Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

17 de diciembre de 2022

Lecturas para regalar(se)

 

En estas fechas tan señaladas, donde todos andamos cual pollos descabezados comprando regalos, es muy típico recomendar libros como una opción para solucionar la incógnita de qué comprarle al cuñado, a la suegra o al amigo invisible.

En los blogs de literatura es habitual que en el mes de diciembre se publiquen entradas con un resumen de las lecturas del año donde se destacan las que más han gustado. Pero no solo el espacio bloguero se dedica a esto, en diferentes ámbitos internautas (todos relacionados con la literatura, claro) es común que nos den un ranking de los libros más vendidos, o más aclamados o lo que sea que haga que una lectura destaque sobre las demás.

Yo no voy a ser menos. Pero no voy a aburrir a nadie con las novelas que he leído este año, ni con estadísticas sobre cuántas me gustaron mucho, un poco o nada. Este año voy a recomendar libros para regalar, y cuando escribo regalar me refiero tanto a los compromisos con familiares y amigos como a uno mismo: libros para obsequiar a terceros o para agasajarse pidiéndoselos a Papá Noel, a los Reyes Magos o a una prima directamente.

Además, las recomendaciones que vienen a continuación son muy especiales porque algunas se refieren a escritores que inician su andadura en esto de publicar y me gusta colaborar a darles luz, dentro de mis escasas posibilidades porque este blog no tiene una «audiencia» muy elevada, aunque sí muy selecta.

En otros casos, los escritores ya tienen un buen currículo literario, aunque eso no me impide insistir para que se lean igualmente. Cuando un producto es bueno hay que promocionarlo y compartirlo como se nos dice en la Biblia (ahora que estamos en fechas tan pías): «Y al que enseña la palabra, que comparta toda cosa buena con el que le enseña.» (Gálatas 6:6).

Así que si no sabéis qué regalar esta Navidad aquí tenéis unas cuantas ideas. Por otra parte, si ya lo tenéis pensado lo mismo podéis cambiar de opinión y, en lugar de los calcetines o el pijama de turno, dais la campanada con una buena sorpresa.

Libros de RELATOS

Irreal como la vida misma (Josep M. Panadés)

Irreal como la vida misma 2 (Josep M. Panadés) 

Relatos sin rumbo fijo (Francisco Javier Morales Orozco)

Solo hay una clase de monos que estornudan (Ezequías Blanco)

La ventana (Raúl Ógar)

Absurdamente: antología del absurdo (Pedro Fabelo)

Moldeando palabras (Varios autores)*

Ahora que nadie nos oye: déjame que te cuente (Varios autores)*

Arcanum Fabulis: relatos de la España misteriosa (Varios autores)*

*En estas antologías aparecen relatos de una servidora. Espero se me perdone la inmodestia.


NOVELAS

El Círculo del Alba (Luisa Ferro)

Solo sombras (Dolores Payás)

Lerna. El legado del Minotauro (Javier Pellicer)

Opopónaco (Raúl Ógar, José Martínez Vargas y Luis del Val Carrasco)

El pozo de las luciérnagas (Luisa Ferro)

La sanadora del emperador (Luisa Ferro)


¡Hala! Hay para elegir. Como me entere de que aún hay alguno que se esté preguntando qué regalar, le tiro de las orejas.

Aprovecho la ocasión para desearos a todos unas Felices Fiestas y que os traigan muchas cosas buenas Papá Noel o los Reyes Magos. O vuestra prima.



3 de diciembre de 2022

El que oye llover

 

Amaneció oscuro, un cielo encapotado ensombrecía el paisaje. El día anterior el capitán había podido observar la inmensa ciudad desde un altozano y disfrutar de la maravilla de sus construcciones, donde destacaban unas enormes pirámides escalonadas, más los canales que atravesaban la magnífica urbe, pero hoy el ambiente cargado de humedad amenazando lluvia dificultaba la visión.

Lástima que el día no acompañe porque esta nueva Venecia es digna de contemplar con admiración dijo el jefe de la expedición a su lugarteniente.

¿Estuvisteis allí, capitán?

No, don Pedro, pero en Cuba hablé con veteranos de la guerra en Italia que me contaron de aquella ciudad asentada en una laguna y donde las calles son ríos, al igual que sucede aquí.

—Con tanta humedad, mal lugar para huesos viejos replicó Antón de Alaminos. Tanto en aquesta villa como en la cristiana de Italia.

