Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

28 de octubre de 2018

"Días sin hambre" - Delphine de Vigan


Treinta y cinco grados de temperatura, ocho de tensión, amenorrea, alteraciones del sistema piloso, escaras, bajada de pulsaciones y de la tensión arterial. Nos hallamos ante todos los síntomas de la desnutrición”.

Esta es la acertada descripción de los resultados de la anorexia y que se encuentra en esta novela-testimonio, porque el libro que hoy me ocupa es eso, el testimonio de alguien que ha padecido esa terrible enfermedad. No sé hasta qué punto poner en pasado ese “padecer” se ajusta a la realidad, pues la mayoría de las enfermedades mentales –y la anorexia es una de ellas– no suelen curarse por completo ya que necesitan supervisión para siempre.

Delphine de Vigan narra todo el proceso de una anoréxica que se enfrenta a su enfermedad, con todas sus fases. Desde la primera, la más difícil, que es reconocer que se está enferma, hasta una de las últimas, la de querer curarse.

La protagonista, Laurie, cuando se ve al borde de la muerte reconoce su problema e intenta resolverlo ingresando en un hospital. Ella nos irá contando su día a día en ese hospital que se convierte en un refugio, el único lugar en el que se siente a salvo y donde el personal sanitario la cuida creando en ella una dependencia emocional que asegura, a su vez, que pueda seguir el tratamiento y conseguir la mejoría.

Intercalado con esta estancia hospitalaria nos relata también, y con cuentagotas, la historia de su vida, lo que hay detrás de esa enfermedad: una madre depresiva, un padre destructivo, una carencia absoluta de afecto que hacen de Laurie un ser indefenso y vulnerable. Este escenario puede ser la posible causa de su afección, aunque, en realidad, nunca se sabe qué mecanismos elige el cerebro para defenderse de un entorno hostil y hasta qué punto esa defensa se convierte en el peor remedio para escapar.

La larga y penosa estancia en el hospital se describe francamente bien, con mucho detalle, y también todo lo que implica esa larga permanencia allí: el vínculo afectivo con el personal sanitario y con el resto de los enfermos de las habitaciones vecinas. A destacar, a este respecto, la descripción de cómo para cada paciente su enfermedad es más grave que las de los demás; el instinto de supervivencia, o el egoísmo innato en el ser humano, quién sabe, hace que lo único importante para cada enfermo sea su propia curación. Así, una enferma terminal de cáncer le reprocha a Laurie que si no se cura es porque no quiere, tan solo tiene que comer, mientras que ella no puede sanarse porque la quimioterapia no está surtiendo efecto.

Laurie también nos cuenta muy bien los diferentes estados anímicos por los que pasa, desde el escepticismo y la derrota hasta el miedo a curarse. O el rechazo de que la quieran por inspirar lástima, o el temor a vivir si consigue superar la enfermedad. Sentimientos estos incomprensibles para quienes no padecemos una enfermedad mental.

Según he podido averiguar, lo que se relata es la propia experiencia de la escritora y es lo que da valor a este testimonio, que está escrito desde el centro mismo del huracán. Nada de documentarse o de conocer a alguien, es la autora quien padeció (¿aún padece?) la enfermedad. Esto le da, para mí,  un gran valor. Un gran valor y el único, porque he de resaltar que la forma de contarlo no me gustó.

La narrativa me resultó engorrosa, con expresiones tan retorcidas que me llegué a preguntar si no sería cosa de mi ejemplar donde el traductor se había fumado algo. Me encontré con frases rimbombantes que sonaban muy bien, pero que al desmenuzarlas para desentrañar qué querían decir yo no entendía el significado, me parecían muy elaboradas pero vacías de contenido. Por ejemplo, en un momento dado se puede leer la expresión “una coma sedienta” ¿qué es una coma sedienta? Otorgar un estado fisiológico a un signo ortográfico puede ser una alegoría, es posible, pero yo no se la encontré.

Otros frases que me resultaron ininteligibles:

“Inmensa vacuidad que apenas refleja el eco de su sufrimiento.”
 “Notaba espesarse su congoja en el aire”

Quizás esta forma de narrar fue la responsable de que no sintiera ninguna empatía, ni siquiera lástima por Laurie; lo vi todo desde lejos, como quien asiste a un documental. O puede que la responsable de esto solo fuera yo que soy una insensible.

A pesar de todo, el tema que se trata me ha resultado muy interesante. Los trastornos alimentarios se están convirtiendo en un grave problema de salud pública; la distorsión de la realidad que padecen los afectados se basa en alteraciones neurológicas que aún no están bien definidas. La anorexia es una de las enfermedades que más incidencia tiene en la población adolescente convirtiéndose en una auténtica lacra que, además, se muestra muy difícil de combatir.

He leído bastantes reseñas de esta novela y todas llenas de alabanzas hacia el libro, sin embargo, no comparto el entusiasmo por esta escritora. Anteriormente a “Días sin hambre” leí de De Vigan, “No y yo” y no fue de mi agrado, en aquella ocasión tampoco empaticé con los personajes y la narración llena de frases cortas me hizo creer que estaba leyendo un telegrama en lugar de una novela.

