Hoy es el solsticio de invierno. Yo, que soy poco proclive a las celebraciones de Navidad, prefiero este día para celebrar el cambio de ciclo.
En la cultura celta hoy es el día de Yule, es cuando la luz empieza a renacer después de su muerte en Samhain. Hoy es el día más corto del año y a partir de mañana los días tendrán más luz; después de un periodo oscuro, en cuanto a luz solar, comienza el renacimiento hasta su esplendor en el solsticio de verano.
Puede que sean mis raíces maternas gallegas, o mi ateísmo recalcitrante, o simplemente que me gusta ir contracorriente, pero el caso es que este día me mola más que el del nacimiento de Jesús de Nazaret. En este día, cuando la luz vence a las tinieblas, es cuando yo quiero desearos lo mejor.
Con este farolillo que aquí os ofrezco, y que simboliza la victoria de la luz, quiero expresaros mi deseo de que esa luz ilumine vuestra vida, que nunca os sintáis a oscuras, que el camino a seguir se os muestre diáfano y claro, Y si alguna vez os sentís perdidos que una luz como esta os oriente y os ayude a caminar.
Espero que el ciclo que esta noche comienza os depare muchas cosas buenas, que os sea venturoso y que siempre la luz os acompañe.
Os deseo a todos:
¡¡¡FELICIDAD!!!
P.D. Aprovecho para comunicar que durante unos días me mantendré alejada de estos lares. Intentaré recargar mis baterías para que el año que viene sea mucho más luminoso.
Quienes por aquí pasáis a menudo sabéis del amor platónico que siento por cierto escritor. He escrito mucho sobre él y no pierdo ocasión para manifestar mi querencia en cualquier momento.
El año del cuarto centenario de su muerte me empeñé en la tarea de homenajearle en este blog como se merecía (para más información pinchar aquí) viendo el escaso interés de otros medios mucho más poderosos y más acordes con su calidad. Ese escritor es Miguel de Cervantes.
Además de ser una firme seguidora de su obra más universal, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, me siento unida con su localidad natal pues en Alcalá de Henares realicé mis estudios universitarios.
En estas fechas tan proclives a las reuniones con la familia y los amigos yo también me sentí imbuida del espíritu navideño y me fui a visitar lugares a los que tengo mucho apego en dicha ciudad.
Me dispuse a viajar hasta allí y tuve la suerte de estar muy bien acompañada pues en el trayecto me encontré con él, con don Miguel. Iba en el mismo tren que yo, y en ese viaje también se encontraba don Quijote. Fue un recorrido muy ameno donde el genial escritor y su más famoso personaje nos entretuvieron a todos los pasajeros con sus ocurrencias.
Una vez en Alcalá de Henares visité la iglesia donde Miguel de Cervantes fue bautizado. A pesar de las muchas evidencias todavía hay algunos eruditos que cuestionan el lugar de nacimiento de este escritor, la mayoría para apropiarse de su procedencia y hacerlo originario del lugar de donde son ellos mismos. Como si haber nacido en el mismo sitio que un buen escritor les fuera a dar un plus de calidad a su profesión; qué tendrán que ver las churras con las merinas.
Iglesia de Santa María
Quizás por eso en Alcalá se esfuerzan mucho en demostrar que Miguel fue bautizado allí –en la época de Cervantes no se registraban los nacimientos sino los bautizos– y por lo tanto de eso se deduce que el escritor nació también en la misma localidad. La iglesia que presume de haber sido el lugar de su bautismo es la iglesia de Santa María, en ella se muestra una réplica de la pila bautismal –la original fue destruida en la Guerra Civil– y se suministra al visitante una copia de la partida de bautismo.
Tuve ocasión de ver anteriormente el libro original en una exposición de la Biblioteca Nacional y, al igual que en aquella circunstancia, yo en esta copia no descifro nada.
Por si la partida de bautismo no es suficiente prueba, también hay constancia de la casa donde vivió su infancia Miguel. Las escrituras demuestran que sus padres vivían allí cuando el escritor nació.
Y allí estuve, en la casa natal de Cervantes. Los muebles que en ella se encuentran no son los que su familia utilizó, pero los muros que la conforman sí. Las estancias son las mismas que Miguel disfrutó de niño.
Cuando visito lugares históricos pienso que el suelo que estoy pisando es el mismo que otros personajes pretéritos hollaron, que las paredes de un edificio son las mismas que cobijaron a otros muchos siglos atrás. Estos pensamientos me transportan en el tiempo de manera que me imagino a quienes allí antes vivieron en sus quehaceres diarios.
En esta ocasión me imaginé a Miguel correteando por el patio y por las galerías del piso superior, durmiendo en su cama, o comiendo con toda la familia, incluso aprendiendo sus primeras letras, esas que luego se convertirían en las mejores de la Literatura Universal.
Subí las mismas escaleras que él subiría tantas veces. Me asomé al cuarto que posiblemente su padre utilizó para ejercer su profesión de cirujano y vi al pequeño Miguel asistiendo a las actividades de su progenitor, para muchos años después homenajearlo empleando una de sus herramientas –una bacía de barbero– para coronar la testa de don Quijote con su famoso yelmo de Mambrino.
