Dedicado a Francisco Moroz, por sus constantes ánimos para que me implique en esto de escribir relatos. Gracias, padrino.
Todo está oscuro, no veo nada, intento abrir más los ojos pero es imposible. La oscuridad es total.
Ya que no tengo el sentido de la vista me dispongo a utilizar el del tacto para conseguir información. Empiezo a tocar a mi alrededor y siento entre mis manos pequeños fragmentos de algo redondeado y duro, como granos.
No sé dónde estoy, no sé ni cuándo ni cómo llegué aquí. Estoy desorientado y algo asustado. No sé qué me pasa. Me siento indefenso y empiezo a entrar en pánico.
Es entonces cuando intento gritar y me doy cuenta de que no tengo voz. Tampoco puedo hablar. Ahora pienso que quizás tampoco puedo oír pues el silencio es absoluto, pero esto no sé si es debido a una posible sordera o porque en el lugar donde me hallo no hay nada, absolutamente nada, ni siquiera ruido.
Bueno, nada no, algo hay. Algo granuloso y duro que se queda pegado a mis manos.
Parpadeo varias veces, pero la oscuridad permanece y el silencio también. Sin embargo, el silencio deja de existir en cuanto percibo un ligero ruido que mi cerebro procesa como el de una respiración. Me siento aliviado pues compruebo que no he perdido la capacidad de oír. No obstante, ese alivio es muy fugaz, ya que esa respiración me informa de que no estoy solo y que lo que quiera que sea que está conmigo es algo que tiene vida.
No sé si moverme o permanecer quieto. Si me muevo puede que “eso” se dé cuenta de mi presencia. O quizás ya sabe que yo estoy ahí, con él, con ella, con eso.
Antes de saber qué hacer ante esta revelación vuelvo a oír otro ruido, en esta ocasión es una especie de chasquido. El chasquido viene seguido del chirrido de algún engranaje oxidado, pues el ruido es como el que hace al abrirse una puerta mal engrasada.
Y eso es, precisamente, lo que ocurre. Una puerta empieza a abrirse. A través de la abertura se filtra un tenue rayo de luz que ilumina débilmente la estancia. Una vez más siento alivio al comprobar que no he perdido el sentido de la vista. Un alivio igualmente de fugaz que el sentido al oír aquella respiración, pues en cuanto mis ojos empiezan a captar imágenes veo unos extraños bultos que comienzan a moverse ligeramente.
Cuento y son siete, además creo que me miran, no veo sus ojos ─ni siquiera sé si los tienen─ pero un sexto sentido me dice que yo soy el objeto de su atención. Yo también los miro aunque no sé muy bien qué estoy viendo exactamente.
De repente, uno de esos bultos se mueve hacia mí, y es entonces cuando se interpone en el trayecto del haz de luz que se cuela por la rendija de la puerta abierta. Es un niño ─o al menos es alguien muy bajito─, tiene el pelo enmarañado y sus cabellos desprenden un halo extraño, no sé si por efecto de la luz que le incide en la espalda o porque emana algún tipo de radiación.
Como está a contraluz sigo sin ver su rostro, pero esta vez creo percibir cierto brillo que parte de lo que creo son sus ojos. No puedo moverme, estoy asustado e intrigado a partes iguales.
Al mismo tiempo compruebo, tras desviar mi vista de ese ser que se me presenta, que el material previamente tocado por mis manos son granos. Granos de algún tipo de cereal, pero no sé cuál exactamente, y también hay paja. ¿Estoy en un establo? No lo creo, si ese fuera el lugar donde se guardan animales habría algún olor indicativo, y la verdad es que no huelo a nada. Pero, a estas alturas, soy consciente de que no me puedo fiar de mi capacidad sensorial.
Creo que estoy en un granero. Eso es. Pero ¿qué diablos hago yo en un granero y cómo he llegado hasta aquí?
Uno de los bultos, el que se acerca hacia mí, se queda mirándome, o eso creo porque sigo sin ver bien sus ojos. Los otros seis bultos comienzan a moverse y se dirigen hasta donde yo estoy.
El primero en desplazarse está ya tan cerca que siento su aliento en mi cara, ya no sólo le oigo respirar, ahora también puedo sentir en mi piel su hálito. Creo percibir un mayor ritmo respiratorio, pero ya no sé si es el de él o es el mío propio. Lo que sí aumenta su frecuencia son mis pulsaciones cardíacas.
Estoy asustado, mas sigo sin poder moverme. Al mismo tiempo la puerta que empezó a entreabrirse se ha abierto completamente y la luz que deja pasar me permite definir mejor lo que estoy viendo.
El ser que se ha acercado a mí es un niño y sus otros seis compañeros, de momento más rezagados, también. Además, tienen el pelo de un color anaranjado y en completo desorden.
