Otra manía de mi GPS es liarme de mala manera en las rotondas. Resulta que no cuenta las salidas que están cortadas o que son de incorporación y no de salida, y cuando me dice:

–En la próxima rotonda gire la tercera a la derecha.


   Yo cuento tres vías, sean de incorporación o de salida, cuento tres. Si resulta que entre ellas alguna es de incorporación o está cortada ya la tenemos liada.

En una ocasión, y por culpa de esta manera de orientar tuve una bronca monumental con mi GPS.


   Resulta que quería llevar a mi padre y a mi hija a visitar un parque en la localidad de Torrejón de Ardoz. Sabía cómo llegar hasta esa población pero no hasta el parque en concreto. Me decidí a utilizar el navegador. Puse la dirección del parque en cuestión y llegué sin más problemas. Qué bien.


   Lo malo fue al regresar. Lo que se suponía más fácil resultó ser lo más complicado. Mi GPS puede almacenar algunas direcciones en ‘favoritos’, entre estas está nuestro domicilio. En su día, mi marido incluyó la dirección de nuestra casa en este apartado, con el calificativo de “Casa” –no es muy original pero es práctico–. Le di a “Casa” y me dispuse a seguir las indicaciones del navegador.

   Atravesamos varias plazas y al final llegamos a una rotonda. En esta había varias salidas entre las que se encontraban las incorporaciones a la autovía A-2. Esta autovía conecta Madrid con Zaragoza. Yo vivo en Madrid y Torrejón se encuentra entre las dos ciudades –para los que no estén bien de geografía aclararé que mucho más cerca de Madrid que de Zaragoza–. El caso es que al llegar a la rotonda el GPS me dijo:

–En la rotonda gire tercera a la derecha. Gire tercera a la derecha.

   Resulta que una de las salidas era una calle cortada y esa el navegador no la tuvo en cuenta. Pero yo sí.

   Total, que  giré en la tercera salida y en realidad donde tenía que haber girado era en la cuarta. Cuando ya me estoy saliendo de la rotonda compruebo con estupor que hay un cartel donde pone “A-2 Zaragoza”. Es cuando dije yo:

–NOOOOO. ¡¡¡¡Zaragoza, no!!!! ¡¡Que yo quiero ir para Madrid!!

   A lo que mi GPS contestó:

–Recalculando.

   Lo que después salió por mi boca no lo voy a reproducir aquí. Tengo que reconocer que al instante me arrepentí, no por delicadeza hacia mi navegador, sino porque en el coche iban también mi padre –un señor mayor educadísimo– y mi hija, que por aquel entonces tenía once años, y a la que di muy mal ejemplo. Pero la desgracia solo acababa de comenzar.

   Intentar rectificar en una autovía es complicado. La mayoría de las veces acabas saliendo a un sitio aún más difícil para orientarte que la propia autovía. Si encima llevas un GPS la tragedia está servida.

    Mi primera idea fue irme a la siguiente localidad conocida por mí, Alcalá de Henares, pero para llegar hasta allí todavía quedaban más de 10 km y quise evitármelos. Tomé la primera salida y cuando llegué a la rotonda que me esperaba nada más abandonar la vía principal hice caso de mi navegador –que andaba recalculando muy cabreado–. Después de varios kilómetros por carreteras comarcales y pueblos que supongo eran de la Comunidad de Madrid pero que yo no había oído mencionar, llegué a un cruce.

   Yo buscaba ansiosamente la palabra “Madrid” escrita en algún cartel indicador, pero no tuve suerte. A la derecha ponía el nombre de un pueblo y a la izquierda el de otro. Dado que el paraje por donde estaba era llano, hacia la derecha y a lo lejos –muy a lo lejos– se veía el perfil de cuatro torres emblemáticas de mi ciudad, por lo que supuse que tendría que girar hacia ese lado. Pero el navegador me dijo que tirara para el otro. 

GPS: Gire a la izquierda. Gire a la izquierda.
YO: Oye, Madrid se ve a la derecha. ¿No crees que debería ir hacia allí?
GPS: Gire a la izquierda.
YO: Mi casa está en Madrid, las torres de Plaza de Castilla también, esas torres están a la derecha. Ergo, debería ir ¡hacia la derecha!
GPS: Gire a la izquierda.