Me imaginé a su madre y a sus hermanas alrededor de un brasero, cosiendo y contando chismes. Quizá algunos sirvieron de inspiración para las historias de Miguel.
Me asomé a las mismas ventanas a las que él se asomaría. Me imaginé a Miguel soñando salir de allí para batallar por el rey en “la más alta ocasión que vieron los siglos, los pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”, para vivir aventuras como espía de la corona o para viajar y conocer otros países (Las aventuras del ingenioso hidalgo don Miguel de Cervantes)
Recorriendo las habitaciones de aquella casa me sentí un poco más cerca de este ídolo mío. Recorriendo sus pasillos, tocando sus paredes, sentí la emoción de encontrarme en el mismo escenario donde vivió sus primeros años, donde el más grande escritor de nuestras letras inició su andadura por este mundo.
Fue una visita muy especial.
NOTA: A la edad de cuatro años Miguel de Cervantes se trasladó a Valladolid con toda su familia, por lo que probablemente todo esto que he imaginado pertenece al mundo de las alucinaciones que una servidora tiene a veces. Pero como no soy historiadora y este blog es un rincón para la ensoñación me he permitido el lujo de fantasear como me vino en gana.
Madrid, año 1861. En la casa de la adinerada familia Ribalter aparece muerta una de las criadas, Lorenza. Todo parece indicar que ha habido un asalto en la vivienda y tras el robo algo se torció dando como resultado la muerte de la asistenta.
El asesinato se da en la Carrera de San Francisco y la investigación corre a cargo del inspector de vigilancia y seguridad del distrito sur de La Latina: José María Benítez Galcedo.
Benítez y su equipo –Fonseca, Domínguez y Carmona más un nuevo miembro llegado de Málaga, Ortega– se dedicarán a desentrañar la historia de un robo que esconde más de lo que aparenta.
Actual Carrera de San Francisco, al fondo la Basílica de San Francisco El Grande
Benítez lleva muchos años en el cuerpo, es perro viejo y sabe investigar. Lo que no sabe es capear los mandatos de los altos mandos políticos, más interesados en sus puestos dependientes del gobierno de turno, que de averiguar quién mató a una desgraciada criada.
Es en este punto cuando el veterano inspector duda entre actuar como un buen policía o como un esbirro del poder. Además, el puesto de inspector jefe de Madrid está vacante y él podría ser un buen candidato, siempre y cuando contente a los que tienen en sus manos la elección: los políticos. Para llegar a determinados puestos no es suficiente con ser un buen profesional, hay que estar dispuesto a renunciar a la honestidad y a la integridad, y no todos valen para hacer eso. Desde luego, Benítez, no.
De esta manera nos adentramos en una historia de corte policial. Los que por aquí pasáis sabéis que no me gusta mucho el género negro. Sin embargo, con las novelas policíacas me pasa como con las judías verdes; a palo seco no me gustan, pero si van aderezadas, rebaño el plato.
Esto me ha pasado con “La cajita de rapé”, que no solo es una novela policíaca, es mucho más y por eso me ha gustado tanto. Rebañé el plato con fruición –o sea, me leí el libro casi de tirón– porque me gustó mucho.
El maravilloso aderezo que la novela contiene consiste en una estupenda descripción de la situación política en la segunda mitad del siglo XIX en España, cómo los diferentes gobiernos que se alternaban con un ritmo frenético llevan al país a una inestabilidad social. En 1861 quien gobierna es O’Donnell y su grupo parlamentario cada día cuenta con un miembro menos pues muchos se marchan a la oposición al no cumplir la mayoría de sus promesas electorales y al mostrarse más reaccionario de lo que su programa proclamaba.
En esta situación inestable hay descontento popular, el régimen constitucional de la reina Isabel II no ha traído igualdad; los poderosos se benefician de las leyes y también de evitar ir a la guerra –la que se libra en Marruecos– mediante el bochornoso sistema de redención (si pagas no te reclutan o mandas a otro en tu lugar).
Otro aderezo que tiene esta novela son los personajes y los diálogos. Desde el más encumbrado aristócrata o burgués a la más humilde portera, la caracterización es estupenda. Unos personajes hablan con el acento propio de su lugar de origen, pues Madrid es el punto de encuentro de gentes procedentes de toda España, pero otros lo hacen con el acento chulesco tan característico de las zonas populares madrileñas y eso me sacó más de una sonrisa. Y es que la acción discurre mayormente en uno de los barrios más castizos de la capital: La Latina.
Y este fue el principal condimento de la novela: el escenario. La descripción del Madrid de aquella época es fabulosa. El autor hace gala de un gran conocimiento del callejero haciéndonos transitar, de la mano del inspector Benítez, por las calles y callejones de un barrio que aún hoy conserva algo de su chispa decimonónica. Para bien, o para mal, se ha salvado de la invasión turística (salvo los domingos con El Rastro) que tienen otras zonas céntricas de Madrid, como el Barrio de Las Letras, y eso le confiere un plus de autenticidad (y, quizás también, de pobreza).