No lo diréis por vos —contestó el capitán—. Acostumbrado habéis de estar a las humedades siendo piloto como sois y marino desde que vuestra madre os destetó.

—Siendo marino o labrador, el reuma y los achaques a todos nos llegan con la vejez —porfió el piloto.

—Mas no me negaréis qué grandeza es contemplar tamaña ciudad con grande trabajo de ingeniosos constructores que realizaron este portento —argumentó el capitán extendiendo los brazos hacia delante.

Hernán Cortés, tras replicar a su subalterno, se sumió en sus recuerdos. Cuando salió de Cuba buscaba nuevos territorios que le dieran riqueza y gloria; sobre todo riqueza. Lo de la gloria no estaba mal, pero tampoco era prioritario. Mas nunca pudo imaginar que aquella búsqueda resultara tan ardua y al mismo tiempo tan fascinante pues había atravesado territorios variopintos, con gentes belicosas y amables (más de las primeras que de las segundas) y con paisajes asombrosos (aún permanecía en su retina la imagen del volcán humeante Popocatepétetl).

Mucho habían penado desde el desembarco en la isla de Cozumel, nueve meses atrás. Aun así había merecido la pena. Los nativos que fueron conociendo en su deambular informaban de que en el interior se hallaba una urbe importante, no los villorrios paupérrimos que habían encontrado por Yucatán. Los totonacas hablaban de una ciudad poderosa, y lo hacían con admiración y respeto teñidos de temor. Las poblaciones sometidas por las que pasaron veneraban a los dueños de aquel país por el miedo a que las masacraran. Precisamente, ese miedo había generado mucho odio y el capitán supo utilizarlo en su beneficio. De qué manera, si no, iba a contar en sus filas con los fieros tlaxcaltecas, guerreros formidables que manejaban con precisa habilidad sus arcos disparando mortíferas flechas. Para ponerlos de su lado él también empleó el miedo, en este caso el de la pólvora. Nunca habían visto un arcabuz y eso ayudó mucho. Si los tlaxcaltecas eran buenos arqueros, los soldados españoles eran buenos tiradores. Aunque se tardaba más en recargar el arma de fuego que el arco, el destrozo que producía una bala sobre la carne era mayor que el de una flecha, así que los pobres diablos con plumas, a pesar de su valentía y arrojo, se acogotaron bastante.

Los caballos también fueron una buena baza para convencerlos. Los tlaxcaltecas eran fieros, pero algo pardillos, pensó el capitán, mira que creer que montura y jinete eran un mismo ser. De una manera u otra, en Tlaxcala consiguió añadir a sus menguadas fuerzas un gran ejército de buenos luchadores. Es cierto que los tlaxcaltecas eran bastante rencorosos y cuando llegaban a las aldeas afines a sus odiados mexicas se ensañaban con la población, sin embargo, solo el odio es capaz de vencer el miedo.

En Cholula se excedieron un poco, las cosas como son, pensó el capitán, no había ninguna necesidad de matar tanto, aunque, cuando no se tienen todas consigo, mejor que sobre que no que falte. En cualquier caso, gracias al rencor, y a los certeros flechazos de sus aliados, Cortés había podido llegar hasta el corazón del imperio azteca. Sí, habían pasado muchas calamidades (sobre todo los de Cholula), pero mereció la pena. De momento.

—Mirad, señor. Ya están aquí.

La tronante voz de su lugarteniente sacó a Hernán Cortés de sus pensamientos. Una canoa adornada con dibujos representando animales avanzaba por el canal aledaño al islote donde se encontraba la delegación de expedicionarios (los trescientos soldados junto a los tres mil tlaxcaltecas se habían quedado a las afueras en actitud expectante con los arcabuces y las flechas bien visibles, por alardear y por asustar también).

De la embarcación bajaron varios personajes a cuál vestido de la manera más llamativa. Casi todos llevaban grandes penachos de plumas multicolores, uno de ellos portaba un casco con la forma de una cabeza de pájaro y otro con la de una serpiente. Unos llevaban largas túnicas de diferentes texturas, otros lucían el torso descubierto y tan solo ocultaban sus vergüenzas con un taparrabos, los más llevaban petos ornamentados con huesos, más plumas y cuentas de plata. Escudos con filigranas, capas coloridas y collares de jade, ónix, turquesas y oro completaban el atuendo de los recién llegados. Se suponía que en dicha comitiva se encontraba el emperador de aquel vasto territorio, pero era tanta la suntuosidad de las vestimentas que fue imposible averiguar quién de todos ellos era.

