Sábado, 9 de enero, por la mañana
Ana no daba crédito a lo que estaba viendo; el paisaje que se desplegaba
ante sus ojos tenía que ser el producto de algún tipo de alucinación. Se
preguntó cuánto vino había bebido en la cena del día anterior y tras recordar
que su ingesta se había limitado a media copa, como siempre, fue consciente de
que lo que veía era real.
La nieve cubría todo lo que su vista abarcaba. Los coches aparcados en
la acera se intuían por el abultamiento que se dejaba entrever en medio del
manto blanco. Ni aceras, ni calzadas eran visibles, todo era una llanura blanca
y mullida que invitaba a zambullirse en su blandura helada. Los árboles del
parque se combaban bajo el peso de la nieve amenazando con caerse; algunos ya
habían sucumbido y mostraban sus heridas en los troncos, unas heridas que se
mostraban crueles al destacar el marrón de la corteza en medio del blanco invasor.
Cinco autobuses urbanos se encontraban encallados en la calzada,
abandonados por sus conductores cuando la tormenta les impidió avanzar: barcos
con ruedas, varados en un acantilado de nieve.
―¡Qué desastre! ―dijo Ana en un susurro.
―¡Halaaaaa! ¡Cuánta nieve! ―exclamó Dani mientras se tumbaba en la
blancura moviendo brazos y piernas hasta dejar la huella de la figura de un ángel.
―Dani, por favor, ven aquí ―le reprendió Ana―. Nos vamos a casa.
El alcance de la nevada era mucho mayor de lo que cabría esperar
viéndola desde la ventana de su casa; en la calle, Ana fue consciente de lo que
había ocurrido y en seguida se dio cuenta de lo peligroso que podía ser andar
por la zona en esas condiciones, por muy atractivo y extraordinario que se
presentara el paisaje.
―Venga, Ana ―la reprendió su marido mientras los gemelos hacían
pucheros―. ¿No decías que los niños debían disfrutar con la nieve? Pues mira,
ahora hay un montón ―miró a su alrededor con los ojos como platos.
Manuel también estaba asombrado, su escepticismo se había esfumado de un
plumazo ante la realidad. La predicción de los meteorólogos se había cumplido y
con creces pues en algunas zonas el espesor de la nieve acumulada superaba el
medio metro.
Otros transeúntes también habían bajado a la calle a comprobar los
efectos de una tormenta que aún no había terminado pues seguía nevando con
intensidad. Algunos intentaban rescatar sus autos debajo de kilos de nieve, otros
despejaban el acceso a sus viviendas con artilugios de todo tipo.
―Mira ese, quitando la nieve con una bandeja ―se rio Manuel al pasar
delante de un portal―, pues tiene para rato. Para esas cosas es mejor una pala.
―Claro, esa pala que todos tenemos guardada junto a la escoba y la
fregona para ocasiones como esta, ¿verdad? ―le replicó Ana con gesto airado.
―Tampoco hace falta que te pongas así ―se defendió él arrugando el ceño.
Volvieron a casa en silencio abrumados por las circunstancias, tan solo
los gemelos disfrutaron del pequeño paseo.
Domingo, 10 de enero.
Había estado nevando todo el día anterior hasta bien entrada la noche. La
ventisca no había cesado durante más de veinticuatro horas. A través de las
ventanas, Ana observó cómo el gigantesco abeto del jardín de su casa, que todas
las mañanas la saludaba con sus enormes ramas extendidas, ahora se mostraba abatido,
con el ramaje inclinado hacia el suelo bajo el peso de la nieve acumulada, en
un gesto de derrota e impotencia ante el temporal inaudito.
―Dicen que han llamado a los del ejército para rescatar a los
conductores que se quedaron bloqueados por la nieve en la M-30 y en la M-40
―comentó Ana mientras cenaban una ensalada y un poco de fruta.