A este barrio de La Latina suelo acudir en ocasiones para tomar unas cervezas o unos vinos por lo que las calles donde se desarrolla la acción las conocía casi todas y me sentí espectadora de primera fila junto a José María Benítez persiguiendo pistas e indicios sobre el caso. Tanto es así que no pude evitar recorrer físicamente, esta vez a propósito, algunos de los sitios que en la novela se mencionan (las fotos así lo demuestran).
Pero no solo la acción se ubica en este barrio. La Puerta del Sol, el Ministerio de la Gobernación, el Café Suizo, y otros lugares emblemáticos de la ciudad en el siglo XIX también aparecen por sus páginas.
Plaza Puerta de Moros (donde se puede ver una plaza, pero ninguna puerta, como es habitual en muchos lugares de Madrid)
Para los que sí gusten de la novela policíaca comentaré que la trama está muy bien llevada, que todas las piezas acaban encajando y que la resolución del caso es satisfactoria.
Una novela muy entretenida, bien documentada, con unas localizaciones muy buenas y con una narrativa más que correcta. En fin, una novela muy buena.
En Nota del autor, el escritor comenta que este es el primer caso del inspector Benítez, así que espero que haya más entregas de este sagaz policía porque si tiene que resolver más casos yo quiero averiguar en qué consisten, aunque no me guste la novela policíaca.
Cuando las judías verdes van bien aderezadas, rebaño el plato y repito otra vez.
El buen nombre, película dirigida por Mira Nair (Reseña de Chelo)
Un joven matrimonio bengalí sale de su Calcuta natal para instalarse en los Estados Unidos. Él, Ashoke, es ingeniero y consigue un trabajo cualificado (trabaja en el Instituto de Tecnología de Masachussets, el famoso MIT), pero ella, Ashima, aunque pertenece a una familia con un elevado estatus social que le ha asegurado un buen nivel educativo, no trabaja ni tiene intención de hacerlo pues el papel de la mujer en su país es el de cuidar de su familia y su hogar.
Los dos tienen contacto con sus vecinos estadounidenses pero con quienes mantienen relaciones afectivas y de amistad son con otros compatriotas bengalíes. Son con estos con los que comparten y añoran sus tradiciones culturales tan distintas de las americanas y/o de las occidentales.
Cuando esta pareja tiene su primer hijo hay un problema con el nombre. En la India cada persona tiene dos nombres, el oficial (el que aparece en los documentos de identidad) y el que se emplea entre los íntimos y que podría considerarse el apodo. En la India, además, no es necesario registrar enseguida al niño recién nacido y la elección de ese nombre no corre prisa, se hace con tranquilidad y tras meditarlo detenidamente. Pero Ashoke y Ashima no están ya en la India; en Estados Unidos no se puede abandonar el hospital donde nace un bebé sin haberlo registrado previamente con su nombre y su apellido. Los padres que esperan la elección de la abuela que vive en Calcuta, sabia y venerada por su edad, deben salir del paso como pueden y le ponen al niño un nombre provisional: Gógol, el apellido de un autor ruso del que es admirador Ashoke y con el que tiene una vinculación especial relacionada con un suceso traumático en su juventud.
Este nombre tan raro, pues en realidad no es un nombre es un apellido ruso, le traerá a su poseedor más de un problema, de tal manera que reniega de él y a la par lo distancia de sus padres.
Pero el distanciamiento no solo es debido al nombre, de hecho ese nombre poco agradable para el niño es el símbolo de todo lo que lo separa de sus padres. Gógol ha nacido y se cría en Estados Unidos; Calcuta es una ciudad lejana que no tiene nada que ver con él y las pocas veces que ha ido a visitar a sus parientes siempre se ha sentido un extraño. Gógol come hamburguesas y escucha música rock mientras sus padres solo saben añorar y reproducir como pueden las costumbres bengalíes en un país que los ha acogido pero del que no se sienten parte.
Gógol crece y en su distanciamiento familiar cambia de nombre, tiene amantes americanas que no saben de sus orígenes. Pero Gógol descubre que él tampoco sabe de sus propios orígenes; cuando averigua de dónde viene su repudiado nombre, recapacita y aprende a ver a sus padres como lo que son: su familia, algo que no se elige, que viene impuesto desde el nacimiento pero que forma parte de nuestro ser.
Aunque cada uno es realmente de donde vive y se desarrolla, es decir, de donde se siente parte, también lleva consigo un bagaje inherente al nacer y que consiste en el acervo de experiencias aprendidas y vividas por los antepasados, las raíces que han conformado un estilo de vida; ese bagaje se llama tradición.
La autora de esta novela es hija de padres bengalíes, nació en Londres pero se crió en Estados Unidos. No sé hasta qué punto esta novela es una autobiografía, hasta qué punto ella sintió el desapego por las tradiciones de sus padres, hasta qué punto quiso separarse de una cultura heredada pero no sentida. No sé hasta qué punto se siente identificada con Gógol.
Hasta qué punto la autora se ha basado en experiencias personales para escribir esta novela tampoco lo sé. Desde luego describe muy bien el aislamiento de quien abandona su país, su familia, un entorno conocido y seguro para recalar en un lugar completamente diferente, donde el idioma y hasta los alimentos y la forma de vestir son muy distintos. Describe muy bien la reticencia a adaptarse a ese nuevo estilo de vida pues hacerlo se siente como una traición a los orígenes, como una claudicación.
