Amaneció oscuro, un cielo encapotado ensombrecía el paisaje. El día
anterior el capitán había podido observar la inmensa ciudad desde un altozano y
disfrutar de la maravilla de sus construcciones, donde destacaban unas enormes
pirámides escalonadas, más los canales que atravesaban la magnífica urbe, pero
hoy el ambiente cargado de humedad amenazando lluvia dificultaba la visión.
—Lástima que el
día no acompañe porque esta nueva Venecia es digna de contemplar con admiración
—dijo el jefe de la
expedición a su lugarteniente.
—¿Estuvisteis allí,
capitán?
—No, don Pedro, pero
en Cuba hablé con veteranos de la guerra en Italia que me contaron de aquella
ciudad asentada en una laguna y donde las calles son ríos, al igual que sucede
aquí.
—Con tanta humedad, mal
lugar para huesos viejos —replicó
Antón de Alaminos—.
Tanto en aquesta villa como en la cristiana de Italia.
—No lo diréis
por vos —contestó el capitán—.
Acostumbrado habéis de estar a las humedades siendo piloto como sois y marino
desde que vuestra madre os destetó.
—Siendo marino o
labrador, el reuma y los achaques a todos nos llegan con la vejez —porfió el
piloto.
—Mas no me negaréis qué
grandeza es contemplar tamaña ciudad con grande trabajo de ingeniosos
constructores que realizaron este portento —argumentó el capitán extendiendo
los brazos hacia delante.
Hernán Cortés, tras
replicar a su subalterno, se sumió en sus recuerdos. Cuando salió de Cuba buscaba
nuevos territorios que le dieran riqueza y gloria; sobre todo riqueza. Lo de la
gloria no estaba mal, pero tampoco era prioritario. Mas nunca pudo imaginar que
aquella búsqueda resultara tan ardua y al mismo tiempo tan fascinante pues
había atravesado territorios variopintos, con gentes belicosas y amables (más
de las primeras que de las segundas) y con paisajes asombrosos (aún permanecía
en su retina la imagen del volcán humeante Popocatepétetl).
Mucho habían penado
desde el desembarco en la isla de Cozumel, nueve meses atrás. Aun así había
merecido la pena. Los nativos que fueron conociendo en su deambular informaban de
que en el interior se hallaba una urbe importante, no los villorrios
paupérrimos que habían encontrado por Yucatán. Los totonacas hablaban de una
ciudad poderosa, y lo hacían con admiración y respeto teñidos de temor. Las
poblaciones sometidas por las que pasaron veneraban a los dueños de aquel país
por el miedo a que las masacraran. Precisamente, ese miedo había generado mucho
odio y el capitán supo utilizarlo en su beneficio. De qué manera, si no, iba a
contar en sus filas con los fieros tlaxcaltecas, guerreros formidables que
manejaban con precisa habilidad sus arcos disparando mortíferas flechas. Para
ponerlos de su lado él también empleó el miedo, en este caso el de la pólvora.
Nunca habían visto un arcabuz y eso ayudó mucho. Si los tlaxcaltecas eran
buenos arqueros, los soldados españoles eran buenos tiradores. Aunque se
tardaba más en recargar el arma de fuego que el arco, el destrozo que producía una
bala sobre la carne era mayor que el de una flecha, así que los pobres diablos
con plumas, a pesar de su valentía y arrojo, se acogotaron bastante.
Los caballos también
fueron una buena baza para convencerlos. Los tlaxcaltecas eran fieros, pero
algo pardillos, pensó el capitán, mira que creer que montura y jinete eran un
mismo ser. De una manera u otra, en Tlaxcala consiguió añadir a sus menguadas
fuerzas un gran ejército de buenos luchadores. Es cierto que los tlaxcaltecas eran
bastante rencorosos y cuando llegaban a las aldeas afines a sus odiados mexicas
se ensañaban con la población, sin embargo, solo el odio es capaz de vencer el
miedo.
En Cholula se excedieron
un poco, las cosas como son, pensó el capitán, no había ninguna necesidad de
matar tanto, aunque, cuando no se tienen todas consigo, mejor que sobre que no
que falte. En cualquier caso, gracias al rencor, y a los certeros flechazos de
sus aliados, Cortés había podido llegar hasta el corazón del imperio azteca.
Sí, habían pasado muchas calamidades (sobre todo los de Cholula), pero mereció
la pena. De momento.
—Mirad, señor. Ya están
aquí.
La tronante voz de su
lugarteniente sacó a Hernán Cortés de sus pensamientos. Una canoa adornada con
dibujos representando animales avanzaba por el canal aledaño al islote donde se
encontraba la delegación de expedicionarios (los trescientos soldados junto a
los tres mil tlaxcaltecas se habían quedado a las afueras en actitud expectante
con los arcabuces y las flechas bien visibles, por alardear y por asustar
también).
