El libro que
traigo hoy es un compendio de las prácticas culinarias españolas a lo largo de
la Historia, desde los caníbales cavernícolas y carroñeros que habitaron
nuestro solar patrio hasta la restaurantes más chic de la actualidad.
En esta lectura
he descubierto a un Juan Eslava Galán desconocido por mí. No había leído nada de su faceta divulgadora y menos en el campo de la alimentación. Y la experiencia ha
sido francamente buena.
En Tumbaollas
y hambrientos, Eslava Galán nos hace un completo repaso de la manera de
alimentarse en España como una seña de identidad propia a lo largo de los
tiempos. La gastronomía siempre ha sido, y será, una manera de manifestar la
forma de pensar de un pueblo. Los alimentos que se comen y la forma de prepararlos
dice mucho de quienes los consumen.
El libro
comienza con dos personajes del Paleolítico cazando en un paraje de la
Península Ibérica. Se llaman Omní y Voro, un juego de palabras donde los dos
nombres juntos forman: omnívoro; esto me encantó pues soy una ferviente defensora de la alimentación equilibrada a base de todo tipo de alimentos, tanto
de origen vegetal como animal. Estos dos individuos son Homo sapiens y ya saben domesticar el fuego, un elemento
primordial en la evolución del hombre pues cambió radicalmente la forma de
alimentarse y, por tanto, de desarrollarse físicamente.
Mientras
brasean el conejo que han capturado, la conversación que se traen entre ellos
no tiene desperdicio siendo toda una declaración de intenciones pues avisa de
lo que uno se va a encontrar en el resto de la lectura.
Recordando a
sus, para ellos antiguos y retrógrados, antepasados de Atapuerca llegan a
decir:
—Nosotros hemos aprendido a cocinar, que es
pasar de lo crudo a lo cocido, ya no comemos las cosas podridas, ni las otras guarradas
como nuestros antepasados, que se lo comían todo. Éramos homínidos y homínidas
y ahora somos hombres y mujeres. Esto es cultura.
Los dos
cazadores primitivos también saben reflexionar mientras degustan su conejo
asado:
—¿Sabes, Voro? —dijo Omní— Aseguran que la
pata del conejo trae suerte.
—¡Gilipolleces! —gruñó Voro.
En el nacimiento de la religión, que
coincide con el de la cocina, también había ateos.
Este sentido del humor será una constante en todo el libro.
De una manera
muy entretenida y didáctica, Eslava Galán nos cuenta cómo aparecieron
determinados alimentos básicos en nuestra alimentación patria. El garum de procedencia
romana, el gazpacho, la polenta, son algunos de los platos que se describen
aludiendo a sus distintos orígenes. Especial hincapié se hace en la olla
podrida, la base de todos los potajes/cocidos, esos platos tradicionales con
diferentes variantes que se pueden degustar a lo largo y ancho de nuestra piel
de toro.
También se nos
cuenta quién y en qué época introdujo los animales o las plantas que se
convertirían en la base de nuestra alimentación. El olivo traído por los
mercaderes griegos, el vino y el cerdo introducidos por los fenicios, el
garbanzo por los cartagineses o el lúpulo por los visigodos (gracias a estos últimos
empezamos a consumir una cerveza decente).
El origen de
algunas expresiones de nuestra lengua se basa en prácticas relacionadas con la alimentación. Así Juan Eslava Galán nos explica qué quería
decir en sus inicios el “derecho de pernada” (el derecho del señor a quedarse
con una pata (pierna) de cada animal sacrificado por el siervo), de dónde viene
“poner la mesa” (en los banquetes de la Edad Media, las mesas consistían en
tablas montadas encima de caballetes que se ponían antes de la comida y se
quitaban una vez finalizada la misma), o a qué se debe el término “tonelada”
(la cantidad de toneles de agua que podía albergar la bodega de un galeón y que daba idea de la capacidad y envergadura de la nave).