No es la primera vez –me temo que no será la última– que nado a contracorriente y bien que lo siento (que sea habitual en mí opinar distinto a la mayoría no quiere decir que me guste). Cuando me ocurre esto me pregunto si yo también padezco alguna alteración neurológica, algún trastorno de tipo literario que me hace percibir la lectura de manera distorsionada.








23 de octubre de 2018

El jardín



Vanidad se dirigió a la sala de reuniones que estaba en el sótano de la casa. Una sala mal iluminada y peor ventilada, pero era el único lugar donde podían sentarse todos los vecinos. Alrededor de una larga tabla apoyada sobre dos caballetes se encontraban varias sillas de diferentes procedencias y calidades.

Miró el reloj y comprobó que solo faltaban cinco minutos para la reunión. Ella era la única que había llegado. Como presidenta de la comunidad se sentó en la cabecera de la tosca mesa y empezó a tamborilear con los dedos en el reposabrazos de su silla de plástico.

La siguiente en llegar fue doña Raciocinio, la vecina del quinto A, vestida con un traje de chaqueta gris y portando un maletín de cuero negro se sentó en el lado opuesto a Vanidad. Imposible saber su postura ante la propuesta de ese día, esa mujer era inescrutable, siempre seria, siempre circunspecta y siempre dando lecciones de sensatez. Vanidad sabía que si la convencía para que apoyara su proyecto tendría la mitad de la batalla ganada, doña Raciocinio era apreciada por el resto de los propietarios que siempre tenían en alta consideración sus opiniones.

Poco a poco, fueron llegando los demás vecinos. Don Avaro entró encorvado sobre su bastón, con paso vacilante se sentó a la izquierda de Vanidad, al mismo tiempo que le dedicaba una de sus miradas recelosas. Junto a don Avaro se sentó Desidia, vestida con un chándal raído y descolorido, al lado de ésta se sentó don Triste; ese hombre del segundo C, de rostro ceniciento y con unos ojos que parecían siempre a punto de echarse a llorar, deprimía mucho a Vanidad. Al lado de Triste, y tras probar a sentarse en dos sitios diferentes, se acomodó don Dudas, el vecino del cuarto B.

Ilusión llegó tarareando, nada más entrar se quitó los auriculares y se sentó en la silla que le indicó Vanidad, la que estaba a su derecha. Ensoñación fue la última en llegar, con aire distraído y como si no estuviera segura de dónde se hallaba se sentó al lado de Ilusión. Vanidad no se fiaba de esa muchacha, era muy joven pero ya se había emancipado y vivía de pintar caricaturas a los turistas en una plaza céntrica; siempre estaba en las nubes y Vanidad creía firmemente que ese aire ausente se debía a las drogas que seguro consumía.

 Solo faltaba la propietaria del tercero B, pero ya iban con retraso y Vanidad decidió empezar la junta.

—Bien, como todos saben hoy solo hay un punto a debatir. Acondicionar la entrada al edificio. En el proyecto, que previamente les entregué en sus respectivos buzones, se ve un boceto de lo que sería dicha entrada. Consta de un jardín a ambos lados de un pasillo con losetas que llega hasta el portal.

—No sé a qué viene ahora poner eso, la entrada lleva así cuarenta años —respondió Desidia.

—Pero siempre que llueve ese trozo sin pavimentar se enfanga y queda todo hecho un lodazal —replicó Vanidad.

—Es cierto —contestó doña Raciocinio— pero para eso se puso el felpudo en el portal.

—Ese felpudo no es suficiente y estéticamente es muy feo. El lugar por donde uno accede a su casa es lo primero que ven las visitas, ahí comienza el visitante su escrutinio particular —contraatacó.
 
—Yo no recibo nunca visitas —dijo tímidamente y cabizbajo Triste.

—Es un gasto inútil que no viene a cuento. Unas buenas botas cuando llueve es lo que hay que llevar y dejarse de tonterías —respondió don Avaro con el ceño fruncido.

—¿Y si ponemos un felpudo más grande, con un estampado de flores? Yo podría pintarlas, no cobraría nada —dijo Ensoñación.

—Mira, bonita. Esto no es un hotel de turistas a los que se les camela con cualquier cosa pintarrajeada —dijo Vanidad.

Ilusión intervino dando un bote en la silla y acodándose en la mesa.

—Yo prefiero las flores de verdad, un jardín lleno de rosas, peonías, margaritas, azucenas, hortensias…

Antes de que Ilusión recitara todos sus conocimientos de botánica, Desidia intervino.

—Pero ese jardín habrá que cuidarlo. No tendremos que hacerlo los vecinos ¿verdad? Yo paso.

—Vendría un jardinero una vez por semana, está señalado en el proyecto que introduje en los buzones —replicó Vanidad.

—¡Más gastos! —contestó don Avaro.

—¿Y si en lugar de un jardín pavimentamos toda la entrada? No habría que gastar en jardineros —dijo doña Raciocinio.