—Yo creo que el rey es el de la cabeza de pájaro —dijo el capitán Diego de Ordás con cierto aire de suficiencia pues desde que había subido el primero a la cima del volcán Popocatepétetl se las daba de entendido en todo.

—No, el jefe va a ser el de la capa de plumas y oro —replicó el piloto Alaminos.

—Mucha pluma lleva ese para ser el que manda —dijo Portocarrero, otro capitán de la expedición.

Un hombre, con una túnica blanca ribeteada con hilos de oro y con la cabeza rapada sobre la que llevaba un casco de plumas verdes, se adelantó.

—Mah cualli xihualacan.

—Doña Marina, haced el favor —inquirió Cortés haciendo señas a una bella mujer con una larga melena negra y ostentosos pendientes de oro.

Ki'imak k óol taale'ex waye' —dijo la mujer traduciendo del náhuatl[1] al maya[2].

—Don Jerónimo, haced el favor —volvió a hablar el capitán, esta vez sin hacer gestos, a un fraile que también se acercó para replicar:

—Bienvenidos —dijo el monje traduciendo del maya al español.

—Decidle que gracias —contestó Cortés.

Yuum bo'otik —dijo Jerónimo dirigiéndose a la mujer en maya.

Tlazohcamati miyac —dijo doña Marina dirigiéndose en náhuatl al de la túnica blanca con el casco de plumas verde.

—Esto de comunicarse en tres idiomas es harto complicado —dijo por lo bajini Portocarrero—. O doña Marina aprende el español o don Jerónimo aprende además del maya el náhuatl ese que hablan los mexicas. Ya llevamos un rato y solo se han dicho dos frases. Nos van a dar las uvas.

—Y encima está empezando a llover —añadió Alaminos mirando al cielo.

Después de las salutaciones de rigor, el emperador Moctezuma se dio a conocer. No era ninguno de los que suponían los hombres de Cortés. El rey resultó ser un hombre más bien bajito al que el penacho de plumas en forma de abanico que llevaba en la cabeza no conseguía ocultar su corta estatura. Collares de turquesas y oro adornaban su cuello, brazaletes de bella manufactura se enroscaban en sus morenos y delgados brazos.

Mientras doña Marina y Jerónimo de Aguilar traducían lo que Cortés y Moctezuma se decían, la incipiente lluvia se había convertido en un aguacero de tomo y lomo. La comitiva decidió seguir con la reunión en un palacio cercano donde, además, se instalarían Cortés y sus capitanes. Los soldados españoles y tlaxcaltecas tendrían que buscarse la vida y el resguardo por su cuenta, fuera de la ciudad.

Una vez dentro de un edificio adornado con murales multicolores repletos de representaciones de animales (jaguares, serpientes, águilas…), Moctezuma se dispuso a hablar con Cortés a través de los intérpretes. No se dijeron gran cosa, pero el parlamento duró horas. En la conversación intervinieron tanto los integrantes del séquito del emperador como los ayudantes del capitán de la expedición. Entre estos últimos la voz potente de Pedro de Alvarado era la que más se escuchaba, achantando un poco a los mexicas por el vozarrón y también por el color rubio de la barba y el pelo que tan extraño les resultaba. Aquel grandullón más parecía un dios enfadado que un simple extranjero.

En la delegación azteca había un participante que se mantuvo callado durante toda la reunión. Llevaba un tocado engalanado con plumas, cómo no, y ocultaba el rostro tras una máscara tallada en turquesa donde dos grandes orificios permitían a su portador ver sin que los demás lo vieran a él.  En el lugar de la boca sobresalían dos grandes colmillos y unas orejas promintentes, también de turquesa, adornaban los laterales. El individuo, mientras los demás departían, se limitó a permanecer en silencio; parecía atender al ruido del exterior por su querencia en orientar sus oídos hacia una de las aberturas que, a modo de ventana, daba luz y dejaba entrar el aire.

—¿Y ese qué hace? —preguntó Portocarrero a Diego de Ordás.

—Parece que está escuchando los sonidos de fuera.

—Fuera solo se oye llover.

­Le gustará el sonido de la lluvia.

Estos mexicas son gente rara.

Bueeeno… concluyó Ordás encogiéndose de hombros sin darle importancia. Después de subir a la cima del volcán Popocatepétetl ya nada le impresionaba.

Terminado el encuentro, la delegación azteca se retiró al palacio de Moctezuma. 