También describe estupendamente el contraste entre los hijos de esos inmigrantes y sus progenitores; el desequilibrio que puede sentir esa nueva generación cuando en casa se vive de una manera y en la calle, en la escuela, en el trabajo, se vive y se piensa de otra.
Quien vaya a leer esta novela que no busque acción porque no la va a encontrar, de hecho la meticulosidad a la hora de describir escenas es tan elevada que a mí, confieso, me llegó a exasperar. Porque el estilo tan pormenorizado para explicar algunas situaciones es encomiable pero creo que también es excesivo. Bien está que se describa una habitación o la vestimenta de un personaje, pero decir cuántas aceitunas aparecen en un plato o enumerar qué cosas se encuentran encima de un aparador, es pasarse de la raya y ralentizar en demasía la poca acción que entre las páginas hay.
Quien vaya a leer esta novela se encontrará con una profunda reflexión sobre la tradición y sobre la adaptación a una forma de vida diferente; pero también el temor constante a que esa adaptación signifique claudicar y traicionar las raíces y el lugar de procedencia.
“Cómo iba a saber que aquel hombre traía la muerte consigo. Debí darme cuenta por su olor a cebolla rancia. Debí darme cuenta cuando la leche cuajaba a su paso en los cubos de metal. Cuando las palomas morían desplumadas por la tiña, o porque allá por donde pasaba doblaba los racimos y dejaba una pestilencia a plomo de preludios de tormenta de verano.”
Así comienza una novela inquietante y desconcertante por su forma de narrar. El estilo que se entrevé en estas pocas líneas ya me sugirió que me encontraba ante una obra especial.
No creo en los flechazos amorosos y tampoco creo que en las primeras páginas de un libro se sepa si me va a gustar o no. Creo que la lectura, igual que el verdadero amor, se va fraguando con el tiempo, con el transcurrir de las palabras y las frases. Más de una novela empieza siendo un tostón para ir evolucionando, a medida que el lector se sumerge en la historia, y acabar siendo una lectura agradable. Me gusta, por este motivo, dar oportunidad a una novela a pesar de su inicio, aunque siempre dentro de unos límites, claro.
“El ladrón de vírgenes” fue la excepción a esta regla mía tan particular. El párrafo que inicia esta reseña me impactó y avisó de que comenzaba una lectura muy interesante. No me equivoqué.
Pero vayamos por partes.
Después de quince años de ausencia Andrés Pajuelo aparece por su pueblo. Sus tres hijos y su esposa le reciben de distinta manera pues antes de su marcha no dejó buen recuerdo. Andrés es huraño, malhumorado y con un genio muy violento; es uno de esos hombres “que arremeten contra el mundo tras la cobardía de los susurros”.
Andrés viene acompañado de un enigmático personaje. Involucra a dos de sus hijos y al prometido de su hija en sus actividades que no son otras que el robo y expolio de obras de arte sacro por ermitas e iglesias de pequeños pueblos que no saben del valor real de las imágenes que albergan. Pero mientras programan uno de sus robos se comenten varios asesinatos y Andrés es acusado y ejecutado en la horca por la turba en su propio pueblo.
No me gusta destripar el argumento de las novelas, es algo que me molesta cuando leo otras reseñas por la red. En este caso podría creerse que he hecho spoiler, pero no es verdad pues la novela comienza narrando un suceso que se da al final de la misma. Y es en este aspecto donde me sentí impactada pues me recordó a otra novela, del gran maestro don Gabriel García Márquez, en la que se utiliza la misma técnica y que, al igual que en esta, no restó ni un ápice de interés a la lectura: saber el final no evita querer averiguar qué pasó para llegar hasta ese desenlace.
Pero las similitudes con aquella otra novela (Crónica de una muerte anunciada) no paran ahí. Ciertas situaciones sobrepasan la realidad para sumergirse en un mundo mágico y onírico: el agua empieza a hervir en el caldero antes de ponerlo en la lumbre o una mujer tiene una coleta de dos metros de longitud que se recoge alrededor del cuello como si fuera una serpiente.
Podría pensarse que esta novela es una imitación del realismo mágico hispanoamericano. Yo no lo vi así. Esa imaginación desbordante que se da en los escritores americanos que utilizan este estilo aquí no es tan manifiesta, está atenuada. Yo lo calificaría de realismo mágico a la española.
Estilo literario aparte, que a mí me encantó, hay un análisis estupendo sobre la religión y el papel de ésta en la vida de los seres humanos, la necesidad que el hombre ha tenido de creer en algo y cómo ha sido muchas veces el motor de su evolución. Podría poner un montón de frases que me parecieron fantásticas al respecto pero me limitaré a unos pocos párrafos:
“En la Naturaleza todo aquello que no es útil se desecha, todo lo necesario persiste. Si en miles de años la idea religiosa no ha sido eliminada de nuestro instinto es por lo ineludible del concepto”.
Se reflexiona sobre la religión como la búsqueda de protección, de seguridad. La religión como un diálogo con Dios que muchas veces es un diálogo con uno mismo.
Pero si en ocasiones la religión sirvió de motor para avanzar también sirvió para frenar esa evolución: la dualidad de todo aquello que puede ser bueno o malo según se utilice.