—Oh, pero un jardín es mucho más alegre, con flores bonitas de colores —respondió Ilusión.

—Y además da más categoría a la finca —añadió Vanidad.

—A mí las flores me dan alergia —dijo Triste.

Dudas intervino por primera vez.

—El pavimentar todo es muy práctico y más barato a la larga. Pero un jardín es más llamativo, en verano da frescor, aunque el polen puede ser perjudicial para algunos y la humedad también.

—Entonces, ¿está a favor del jardín o en contra? —dijo Vanidad.

—No. Bueno, sí. Esto… no sé.

Doña Raciocinio, tras mirar la pantalla de su teléfono móvil, se acodó en el remedo de mesa y dijo:

—Deberíamos hacer una votación ya. El proyecto y los costes están muy claros en la documentación que la presidenta nos ha entregado, así que poco hay que discutir. Que cada uno manifieste su postura. A favor o en contra.

—Pero deberíamos decidir también qué flores se ponen —protestó Ilusión.

—Primero hay que ver si nos gastamos un dineral en poner un jardín absurdo —replicó don Avaro.

—A mí me da igual —dijo Desidia.

Tras esta intervención, Vanidad comenzó a protestar, pero Ensoñación también habló, don Avaro comenzó a dar golpes en el suelo con su bastón, Dudas no sabía si levantarse e irse o esperar, y Triste se encogió sollozando en su silla.

En medio del alboroto, la vecina ausente del tercero B hizo acto de presencia. Se llamaba Cruda Realidad, pero todos la conocían por doña Real.

Doña Real llevaba en la mano una carta y entró sofocada.

—Hola, doña Real. Llega tarde, estábamos a punto de votar lo del jardín —la recibió doña Raciocinio.

—Pues he llegado a tiempo. No hay votación que valga.

—¿Por qué dice eso? —preguntó alarmada Vanidad.

—Traigo una notificación del ayuntamiento. El terreno delante del portal de la casa no es nuestro, pertenece al municipio.

—Mejor, entonces que se encarguen ellos de arreglarlo —contestó Raciocinio.

—No pueden. Es muy caro y no tienen dinero.






NOTA: Este relato responde a un ejercicio para practicar la metáfora de situación. Había que escribir un texto simbólico pero también concreto. La historia debía desarrollarse en espacios simbólicos y con una ambientación donde el lector vea claramente una doble intención. Los personajes debían tener nombres simbólicos y llevar ropas que los representaran, al mismo tiempo sus acciones debían conllevar una segunda lectura manifiesta.
Personalmente, no me gusta ser tan explícita en mis relatos pero quise seguir las instrucciones de la profesora al pie de la letra y hacer los deberes bien.



17 de octubre de 2018

"14" - Jean Echenoz


Anthime, Padioleau, Bossis y Arcenel son cuatro amigos que viven en la Vendée, una región del oeste de Francia. Tienen profesiones muy diversas -uno de ellos es guarnicionero, otro es contable, otro carnicero y otro matarife- pero comparten una afición común: la pesca. También son amigos de charlar durante horas delante de unos buenos cafés. Lo comparten todo, los buenos momentos y los malos. Comparten hasta el reclutamiento para ir a filas. La Gran Guerra ha comenzado y a ellos les toca ir al frente. A este grupo se añade un quinto componente, Charles, el hermano de Anthime.

A la Primera Guerra Mundial en su momento se la llamó la Gran Guerra pues, evidentemente, aún no se sabía que veinte años después se repetiría el mismo horror y habría una segunda conflagración mundial.

Los cuatro compañeros de pesca tienen que ir a primera línea de combate: “salieron de Nantes el sábado a las seis de la mañana y llegaron a las Ardenas el lunes a última hora de la tarde”. En aquel frente de las Ardenas los cuatro amigos sufrirán una realidad que ni siquiera los oficiales más experimentados podrían haber imaginado. Nadie les avisó que el avance de su ejército hacia el enemigo se vería bloqueado en una línea que iba desde Suiza hasta el mar del Norte, dejando de moverse para quedarse empantanados en una red de trincheras que llegaron a tener una extensión de diez mil kilómetros.

La Primera Guerra Mundial fue el laboratorio en el que se experimentaron diferentes maneras de luchar, pero también fue la muestra evidente de un gran error de cálculo, donde el enemigo se presentó con múltiples formas dando lugar a lo que el propio autor califica de “suicidio europeo”.

El primer error de cálculo se dio cuando los expertos estimaron que aquella conflagración duraría muy poco. “Un asunto de quince días” llegaron a decir los periódicos, pero cuando los cuatro jóvenes llevan tres meses en el frente empiezan a sospechar que la cosa va para largo (los quince días en realidad fueron mil quinientos sesenta y siete).