―Desde luego, ¡cuánto descerebrado hay! ¡A quién se le ocurre coger el
coche con esta tormenta! ―comentó Manuel mientras se tragaba un bocado de
tomate.
―A ti, sin ir más lejos, si yo no te hubiera dicho ayer que nos diéramos
la vuelta ―contestó Ana.
―Ana, de verdad, estás de un humor. No se te puede decir nada ―replicó
él con el ceño fruncido y clavando la vista en su cena.
―Creo que han sacado las quitanieves ahora que ha dejado de nevar ―añadió
Ana para distender el ambiente.
―Pues menos mal que no ha estado nevando una semana entera como ocurre
en otros países, porque entonces Madrid habría desaparecido bajo la nieve irremisiblemente
―dijo Manuel sonriendo a Ana con gesto cómplice.
―Y el alcalde dice que hasta finales de la semana que viene no cree que
podamos recuperar la normalidad ―añadió Ana con sonrisa cínica.
―Entonces será a principios de la otra, porque estos políticos manejan
los tiempos muy mal ―replicó Manuel con una carcajada―. A ver cómo saco yo el
coche si no vienen a limpiar la calle.
―Con la pala que deberíamos tener guardada en el trastero ―contestó Ana
riéndose también.
Martes, 12 de enero, por la mañana.
―Se nos han acabado la leche y los huevos, y de fruta
solo queda una mandarina ―dijo Ana mientras desolada miraba el interior del
frigorífico.
―¿Estás segura de que no hay nada en el súper de al
lado? ―le preguntó Manuel.
―Se le agotaron las existencias el domingo mismo, y no
reciben más género porque la calle está llena de nieve y los camiones del
reparto no puede llegar.
―No sé dónde se han metido los militares y los miles de
operarios del ayuntamiento ―se preguntó Manuel rascándose la oreja.
―Desde luego aquí no están ―respondió Ana muy enfadada.
Hacía más de dos días que había dejado de nevar, desde el
ayuntamiento decían que se estaban realizando numerosas intervenciones para
limpiar las calles, pero el caso es que la zona donde vivían Ana y Manuel
estaba igual: calles intransitables y comercios desabastecidos.
―Según la web del ayuntamiento, en el barrio de al lado
ya están limpias muchas calles, podríamos ir al Mercadona, pero andando, claro.
―Para fiarte de la web, Ana. Según esa misma página, nuestra
calle también está limpia y mira ―señaló a la ventana desde la que se veía una
calzada completamente cubierta de nieve donde solo se aventuraban los todoterrenos.
Manuel, entonces se acordó de cuando quiso comprar uno y Ana se opuso
argumentando que ese tipo de vehículos eran un absurdo y un desperdicio si se
vivía en una ciudad.
Martes, 12 de enero, por la tarde.
Decidieron ir al supermercado del barrio aledaño
caminando. Para ello, y dado el estado de las calles, se pertrecharon con su
equipo de hacer senderismo. Botas de goretex, bastones para la nieve, anoraks,
gorros y guantes térmicos. Y mochilas para cargar con las provisiones. Después de
vestirse para la ocasión parecían dos alpinistas preparados para hacer una
travesía por alta montaña en lugar de una pareja que se iba al mercado a hacer
la compra.
Tardaron más de tres horas en ir y volver del
supermercado por la complejidad del trayecto donde la nieve endurecida y
congelada por las bajas temperaturas hacía que caminar por ella fuera, además
de peligroso, muy cansado y lento.
Pero el esfuerzo valió la pena porque pudieron
aprovisionarse para unos pocos días en espera de que la municipalidad se hiciera
cargo de una vez de limpiar las calles, algo de lo que solo se había ocupado la
asociación de vecinos que en cuadrillas de seis y siete personas hicieron
pequeños caminos para que la gente pudiera transitar.
Jueves, 14 de enero, por la mañana.
―¡Aggg! ¡Qué mal huele! ―dijo Dani tapándose la nariz
con gesto teatral nada más entrar en la cocina.