“Lo malo de la religión es cuando alguien se atreve a interpretar la de otros; cuando alguien te dice lo que debes creer y cómo debes creerlo.”
Porque el hombre creyente ahuyenta el miedo al sentirse protegido por su Dios, confía en Él y en sus representantes y ahí radica otro peligro:
“La Iglesia le pone una mordaza al miedo y así poder seguir en ese simulacro de felicidad que es la ignorancia, delegando el destino en otros” y es así como uno se vuelve frágil y maleable.
Reflexiones aparte la novela está llena de suspense –a pesar de saber cómo acaba uno de los protagonistas– y el giro final que se da en las últimas páginas, aunque para mí fue algo rocambolesco, añadió la sorpresa que remata una historia muy peculiar, por lo que cuenta y ante todo por cómo lo cuenta.
“El ladrón de vírgenes” ha sido todo un descubrimiento y el autor también. David de Juan Marcos tiene otras dos novelas que pienso añadir a mi estantería en cuanto tenga ocasión. Es uno de esos autores que escriben muy bien, con un estilo poco habitual y además trata temas interesantes. ¡Qué más se puede pedir!
El protagonista de este mes de diciembre en Poemas y Cantares es Lope de Vega.
Félix Lope de Vega y Carpio nace en Madrid el 25 de noviembre de 1562. Es hijo de un bordador de Cantabria que se fue a la capital del reino buscando trabajar en la corte, aunque la versión del propio Lope dice que la verdadera razón de la llegada a Madrid de su padre fue una aventura amorosa, su madre fue a rescatarlo y se reconciliaron, siendo Lope el fruto de esa reconciliación.
Lope es un niño precoz, lee latín y castellano y compone versos con cinco años; con doce escribe comedias. Pero todo esto lo cuenta él y teniendo en cuenta que a lo largo de su vida se caracterizó por una gran egolatría, este testimonio hay que tomarlo con muchas reservas.
Estudia para ser sacerdote en la Universidad de Alcalá pero su talante juerguista le impide conseguir el sacerdocio y ni siquiera el grado de bachiller. Se gana la vida como secretario de nobles y gente influyente en la Villa y Corte. De esta manera se codea con los poderosos, pero siempre desde un plano inferior pues él no deja de ser un sirviente.
Se enamora y se lía con una actriz, Elena Osorio. Esta sería la primera de una larga lista de amantes. El padre de Elena era el director de la compañía de teatro en la que trabajaba. Lope escribe varias comedias para esta compañía. Pero el progenitor de la actriz decide que es más provechoso que su hija se encame con un noble, sobrino de un cardenal, que con un escritorucho de tres al cuarto. Es entonces cuando un despechado Lope despliega toda su artillería de mala leche y se dedica a difundir una serie de libelos donde la pobre Elena y su padre no salen bien parados.
Por este motivo Lope acaba preso, pero una vez cumplida la condena vuelve a las andadas y esta reincidencia le cuesta ocho años de destierro de Madrid. En este periodo se casa con Isabel, la hija de un pintor de la corte, y se alista en la Gran Armada. Vuelve derrotado de la desastrosa campaña en costas británicas sin pena ni gloria, algo que le dejará una huella imborrable y será causa de vergüenza y motivo de cierto complejo de inferioridad ante otros autores que tuvieron un pasado militar mucho más glorioso –léase Cervantes y su participación en la victoriosa batalla de Lepanto–.
Con treinta y dos años enviuda de Isabel cuando esta muere de sobreparto. La viudedad le dura cuatro años pues se casa con Juana, una mujer poco agraciada física e intelectualmente pero hija de un rico comerciante, lo que dio lugar a muchos chismes entre sus allegados pues todos pensaron que en su matrimonio el único amor que existía era el que tenía Lope al dinero. El otro amor, el físico y espiritual, Lope lo encontraba fuera de su hogar.
Porque Lope además de escribir comedias y poemas también se le da muy bien enamorar y enamorarse. Son muchas las amantes que tiene a lo largo de su vida. También es padre de muchos hijos, quince entre legítimos y bastardos –aunque hay autores que elevan este número a diecisiete–. Entre todas las amantes que Lope tiene, y mantiene, destaca la actriz Micaela de Luján por ser la madre de Marcela, la única descendiente que siguió los pasos literarios de su padre y a la que esta sección le dedicó una publicación hace meses (Sor Marcela de San Félix).
Siempre se ha hablado de la gran productividad literaria de este escritor (3000 sonetos, tres novelas, cuatro novelas cortas, nueve epopeyas, tres poemas didácticos, y varios centenares de comedias) y que le procuró el sobrenombre de Fénix de los ingenios. Dicen que su desbordante imaginación le llevó a escribir con un ritmo frenético. Otros autores, más pragmáticos, explican esta alta productividad en la necesidad de mantener a tantas amantes y tantos hijos.
Lope se sabe rodear de los poderosos y a su sombra consigue prebendas y elogios. Es secretario del duque de Sessa, un personaje muy influyente en la corte. Además, sus comedias son celebradas por el público y se convierte en un escritor famoso y aclamado. Una auténtica celebrity de la época fue nuestro Lope.