Otro error de cálculo fue la mala dotación en los uniformes de los soldados. Las botas se agujereaban con facilidad y no soportaban demasiadas marchas, aunque al estar bloqueados lo de andar no era lo más preocupante. Mucho más problemáticos fueron los cascos, se resbalaban constantemente y producían migrañas, solo eran buenos para cocer huevos o como platos soperos. En este caso, los responsables tomaron nota y rectificaron. Los primeros cascos se cambiaron por otros más cómodos y de un azul brillante, tan brillante que relucían con los rayos del sol y convertían a quienes los llevaban en un blanco fácil para el enemigo que estaba en la trinchera de enfrente.

No calibrar que en una guerra hay más enemigos que los que portan armas fue otro error más a la hora de calcular el peligro. Las balas y los obuses mataban, pero también lo hacían las enfermedades infecciosas que se instalaban como vecinos molestos entre los charcos de inmundicia de las trincheras anegadas por el agua o la sangre de compañeros alcanzados por una granada lanzada con puntería. Otro enemigo adicional era el barro que se formaba cuando la lluvia venía a visitar un ejército estancado en una telaraña de zanjas que obligaba a vivir semiencogido para no ser la diana de un disparador atento.  

Pensar que era más seguro combatir en un avión que a pie de trinchera en tierra fue otro gran error de previsión. Resulta que en aquella guerra la batalla aérea tuvo un papel relevante con los primeros aviones de combate de la Historia tras descubrir que aquellos aeroplanos no solo podían hacer labores de rastreo sino que podían aportar su granito de arena destructivo con el simple hecho de poner armas en ellos y a alguien que las disparara. Quien se alistó en las fuerzas aéreas creyendo que su situación era menos arriesgada que en la infantería se equivocó de medio a medio.

En esta corta novela, Echenoz nos cuenta de manera sencilla, pero sin un ápice de compasión, los estragos de una de las guerras más crueles de la Era Moderna y que sería el escenario para probar nuevas formas de matar como la utilización de gases venenosos o el empleo de los recién inventados tanques.

Pero Echenoz no solo se limita a contarnos la crueldad en el frente sino también la guerra que se libra entre la población civil compuesta por mujeres, chiquillos y ancianos “cuyos pasos por las ciudades semivacías suenan a hueco en un traje demasiado holgado”. Cuando la población no apta para el combate cae en la cuenta de que aquello está durando más de quince días tienen que asumir tareas diferentes a las que realizaban en tiempos de paz. Las mujeres trabajan en las fábricas y los niños pequeños realizan los trabajos que deberían hacer sus hermanos mayores pero que están ocupados en matar enemigos en el frente (y/o en que los maten a ellos); estos niños, a su vez, son relevados por sus hermanos menores cuando ellos mismos alcanzan la edad para matar (y ser muertos).

El autor también nos habla de otro tipo de participantes en una guerra: los animales. Unos cumplen su función como alimento, tanto si son domésticos como silvestres, dentro de estos, algunos"ascienden" de categoría, se trata de los animales marginales como el topo, el erizo o el zorro, indeseados antes de la guerra pero aptos para el consumo cuando escasea el rancho. Otros animales son combatientes también pues son útiles desde un punto de vista bélico, en esta categoría se encuentran los perros, los caballos y las palomas. Por último, hay otro tipo de animales considerados enemigos a los que hay que exterminar como si de un adversario más se tratara, en este grupo se encuentran los piojos y las ratas. 

Durante toda la lectura, Echenoz hace gala de un humor mordaz. Con cruel sarcasmo nos habla también de las heridas que un soldado puede sufrir en un combate dependiendo de la “suerte” al ser atacado. Ser malherido y quedar con secuelas irreversibles es motivo de felicitación, y de envidia, por parte de los compañeros del “desafortunado” soldado, pues esa herida es el billete de vuelta a casa. Uno de los protagonistas pierde un brazo (no desvelaré quién para no destripar demasiado el argumento) y regresa al hogar con dos imperdibles, ‘uno sujeta una medalla al mérito y el otro sujeta una de las mangas de su uniforme’. Sufre algunos inconvenientes como no poder comer plátanos o ser más torpe con los naipes que los camaradas que se quedaron sin piernas, aunque menos inepto que los que se quedaron ciegos por el gas mostaza.

Desde luego, a Echenoz en esta novela ironía no le falta, y denuncia tampoco.

Pero la Primera Guerra Mundial también fue la causante de otros inventos no tan crueles. Por ejemplo, Cartier inventó el reloj de pulsera para que un amigo suyo aviador pudiera ver la hora, ya que sacar un reloj de bolsillo pilotando un avión en plena refriega aérea era incómodo y arriesgado. A veces de las situaciones más peregrinas salen las ideas más pragmáticas.

El único punto negativo que le doy a esta pequeña joya es el final brusco. La historia se termina de repente y en un par de frases se resuelve el destino de los personajes, algo que me dejó descolocada y con la sensación de que a la trama le faltaba por lo menos un par de páginas.

No obstante, siempre es recomendable leer a Jean Echenoz. A este autor lo conocí con “Relámpagos” y en aquella obra quedé prendada de su narrativa y de su protagonista (Nikola Tesla). La manera tan mordaz de contar las cosas y su hiriente humor negro son cualidades que me animan a leerlo.





