Ando estos días algo taciturna y filosófica, y eso explicaría el porqué de esta publicación.
Hace unos meses falleció mi padre.
Mi madre lo hizo varios años atrás.
Estoy vaciando la casa que fue el
hogar de él y de mi madre, y también mío. Ropa, muebles, enseres de todo tipo
están siendo empaquetados y/o reciclados de diversas maneras. Es complejo
seleccionar qué te quieres quedar y qué se puede donar o tirar directamente.
A mí me cuesta mucho deshacerme de
algunas cosas porque siempre tengo en mente ese «por si acaso hace falta más
adelante». Guardo objetos por si los necesito en un futuro, pero pasan los años
y no los he precisado. Sin embargo, cuando, en un alarde de impetuosidad
impropia en mí, decido deshacerme de ellos, indefectiblemente al poco tiempo los
echo en falta porque me surge la posibilidad de utilizarlos. Ley de Murphy.
De todas formas, en esta ocasión seleccionar
qué me quedo y qué no es mucho más difícil porque el motivo que hay detrás no
es la posible utilidad sino algo más importante: el recuerdo.
El rastro en forma de objetos de
toda índole que nos deja la vida es grandísimo. La principal fuente de esos
recuerdos son las fotografías: momentos, generalmente alegres,
que quedan plasmados en un papel. Sin embargo, estos días me estoy dando cuenta
de que no solo las fotos nos traen de regreso sucesos del pasado.
Cuando le tocó el turno a la
vitrina del sobrio mueble que preside el salón de la casa de mis padres guardé
con mimo la fina cristalería que mi madre exhibía con orgullo a las visitas (se
la trajo no recuerdo muy bien de dónde y le costó una pasta), pero como era muy
valiosa no la utilizábamos casi nunca por si se rompía. En su lugar,
usábamos otra más antigua y menos fina. Por eso mismo, de vez en cuando se caía
alguna copa y solo han quedado unas pocas piezas sueltas: han sido las que he guardado con mayor primor, porque esas copas de
colorines (un atentado contra la elegancia según mi madre) y de una estética
vintage setentera (los años en que se compraron), son las que yo recuerdo de
cuando celebrábamos los cumpleaños o las navidades. De las copas de champán,
que nosotros rellenábamos con sidra El Gaitero en nochevieja, tan solo quedan
tres. Esas tres supervivientes para mí son más valiosas que si fueran de
cristal de Bohemia.
Fueron tantos los recuerdos que
acudieron a mí al guardarlas que me puse a llorar como una tonta delante de aquellas
copas tan sencillas, pero tan entrañables. Mientras, las de cristal de puturrú
empaquetadas en su caja me observaban indiferentes a mis emociones; la clase alta suele comportarse con frialdad ante las cuitas del pueblo llano.
Otros objetos de lo más prosaico
fueron protagonistas de recuerdos bonitos, pero, con la pérdida tan reciente,
motivo de cierta tristeza. Una fuente de cerámica de Talavera donde mi madre
servía primorosamente una ensaladilla rusa que nos hacía levitar de lo rica que
estaba. El manual de ortografía práctica de Miranda Podadera con el que mi
padre estuvo torturándome unas vacaciones navideñas tras el cabreo que se
agarró porque yo había suspendido lengua por culpa de un dictado (no di ni una con las bes y las haches). Un abanico deshilachado con las varillas
descoloridas por el uso con el que mi madre combatía los calores agosteños de
Madrid. Un ejemplar del Quijote lleno de anotaciones de mi padre que siempre
fue muy fan de Cervantes y firme defensor del ingenioso hidalgo.
Múltiples utensilios resultado de
situaciones cotidianas en su día pero que ahora, con el tiempo y la pérdida de
quienes fueron sus dueños, se convierten en pilares de la memoria.
Sin embargo, y para que esta
publicación no sea demasiado ñoña y triste, también quiero hablar sobre algo con
lo que me he topado después de treinta años. Algo que en lugar de buenos recuerdos
me despierta agobios y sudores y aun así he guardado (¿por masoquismo? ¿porque
soy tonta?): los apuntes de la carrera.
El motivo por el que aún los conservo
no lo tengo claro. Lo de quedármelos por si acaso los necesitaba más adelante
se ha demostrado que no tenía ningún fundamento. Y no porque no haya tenido que
consultar conceptos supuestamente aprendidos durante mi formación
universitaria, pero en esas ocasiones me he ido a buscar en los
libros de texto o, desde hace unos años, directamente en internet.
Ayer me puse a ojear el mogollón
de carpetas que tenía guardadas en el altillo de un armario. Al igual que me
pasó con la cristalería de la vitrina, las lágrimas acudieron a mis ojos, pero
de la angustia que sentí al recordar lo mal que lo pasé para examinarme de todo
eso. Al contrario que me ocurrió cuando lo de las copas de mi niñez, no decidí
guardar nada. A la basura ha ido todo.
Me he quitado un buen peso de
encima, treinta kilos concretamente. Para que luego digan
que el saber no ocupa lugar. ¿Cómo que no? Ocupa y pesa. Sudando llegamos al
contenedor del papel mi marido y yo con las dichosas carpetas a cuestas.
Pero, apuntes aparte, hay otras
cosas que no sé si guardar o no, primero porque no tengo espacio donde
almacenarlas y segundo porque no sé hasta qué punto es necesario eso para
recordar. ¿Confiamos demasiado en esos objetos y no nos fiamos de nuestra
propia capacidad de rememorar?
¿Realmente necesitamos objetos
para recordar igual que las fotos nos impiden que los rostros de quienes ya no
están se desdibujen?
Desde luego, en el caso de los
apuntes, no tengo ninguna necesidad de acordarme del capullo de Galénica que me
tuvo todo un verano estudiando su asignatura, o del de Botánica que me las hizo
pasar canutas en el examen oral donde me preguntó lo que no está escrito
(literalmente, porque me hizo preguntas sobre temas que no habíamos dado, el
muy cabr**).
Es complicada la gestión de la
memoria y la añoranza. Ahora mismo ciertos recuerdos alegres son agridulces
porque la ausencia es dolorosa aún. Pero confío en ese gran aliado que todo lo
pone en su adecuado lugar: el tiempo. Aunque, también, me da miedo que ese
tiempo, según vaya transcurriendo, me distorsione sucesos importantes.
A pesar de todo lo expuesto, estoy
con Gabriela Mistral cuando dijo «Recordar un buen momento es sentirse feliz de
nuevo». Sí, está bien recordar los buenos momentos. En cambio, los malos mejor no, porque ver los apuntes de Botánica me ha puesto de una mala leche...
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