Es famosa la guerra de celos y piques profesionales que mantuvo con Cervantes, pero con quien realmente se llevó mal fue con Góngora. El estilo literario tan retorcido y difícil de comprender de este último llevó a Lope a cuestionar su validez –si un texto, por muy bien escrito que esté, no se entiende, en realidad no sirve para mucho–. Góngora contraatacó alegando que el estilo de Lope era demasiado vulgar. Mientras, Quevedo –que también se llevaba fatal con Góngora– se puso de parte de Lope. Y entre medias, Cervantes con su Quijote andaba a lo suyo y metiendo cizaña con unos y con otros. Cosas de los genios y sus egos.
Aunque hay que reconocer que de todos ellos el que mejor se lo montó fue Lope de Vega. Ganó sus buenos dineros y vivió a todo tren.
Fachada posterior y jardín de la vivienda de Lope de Vega
Interior de la vivienda
Pero entre tanto éxito Lope sufre una crisis espiritual y se hace sacerdote. Porque en la vida de este celebrado escritor no todo son parabienes. El destino se muestra cruel con él y sufre varias desgracias familiares.
Su esposa Juana enferma y fallece al dar a luz, además, uno de sus hijos muere siendo casi un niño. Decide tomar los hábitos para recogerse y hacer examen de conciencia. Esta sería la versión oficial. La versión chismosa dice que toma los hábitos para evadir la justicia de algunos maridos enfadados por tener ciertos aditamentos en la cabeza a causa de los cortejos de Lope con sus mujeres.
Ya sabemos que la gente chismosa suele ser malintencionada pero a veces acierta con sus maledicencias porque el hecho es que Lope, siendo ya sacerdote, sigue teniendo amantes. De hecho se amanceba con otra mujer, Marta.
Pero las desgracias siguen en la vida privada del famoso escritor. Marta se vuelve loca y muere varios años después de iniciar su relación con Lope. Uno de los hijos que tiene con Micaela de Luján se ahoga en Venezuela. Uno de sus nietos, el hijo de su única hija legítima, muere como soldado en la campaña de Milán. De los quince hijos que Lope tiene tan solo uno le sobrevive: Marcela, la monja que vive recluida en un convento de clausura tan solo a unos metros de la vivienda de su padre.
Lope muere en Madrid el 27 de agosto de 1635, tiene setenta y dos años. Sus restos no están en una tumba individual, al igual que ocurrió con los de Cervantes, se encuentran en una fosa común, en este caso de la iglesia de San Sebastián sita en la calle Atocha.
Lope, por su inquina hacia Cervantes, no me cae simpático. Siento una predilección especial por el autor del Quijote y me dejo llevar por mis sentimientos. Pero hay que reconocer que Lope de Vega escribía muy bien. He asistido a la representación de muchas de sus obras de teatro y siempre he salido encantada con el verbo de este autor. Fuenteovejuna, La dama boba, El perro del hortelano son obras que he visto en los últimos meses y son auténticas maravillas. Las cosas como son.
Muchos son los versos que Lope compuso, tanto por separado como en sus comedias, por lo que es difícil elegir. Me he decidido por unos versos que hablan de lo que es sentirse enamorado, algo que el autor conoció muy bien pues se enamoró muchas veces si atendemos al número de amantes que tuvo.
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
Félix Lope de Vega (1562-1635)
Amar es un sentimiento maravilloso, pero en ocasiones nos da zozobra, angustia y todo ese cúmulo de sensaciones que tan bien expresa Lope. Ese estar feliz y triste al mismo tiempo, esa inquietud que nos desbarata es lo que hace creer que el cielo en un infierno cabe.
Este relato ha sido enviado a la Asociación Nacional de Escritores "Alfareros del Lenguaje" para su publicación en una antología de relatos de misterio que tiene como objeto recrear una historia alrededor de una leyenda de Madrid.
Aquí os pongo el enlace de su página web por si queréis conocer mejor a esta asociación.
Quiero dar las gracias a Alfareros del Lenguaje por permitirme participar en tan bonita iniciativa y así sumergirme en una época y una ciudad que adoro: Madrid en el siglo XIX.
La leyenda que elegí para este relato fue la llamada "Leyenda de la máscara de la rosa blanca" (Leyenda de la dama de la rosa blanca). Los que queráis conocerla antes de leer el relato podéis picar en el título de la misma y os llevará a una de las versiones, pues hay varias formas de relatar esa historia. Los que queráis solo leer el relato y la historia añadida no tenéis más que seguir con lo que viene a continuación. Tan solo un apunte: al final del texto hay un vídeo con la música del vals de las flores, yo recomiendo que leáis este relato escuchando la música. ¿Por qué? Para saberlo tendréis que leer el texto.
NOCHE DE MÁSCARAS
Lo
conocen como el loco de la rosa. El anciano que ronda por el cementerio de San
Isidro es casi una institución. Los visitantes asiduos del camposanto le
consideran un habitante más del lugar. Ya nadie recuerda desde cuándo ese viejo
loco se acerca cada martes a una de las lápidas más antiguas para sentarse con
una rosa blanca en las manos, allí tararea una musiquilla durante varios
minutos, lalala lalala, tarara, lalala lalala, tarara, después deposita la flor
en la tumba y se marcha. Un ritual que lleva repitiendo desde hace lustros.