   Fue en este punto cuando mi hija, toda solícita me preguntó:

–Mamá, ¿qué dirección le has dado al GPS?
–La que ha puesto tu padre como “Casa”.
–A ver si ha puesto otra casa.
–Pues no sé, habrá puesto la dirección de la casa de “la otra”. (Esto último lo pensé y no lo dije en voz alta, que mi padre y mi hija me estaban escuchando).

   ¡Lo que me faltaba! No solo me había perdido, ahora también el puñetero navegador me estaba haciendo sospechar de la fidelidad de mi marido. El colmo.

   Al final se impuso la sensatez de la experiencia. Me refiero a la sensatez –y a la experiencia– de mi padre, que me dijo: 

-Apaga ese cacharro y tira para Madrid, que se ve allá al fondo a la derecha.

    Así lo hice y así llegamos a casa. Una hora más tarde de lo necesario, pero llegamos sin lamentar desgracias personales ni materiales (el navegador a punto estuvo de ser pateado por una servidora, pero me contuve).

   Después de esta experiencia tuve un largo distanciamiento con mi GPS. Pero, al final, retomamos nuestra relación. Con él me pierdo, pero sin él también. Ni contigo ni sin ti. 

   A veces pienso si no tendré una especie de síndrome de Estocolmo con este artilugio, pero el caso es que nos aguantamos mutuamente y como un matrimonio mal avenido seguimos conviviendo juntos: yo asumiendo que si me pongo en sus manos puedo llegar a un sitio completamente distinto al deseado y él recalculando constantemente.






13 de octubre de 2016

Hable con ellas (II)


El teléfono móvil.

   Otra máquina con la que suelo hablar diariamente es con mi teléfono móvil. No me refiero a hablar por el móvil, sino con el móvil. 

   Hablar con alguien a través del móvil es lo normal, al fin y al cabo para eso se diseñaron; o así fue en un principio, porque dadas las múltiples funciones que tienen los nuevos dispositivos de telefonía casi que lo de hablar por teléfono es lo de menos –al mío ya solo le falta que me ponga un café para ser perfecto–. 

   De hecho,  estos últimos modelos de teléfono son los que más cancha me dan para hablar –con ellos–. Desde que son táctiles mis problemas han aumentado. La sensibilidad de la pantalla es tal que sin llegar a tocarlo se pone a hacer cosas; como abrir aplicaciones que yo no sabía ni que tenía instaladas –aplicaciones que luego resulta que son las responsables del sobrecalentamiento o de que vaya más lento, o eso es lo que me dice un programa chivato del sistema–. Otras veces me dice cuánto me falta para llegar a casa, información totalmente innecesaria pues la mayoría de las veces que me cuenta eso resulta que me dispongo a ir a otro sitio –yo creo que esa utilidad la diseñó una madre controladora–. 

   También me enfado mucho con mi teléfono cuando escribo una cosa y “su” corrector me pone otra –completamente distinta y la mayoría de las veces absurda– de manera que el destinatario del mensaje puede pensar que tengo serios problemas de redacción y/o de ortografía (o que estoy bajo los efectos de alguna sustancia química). Además, en estos casos, siempre me doy cuenta del error una vez que ya está lanzado el mensaje, con lo que suelo decir a mi dispositivo:

- Nooooo, pero ¿por qué pones eso? ¡yo quería decir otra cosa!

  Además yo creo que mi móvil me quiere relegar al ostracismo. No sé por qué pero todos los mensajes de whatsapp me llegan más tarde que a los demás. He descubierto que esto no depende ni de la compañía telefónica ni del modelo. Es mi teléfono, que me tiene manía. 

   Estando en una reunión de amigos algunos teníamos la misma teleoperadora y marca de teléfono, ellos recibieron un mensaje de un grupo que compartíamos mucho antes que yo. Es decir, no me llegan los mensajes a tiempo y siempre estoy fuera de onda. En una sociedad donde una noticia a los diez minutos de saberse ya está obsoleta, si yo recibo los mensajes media hora después estoy condenada a la extinción social.