12 de octubre de 2018

"Los perros duros no bailan" - Arturo Pérez-Reverte


Teo y Boris ‘el Guapo’ han desaparecido. Entre sus amigos se especula qué puede haber pasado y uno de ellos, apodado ‘El Negro’, un ex-campeón de lucha ya retirado de las peleas, decide indagar e ir en su busca. Tras interrogar a varios testigos que vieron a Teo y a Boris antes de desaparecer, el Negro da con sus paraderos, pero conseguir liberarlos del lugar donde se encuentran resultará una tarea difícil y peligrosa.

Según esta pequeña sinopsis la última novela de Pérez-Reverte se podría considerar policíaca (por lo de las pesquisas y eso), y no sería desacertado. Pero hay un elemento que hace de esta historia algo más que un novela de este género, y es que los protagonistas no son humanos: son perros.

Teo es un teckel, Boris un lebrel ruso y el Negro una mezcla de mastín español y fila brasileño. Mientras Teo tiene como dueña a un apacible viejita y Boris pertenece a una familia adinerada que le cuida y mima con visitas asiduas al veterinario y a peluquerías caninas, el Negro vive en la calle por su pasado cruel y triste como luchador, las cosas no le fueron muy bien pero es un tipo duro, o mejor dicho, es un perro duro.

Con estas premisas se inicia una aventura original con tintes de novela negra y cierto humor.

A través de las pesquisas del Negro para averiguar dónde se encuentra su amigo Teo nos sumergimos en el submundo de las peleas de perros. Un mundo despiadado donde solo hay dos alternativas para los que las protagonizan: matar o morir. Cual si fueran gladiadores se cuenta detalladamente en qué consiste la vida de esos pobres animales cuando son elegidos para este menester.

Con crudeza y sin paliativos se nos muestra la sanguinaria afición de apostar y disfrutar con el espectáculo de ver a dos animales destrozarse a dentelladas. No sé si el autor ha estado presente en alguna sesión de tan lamentable pasatiempo, pero desde luego uno se siente, incómodamente en mi caso, espectador de primera fila por lo bien que lo describe.

Además, dar voz a las víctimas hace que la historia llegue más al corazoncito de quienes no nos divertimos con el sufrimiento de un ser vivo (sea el ser vivo irracional o no, y estoy pensando también en los combates de boxeo).

He leído bastantes reseñas sobre este libro y en casi todas ellas se destaca un punto negativo por lo políticamente incorrecto de algunos pasajes. En concreto, hay un capítulo titulado “Los perros somos machistas” y algunos han querido ver ahí una apología del machismo. No soy para nada defensora de quienes se creen superiores por ser machos, pero creo que las críticas son excesivas, aunque es cierto que algunas frases son bastante desafortunadas, como cuando un perro dice que es machista “a mucha honra”. O cuando se dice “las perras prefieren los golfos a los caballeros”, claro, que como se refiere a las perras en el sentido literal, o sea, las caninas, pues no sé cómo piensan esas criaturas, pero creo que si lo que se quiere es extrapolar a las mujeres (sin entrar en el concepto ‘perra’ en el sentido figurado porque me llevaría mucho tiempo y mala baba), me atrevería a decirle al autor que vive anclado en un mundo paralelo que nada tiene que ver con la realidad femenina, al menos la realidad en la que vivimos la mayoría de las féminas. Yo prefiero un caballero mil veces antes que a un golfo; me considero lo suficientemente inteligente para ver las ventajas de esta preferencia y sé que la mayoría de mis congéneres tienen esa misma inteligencia. Por favor, dejemos los clichés manidos y obsoletos.

No obstante, y sin entrar en polémica en la postura ante este tema por parte del autor, yo creo que se han cargado demasiado las tintas en ello y tampoco es para tanto. Además, para polemizar ya se basta y sobra el propio Pérez-Reverte, que él solito ya sabe hacerse enemigos por todas partes.

Para mí hay otros puntos negativos en esta obra, sin necesidad de meterse en camisa de once varas. Por ejemplo, cae en errores cuando intenta expresarse como si fuera un perro. En algún momento, el protagonista perruno llega a comentar que no entiende lo que dicen los humanos pero sí sabe lo que piensan por sus actitudes; también comenta que se entera de lo que pasa viendo las fotos en los periódicos o las imágenes en la televisión. Todo esto llega a crear situaciones algo increíbles y que denotan lo difícil que es ponerse en la piel de un perro sin que se note que detrás está un humano. Me explico: en un pasaje se dice “olía a testosterona y adrenalina, o a lo que diablos olamos los perros machos cuando enseñamos los dientes”. Esta ignorancia odorífera es comprensible, lo que no se comprende es cómo un perro sabe de hormonas. En otro pasaje se hace un símil con el gladiador Espartaco y yo me pregunto cómo saben de la existencia de ese personaje, aunque cabe la posibilidad de que vieran en la tele la película de Kirk Douglas o la serie de TV "Spartacus". No sé, creo que la cosa no se sostiene en algunos momentos.