Nadie
sabe cómo se llama ni qué conexión tiene con la moradora de esa tumba. Tan solo
se sabe que los restos que reposan debajo de la lápida son los de una joven que
falleció hace ya tantos años que ni del nombre tienen recuerdo pues el tiempo
se encargó de borrar hasta las letras que en su día en la piedra se grabaron.
Nadie
sabe que todo comenzó un mes de febrero de hace ya cincuenta años.
***
Dieter
acababa de llegar a España. Su rudimentario conocimiento del idioma español
había sido el mérito necesario para otorgarle un puesto en la embajada de su
país en Madrid. Fue allí descontento, España se le antojaba atrasada y
provinciana comparada con Alemania, pero se conformó pensando que solo sería un
escalón más en su prometedora carrera diplomática, que solo sería una estancia
provisional poco duradera.
Pero
el destino le tenía reservada una sorpresa y Dieter se quedó atado a la ciudad
como el preso que no abandona la celda a pesar de ver la puerta abierta.
Aquella noche de carnaval de 1853 fue el comienzo de su felicidad y de su
desdicha.
El
salón de baile del palacio de Gaviria relucía con las lámparas del techo. La
luz de los cientos de velas que iluminaban la estancia se reflejaba en el
cristal de las copas y en las joyas de las damas. Todo un despliegue de lujo y
esplendor que no consiguió impresionar al joven diplomático, más bien la velada
se presentaba aburrida.
Hasta
que ella apareció.
El
vestido negro de seda y la máscara del mismo color resaltaban el blanco de su
piel; su cara y sus brazos parecían de un mármol níveo. En el blanco rostro se
distinguían dos ojos negros como el azabache y en su mano derecha, destacando
entre los guantes de terciopelo morado, portaba una rosa blanca.
La
joven de la rosa dirigió una mirada ausente a los invitados del baile de
máscaras y finalmente sus ojos se detuvieron en Dieter. El alemán, que no había
podido dejar de observarla desde que hizo acto de presencia, quedó sorprendido
y enormemente dichoso al comprobar que la bella joven se dirigía hacia donde él
se encontraba.
Cuando
llegó a su altura la misteriosa mujer le dijo tenuemente y en un susurro:
—Sígame.
Dieter
fue tras ella como un autómata y la siguió hasta uno de los balcones. Allí, ella
le tomó la mano y le invitó a bailar el vals que en ese momento comenzaba a sonar.
Al ritmo del vals de las flores1 los dos jóvenes giraron en el
reducido espacio que la terraza les proporcionaba. Lalala lalala, tarara,
lalala lalala, tarara.
Tras
aquel vals sonaron otros y también los bailaron. Durante las dos horas más
dichosas y más felices de su vida, Dieter disfrutó de la compañía y de la
conversación de esa joven hermosa. Se sumergió en el pozo oscuro de unos negros
ojos que miraban sin ver; se dejó hipnotizar por una voz distante y fría, tan
fría como la blanca piel de su rostro y de sus brazos. Durante dos horas Dieter
se enamoró mecido por el compás de un vals, lalala lalala, tarara, lalala
lalala, tarara.
Pero
de repente, ella quiso regresar a su casa y no quería hacerlo sola, por eso le
pidió que la acompañara. Dieter, que aún
no estaba al corriente de los usos españoles, le preguntó si había venido en su
propio coche a lo que la dama le contestó:
—Mañana
tendré el coche más lujoso de todo Madrid. Pero esta noche quiero caminar por
las calles de mi ciudad.
—Es
una noche gélida, señorita –repuso Dieter– déjeme que vaya por mi abrigo y así
no pasará frío.
—Es
lo mismo. El frío se ha instalado en mí y ningún abrigo podrá ya quitármelo
jamás. Acompáñeme, por favor, y no se preocupe de nada más –fue la extraña
contestación que la joven le dio al diplomático.
Fue
así como los dos jóvenes salieron a la calle Arenal. El frío de febrero
penetraba en los huesos como puñales acerados y Dieter se estremeció bajo su fino
frac. Sin embargo, ella parecía inmune a las
gélidas temperaturas que a esas horas de la noche se hacían sentir.
—Le
estoy sumamente agradecida, caballero. No quería marcharme sin asistir por
última vez a un baile y gracias a usted mi sueño se ha visto cumplido. Pero
ahora tengo que regresar a mi morada pues mañana parto de viaje.
—Para
mí ha sido un auténtico placer, señorita. Sin embargo, no sé por qué se siente
tan alicaída. Habrá más noches de carnaval, y más bailes a los que acudir. Su
belleza y juventud le garantizan muchas parejas de baile, estoy seguro.
—Allá
donde voy no existe la música, ni la danza, y la belleza y la juventud no son
dones que de mucho valgan –contestó la joven sumiendo, una vez más, en la
confusión a Dieter.
Mientras
conversaban atravesaron la Puerta del Sol y siguieron por la calle Alcalá. Al
llegar a la iglesia de San José, la joven se detuvo e hizo ademán de entrar por
lo que Dieter le comentó:
—Es
un poco tarde para asistir a un oficio religioso ¿no cree?