De la embarcación
bajaron varios personajes a cuál vestido de la manera más llamativa. Casi todos
llevaban grandes penachos de plumas multicolores, uno de ellos portaba un casco
con la forma de una cabeza de pájaro y otro con la de una serpiente. Unos
llevaban largas túnicas de diferentes texturas, otros lucían el torso
descubierto y tan solo ocultaban sus vergüenzas con un taparrabos, los más
llevaban petos ornamentados con huesos, más plumas y cuentas de plata. Escudos
con filigranas, capas coloridas y collares de jade, ónix, turquesas y oro
completaban el atuendo de los recién llegados. Se suponía que en dicha comitiva
se encontraba el emperador de aquel vasto territorio, pero era tanta la
suntuosidad de las vestimentas que fue imposible averiguar quién de todos ellos
era.
—Yo creo que el rey es
el de la cabeza de pájaro —dijo el capitán Diego de Ordás con cierto aire de
suficiencia pues desde que había subido el primero a la cima del volcán
Popocatepétetl se las daba de entendido en todo.
—No, el jefe va a ser
el de la capa de plumas y oro —replicó el piloto Alaminos.
—Mucha pluma lleva ese
para ser el que manda —dijo Portocarrero, otro capitán de la expedición.
Un hombre, con una
túnica blanca ribeteada con hilos de oro y con la cabeza rapada sobre la que
llevaba un casco de plumas verdes, se adelantó.
—Mah cualli xihualacan.
—Doña Marina, haced el
favor —inquirió Cortés haciendo señas a una bella mujer con una larga melena
negra y ostentosos pendientes de oro.
— Ki'imak k óol taale'ex waye' —dijo
la mujer traduciendo del náhuatl[1] al
maya[2].
—Don Jerónimo, haced el
favor —volvió a hablar el capitán, esta vez sin hacer gestos, a un fraile que
también se acercó para replicar:
—Bienvenidos —dijo el
monje traduciendo del maya al español.
—Decidle que gracias —contestó
Cortés.
— Yuum bo'otik —dijo Jerónimo
dirigiéndose a la mujer en maya.
— Tlazohcamati miyac —dijo doña Marina
dirigiéndose en náhuatl al de la túnica blanca con el casco de plumas verde.
—Esto de comunicarse en
tres idiomas es harto complicado —dijo por lo bajini Portocarrero—. O doña
Marina aprende el español o don Jerónimo aprende además del maya el náhuatl ese
que hablan los mexicas. Ya llevamos un rato y solo se han dicho dos frases. Nos
van a dar las uvas.
—Y encima está
empezando a llover —añadió Alaminos mirando al cielo.
Después de las
salutaciones de rigor, el emperador Moctezuma se dio a conocer. No era ninguno
de los que suponían los hombres de Cortés. El rey resultó ser un hombre más
bien bajito al que el penacho de plumas en forma de abanico que llevaba en la cabeza
no conseguía ocultar su corta estatura. Collares de turquesas y oro adornaban
su cuello, brazaletes de bella manufactura se enroscaban en sus morenos y
delgados brazos.
Mientras doña Marina y
Jerónimo de Aguilar traducían lo que Cortés y Moctezuma se decían, la
incipiente lluvia se había convertido en un aguacero de tomo y lomo. La
comitiva decidió seguir con la reunión en un palacio cercano donde, además, se
instalarían Cortés y sus capitanes. Los soldados españoles y tlaxcaltecas
tendrían que buscarse la vida y el resguardo por su cuenta, fuera de la ciudad.
Una vez dentro de un
edificio adornado con murales multicolores repletos de representaciones de
animales (jaguares, serpientes, águilas…), Moctezuma se dispuso a hablar con
Cortés a través de los intérpretes. No se dijeron gran cosa, pero el parlamento
duró horas. En la conversación intervinieron tanto los integrantes del séquito
del emperador como los ayudantes del capitán de la expedición. Entre estos
últimos la voz potente de Pedro de Alvarado era la que más se escuchaba,
achantando un poco a los mexicas por el vozarrón y también por el color rubio de
la barba y el pelo que tan extraño les resultaba. Aquel grandullón más parecía
un dios enfadado que un simple extranjero.
En la delegación azteca
había un participante que se mantuvo callado durante toda la reunión. Llevaba un
tocado engalanado con plumas, cómo no, y ocultaba el rostro tras una máscara
tallada en turquesa donde dos grandes orificios permitían a su portador ver sin
que los demás lo vieran a él. En el
lugar de la boca sobresalían dos grandes colmillos y unas orejas promintentes,
también de turquesa, adornaban los laterales. El individuo, mientras los demás
departían, se limitó a permanecer en silencio; parecía atender al ruido del
exterior por su querencia en orientar sus oídos hacia una de las aberturas que,
a modo de ventana, daba luz y dejaba entrar el aire.
—¿Y ese qué hace? —preguntó
Portocarrero a Diego de Ordás.
—Parece que está
escuchando los sonidos de fuera.
