"La muerte no existe, la gente solo muere cuando la olvidan"
"Eva Luna" Isabel Allende.
Hoy me han dicho que te has ido y, mientras mi interlocutora lloraba al otro lado de la línea de teléfono, yo me he quedado unos minutos en suspenso, en blanco, en el estado de bloqueo que sobreviene cuando se recibe una noticia inesperada. Luego ha llegado el abatimiento, la tristeza, la pena. Y después han venido los recuerdos, esos que sirven para espantar el olvido y conseguir así que tu marcha no sea completa.
Recordarte es recordar una de las
etapas más bonitas de mi vida y que dejó una huella imborrable: la Universidad.
Fueron cinco años duros pero también llenos de buenos momentos. Aquel grupito de compañeros que formamos, y del que tú eras parte, consiguió que los rigores de
una carrera muy exigente fueran más llevaderos.
En todos mis recuerdos tú apareces
sonriendo, porque lo primero que pienso cuando pienso en ti es en tu risa, y en
tus bromas. Siempre alegre, siempre bromeando, así te recuerdo. Te reías mucho,
sobre todo de ti mismo, como suele hacer todo aquel que realmente tiene sentido
del humor.
Recuerdo el día que saliste de un
examen oral de parasitología con una sonrisa de oreja a oreja, y todos pensamos
que te había ido bien. Resultó que no, que el catedrático encima había jugado
contigo antes de supenderte pero, según tú, lo había hecho con mucho arte y
mucho salero («¡Qué cabroncete más salao!» fueron tus palabras exactas), por
eso te reías encogiéndote de hombros. La verdad es que aquello que te pasó en
el examen tuvo gracia, sobre todo si lo contabas tú.
Recuerdo cómo te gustaba jugar al
despiste. Cuando yo me subía en Recoletos y ya no quedaban asientos libres en
el tren, tú siempre me ofrecías que me sentara sobre tus rodillas. Antes se
habían subido otras compañeras pero tú decías que tu regazo era para mí.
Algunas recelaban y nos miraban con una mueca suspicaz, entonces tú y yo nos
reíamos cómplices porque los dos sabíamos el verdadero motivo de tu
predilección: yo era la más flaca del grupo y por tanto idónea para llevar encima
de las piernas durante el trayecto de más de cuarenta y cinco minutos hasta
Alcalá.
Recuerdo cómo me tomabas el pelo.
Cuando me contabas, todo serio, alguna vacilada de las tuyas, yo recelaba y te
preguntaba si era cierto, entonces tú contestabas, enarcando las cejas y con tu
cara más angelical: «Palabrita del Niño Jesús». Y yo me lo creía, y volvía a
picar, y tú te reías porque ya habías perdido la cuenta de las veces que me
hacías la misma jugada.
Recuerdo cuando me convenciste
para presentarme a las elecciones como representante en aquel Claustro
Constituyente que debía elaborar el primer estatuto de nuestra universidad. Me
camelaste y de nuevo piqué. Se suponía que yo me presentaba para hacer bulto junto
a otros compañeros de paja, para demostrarle a esos del decanato que había
interés en participar y darles una sorpresa. La sorpresa me la llevé yo cuando
salí elegida. «Tú haces campaña entre los compañeros diciendo que no quieres
salir, que es una añagaza, y ya está» me dijiste antes, para convencerme. Pero
aquello no funcionó y allá que nos fuimos los dos, junto a otros diez
compañeros de la facultad, a enmendar y desenmendar las enmiendas de los
artículos del dichoso estatuto.
Recuerdo que aquellas sesiones
del claustro eran soporíferas e interminables, pero tú asistías con ilusión. «Estamos
haciendo historia», me decías mientras yo repasaba a hurtadillas el temario de bromatología
echando pestes. Además de aburrirnos, no nos enterábamos de nada: las leyes no
eran lo nuestro. Menos mal que un día, huyendo de una catedrática que nos
vigilaba qué votábamos a mano alzada, nos sentamos al lado de los de la
facultad de Derecho, y descubrimos que esos futuros abogados sabían de qué iba
la cosa y nos explicaban todo lo que estaba pasando, como la importancia de que
apareciera o no una coma en un artículo . «Mañana nos volvemos a sentar con
estos», me dijiste, «que saben mucho». Y desde ese día nos pusimos en la
bancada de los de Derecho, nos integramos tanto que algunos profesores de esa
facultad se dirigieron a nosotros como si fuéramos alumnos suyos.
Quienes no te conocían bien
llegaron a decir de ti que eras un fanfarrón, un chulito. Es cierto que en tu
forma de hablar y moverte había cierta chulería, pero eso solo era fachada: un
escudo para protegerte, para que los demás no supieran que debajo de esa coraza
se encontraba un ser cariñoso y tierno. Y frágil.
Cuando la carrera se terminó cada
uno siguió su camino. Tú te pusiste un blanco uniforme militar y te fuiste a
una ciudad costera, yo me dediqué a la sanidad privada. Durante un tiempo supe
de ti por amigos comunes que me ponían al tanto de tus cosas, como tú supiste
de mí a través de las mismas personas. Pero el roce hace el cariño, y con la
distancia acabamos separándonos del todo.
Sin embargo, el destino hizo que
nos encontráramos por casualidad en un pub, allí me enteré de que la fortuna no
te había tratado bien, y aunque seguías sonriendo pude ver en tus ojos un
atisbo de derrota.
Cuando te vi unos años después, no
me gustó lo que vi. En aquella reunión de antiguos alumnos, rodeada de otros
compañeros de facultad, me saludaste como a uno más. Me sentí herida en el amor
propio de quien se siente ninguneado, «¿Cómo es posible?, ¡después de lo que
pasamos juntos!», me dije, luego resultó que tardaste en reconocerme y no
porque yo hubiera cambiado demasiado, sino porque tu estado físico te pasaba
factura; ya no eras dueño de ti mismo, ya no eras realmente tú. Te sentaste a
mi lado en la cena, y recordamos momentos de la carrera, tú los más personales,
yo los más jocosos, porque el primer recuerdo que acude a mí es tu risa franca,
abierta, eso es lo que asocio contigo: tu risa y tus bromas. Y así quiero que
siga siendo.
No sé por qué te cuento estas
cosas. Soy consciente de que ya no me escuchas. Pero escribiendo estas líneas
me sacudo la rabia por lo injusta que es la vida, por lo miserable que es la
muerte. Pero sobre todo si escribo todo esto es para conjurar el voraz olvido.
Recupero del recuerdo unos versos
que leí hace años. Me fijé en ellos porque están dedicados a un tocayo tuyo, marino
igual que tú, de quien me hablaste en cierta ocasión. Hoy, estos versos yo te
los dedico a ti.
El un mar de tus velas coronado,
de tus remos el otro encanecido,
tablas serán de cosas tan extrañas.
De la inmortalidad el no cansado
pincel las logre, y sean tus hazañas
alma
del tiempo, espada del olvido.*
* Luis de Góngora a
Álvaro de Bazán y Guzmán, héroe de la batalla de Lepanto.
Hoy me han dicho que te has ido y
han venido los recuerdos. Que esos recuerdos sean la espada que combate el
olvido.
A Álvaro, In
Memoriam.