Ese peinado desaliñado les da un aspecto de abandono aunque no parecen mal cuidados. Sus rostros reflejan serenidad y sus miradas ─ahora sí puedo ver sus ojos─ son de curiosidad. Creo que curiosidad hacia mí. Uno de ellos ladea la cabeza, mostrando más a las claras su interés.
El más adelantado extiende el brazo y pretende tocarme, instintivamente intento apartarme pero sigo sin poder moverme. No sé por qué razón él se da cuenta de mi rechazo y retira la mano antes de llegar siquiera a rozarme.
No sé cuánto tiempo permanecemos así, ellos cerca de mí observándome y yo quieto, inmóvil a la fuerza, mirándolos a ellos. Puede que sean horas o tan sólo segundos. No lo sé.
De repente, la luz que hasta ese momento entraba límpida por la puerta se interrumpe momentáneamente. Algo o alguien ha cruzado el umbral; sin embargo, lo que quiera que sea, no ha hecho ningún ruido, pero yo sé que en la estancia ahora hay algo más que mis siete acompañantes y yo.
Los niños también lo han percibido pues se miran entre ellos y creo notar cierta expresión de alarma en sus rostros. Es como si supusieran qué es lo que acaba de entrar. Por sus semblantes me doy cuenta de que no es nada bueno, al menos para ellos, y mucho me temo que tampoco para mí.
Poco a poco empiezo a percibir un movimiento debajo de mí, como si el suelo empezara a vibrar. Primero tenuemente y luego de forma más notoria. Los niños se mueven nerviosamente y se acercan más a mí, como si buscaran protección. No sé qué protección puedo yo proporcionarles, pues ni consigo moverme y, mucho menos, ni siquiera sé de qué los tengo que defender.
En un momento dado siento pánico, puro y simple pánico. No ha habido ningún ruido más, ni sombras, ni luces. Tan sólo siento miedo, un miedo profundo que entra en el corazón y lo invade todo.
Los niños también sienten lo mismo, lo sé por sus expresiones. Se acercan más a mí y me tocan. Es entonces cuando puedo ya moverme y utilizo mis brazos para amparar a esos niños, para protegerlos aunque no sé de qué. Les abrazo fuertemente, en ese abrazo distingo el bonito color naranja de sus cabellos y percibo cierto olor a algo que no puedo reconocer pero que me recuerda a la huerta de mi abuela. Juntos esperamos que aquello que nos atemoriza nos ataque y acabe con nosotros.
Mientras que, resignados, esperamos el desenlace fatal, empiezo a oír una voz. Primero la oigo lejana y luego muy cerca de mí. No es una voz infantil ─al principio pensé que alguno de los niños me estaba hablando─, es una voz de mujer. No distingo las palabras pero sí percibo la urgencia, su mensaje es perentorio y denota preocupación.
Y de pronto, comprendo lo que está diciendo la voz. Me llama, alguien me está llamando por mi nombre.
─¡Julián! ¡Julián!
Siento alivio al oír esa voz, pero el miedo aún está instalado en mi mente y los niños siguen abrazados a mí.
─¡Julián! ¡Julián!
La voz insiste, y es más nítida cada vez y más apremiante.
─¡Julián! ¿Pero qué te pasa? ¡Otra vez te has vuelto a quedar dormido en la cocina! ¿Cuántas veces te tengo que repetir que esa manía tuya de mezclar alcohol con la medicación no es buena?
Es entonces, cuando de repente, la estancia cambia y no hay niños, no hay puerta abierta a un lugar cerrado. En cambio tengo delante de mí a una mujer, es mayor y su rostro me resulta familiar.
Con la preocupación grabada en su cara me vuelve a hablar.
─Julián, te dije hace horas que recogieras la compra y trocearas las zanahorias para hacer el puré. ¿Qué demonios haces abrazado a ellas? Y ¿por qué se ha roto el paquete de arroz? Se ha desparramado por el suelo. Vas a tener que esforzarte por limpiarlo todo bien, que no quede ni un solo grano.
Como si de un ensalmo se tratara, es entonces cuando reconozco a la anciana, y en ese mismo momento recupero la voz y puedo hablar.
─Vale, abuela. Ahora lo hago, pero sabes que detesto el puré de zanahoria.
NOTA: Presenté este relato a un taller de escritura organizado por
El Edén de los Novelistas Brutos, en su página de Facebook. Obtuvo el tercer puesto y desde aquí quiero agradecer a los administradores de la página por la labor tan concienzuda que han realizado analizando todos los textos participantes y resaltando los errores. Los errores que me hicieron ver los he corregido en esta versión, al menos parte de ellos.