   De las cosas que le digo a mi teléfono cuando decide quedarse sin batería mejor no entraré en detalles. Sigo en la idea de que me tiene manía, pues siempre elige quedarse sin carga justo cuando estoy esperando una llamada importante o debo hacerla yo. No falla.

   Es en estas ocasiones cuando además de maldecirle me entran ganas de darle la movilidad perpetua, es decir, tirarlo por la ventana y que se mueva a otros mundos alejados del mío.

   Son muchas las máquinas con las que hablo; la aspiradora,  la lavadora o el lavavajillas son interlocutores con los que me comunico a diario –una comunicación algo rara porque la única que se expresa soy yo-.

   La lavadora.


   Con la lavadora mi principal motivo de discusión es la mala costumbre que tiene de no hacerme ni caso cuando la programo. Si yo le pongo que empiece a las once para que acabe a la una, ella empieza a las doce y termina a las tres, o comienza a las diez y finaliza a las once. Normalmente, suele elegir la opción que más tarda. Si le pongo que centrifugue a 800 r.p.m. ella decide hacerlo a 1000, o viceversa. No me hace ni caso.

   Tanto es así que llegué a llamar al servicio técnico para dejar una queja, el mecánico que me atendió llegó a sugerir que yo tenía un problema de “tacto”, se refería a que al indicar las opciones que yo quería no presionaba bien la tecla correspondiente y ella –la lavadora– elegía otras. Después de esta (absurda) explicación, decidí consensuar con el electrodoméstico pero yo creo que lo debió de diseñar algún diputado de nuestro congreso porque no quiso negociar y no pudimos llegar a ningún acuerdo. 

    Pero de todas las máquinas con las que hablo hay una que ocupa el primer lugar, sin ningún género de duda. Mis conversaciones son largas y la mayoría de las veces broncas; de chillar y hasta gesticular con grandes aspavientos. Las trifulcas que he tenido –que tengo– con el aparato en cuestión han sido de juzgado de guardia. Yo confieso: me llevo a matar con el GPS de mi coche

   Pero de esa máquina hablaré en la próxima entrega. Ahora voy a leer un mensaje que me ha entrado por whatsapp, seguro que es algo que ha ocurrido ayer o antes de ayer.



10 de octubre de 2016

Hable con ellas (I)



    Un monje budista dice que cuando hay un diálogo verdadero ambos lados están dispuestos a cambiar. Por eso yo creo en el diálogo, creo que hablar con otro siempre es bueno, hay un intercambio que ayuda y enriquece a las dos partes.

   Lo malo es que, en algunas ocasiones, solo uno de los “dialogantes” habla, y la otra parte hace oídos sordos a esa conversación. Sin embargo, nos empeñamos en seguir hablando, a pesar de saber que no nos escuchan. A mí me pasa continuamente, concretamente cuando me pongo a hablar con las máquinas.

   Sí, yo le hablo a muchos de los aparatos que me rodean en mi quehacer diario. Sé que no me oyen pero les hablo y además espero que me contesten. Aquí van unos ejemplos.

   El ordenador. 

Mi "querido" ordenador

   Le hablo todos los días, generalmente son frases cortas, del tipo:

– Bueno, a ver qué tal se nos da hoy.

– ¿Ya te has actualizado o me vas a dar la coña?

   En cambio, otras veces la conversación sube de tono, especialmente cuando él no responde a mis mandatos, es decir, le doy a “intro” y no hace nada. En estos casos, antes de ponerme a dialogar, suelo insistir presionando varias veces la tecla en cuestión, no sea que ese día mi portátil esté poco receptivo y no haya notado la pulsación. Cuando la insistencia tiene el mismo resultado, es decir, que nada, es cuando ya empieza mi charla.

– Venga, ¿pero qué pasa? Vaaamos, ejecuta ya. ¡Que es para hoy!

   En algunas ocasiones, mi ordenador tiene a bien contestarme con la imagen de un despectivo redondel azul dando vueltas, otras veces ni siquiera se digna a eso, simplemente no hace nada. Pasa de mí, olímpicamente.

   Claro, que peor es cuando sí que hace algo, pero algo diferente a lo que yo quiero. Por ejemplo, le mando que me grabe un documento y él decide borrarlo. No voy a poner aquí las palabras que le dedico en esas ocasiones porque sería de muy mal gusto.

