“Treinta y
cinco grados de temperatura, ocho de tensión, amenorrea, alteraciones del
sistema piloso, escaras, bajada de pulsaciones y de la tensión arterial. Nos
hallamos ante todos los síntomas de la desnutrición”.
Esta es la
acertada descripción de los resultados de la anorexia y que se encuentra en
esta novela-testimonio, porque el libro que hoy me ocupa es eso, el testimonio
de alguien que ha padecido esa terrible enfermedad. No sé hasta qué punto poner
en pasado ese “padecer” se ajusta a la realidad, pues la mayoría de las
enfermedades mentales –y la anorexia es una de ellas– no suelen curarse por
completo ya que necesitan supervisión para siempre.
Delphine de Vigan narra todo el proceso de una anoréxica que se enfrenta a su
enfermedad, con todas sus fases. Desde la primera, la más difícil, que es
reconocer que se está enferma, hasta una de las últimas, la de querer curarse.
La
protagonista, Laurie, cuando se ve al borde de la muerte reconoce su problema e
intenta resolverlo ingresando en un hospital. Ella nos irá contando su día a
día en ese hospital que se convierte en un refugio, el único lugar en el que se
siente a salvo y donde el personal sanitario la cuida creando en ella una
dependencia emocional que asegura, a su vez, que pueda seguir el tratamiento y
conseguir la mejoría.
Intercalado con
esta estancia hospitalaria nos relata también, y con cuentagotas, la historia
de su vida, lo que hay detrás de esa enfermedad: una madre depresiva, un padre
destructivo, una carencia absoluta de afecto que hacen de Laurie un ser
indefenso y vulnerable. Este escenario puede ser la posible causa de su
afección, aunque, en realidad, nunca se sabe qué mecanismos elige el cerebro
para defenderse de un entorno hostil y hasta qué punto esa defensa se convierte
en el peor remedio para escapar.
La larga y
penosa estancia en el hospital se describe francamente bien, con mucho detalle,
y también todo lo que implica esa larga permanencia allí: el vínculo afectivo
con el personal sanitario y con el resto de los enfermos de las habitaciones
vecinas. A destacar, a este respecto, la descripción de cómo para cada paciente
su enfermedad es más grave que las de los demás; el instinto de supervivencia,
o el egoísmo innato en el ser humano, quién sabe, hace que lo único importante
para cada enfermo sea su propia curación. Así, una enferma terminal de cáncer
le reprocha a Laurie que si no se cura es porque no quiere, tan solo tiene que
comer, mientras que ella no puede sanarse porque la quimioterapia no está
surtiendo efecto.
Laurie también
nos cuenta muy bien los diferentes estados anímicos por los que pasa, desde el
escepticismo y la derrota hasta el miedo a curarse. O el rechazo de que la
quieran por inspirar lástima, o el temor a vivir si consigue superar la
enfermedad. Sentimientos estos incomprensibles para quienes no padecemos una
enfermedad mental.
Según he podido
averiguar, lo que se relata es la propia experiencia de la escritora y es lo
que da valor a este testimonio, que está escrito desde el centro mismo del
huracán. Nada de documentarse o de conocer a alguien, es la autora quien
padeció (¿aún padece?) la enfermedad. Esto le da, para mí, un gran valor. Un gran valor y el único,
porque he de resaltar que la forma de contarlo no me gustó.
La narrativa me
resultó engorrosa, con expresiones tan retorcidas que me llegué a preguntar si
no sería cosa de mi ejemplar donde el traductor se había fumado algo. Me
encontré con frases rimbombantes que sonaban muy bien, pero que al
desmenuzarlas para desentrañar qué querían decir yo no entendía el significado,
me parecían muy elaboradas pero vacías de contenido. Por ejemplo, en un momento
dado se puede leer la expresión “una coma sedienta” ¿qué es una coma sedienta? Otorgar
un estado fisiológico a un signo ortográfico puede ser una alegoría, es
posible, pero yo no se la encontré.
Otros frases
que me resultaron ininteligibles:
“Inmensa
vacuidad que apenas refleja el eco de su sufrimiento.”
“Notaba espesarse su congoja en el aire”
Quizás esta
forma de narrar fue la responsable de que no sintiera ninguna empatía, ni
siquiera lástima por Laurie; lo vi todo desde lejos, como quien asiste a un
documental. O puede que la responsable de esto solo fuera yo que soy una
insensible.
A pesar de
todo, el tema que se trata me ha resultado muy interesante. Los trastornos
alimentarios se están convirtiendo en un grave problema de salud pública; la
distorsión de la realidad que padecen los afectados se basa en alteraciones
neurológicas que aún no están bien definidas. La anorexia es una de las enfermedades
que más incidencia tiene en la población adolescente convirtiéndose en una
auténtica lacra que, además, se muestra muy difícil de combatir.
He leído
bastantes reseñas de esta novela y todas llenas de alabanzas hacia el libro,
sin embargo, no comparto el entusiasmo por esta escritora. Anteriormente a “Días
sin hambre” leí de De Vigan, “No y yo” y no fue de mi agrado, en aquella
ocasión tampoco empaticé con los personajes y la narración llena de frases
cortas me hizo creer que estaba leyendo un telegrama en lugar de una novela.
No es la
primera vez –me temo que no será la última– que nado a contracorriente y bien
que lo siento (que sea habitual en mí opinar distinto a la mayoría no quiere
decir que me guste). Cuando me ocurre esto me pregunto si yo también padezco
alguna alteración neurológica, algún trastorno de tipo literario que me hace
percibir la lectura de manera distorsionada.