Este relato ha sido enviado a la Asociación Nacional de Escritores "Alfareros del Lenguaje" para su publicación en una antología de relatos de misterio que tiene como objeto recrear una historia alrededor de una leyenda de Madrid.
Aquí os pongo el enlace de su página web por si queréis conocer mejor a esta asociación.
Quiero dar las gracias a Alfareros del Lenguaje por permitirme participar en tan bonita iniciativa y así sumergirme en una época y una ciudad que adoro: Madrid en el siglo XIX.
La leyenda que elegí para este relato fue la llamada "Leyenda de la máscara de la rosa blanca" (Leyenda de la dama de la rosa blanca). Los que queráis conocerla antes de leer el relato podéis picar en el título de la misma y os llevará a una de las versiones, pues hay varias formas de relatar esa historia. Los que queráis solo leer el relato y la historia añadida no tenéis más que seguir con lo que viene a continuación. Tan solo un apunte: al final del texto hay un vídeo con la música del vals de las flores, yo recomiendo que leáis este relato escuchando la música. ¿Por qué? Para saberlo tendréis que leer el texto.
NOCHE DE MÁSCARAS
Lo
conocen como el loco de la rosa. El anciano que ronda por el cementerio de San
Isidro es casi una institución. Los visitantes asiduos del camposanto le
consideran un habitante más del lugar. Ya nadie recuerda desde cuándo ese viejo
loco se acerca cada martes a una de las lápidas más antiguas para sentarse con
una rosa blanca en las manos, allí tararea una musiquilla durante varios
minutos, lalala lalala, tarara, lalala lalala, tarara, después deposita la flor
en la tumba y se marcha. Un ritual que lleva repitiendo desde hace lustros.
Nadie
sabe cómo se llama ni qué conexión tiene con la moradora de esa tumba. Tan solo
se sabe que los restos que reposan debajo de la lápida son los de una joven que
falleció hace ya tantos años que ni del nombre tienen recuerdo pues el tiempo
se encargó de borrar hasta las letras que en su día en la piedra se grabaron.
Nadie
sabe que todo comenzó un mes de febrero de hace ya cincuenta años.
***
Dieter
acababa de llegar a España. Su rudimentario conocimiento del idioma español
había sido el mérito necesario para otorgarle un puesto en la embajada de su
país en Madrid. Fue allí descontento, España se le antojaba atrasada y
provinciana comparada con Alemania, pero se conformó pensando que solo sería un
escalón más en su prometedora carrera diplomática, que solo sería una estancia
provisional poco duradera.
Pero
el destino le tenía reservada una sorpresa y Dieter se quedó atado a la ciudad
como el preso que no abandona la celda a pesar de ver la puerta abierta.
Aquella noche de carnaval de 1853 fue el comienzo de su felicidad y de su
desdicha.
El
salón de baile del palacio de Gaviria relucía con las lámparas del techo. La
luz de los cientos de velas que iluminaban la estancia se reflejaba en el
cristal de las copas y en las joyas de las damas. Todo un despliegue de lujo y
esplendor que no consiguió impresionar al joven diplomático, más bien la velada
se presentaba aburrida.
Hasta
que ella apareció.
El
vestido negro de seda y la máscara del mismo color resaltaban el blanco de su
piel; su cara y sus brazos parecían de un mármol níveo. En el blanco rostro se
distinguían dos ojos negros como el azabache y en su mano derecha, destacando
entre los guantes de terciopelo morado, portaba una rosa blanca.
La
joven de la rosa dirigió una mirada ausente a los invitados del baile de
máscaras y finalmente sus ojos se detuvieron en Dieter. El alemán, que no había
podido dejar de observarla desde que hizo acto de presencia, quedó sorprendido
y enormemente dichoso al comprobar que la bella joven se dirigía hacia donde él
se encontraba.
Cuando
llegó a su altura la misteriosa mujer le dijo tenuemente y en un susurro:
—Sígame.
