Aquel japonés de
las fotos fue el primero. Durante todo el trayecto se dedicó a fotografiar a
diestra y siniestra. En un inglés básico me pidió que fuera más despacio para
poder obtener una mejor instantánea del Puente Rialto. Mira con los ojos y no
con la cámara, imbécil, le dije en italiano, y ese no es el Puente Rialto sino
el de los Suspiros. Entonces él me sonrió bobaliconamente y eso me enfadó; sin
pensarlo le golpeé con el remo en la cara. Con los ojos desorbitados, pero sin
la sonrisa idiota, se quedó despatarrado en la góndola. Lo tapé con una manta y
me fui hasta Sacca San Bagio para hundirlo con unas piedras en la parte más
profunda.
Mi reacción me
sorprendió –soy una persona tranquila y pacifista–, pero me sorprendió mucho
más el constatar que deshacerme de ese nipón impertinente me había dado una
gran serenidad, una calma que no experimentaba desde hacía mucho. ¡Me sentí de
puta madre!
Amo mi ciudad. Amo
sus canales, sus balcones, sus puentes. Me gusta navegar por ella, respirar su
historia, sentir su melancolía. Cada rincón recuerda su esplendor, aquel que
consiguió hace tantos siglos y cuyo recuerdo sus hijos debemos preservar.
Viajeros
ilustres de antaño le dieron publicidad, pero ella no lo precisa. No
necesitamos que un poeta romántico y fatuo venga de Inglaterra a bañarse en la laguna o que
un compositor xenófobo y megalómano, encima alemán, tenga que morirse aquí para
que la ciudad alcance renombre. Nosotros tenemos a nuestros propios famosos.
Marco Polo fue uno de los primeros que llevó el nombre de nuestra patria por
todo lo alto. Aunque yo prefiero a Casanova, ese sí que nos dio lustre.
Mi padre fue
gondolero, como lo fue mi abuelo. Yo también heredé la misma profesión. El
legado recibido de mis antepasados es un honor y una responsabilidad; lo llevo
con orgullo.
Paseo todos los
días a viajeros que vienen a admirar esta urbe fascinante. Cada vez vienen más
y no todos son adecuados, no todos merecen contemplar las maravillas que se
muestran a sus ojos. Las autoridades están preocupadas por la masificación
turística y quieren hacer algo para remediarlo, aunque no saben qué. Esos
politicastros no se ponen de acuerdo y mientras tanto mi adorada ciudad se deteriora.
Pero yo no lo voy a consentir. Yo sí sé qué hacer.
Los siguientes
fueron una pareja de alemanes. Cuando señalaron el palazzo Cavallifranchetti y
dijeron “Wagner died” mirándome para que
les aplaudiera su cultura, la furia apareció de nuevo. Estúpidos, Wagner no
murió ahí, lo hizo en Ca’ Vendramin Calergi. Así que, aprovechando que ya era
casi de noche y que había poco tráfico por la zona, les aticé con el canto del
remo a los dos en la nuca, primero a él y después a ella. Cayeron a plomo una
encima del otro. Esta vez elegí la zona de Sacca Fisola para deshacerme de los
cadáveres.
A resultas de
esta acción el remo se me rompió. Como mi economía no es muy boyante, decidí
utilizar otro tipo de herramienta para la siguiente ejecución. Una cosa es
hacer un servicio a mi ciudad y otra arruinarme comprando remos.
Me agencié un
cuchillo de carnicero.
Dos recién
casados, creo que eran chinos, o coreanos, creyeron que estaban en el Gran
Canal cuando paseábamos por el Canal Giudecca. ¡Santa Madonna, cuánta ignorancia!
Cuando estábamos en un canal estrecho, aproveché uno de sus arrumacos para
sacar el machete y les rajé la garganta. Plis, plas. Esos orientales son de
sangre tan espesa que no reaccionaron cuando me abalancé sobre ellos. Por
desgracia, la sangre también la tienen roja, como la de cualquiera, y lo
pusieron todo perdido. Tardé una mañana entera en limpiar la góndola, y esas
horas que estuve sin trabajar se notaron en las ganancias del día. Tenía que
mejorar mi técnica.
Con los tres
australianos que confundieron el Palacio Ducal con la Biblioteca, empleé una
cuerda. Lo bueno de estrangular es que apenas se hace ruido y, lo más
importante, es un método muy limpio. El primero en caer asfixiado fue el más
delgaducho, estaba detrás de los otros dos y aproveché la posición. Hizo un
débil amago por respirar y dejó de mover las manos enseguida. Luego me fui por el moreno de la derecha ya
que el de al lado suyo estaba entretenido colgando en facebook las fotos hechas
con su teléfono móvil.
Este hizo algo
más de ruido cuando intentó deshacerse de mi presión en su garganta, además
pataleó, lo que provocó que su compañero levantara la vista de la pantalla. Me
vi forzado a recurrir de nuevo al remo. Me cargué al del móvil con un buen
golpe y al otro terminé de ahogarlo metiéndole la cabeza en el agua. Satisfecho
con el resultado, especialmente porque el remo salió indemne en esta ocasión,
me deshice de los restos sin dificultad. Esta ciudad maravillosa está llena de
rincones que no conocen bastantes venecianos en general y los carabinieri en particular.
Me gustaría
matar a muchos más, pero he de seleccionar entre la clientela porque no voy a
cargármelos a todos ya que no es cuestión de quedarme en el paro, así que he
decidido hacer una especie de examen a los viajeros. Tan solo unas preguntas de
cultura general sobre Venecia donde no saber quién fue el último Dogo o en qué
año la Serenísima perdió la independencia supondrá para el ignorante que le dé
matarile.
Amo mi ciudad y
detesto que tanto analfabeto la profane. Mientras que los politicuchos di merda andan dándole vueltas al tema
de la masificación yo me ocupo de limpiar los canales. Por cierto, querido
lector, ¿sabes quién fue el último Dogo?