Otro factor que me ha lastrado la lectura ha sido la gran cantidad de razas perrunas que se citan. En honor a la verdad, este problema solo es responsabilidad mía y no del autor.  La única cultura canina que poseo se limita a lo que aprendí viendo “Lassie”, “Rin Tin Tin” y “101 dálmatas” por lo que suelo confundir un caniche con un pomerania y eso se traduce en que si tengo problemas con estas razas tan habituales, cuando me hablan de ‘teckel’, ‘borzoi’, ‘boyera de Flandes’ (aluciné con este nombre), ‘sabueso rodesiano’ o ‘setter irlandés’, es como si me hablaran de las piezas de un motor de avión, es decir, no me entero de nada.

Debido a esta mi ignorancia perruna hube de acudir a las imágenes de Google para hacerme una idea de los personajes que por la novela pululan, de manera que creo invertí más tiempo en esas búsquedas que en la propia lectura de la novela.

De todas formas, la novela tiene algunos pasajes muy buenos. Hay un par de situaciones realmente cómicas que me hicieron soltar carcajadas y en un capítulo se reflexiona, muy someramente, sobre la vida acomodada y lo fácil que es doblegarse a cambio de un plato de comida. Pero con todo y con eso, la novela me decepcionó. Es muy corta, poco más de cien páginas, y la historia es simple y poco trabajada, con un final predecible y algo ñoño.

Esta es una novela más del Pérez-Reverte que no me gusta: un Pérez-Reverte descafeinado que escribe una novela de poca envergadura y que se embolsa sus dineritos (supongo) por un trabajo de un par de meses (supongo). Cuando leo este tipo de obras es cuando echo de menos al Pérez-Reverte que me enamora, el que escribe novelas como ‘Hombres buenos’ o ‘El asedio’, historias trabajadas, con un argumento complejo y con personajes con muchos matices y no el sempiterno ‘tipo duro con una historia triste detrás’ como sería el caso del protagonista de esta mini-novela, el Negro.

Esta ya es la tercera novela en la que me encuentro a ese Pérez-Reverte no deseado (las dos anteriores fueron Falcó y Eva). Supongo que será cuestión de esperar y algún día llegará la obra que, al igual que me pasó con ‘Hombres buenos’, me reconcilie con este autor y me vuelva a enamorar. El que la persigue, la consigue.



6 de octubre de 2018

"Y al otro lado está el mar" - Varios autores


Los que por el blog me seguís habitualmente sabéis que no soy demasiado entusiasta de los libros de relatos pero, como en todo, siempre hay excepciones.

Hace varios meses reseñé dos libros con este formato que me gustaron mucho, “Irreal como la vida misma” y “Los demonios exteriores”. Estos son buenos ejemplos de que no se puede generalizar cuando se habla sobre si nos gusta o no un género. Además, estos dos casos tenían un valor añadido porque sus autores son personas conocidas por mí. Tanto a Josep Mª Panadès como a David Rubio los conozco por interactuar con ellos en la blogosfera (a Josep Mª también he tenido la suerte de conocerlo en persona) y eso da una proximidad que convierte la lectura en algo más que un simple contacto donde un lector se sumerge en una historia contada por un escritor.

El libro de relatos que hoy traigo también es especial por un motivo muy parecido al citado. No conozco a todos los autores, pero sí a algunos con los que he compartido varias horas comentando y analizando relatos nacidos de sus plumas.

Y al otro lado está el mar” es una antología de relatos de los alumnos de la Escuela de Escritores. En esta recopilación hay textos para todos los gustos y de todas las procedencias pues hay bastantes hispanoamericanos. Hay historias de amor, de desamor, de aventura, dramáticas, humorísticas e incluso poemas. Pero dentro de esta gran diversidad hay un denominador común que las caracteriza a todas ellas: la ilusión por escribir.

Esta antología es el resultado del esfuerzo de escritores en ciernes que quieren aprender, que quieren mejorar su estilo cuando de contar historias se trata. Los alumnos de la escuela, gracias  a la ayuda de sus profesores, y también de sus compañeros, han aprendido a contar sus historias de la mejor manera, de una forma que sea más comprensible para sus lectores y en el proceso han dejado en cada renglón de sus relatos un poquito de ellos mismos.

Son muchos los relatos que en el libro aparecen y no voy a comentarlos todos, como es natural. Pero sí haré hincapié en algunos.

Por ejemplo, ‘El elefantito plateado’ de Roberto Amelivia, un relato sobre uniones y separaciones, sobre amigos traidores y traicionados y con un estilo narrativo impecable cargado de ironía.

En ‘Propiedad de la infancia’, Daniel Egido nos cuenta la historia de dos niños que un día se olvidan la pelota en el jardín y con la imaginación propia de la niñez afrontan miedos propios y heredados. Una historia tierna y llena de moraleja.

En un mundo violento’ de Pedro Molino aborda sin tapujos el complicado mundo del bulling y las nefastas (e inesperadas) consecuencias que pueden acarrear las conductas de los abusadores.

Chico de Sal, Chica de Azúcar’ es una poética alegoría cargada de ternura salida de la pluma de Marina de Miguel que demuestra en este relato una gran sensibilidad.