Dieter
fue tras ella como un autómata y la siguió hasta uno de los balcones. Allí, ella
le tomó la mano y le invitó a bailar el vals que en ese momento comenzaba a sonar.
Al ritmo del vals de las flores1 los dos jóvenes giraron en el
reducido espacio que la terraza les proporcionaba. Lalala lalala, tarara,
lalala lalala, tarara.
Tras
aquel vals sonaron otros y también los bailaron. Durante las dos horas más
dichosas y más felices de su vida, Dieter disfrutó de la compañía y de la
conversación de esa joven hermosa. Se sumergió en el pozo oscuro de unos negros
ojos que miraban sin ver; se dejó hipnotizar por una voz distante y fría, tan
fría como la blanca piel de su rostro y de sus brazos. Durante dos horas Dieter
se enamoró mecido por el compás de un vals, lalala lalala, tarara, lalala
lalala, tarara.
Pero
de repente, ella quiso regresar a su casa y no quería hacerlo sola, por eso le
pidió que la acompañara. Dieter, que aún
no estaba al corriente de los usos españoles, le preguntó si había venido en su
propio coche a lo que la dama le contestó:
—Mañana
tendré el coche más lujoso de todo Madrid. Pero esta noche quiero caminar por
las calles de mi ciudad.
—Es
una noche gélida, señorita –repuso Dieter– déjeme que vaya por mi abrigo y así
no pasará frío.
—Es
lo mismo. El frío se ha instalado en mí y ningún abrigo podrá ya quitármelo
jamás. Acompáñeme, por favor, y no se preocupe de nada más –fue la extraña
contestación que la joven le dio al diplomático.
Fue
así como los dos jóvenes salieron a la calle Arenal. El frío de febrero
penetraba en los huesos como puñales acerados y Dieter se estremeció bajo su fino
frac. Sin embargo, ella parecía inmune a las
gélidas temperaturas que a esas horas de la noche se hacían sentir.
—Le
estoy sumamente agradecida, caballero. No quería marcharme sin asistir por
última vez a un baile y gracias a usted mi sueño se ha visto cumplido. Pero
ahora tengo que regresar a mi morada pues mañana parto de viaje.
—Para
mí ha sido un auténtico placer, señorita. Sin embargo, no sé por qué se siente
tan alicaída. Habrá más noches de carnaval, y más bailes a los que acudir. Su
belleza y juventud le garantizan muchas parejas de baile, estoy seguro.
—Allá
donde voy no existe la música, ni la danza, y la belleza y la juventud no son
dones que de mucho valgan –contestó la joven sumiendo, una vez más, en la
confusión a Dieter.
Mientras
conversaban atravesaron la Puerta del Sol y siguieron por la calle Alcalá. Al
llegar a la iglesia de San José, la joven se detuvo e hizo ademán de entrar por
lo que Dieter le comentó:
—Es
un poco tarde para asistir a un oficio religioso ¿no cree?
En
su corta estancia en España, Dieter ya había tenido ocasión de conocer la
extrema religiosidad de sus habitantes, pero querer entrar en una iglesia
pasada la medianoche se le antojó, incluso para una española, un capricho excéntrico.
Sin
embargo, ella empezó a subir la escalinata que conducía al interior del templo,
haciendo caso omiso al comentario de su acompañante. Dieter la sujetó por el
brazo y entonces la joven le contestó:
—Aquí
está mi habitación y aquí vendrán a buscarme para realizar el viaje mañana.
¿Quiere conocer el lugar donde dormiré antes de mi partida?
Dieter
sintió cómo un escalofrío recorría todo su cuerpo, pero asustado e intrigado a
partes iguales por las palabras de su acompañante no pudo evitar seguirla al
interior de la iglesia.
A
la tenue luz de unas pocas velas encendidas recorrieron el templo y cuando
estaban llegando al altar, el alemán distinguió la silueta de un ataúd. Fue
entonces cuando ella balbució con un hilo de voz:
—Aquí
está mi último lecho.