—Fuera solo se oye
llover.
—Le gustará el
sonido de la lluvia.
—Estos mexicas
son gente rara.
—Bueeeno… —concluyó Ordás encogiéndose
de hombros sin darle importancia. Después de subir a la cima del volcán Popocatepétetl ya nada le impresionaba.
Terminado el encuentro, la delegación azteca se retiró al palacio de
Moctezuma.
—No sé aún si
son dioses o mortales. Los signos son confusos —dijo el emperador mientras suspiraba de alivio cuando un
esclavo le quitó de encima el penacho de plumas (pesaba un montón).
—Hay que
sacrificarlos cuanto antes —fue
la respuesta de un sacerdote (el de la túnica blanca que había dado la
bienvenida a los extranjeros).
—¿Estás seguro,
Toyatzin? —preguntó
Moctezuma masajeándose las sienes. El gorro de plumas tan pesado y la
conversación en tres idiomas le habían levantado dolor de cabeza.
—Segurísimo.
Nuestros cuchillos de obsidiana abrirán sus pechos y sus corazones derramarán
sangre caliente en el altar. Eso complacerá a los dioses.
—No sé, no sé.
¿Has visto al gigante con el pelo color de fuego? —preguntó de nuevo el emperador haciendo alusión a Pedro
de Alvarado—. Es
igualito a Tonatiuh[3].
Ahí el sacerdote Toyatzin debía reconocerle a su jefe que algo de razón
tenía. El tipo ese tenía una presencia imponente y más parecía dios que mortal.
Aun así, él quería ver a todos los forasteros abiertos en canal en la cúspide
de la pirámide del templo mayor dedicado a Hitzilopochtli[4] y a
Tlaloc[5].
—¿Qué opinas tú,
Chimalpopoca? —Moctezuma
se dirigió al individuo con la máscara de turquesa que no había abierto la boca
en toda la reunión con los barbudos.
—Los extranjeros
nos traerán la aniquilación.
—¿Te lo ha dicho
Tlaloc a través de la lluvia?
—Me lo han dicho
las miradas de avaricia que he visto en sus rostros cuando se internaban en
nuestra ciudad. Que hayan insistido en llegar hasta aquí después de los regalos
que les has enviado según avanzaban por tus dominios es otra muestra que da
idea de sus intenciones. No se van a ir por las buenas.
—¿Pero eso te lo
ha dicho la lluvia enviada por Tlaloc o no? —insistió el soberano azteca.
—No, pero…
—Si no es
Tlaloc, no me valen tus consejos. Tu misión es oír llover, no interpretar los
gestos de nuestros invitados, porque invitados son —insistió mirando esta vez a Toyatzin que estaba
acariciando un cuchillo de obsidiana—.
Les trataremos con cortesía, no quiero enfadar a los dioses. Ya veréis como los
convencemos para que se vayan.
Durante un buen rato tanto Toyatzin como Chimalpopoca intentaron hacer
cambiar de parecer a su señor, pero este se limitó a escuchar el aguacero que
descargaba fuera de palacio. Se encogió de hombros y mantuvo la misma actitud
que el sacerdote de Tlaloc durante la recepción a los extranjeros: como el que
oye llover.
NOTA
«Como el que oye llover» es una expresión que se refiere
a alguien que no presta atención a lo que decimos. Su origen se remonta a la
llegada de los conquistadores españoles a América, concretamente a su encuentro
con los aztecas en 1519. Cuando Hernán Cortés se reunió con Moctezuma, el
emperador americano llegó con todo su séquito, en el que se incluía un joven
muchacho que ocupaba el cargo de Quiahuitlacapoc, una especie de sacerdote
de Tlaloc, dios azteca de la lluvia. El Quiahuitlacapoc (que
viene de quiahuitl, lluvia, y de acapoc, escuchar, sentir) tenía la función de
escuchar e interpretar el sonido de la lluvia, ya que los aztecas creían que
Tlaloc les enviaba mensajes a través de cada aguacero, ya fueran proféticos
(pluviomancia) o, sencillamente, de orientación y organización de la vida y la
sociedad. Este Quiahuitlacapoc llamó poderosamente la atención de los
soldados españoles, que lo veían presente en los encuentros entre Moctezuma y
Cortés pero ensimismado, ajeno a la conversación y escuchando la lluvia
mientras su emperador se jugaba la suerte de su imperio. Tanto les sorprendió
su papel y su abstracción que acabó siendo el centro de sus burlas. «El que oye
llover», como le apodaron, pasó a tener por tanto su significado actual, el de
alguien presente en una conversación, pero perdido en sus propios pensamientos.
Fuente:
https://emitologias.wordpress.com/2015/02/26/como-el-que-oye-llover-origen/
[1] Lengua de los aztecas.
[2] Lengua de la península del Yucatán.
[4] Dios azteca de la guerra.
[5] Dios azteca de la lluvia.