Por último, comentaré un texto que me llamó mucho la atención porque aborda un género que a mí me encanta: el humor absurdo. El texto me gustó bastante pero me es difícil hablar de él. Se trata de ‘Viaja con nosotros’ y su autora es Paloma Celada. Antes he comentado que conocer al autor de un relato le da un valor añadido, pero también he comentado que siempre hay excepciones. Este caso sería una de esas excepciones. Conozco demasiado bien a la autora (o eso creo) y eso es un impedimento para comentar su texto. Solo puedo añadir que, independientemente de la calidad del mismo, en ese relato están volcados mucha ilusión y entusiasmo.

El relato de una servidora en letra impresa. ¡Alucinante!


Después de esta pequeña broma os contaré que estoy más contenta que unas castañuelas. Para alguien como yo, que se inicia en esto de escribir ficción, ver uno de tus textos en letra impresa en un libro, es una emoción difícil de describir. Seguramente este libro no será un bestseller y probablemente el círculo de lectores no irá mucho más allá de las amistades de los autores que participan en él, pero saber que una de tus historias está en un libro, de los de papel, me emociona (no quiero denostar ni mucho menos al formato digital, pero una ya tiene unos años y creció leyendo con el libro de toda la vida).

Además, en un gesto muy generoso, la Escuela de Escritores realizó una presentación del libro con todos los honores. Fue el pasado mes de junio en el Auditorio Centro del Palacio de Cibeles. En lugar tan emblemático y con la diosa Cibeles como recepcionista en la puerta yo me sentí una vip. La ceremonia fue conducida por un par de humoristas que de manera muy simpática hicieron participar a todo el público. Una antigua alumna de la escuela, Mariana Torres, que ya tiene varios libros publicados en su haber, se encargó de leer el prólogo del libro y que ella misma escribió. Al final hubo una actuación musical a cargo de Abraham Boba. No faltó de nada.

Invitación del evento

Algunos compañeros, en aquel evento, bromeamos e hicimos apuestas a ver quién sería el primero de nosotros en tener la presentación de su propio libro. Nunca digas de este agua no beberé, pero en mi caso lo veo difícil, aunque quién sabe. Si Belén Esteban va a la Feria del Libro a firmar ejemplares… yo creo que tengo el mismo derecho (y espero que mucha mejor calidad).

De momento, y mientras mi lanzamiento a la fama literaria se fragua, aquí queda la reseña del primer libro en el que participo, aunque sea de una manera tan fugaz (apenas dos páginas y media), pero menos da una piedra.

Diferentes momentos de la presentación del libro

Por otra parte, espero en breve poder reseñar otra antología donde también estaré y que me hace tanta o más ilusión que esta. Pero eso será dentro de unos meses, no adelantemos acontecimientos. Puede que entretanto me den el Planeta, aunque para eso creo que es necesario haber escrito una novela, algo que yo no cumplo (además de otros requisitos que no voy a detallar). No obstante, yo estoy ilusionada y cuando me ilusiono, me vengo arriba, y es entonces cuando creo que todo es posible. De hecho, quién me iba a decir a mí hace tan solo un año que hoy yo reseñaría un libro donde participo como escritora. ¡Qué vueltas da la vida!




NOTA: Para quienes no lo hayan leído, aquí está el enlace al texto elegido para formar parte de esta antología: 



Si alguien está interesado en adquirir un ejemplar solo tiene que pinchar en el siguiente enlace y rellenar el formulario correspondiente (ninguno de los autores obtenemos ganancias con su venta, la escuela lo ha editado sin ánimo de lucro y el precio se ajustó para cubrir los gastos de imprenta):

Petición de ejemplares "Y al otro lado está el mar"

1 de octubre de 2018

La promesa



Murieron juntos y cumplieron la promesa que se hicieron veinte años atrás.

Mientras llevaba a cuestas el cuerpo malherido de Manuel, Javier recordaba un pasaje de su infancia. En aquella escena Manuel y él hicieron un pacto de sangre, solo eran unos críos que soñaban con emular las aventuras de los libros que tanto les divertían a los dos.

A Manuel le gustaban mucho las historias de Emilio Salgari. Su favorita, ‘Los bandidos del Sahara’. Soñaba con enfrentarse a los temidos tuaregs en un mar de arena y demostrar su arrojo soportando el inclemente sol del desierto.

Por el contrario, a Javier le gustaba más Jack London. Las aventuras que se desarrollaban en el territorio inexplorado de Alaska le parecían fascinantes. Esos pioneros que se dirigían a lo desconocido afrontando los rigores de un clima hostil le encantaban. Soñaba con montarse en un trineo con varios huskies y cruzar el hielo en busca de aventuras.

—¡Tuaregs a la vista! Pongámonos al resguardo de aquella duna, si nos quedamos quietos puede que no nos vean con el reflejo del sol —decía Manuel mientras se escondía detrás de un banco del parque.

—¡Hay que hacer un refugio escarbando en la nieve! Con esta ventisca no podremos continuar la travesía —decía Javier a la vez que construía un remedo de tienda de campaña con su abrigo y la chaqueta de Manuel.