No sé aún si son dioses o mortales. Los signos son confusos dijo el emperador mientras suspiraba de alivio cuando un esclavo le quitó de encima el penacho de plumas (pesaba un montón).

Hay que sacrificarlos cuanto antes fue la respuesta de un sacerdote (el de la túnica blanca que había dado la bienvenida a los extranjeros).

¿Estás seguro, Toyatzin? preguntó Moctezuma masajeándose las sienes. El gorro de plumas tan pesado y la conversación en tres idiomas le habían levantado dolor de cabeza.

Segurísimo. Nuestros cuchillos de obsidiana abrirán sus pechos y sus corazones derramarán sangre caliente en el altar. Eso complacerá a los dioses.

No sé, no sé. ¿Has visto al gigante con el pelo color de fuego? preguntó de nuevo el emperador haciendo alusión a Pedro de Alvarado. Es igualito a Tonatiuh[3].

Ahí el sacerdote Toyatzin debía reconocerle a su jefe que algo de razón tenía. El tipo ese tenía una presencia imponente y más parecía dios que mortal. Aun así, él quería ver a todos los forasteros abiertos en canal en la cúspide de la pirámide del templo mayor dedicado a Hitzilopochtli[4] y a Tlaloc[5].

¿Qué opinas tú, Chimalpopoca? Moctezuma se dirigió al individuo con la máscara de turquesa que no había abierto la boca en toda la reunión con los barbudos.

Los extranjeros nos traerán la aniquilación.

—¿Te lo ha dicho Tlaloc a través de la lluvia?

Me lo han dicho las miradas de avaricia que he visto en sus rostros cuando se internaban en nuestra ciudad. Que hayan insistido en llegar hasta aquí después de los regalos que les has enviado según avanzaban por tus dominios es otra muestra que da idea de sus intenciones. No se van a ir por las buenas.

¿Pero eso te lo ha dicho la lluvia enviada por Tlaloc o no? insistió el soberano azteca.

No, pero…

Si no es Tlaloc, no me valen tus consejos. Tu misión es oír llover, no interpretar los gestos de nuestros invitados, porque invitados son insistió mirando esta vez a Toyatzin que estaba acariciando un cuchillo de obsidiana. Les trataremos con cortesía, no quiero enfadar a los dioses. Ya veréis como los convencemos para que se vayan.

Durante un buen rato tanto Toyatzin como Chimalpopoca intentaron hacer cambiar de parecer a su señor, pero este se limitó a escuchar el aguacero que descargaba fuera de palacio. Se encogió de hombros y mantuvo la misma actitud que el sacerdote de Tlaloc durante la recepción a los extranjeros: como el que oye llover.

 

 


 

NOTA

«Como el que oye llover» es una expresión que se refiere a alguien que no presta atención a lo que decimos. Su origen se remonta a la llegada de los conquistadores españoles a América, concretamente a su encuentro con los aztecas en 1519. Cuando Hernán Cortés se reunió con Moctezuma, el emperador americano llegó con todo su séquito, en el que se incluía un joven muchacho que ocupaba el cargo de Quiahuitlacapoc, una especie de sacerdote de Tlaloc, dios azteca de la lluvia. El Quiahuitlacapoc (que viene de quiahuitl, lluvia, y de acapoc, escuchar, sentir) tenía la función de escuchar e interpretar el sonido de la lluvia, ya que los aztecas creían que Tlaloc les enviaba mensajes a través de cada aguacero, ya fueran proféticos (pluviomancia) o, sencillamente, de orientación y organización de la vida y la sociedad. Este Quiahuitlacapoc llamó poderosamente la atención de los soldados españoles, que lo veían presente en los encuentros entre Moctezuma y Cortés pero ensimismado, ajeno a la conversación y escuchando la lluvia mientras su emperador se jugaba la suerte de su imperio. Tanto les sorprendió su papel y su abstracción que acabó siendo el centro de sus burlas. «El que oye llover», como le apodaron, pasó a tener por tanto su significado actual, el de alguien presente en una conversación, pero perdido en sus propios pensamientos.

 

Fuente: https://emitologias.wordpress.com/2015/02/26/como-el-que-oye-llover-origen/



[1] Lengua de los aztecas.

[2] Lengua de la península del Yucatán.

[3] Dios azteca del sol.

[4] Dios azteca de la guerra.

[5] Dios azteca de la lluvia.


Hada verde:Cursores
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