Hace mucho
tiempo que soy consciente de lo mal que va nuestra sociedad. Hace mucho tiempo,
demasiado, que me doy cuenta de las carencias que impiden una convivencia medianamente
aceptable entre mis semejantes. Pero desde hace unos días la comprobación de esta realidad ha sido más palpable hasta sentir como algo
físico ese malestar. Me he desanimado mucho.
Y me he dado
cuenta de todo esto viendo las noticias. Ya sé que ponerse al día de lo que
ocurre por ahí fuera es la mejor manera de deprimirse, pero la actualidad manda
y es muy difícil ignorar los acontecimientos que se desarrollan a mi alrededor.
Los avatares
del siniestro suceso ocurrido en la provincia de Málaga con la desaparición de
un niño pequeño dentro de un pozo y todo lo que acaeció después, me impresionaron
como a cualquier hijo de vecino. El suceso en sí ya es dramático y no puede
dejar indiferente a nadie (o a casi nadie), pero que te lo pongan hasta
en la sopa, a todas horas y en todo momento, hace que sea inevitable
acongojarse hasta el punto de que durante una semana lo primero que hacía tras
levantarme de la cama era averiguar qué novedades había en aquel desgraciado pozo malagueño.
El sufrimiento
de los padres, la angustia de los vecinos, la movilización de medios técnicos
para recuperar al chiquillo y todo el despliegue informativo, nos impactaron a
todos. Ingenieros, topógrafos, geólogos, carpinteros, soldadores y una gran cantidad de operarios, abandonaron sus quehaceres para entregarse en cuerpo y alma a la búsqueda
del crío. La reacción de diferentes profesionales poniéndose a disposición del operativo
de rescate nos conmovió profundamente. Aunque el colmo fue el recibimiento y el
tratamiento que se hizo al grupo de ocho mineros llegados de Asturias para
realizar la fase final del salvamento del niño.
Y fue en ese
recibimiento donde yo vi claramente lo mal que está nuestra sociedad.
Estamos acostumbrados a ver aparecer en las noticias a ladrones de todo tipo (de guante blanco y de los de navaja o pistola en mano), a maltratadores y violadores, a millonarios defraudadores de Hacienda que eluden sus obligaciones fiscales o a famosillos de medio pelo acaparando los focos mediáticos por sus rifirrafes con otros famosillos en una casa donde se les ve vaguear veinticuatro horas al día; los protagonistas de la popularidad suelen ser muy poco recomendables. Enterarnos de la actualidad es sinónimo de depresión grave profunda. Por eso cuando aparece alguien “normal” que realiza su trabajo, que lo hace bien, y que no busca la foto sino solo cumplir con su deber, nos quedamos con la boca abierta y se nos va la pinza. Nos volvemos locos.
Esto fue lo que
pasó con los ocho brigadistas de salvamento minero. Sorprendidos, y agobiados, asistieron
a un recibimiento donde se les trató de héroes. Se sintieron desbordados y en
su humildad (la humildad del hombre sencillo, del que huye de los focos)
negaron pertenecer a ese Olimpo donde los estábamos colocando.
Ellos, al igual que muchos de sus colegas, son trabajadores que se dedican desde hace años a sumergirse en las profundidades de la tierra —como lo han estado haciendo sus predecesores desde que existe la minería— para rescatar a otros compañeros. Porque en la mina no se queda nadie; de allí todos salen, o vivos o con los pies por delante, pero la tierra no se los queda, al menos de esa forma.
Es cierto que al realizar esta labor arriesgan sus propias vidas, y eso es lo más llamativo. Es habitual ver a algunos que se exponen a la muerte pero para pasar de un balcón a otro en un hotel de Mallorca, o para hacerse un selfie colgados de una cornisa; en el caso de estos descerebrados lo que les mueve a actuar así es su propia estupidez. Pero con lo que no estamos familiarizados es con que alguien ponga en peligro su vida por otra persona a la que, normalmente, no conocen de nada. Cosas así no son frecuentes… O sí.
Lo acaecido en
Málaga puso de manifiesto que necesitamos héroes. Necesitamos saber que cuando
la vida nos golpea y nos demuestra que no somos nada, alguien va a venir a decirnos, “no te preocupes, yo estoy aquí”.
Pero lo más triste, y eso es lo que me deprime, es que esa necesidad está sobradamente cubierta y no nos damos cuenta. Hay muchos héroes, pero no sabemos verlos. Son gente corriente, que vive a nuestro lado y pasa desapercibida.
Sí, tenemos muchos héroes y en muchos sitios.
Sí, tenemos muchos héroes y en muchos sitios.
En sanidad hay héroes que hacen turnos interminables para cubrir la falta de personal y a pesar de todo realizan su tarea con profesionalidad y afecto hacia los pacientes. Los bomberos arriesgan su vida para rescatar, en inundaciones, en incendios, en situaciones extremas, a los hijos de otros padres angustiados. Los que se encargan de nuestra seguridad velan, exponiéndose ellos al peligro, para que no nos roben o nos ataquen o nos pongan bombas —por desgracia, no siempre lo consiguen—. Los brigadistas forestales le plantan cara al fuego y a la muerte para preservar nuestros montes y nuestras reservas naturales. Los maestros se enfrentan a la ignorancia en todas sus facetas y, tal como está la cosa, también arriesgan su integridad física ante la violencia de algunos padres que no saben qué es educar. Hay muchos ejemplos.
Pero también
son héroes los padres y las madres de familia que todos los días se levantan
para sacar adelante a los suyos, que se desvelan para hacerles la vida más
agradable y que no carezcan de lo básico (y de lo accesorio, por qué no). Son
héroes aquellas personas que abandonan su actividad profesional, y el salario
correspondiente, para atender a familiares que necesitan cuidados permanentes,
realizando con abnegación y sacrificio una labor que no se les reconoce, ni
monetaria ni moralmente.
Porque para ser
un héroe no hay que llevar una capa, ni un antifaz, ni tener súper poderes.
Para ser un héroe hay que ser valiente y, sobre todo, generoso. Y no dejarse
vencer por el desánimo.
A veces, no nos damos cuenta de lo valiosas
que son algunas personas, muchas de ellas están a nuestro lado y ni las vemos.
Solo nos fijamos en ellas cuando salen en las noticias, cuando una cámara de
televisión nos las muestra, entonces se hacen visibles y reconocemos su valor.
Ha hecho falta que un niño se caiga en un pozo para que todo un país se solidarice y se percate de que hay gente buena, de esa que te hace creer de nuevo en el género humano. La desgracia de una familia malagueña nos ha hecho saber que aún existe la solidaridad, que no todo está perdido, que hay un resquicio de esperanza y que sí sabemos hacer algunas cosas bien. Después de todo, quizás no debería deprimirme, sino todo lo contrario.
Termino esta diatriba con una cita de Albert Camus, de su novela “La peste”:
“Decir
simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres
más cosas dignas de admiración que de desprecio".