En
ese instante Dieter salió del estado de estupor en el que se encontraba y
despavorido huyó de aquel lugar. Una vez
fuera, en la calle, se dio cuenta de que llevaba en la mano la rosa blanca que
en el baile portaba la joven.
Al
día siguiente, Dieter se despertó con los sentidos embotados y el ánimo
alterado. Recordaba lo vivido la noche anterior y el terror que sintió al final
de la velada, se encontraba muy confuso y se tranquilizó pensando que todo
había sido fruto de una pesadilla causada por el alcohol ingerido en el baile
de máscaras. Sin embargo, el malestar que notaba no se parecía a otras resacas
vividas y además, no podía quitarse del pensamiento una musiquilla que le
martilleaba machaconamente la cabeza: lalala lalala, tarara, lalala lalala,
tarara.
Empezó
a dudar de que todo hubiera sido un sueño cuando alarmado vio sobre una de las
sillas de su habitación una rosa blanca. Para darse sosiego decidió acercarse a
la iglesia de donde salió huyendo en su, ya no tan segura, ensoñación y sin ser
consciente de ello recogió la rosa que sobre la silla estaba.
Según
se aproximaba al templo escuchó tañer las campanas del mismo. Tocaban a muerto.
Un lujoso coche fúnebre, con cuatro caballos negros enjaezados con plumas del
mismo color, se encontraba delante de la puerta de la iglesia de San José. A
medida que se acercaba, Dieter comenzó a sentir una fuerte opresión en el
pecho.
Decidió
entrar en el templo y a los pies del altar estaba el mismo ataúd que tanto
pavor le había provocado unas horas antes. Cuando, con el corazón
martilleándole el pecho frenéticamente, el joven diplomático se acercó, pudo
comprobar que en el interior del féretro yacía la joven con la que estuvo bailando
la noche anterior. Iba ataviada con el mismo vestido de seda negro y los
guantes de terciopelo morado, la misma piel marmórea adornaba su bello rostro.
Con la visión nublada por las lágrimas, Dieter depositó la rosa blanca entre
las manos de aquella hermosa joven mientras, ante la extrañeza de los allí
reunidos, comenzó a tararear un vals: lalala lalala, tarara, lalala lalala,
tarara.
***
Hoy
Dieter acude fiel a la tumba de su amada, como lo lleva haciendo desde hace
media centuria. No ha faltado ni un solo martes a su cita. Le lleva una rosa
blanca, porque esa flor es su preferida y tararea el vals de las flores, lalala
lalala, tarara, lalala lalala, tarara. Sabe que los asiduos del cementerio le
llaman el loco de la rosa, pero eso le da igual. Él no está loco, él está
enamorado. Enamorado de una blanca piel, de unos ojos negros y de un grácil
cuerpo que baila al son de un vals.
Hoy
Dieter se siente especialmente cansado, le ha costado mucho esfuerzo acercarse
al cementerio para saludar a su amor y cuando llega a la tumba, después de
depositar la rosa, se recuesta sobre la lápida para descansar un poco.
Cuando
el vigilante lo encuentra al día siguiente, Dieter está frío como el mármol de
la lápida sobre la que reposa, la expresión de su rostro es tan serena que se
diría que está dormido, tan solo la lividez de su piel desmiente esa impresión.
El guarda toca el silbato para dar la voz de alarma a su compañero, varios
visitantes se acercan a comprobar qué pasa y todos ellos se miran extrañados pues
del interior de la tumba donde está tendido el loco de la rosa sale una voz que
tararea lo que parece un vals.
***
Dicen
que en las noches gélidas de febrero, cuando se acercan los días de carnaval,
en una tumba olvidada del cementerio de San Isidro, el aire huele a rosas y se
ven las siluetas de un hombre y una mujer vestidos de época bailando un vals.
Lalala lalala, tarara, lalala lalala, tarara.
Madrid,
noviembre de 2017.