En
su corta estancia en España, Dieter ya había tenido ocasión de conocer la
extrema religiosidad de sus habitantes, pero querer entrar en una iglesia
pasada la medianoche se le antojó, incluso para una española, un capricho excéntrico.
Sin
embargo, ella empezó a subir la escalinata que conducía al interior del templo,
haciendo caso omiso al comentario de su acompañante. Dieter la sujetó por el
brazo y entonces la joven le contestó:
—Aquí
está mi habitación y aquí vendrán a buscarme para realizar el viaje mañana.
¿Quiere conocer el lugar donde dormiré antes de mi partida?
Dieter
sintió cómo un escalofrío recorría todo su cuerpo, pero asustado e intrigado a
partes iguales por las palabras de su acompañante no pudo evitar seguirla al
interior de la iglesia.
A
la tenue luz de unas pocas velas encendidas recorrieron el templo y cuando
estaban llegando al altar, el alemán distinguió la silueta de un ataúd. Fue
entonces cuando ella balbució con un hilo de voz:
—Aquí
está mi último lecho.
En
ese instante Dieter salió del estado de estupor en el que se encontraba y
despavorido huyó de aquel lugar. Una vez
fuera, en la calle, se dio cuenta de que llevaba en la mano la rosa blanca que
en el baile portaba la joven.
Al
día siguiente, Dieter se despertó con los sentidos embotados y el ánimo
alterado. Recordaba lo vivido la noche anterior y el terror que sintió al final
de la velada, se encontraba muy confuso y se tranquilizó pensando que todo
había sido fruto de una pesadilla causada por el alcohol ingerido en el baile
de máscaras. Sin embargo, el malestar que notaba no se parecía a otras resacas
vividas y además, no podía quitarse del pensamiento una musiquilla que le
martilleaba machaconamente la cabeza: lalala lalala, tarara, lalala lalala,
tarara.
Empezó
a dudar de que todo hubiera sido un sueño cuando alarmado vio sobre una de las
sillas de su habitación una rosa blanca. Para darse sosiego decidió acercarse a
la iglesia de donde salió huyendo en su, ya no tan segura, ensoñación y sin ser
consciente de ello recogió la rosa que sobre la silla estaba.
Según
se aproximaba al templo escuchó tañer las campanas del mismo. Tocaban a muerto.
Un lujoso coche fúnebre, con cuatro caballos negros enjaezados con plumas del
mismo color, se encontraba delante de la puerta de la iglesia de San José. A
medida que se acercaba, Dieter comenzó a sentir una fuerte opresión en el
pecho.
Decidió
entrar en el templo y a los pies del altar estaba el mismo ataúd que tanto
pavor le había provocado unas horas antes. Cuando, con el corazón
martilleándole el pecho frenéticamente, el joven diplomático se acercó, pudo
comprobar que en el interior del féretro yacía la joven con la que estuvo bailando
la noche anterior. Iba ataviada con el mismo vestido de seda negro y los
guantes de terciopelo morado, la misma piel marmórea adornaba su bello rostro.
Con la visión nublada por las lágrimas, Dieter depositó la rosa blanca entre
las manos de aquella hermosa joven mientras, ante la extrañeza de los allí
reunidos, comenzó a tararear un vals: lalala lalala, tarara, lalala lalala,
tarara.
***
Hoy
Dieter acude fiel a la tumba de su amada, como lo lleva haciendo desde hace
media centuria. No ha faltado ni un solo martes a su cita. Le lleva una rosa
blanca, porque esa flor es su preferida y tararea el vals de las flores, lalala
lalala, tarara, lalala lalala, tarara. Sabe que los asiduos del cementerio le
llaman el loco de la rosa, pero eso le da igual. Él no está loco, él está
enamorado. Enamorado de una blanca piel, de unos ojos negros y de un grácil
cuerpo que baila al son de un vals.
Hoy
Dieter se siente especialmente cansado, le ha costado mucho esfuerzo acercarse
al cementerio para saludar a su amor y cuando llega a la tumba, después de
depositar la rosa, se recuesta sobre la lápida para descansar un poco.
Cuando
el vigilante lo encuentra al día siguiente, Dieter está frío como el mármol de
la lápida sobre la que reposa, la expresión de su rostro es tan serena que se
diría que está dormido, tan solo la lividez de su piel desmiente esa impresión.
El guarda toca el silbato para dar la voz de alarma a su compañero, varios
visitantes se acercan a comprobar qué pasa y todos ellos se miran extrañados pues
del interior de la tumba donde está tendido el loco de la rosa sale una voz que
tararea lo que parece un vals.
***
Dicen
que en las noches gélidas de febrero, cuando se acercan los días de carnaval,
en una tumba olvidada del cementerio de San Isidro, el aire huele a rosas y se
ven las siluetas de un hombre y una mujer vestidos de época bailando un vals.
Lalala lalala, tarara, lalala lalala, tarara.
Madrid,
noviembre de 2017.
(1) El vals de las flores se compuso en 1892. He querido emplear esa pieza como música de fondo en esta historia anterior en el tiempo por la relación entre la rosa blanca y el título del citado vals. Espero que se me perdone la licencia literaria.