El espectrofotómetro.

Mi "querido" espectrofotómetro

   Otra máquina con la que suelo charlar –más bien discutir– es con el espectrofotómetro del laboratorio. Para los legos en la materia, aclararé que un espectrofotómetro es una máquina que mide concentraciones de sustancias químicas basándose en el paso de un haz de luz a través de la muestra y la cantidad de luz que absorbe la misma. Podría ponerme más técnica pero creo que no procede.

   En ese aparato suelo introducir, tras laboriosos procesos químicos, muestras para analizar. El aparato está conectado a un ordenador, que sirve de “comunicación” para mandar diferentes mensajes, además de dar los resultados pertinentes. En principio, el método es sencillo: se enciende el aparato, hace un chequeo de las lámparas con las que trabaja, y se abre una bandeja donde yo introduzco las muestras. Hasta aquí todo bien. 

   El caso es que, a veces, a mi espectrofotómetro le da por cerrar la mencionada bandeja antes de que yo haya terminado de colocar las muestras, y entonces le suelo decir:

– Ehhhh, ¡espera, que aún no he acabado!

   Esta frase suele ir acompañada de algún que otro exabrupto, que por educación no escribo aquí. 

 He comentado que este aparato tiene un ordenador a través del cual manda mensajes para comunicarse con el usuario. Puede parecer una buena idea, la máquina no habla pero sí puede escribir. Vale. Lo malo es cuando los mensajes son equívocos y dan lugar a confusión.

  Un día, ya con las muestras colocadas dentro de la bandeja y listo para hacer la lectura, el espectrofotómetro me manda un mensaje diciendo “Error, fallo de lámpara”. Previamente, en el chequeo inicial, me había mandado un mensaje que decía “Estado de lámparas: OK”. Así que lo primero que le dije fue:

– ¿En qué quedamos? ¿Las lámparas están bien o no?

   Viendo que no me contestaba y que las muestras tenían un corto período de viabilidad me empecé a poner nerviosa –el trabajo de toda una mañana se podía ir al garete– e hice lo que suelo hacer en casos parecidos: acordarme de toda la parentela del ingeniero que diseñó la máquina. 

   Quité las muestras, chequeé otra vez el aparato, con los mismos resultados. “Error, fallo de lámpara”. Dado que en el nuevo chequeo me había vuelto a decir “Estado de lámparas: OK”, juro que llegué a mirar las lámparas que alumbran el laboratorio por si se trataba de una conspiración tecnológica o algo así.

   Después de momentos de angustia y cabreo a partes iguales, entrando ya en pánico –las muestras estaban a punto de desnaturalizarse irreversiblemente–, descubrí que uno de los dos cables que unen el espectrofotómetro con el ordenador estaba desenchufado. Así que el fallo era de “cable” no de “lámpara”. Esto acabó con unos cuantos reniegos por mi parte dedicados a mi querido espectrofotómetro.

  Las máquinas no se suelen comunicar, pero cuando lo hacen, lo hacen mal. Así que casi es preferible que no digan nada.

   Hay más aparatos con los que dialogo sordamente pero eso ya lo contaré otro día. Ahora me voy publicar esta entrada en el blog y seguramente, ya de paso, mantendré una animada charla –y sorda–con mi fibra óptica de internet.



Un monstruo viene a verme

 

   Aprovechando el estreno de la película de J.A. Bayona y que Chelo la ha visto he rescatado del olvido esta reseña que pertenece a los inicios de mi blog. Esta será una edición express del Alalimón.

   La reseña cinematográfica de Chelo la tenéis aquí.

   Creo que una de las características de mis reseñas es la brevedad, pero reconozco que esta es una de las que se lleva la palma en cuanto a síntesis.

    Apenas recuerdo mucho más del libro de lo que cuento a continuación, por lo que he decidido no añadir nada más. De todas formas el libro es muy corto y tampoco hay mucho que decir, reflexiones aparte.

   Sí recuerdo que cuando realicé la lectura, hace más de dos años, ya se hablaba de que un director español había adquirido los derechos de la novela para llevarla al cine, y según iba leyendo me preguntaba cómo demonios se podía plasmar en imágenes semejante historia. Bueno, ahora no tengo más que acercarme a cualquier sala de cine a comprobarlo. Aunque no creo que vaya, porque la historia es muy triste y yo al cine prefiero ir a divertirme y pasarlo bien.

