Llegaste a mí con el ímpetu de un vendaval removiendo todo mi ser. Llegaste para instalarte en mi corazón, como un bálsamo, como una bendición. Llegaste para enseñarme qué es la felicidad.
Recuerdo el primer día que te vi. Bajaste del autobús que te traía desde la capital, con tu camisa blanca impoluta que resaltaba el moreno de tu piel. Tu llegada fue un acontecimiento, nadie se quiso perder ver arribar al nuevo maestro.
Toda la chiquillería acudió a recibirte. Tras la muerte de don Ambrosio, la escuela se quedó huérfana y los niños pudieron gozar de unos pocos días de libertad. Una libertad rota por tu llegada, todo el pueblo te esperaba con recelo pero tú nos sorprendiste a todos, especialmente a mí. Nunca hubiera podido sospechar hasta qué punto.
Recuerdo que decidiste dar la primera clase fuera de la escuela, al aire libre, porque decías que el conocimiento no debe darse entre cuatro paredes que lo constriñen, que el saber no tiene límites. Esas fueron tus palabras. Porque tus palabras también me sorprendieron; tus palabras y tu voz.
Aún no sé por qué te fijaste en mí, por qué decidiste un día ofrecerme una margarita y una sonrisa cuando nos encontramos en la vereda que discurre junto al río, por qué te pusiste a hablar conmigo y por qué me sentí la mujer más dichosa sobre la Tierra.
Nuestros encuentros fueron cada vez más frecuentes, nuestros paseos más largos, y tu voz, tu maravillosa voz, me hablaba de cosas y lugares de cuya existencia yo era una completa ignorante. Me hablabas de igualdad, de justicia, de leyes que protegen al más débil, de revolución. Pero también me hablabas de poesía; de toreros muertos a las cinco de la tarde, y de un poeta que se fue a vivir a Nueva York.
Además me hablabas de amor. Sin saber cómo, te instalaste en mi corazón y en mi mente y fui feliz. Aquellos meses contigo serán siempre el símbolo de la felicidad.
Pero el mismo viento que te trajo a mí, trajo aires de revuelta. En una ciudad lejana unos militares se habían sublevado, cuestionaban el poder elegido en las urnas y tú decidiste intervenir. No querías permanecer al margen.
Ni mis ruegos ni mis lágrimas fueron capaces de retenerte. Tu sentido del deber y de la responsabilidad fue más poderoso que mi amor, y te fuiste a defender una causa que yo no lograba comprender.
Tus cartas desde el frente supusieron un consuelo, ese “Querida Manuela” con el que empezabas tus epístolas ya me hacía sonreír. Sabiendo de tus vicisitudes te sentía un poco más cerca, oía tu voz a través de tus letras y la separación se me hacía más llevadera. La llegada del cartero era el único motivo que me daba fuerzas para levantarme todos los días.
Pero un día llegó un militar, dijo ser capitán del Ejército Republicano. En sus manos llevaba tu última carta y en el gesto de su rostro el anuncio de mi desdicha.
Un bombardero alemán acabó contigo y con tus compañeros, en el bolsillo de tu guerrera encontraron tu última misiva. Ahora sé que te marchaste con mi nombre en los labios, ahora sé que yo fui la protagonista de tu último pensamiento. Ahora sé que ya nunca más te volveré a ver. Nunca más volveré a oír tu voz, tu maravillosa voz. Nunca más volveré a oírte hablar de toreros que murieron a las cinco de la tarde o de un poeta que vivió en Nueva York.
Dicen que la guerra la están ganando los rebeldes, que la causa por la que diste la vida está perdida. A mí eso me da igual, si tú no estás qué me importa la justicia, qué me importa la igualdad, qué me importa la revolución. Solo tú me importas y ya no estás.
Llegaste a mí con el ímpetu de un vendaval, pero te fuiste para no volver. Tu marcha me deja una tristeza infinita que me rompe el alma, que me hiere y me duele. Te fuiste para enseñarme qué es la soledad.
NOTA: Este relato es la continuación de la historia iniciada con Carta desde el frente