Entre risas, los dos amigos jugaban a vivir aventuras, en el desierto o en la nieve, pero siempre juntos y siempre divertidos.

A pesar del sol inclemente que en esos momentos castigaba a Javier, sonrió al recordar esa parte de su niñez. Miró de soslayo a Manuel que seguía inconsciente cargado en su hombro. Intentando no pensar en la fatiga que le estaba consumiendo y que le hacía trastabillar constantemente, Javier volvió a sus recuerdos, a aquel pacto de sangre.

La culpa fue de la señorita Adela.  En clase de Historia les había contado cómo Scott había fallecido en el intento de llegar el primero al polo sur y cómo, tras ver sucumbir a todos los miembros de su expedición, él había muerto también en la más absoluta soledad. Aquella historia les había impresionado mucho y los dos amigos lo comentaron tras salir del colegio, camino de sus casas.

—¿Te imaginas lo que debe de ser morir congelado? Dicen que el frío te hace dormir, que te vas quedando sin fuerzas hasta que el corazón se para porque la sangre se congela —dijo Javier.

—¿Cómo se va a congelar la sangre? Si va dentro del cuerpo.

—No sé. Lo que ha contado la señorita Adela de ese explorador inglés… Debe de ser muy triste morir solo en medio de tanta nieve ¿no?

—¿Solo? ¿No tendría ningún perro del trineo? —contestó Manuel con los ojos muy abiertos. La imagen de un hombre muerto rodeado de nieve le daba escalofríos.

—No lo sé. ¿Qué pensaría cuando se murió? La seño dijo que escribió un diario pero lo último del todo no lo contó.

—Si se le congeló la sangre no podría escribir al final —respondió Manuel aún estremecido.

—Yo no quiero morirme solo. Quiero estar con alguien, ¿y tú?

—¡Jo, macho! yo no pienso esas cosas, pero supongo que también.

Fue entonces cuando decidieron hacer un pacto de sangre y cuando se prometieron que morirían juntos. Tonterías de críos, se decía Javier siempre que rememoraba aquello. Aunque, esta vez, ya no le pareció tan descabellada aquella promesa y una sonrisa cínica se le dibujó en la cara porque la emboscada en Sarakhs había resultado una carnicería. El sargento Salazar y casi todos sus compañeros habían caído con el primer obús, tan solo el cabo Pellicer, Manuel y él pudieron salir del camión en llamas.

Pellicer, con más de la mitad del cuerpo quemado, solo sobrevivió una hora. Manuel tenía  una herida de metralla muy fea en el muslo que no paraba de sangrar. Recordando las clases de primeros auxilios que recibió antes de salir para Afganistán, Javier le hizo un torniquete y se lo cargó al hombro. Debía llegar al puesto de Bādgīs antes de que se hiciera de noche, y si los talibanes no les daban caza antes.

El avance era penoso, le hubiera gustado que Manuel estuviera consciente y le dijera cómo hacían los tuaregs para sobrevivir con ese sol abrasador del desierto. Después de ingresar en el ejército juntos, y tras las bromas de Manuel que le recordó que las misiones militares españolas no se realizaban nunca en Alaska ni en ningún polo, fueron destinados al lugar que más le gustaba a su amigo: el desierto. No se habían enfrentado a ningún temible tuareg, pero los insurgentes afganos eran igualmente temibles, y letales.

Agotado y exhausto, aprovechó la sombra minúscula que daba una roca para depositar a Manuel y poder recuperar el resuello. Cuando se sentó al lado de su amigo inconsciente, se tocó el hombro izquierdo y comprobó que la humedad en la espalda no era debida al sudor. Era sangre. Tenía una herida y sangraba profusamente. Entonces entendió que su debilidad no solo era producto del calor y del esfuerzo.

Se estaba haciendo de noche. Sabía que las temperaturas en ese lugar eran extremas y que el frío nocturno le haría perder las pocas fuerzas que aún le quedaban. El puesto estaba aún muy lejos. Imposible llegar. Imposible sobrevivir.

Sonriendo amargamente y aunque sabía que su amigo no le podía escuchar, le dijo.

—Manuel, parece que aquel juramento estúpido se va a cumplir. No hay nieve, pero el frío también es intenso y esta arena a ti te gusta más. No es el polo sur, pero…

Se abrazó al cuerpo de su camarada, en busca de calor y consuelo. La respiración de Manuel era arrítmica, luego se volvió muy rápida para cesar bruscamente.

Con la voz entrecortada, Javier le dijo al oído:

—He cumplido mi promesa, amigo. Y tú también.





NOTA
Aunque terminé el curso de escritura hace meses, este relato es un ejercicio del mismo. En esta ocasión había que empezar por el final. En el primer párrafo había que contar el final del relato. En un intento, vano en mi caso, de emular al gran García Márquez, había que contar el final de la historia pero manteniendo la intriga sobre el porqué de ese final. Una vez más, hice lo que pude.





Hada verde:Cursores
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