   Otra opción puede ser leer la reseña de mi querida compañera Chelo y hacerme una idea de lo que supone ver la película.

    Sin más preámbulos, aquí viene la reseña.





   Esta ha sido una de las lecturas más 'difíciles' que he tenido en mucho tiempo, y no por su redacción, correcta y ágil, sino por lo que cuenta.

    Conor, un niño, se enfrenta a la grave enfermedad de su madre, para ayudarle en tan dramática circunstancia está su imaginación (o como se le quiera llamar): un árbol monstruoso le visita a menudo para 'aconsejarle'.

    El enfrentarse a la situación en que se encuentra su madre y todo lo que conlleva le hará a Conor reaccionar de muchas formas. El protagonista es un niño pero sus reacciones podrían ser las de cualquiera.

     Menos mal que el libro es corto porque algunos pasajes han sido realmente tristes y muy duros.

    Detrás de todo esto se encuentra uno de los axiomas más desgarradores de la vida: aceptar la realidad por mucho que nos duela y no nos guste.

Kirke  



5 de octubre de 2016

Mendel, el de los libros

 Jakob Mendel es un librero de viejo en los inicios del siglo XX, sin librería propia por lo que utiliza como centro de sus operaciones de intercambio la mesa de un café de Viena.

    Es un imigrante judío ruso que abandonó al Dios único de los judíos -hebreo y riguroso- para entregarse al politeísmo brillante y multiforme de los libros.

   Lleva, así, toda una vida completamente volcada en el espíritu. Para él los problemas cotidianos, entre los que se encuentran los conflictos bélicos, no son parte integrante de su mundo. Él sólo vive para y por la literatura, donde los libros son el vehículo de tan elevada doctrina.

   Sin embargo la primera guerra desatada a nivel mundial le afecta aunque él no esté al tanto de su desarrollo. Su origen extranjero y su religión le envían a un campo de concentración. Allí, separado de sus libros es golpeado y herido como nunca hubiera pensado pues el no poder acceder a la única razón de ser, la lectura, le convierte en un ser destruido.

    Este relato de Stefan Zweig es un canto a la lectura, a la literatura, a lo que supone para muchos sumergirse en un libro y disfrutar de las historias que allí se encuentran. Un homenaje a los libros, al amor que muchos sienten por ellos -por lo que representan-. Frente a este maravilloso sentimiento, Zweig con la narrativa espléndida que le caracteriza, no muestra la otra cara de la moneda; la del fanatismo -nacido en la mayoría de los casos de la incultura-, la de la intransigencia que lleva a la aniquilación de miles de seres humanos solo por ser diferentes o por pensar de manera distinta.

   También es un alegato sobre la inexorabilidad del tiempo, sobre el olvido, y cómo la constatación de nuestro paso por la tierra se puede guardar entre las páginas de un libro.

   "Los libros solo se escriben para unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido".







1 de octubre de 2016

Gabriel Celaya



   El protagonista de este mes para Poemas y Cantares es Gabriel Celaya. Quiero dedicar esta entrada a Juan Carlos Galán, pues fue él quien me presentó a este poeta en una de sus publicaciones. No es que no conociera a Celaya anteriormente, supongo que debí de leer algo de él en el instituto pero, si soy sincera, no recordaba nada. Gracias a Juan Carlos he redescubierto a este gran poeta.

    Rafael Gabriel Juan Múgica Celaya Leceta nace en Hernani (Guipúzcoa) el 18 de marzo de 1911. 

    Con once años, y por problemas de salud, pasa unos meses en El Escorial (Madrid); durante esa convalecencia se dedica a leer y nace su amor por la literatura.

   Por imposición paterna estudia Ingeniería Industrial en Madrid. Corre el año 1928. Se aloja en la Residencia de Estudiantes, y además utiliza la misma habitación que fue anteriormente ocupada por Dalí y por Lorca. En esta residencia conoce a Lorca, Buñuel, Ortega y Gasset, Unamuno y Juan Ramón Jiménez entre otros. No es de extrañar que viviendo en semejante compañía se inclinara por la literatura y le gustara más leer y escribir que diseñar máquinas.