Ana miró hacia un rincón donde se acumulaban cuatro
bolsas de basura.
―Tira eso ya de una vez, Ana, aquí hay una peste… ―dijo
Manuel dándole la razón a su hijo.
―Dicen que no tiremos la basura en los contenedores para
que no se acumule en la calle, como no pueden pasar los camiones aún… es un
ejercicio de ciudadanía ―replicó Ana en un intento de convencerse.
―Y es un ejercicio de responsabilidad de la
administración cumplir con su obligación de darnos servicio que para eso
pagamos los impuestos ―contraatacó Manuel mientras agarraba las bolsas y
poniéndose el abrigo se dispuso a salir a tirarlas.
―Pero es que el alcalde ha dicho que …
―El alcalde puede decir misa, Ana, que ya va para una
semana y esto ya no se puede aguantar. ¡Ya está bien!
―La madre de Carlos, dice que el alcalde ha dicho que
guardemos las bolsas en el cuarto de la basura ―intercedió Dani para ayudar a
su madre.
―Sí, claro, en esta casa no tenemos suficientes
habitaciones para dormir, comer y teletrabajar y la basura va a tener un cuarto
para ella ―contraatacó Manuel mientras salía por la puerta cargado de bolsas
con desperdicios.
Jueves, 14 de enero, por la tarde.
―¡Está pasando una excavadora por la calle del súper del barrio! ¡La
están limpiando ya! ―exclamó Ana cuando llegó a casa después de hacer un
recorrido bastante penoso en busca de pan.
―¡Qué bien! Y qué rapidez, hace solo una semana que empezó a nevar ―contestó
Manuel con sorna y remarcando la palabra “solo” ―. Esto es gestionar bien una
crisis, sí señor. Por lo menos ya podremos comer fruta fresca y no solo
congelados.
Las magras provisiones que pudieron conseguir el día de la excursión a
través de la nieve ya se estaban empezando a acabar ―al tener que llevarlas
sobre sus espaldas no pudieron abastecerse de mucha cantidad―. Pero, ahora, saber
que se podrían proveer al lado de casa era un alivio que venía distender una
situación cada vez más penosa y más kafkiana.
Viernes, 22 de enero
―¡Ohh, ya no hay nieve! ―dijo Santi mirando por la ventana.
Hacía dos semanas de la gran nevada y durante ese tiempo la nieve había
permanecido en parques y jardines, además de en muchas aceras y calzadas del
barrio, pero ese día había amanecido completamente limpio todo.
―¿Han pasado los de la limpieza esta noche? ―dijo Manuel sorprendido
mirando junto a su hijo por la ventana.
―Lo que ha pasado ha sido una borrasca, ha estado lloviendo toda la
noche y se ha llevado la nieve.
Llevaba lloviendo con intermitencia desde el día anterior, pero esa
noche las precipitaciones habían sido algo más intensas y duraderas, y al fin
la nieve se había marchado.
―La meteorología nos trajo la nieve y la meteorología nos la quitó
―respondió Manuel en plan filosófico.
―Menos mal, porque si tenemos que esperar a que se la llevara el ayuntamiento
tenemos nieve hasta el próximo verano ―contraatacó Ana en plan crítico―. Supongo
que ahora habrá que esperar a que llegue un huracán para que se lleve los
restos de árboles caídos y ramas.
Tras las palabras de Ana, una fuerte ráfaga de viento hizo vibrar violentamente
el abeto que se veía desde la ventana. El día venía limpio de nieve y con mucho
aire.
―Ana, mejor no digas nada, ¿vale? No tientes a la suerte, que ya vamos
bien servidos de fenómenos naturales extremos ―le comentó un temeroso Manuel
recordando que la madrugada anterior una gran bola de fuego atravesó el cielo
de la ciudad.
Como el viento arreciaba, Manuel decidió bajar la persiana y mirando a
su mujer le dijo:
―Oye, Ana, ¿tú conoces a alguna santera que sepa quitar el mal de ojo?