Toda la
disertación sobre los diferentes usos y maneras de alimentación se salpimentan,
como si de una especia sabrosa y preciada se tratara, con anécdotas curiosas
como la de un panadero de Jaén al que llamaban ‘Poya gorda’ pero no por las dimensiones de sus atributos masculinos sino porque la porción de masa que se quedaba por sus servicios, denominada 'poya', era desmesurada.
En el devenir y
evolución de nuestra forma de comer influyó, y mucho, la religión. Los
diferentes pueblos que fueron asentándose en la península implementaron sus
costumbres y sus tabúes.
“Cuando la comunidad que profesa una
religión siente amenazada su identidad cultural, tiende a cerrarse en su concha
y radicaliza sus tabúes alimenticios.”
A este respecto,
y demostrando cómo la forma de alimentarse es una seña de identidad, la
prohibición de comer cerdo para los judíos y musulmanes fue utilizada para
delatarlos cuando se empezó a perseguirlos. Los cristianos demostraban su
“buena fe” alardeando de consumir este producto vetado por las religiones
enemigas y de ahí nacieron, y se mantienen, las fiestas populares de la matanza
del cerdo, donde se reúne toda la familia y al aire libre para que todos los vecinos
puedan verla.
Siguiendo con
las limitaciones impuestas por la religión a la hora de comer determinados
alimentos, se demuestra que quien hizo la ley, hizo la trampa, así se nos cuenta
cómo en un monasterio portugués, durante la Cuaresma, los monjes tiraban cerdos
y carneros al río para después ‘pescarlos’ y así eludir el ayuno que prohibía
consumir carne en esa época del año.
En esta crónica
sobre la alimentación hay una buena dosis de crítica social. Se compara la
forma de comer entre ricos y pobres, en qué consistía el menú diario de las
diferentes clases pues no comían lo mismo los aristócratas que los campesinos,
o los clérigos que los soldados. También se constata que la falta de alimentos y las hambrunas han
sido el principal motor de los más importantes levantamientos sociales.
Pero a falta de pan, buenas son tortas, y el pueblo llano se defendía del hambre con ingenio y con humor. Por ejemplo, los madrileños llegaron a ennoblecer alimentos muy pobres y humildes con nombres
rimbombantes y desorientadores: las tripas fritas en sebo eran “gallinejas”;
las patatas asadas, “chuletas de la huerta”; los pimientos fritos, “perdices de
huerta” y al guiso de lengua y sesos de vaca se le llamó, en una fantástica demostración de ironía y recochineo, “idiomas y talentos”.
También
sabremos leyendo este libro cómo algunos momentos claves de la Historia
estuvieron movidos por cuestiones relacionadas con la alimentación. El
descubrimiento de América fue el resultado de una maniobra para buscar una ruta alternativa a la
de las especias controlada por Portugal, cuando se dio el bloqueo otomano que impedía el paso por tierras musulmanas a las caravanas
cristianas que comerciaban con estos condimentos (la pimienta se llegó a
utilizar como moneda de cambio siendo más valiosa que el propio oro). O cómo la
Reconquista fue motivada para ganar pastos estacionales a la oveja cristiana y
cambiar el alforfón (un falso cereal muy basto propio de tierras de mala
calidad situadas en lugares altos) por trigo candeal.
La conquista de
América y la introducción de nuevos alimentos también son mencionadas y entre
estos nuevos productos se hace una loa y alabanza del chocolate, algo con lo que
estoy plenamente de acuerdo pues el árbol del cacao no en vano fue llamado Theobroma, alimento de los dioses.
“El chocolate
iba adquiriendo fama de ser bebida propia de personas de mucho desgaste mental,
una bebida metafísica, para la gente contemplativa.”
Son muchos los
temas que aparecen en este tratado de la alimentación hispana, y se narra con
arte, con gracia y con cierto humor socarrón. Una delicia de lectura a la par que
ilustrativa.
En resumen, un
homenaje merecido a la gastronomía y a la cocina como un arte que nos conecta
con Dios.
“El cocinado conduce directamente a Dios,
cocinar es modificar la naturaleza, mezclar alquímicamente los elementos de la
Creación, completar la obra divina, es una de las escalas para ascender a la
beatitud.”
Amén.