Residencia de Estudiantes

   En 1936, cuando estalla la Guerra Civil Española, lucha en el bando republicano. Un año después, cuando cae Bilbao en mano de los rebeldes, es hecho prisionero y permanece en un campo de concentración en Palencia. Ese mismo año se casa con la mujer que le daría dos hijos.

   Durante varios años trabaja en la empresa familiar e intenta compaginar su creación artística con esta actividad. No solo escribe, también le gusta dibujar. 

   En 1954 se separa de su familia y dos años después abandona la empresa familiar para dedicarse por entero a la poesía. Es entonces cuando se traslada a Madrid.

   En la capital se implica en movimientos de protesta. En 1966 recibe una multa de 50.000 pesetas –una fortuna en aquella época– por participar en una asamblea de estudiantes en la Facultad de Ciencias Políticas de Madrid.

   Se presenta, en 1977, como candidato al Partido Comunista de España en las primeras elecciones legislativas después de la muerte de Franco.

   El 18 de abril de 1991 muere en Madrid a la edad de 80 años. Sus cenizas fueron aventadas en Hernani y en San Sebastián según sus deseos.


   Como he comentado anteriormente no recordaba nada de Celaya. Para mí es un nombre con el que me confunden a menudo cuando tengo que dar mis datos. Resulta que me apellido Celada, y a veces mi apellido es mal registrado adjudicándome el del famoso poeta.

   Sin embargo, hace unas semanas leí unos preciosos versos que me gustaron mucho. Pertenecen al libro Cantos íberos y la poesía se titula La poesía es un arma cargada de futuro.

Cuando ya nada se espera personalmente exaltante, 
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia, 
fieramente existiendo, ciegamente afirmado, 
como un pulso que golpea las tinieblas,

cuando se miran de frente 
los vertiginosos ojos claros de la muerte, 
se dicen las verdades: 
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

Se dicen los poemas 
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados, 
piden ser, piden ritmo, 
piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto, 
con el rayo del prodigio, 
como mágica evidencia, lo real se nos convierte 
en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria 
como el pan de cada día, 
como el aire que exigimos trece veces por minuto, 
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan 
decir que somos quien somos, 
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. 
Estamos tocando el fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo 
cultural por los neutrales 
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. 
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

Hago mías las faltas.  Siento en mí a cuantos sufren 
y canto respirando. 
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas 
personales, me ensancho.

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos, 
y calculo por eso con técnica qué puedo. 
Me siento un ingeniero del verso y un obrero 
que trabaja con otros a España en sus aceros.

Tal es mi poesía: poesía-herramienta 
a la vez que latido de lo unánime y ciego. 
Tal es, arma cargada de futuro expansivo 
con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada. 
No es un bello producto. No es un fruto perfecto. 
Es algo como el aire que todos respiramos 
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo 
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado. 
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre. 
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.

Gabriel Celaya (1911-1991)

   Para mí esta poesía es un canto a la rebeldía, al inconformismo y una llamada para exigir lo mismo para todos. Fue escrita en una época reivindicativa del escritor, en la que denunciaba el elitismo que caracterizaba a la poesía; él ansiaba una poesía universal, a la que pudiera acceder todo el mundo.

    Aunque su obra es mucho más que política y denuncia, en este poema en concreto veo reflejada una soterrada indignación, una rabia contenida que impele a la lucha, que incita a tomar partido y mancharse.

   Vivimos momentos de incertidumbre: el futuro se presenta difuso y la situación política es inestable. Esta tesitura provoca, en muchas personas, apatía e indiferencia ante el devenir social. En cambio, a otros nos anima a implicarnos más, a ser responsables y a actuar en consecuencia.

  Yo soy de las que opinan que si hay algo que me afecta directamente y no me gusta, debo intentar cambiarlo. Cuando siento en mí a cuantos sufren, cuando veo que estamos tocando fondo, quiero provocar nuevos actos y calcular qué puedo hacer. 

   Leer esta poesía de Celaya me ratifica en esa idea.




Hada verde:Cursores
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