Evidencia científica (durante la pandemia): uso inconsciente, arbitrario
y delirante de datos inciertos (y generalmente falsos) procedentes de Manoli
(la vecina del 5ºA) y de los tertulianos de Sálvame y El Chiringuito.
Continuará…
Evidencia científica (durante la pandemia): uso inconsciente, arbitrario
y delirante de datos inciertos (y generalmente falsos) procedentes de Manoli
(la vecina del 5ºA) y de los tertulianos de Sálvame y El Chiringuito.
Continuará…
Atribuyen a
Oscar Wilde una frase que dice «Ten cuidado con lo que deseas, se puede
convertir en realidad». Por desgracia, tuve ocasión de comprobarlo y también de
darme cuenta cómo el destino cuando se pone a jugar con los sueños se cachondea
de ti y encima te lo hace pasar muy mal.
Entre mis
deseos para el año 2021 pedí viajar, y casi, casi, mi deseo se cumple de manera
tajante y definitiva porque me faltó muy poco para hacer un largo viaje, pero
solo de ida, sin retorno posible; casi me voy de viaje al otro barrio, al más
allá, al otro lado o como quiera llamarse a lo de estirar la pata. Vamos, que
estuve a punto de espicharla.
Como siempre he
pregonado que el humor es una buena terapia, vaya esta publicación como una
forma de conjurar el mal rollo y la angustia que me generó una situación tonta
y banal, pero que, como ya he anunciado, a punto estuvo de darme matarile.
En mi casa es
tradición tomar un aperitivo en la cocina mientras hacemos la comida o la cena.
El refrigerio suele consistir en un vinito o una cerveza acompañados por unas
aceitunas o algo de jamón. Muy de tarde en tarde, el picoteo consiste en otro
tipo de alimentos como patatas fritas o cortezas. Hace unas semanas mi media
naranja se trajo, junto a la barra de pan para comer, una bolsa de cortezas y
nos dispusimos a comérnoslas con la bebida correspondiente ―vino él, cerveza
yo― mientras se terminaba de hacer el asado que estaba en el horno.
No sé si fue la
primera corteza o la segunda que me metí en la boca, pero una de ellas ―puede
que las dos― se me quedó atorada en la garganta. Intenté tragar haciendo
esfuerzo y lo único que conseguí es que se atascara más: ni para arriba, ni
para abajo. En principio no me preocupé demasiado, decidí beber un trago de mi
cerveza para arrastrar la corteza maldita, sin embargo, lo que ocurrió fue todo
lo contrario, la corteza se esponjó con el líquido, se hinchó y ahí ya la lié
parda.
Que algo se
atasque ya se intuye incómodo, pero que lo haga en el lugar donde pasa el aire
y, por tanto, que impida respirar es muy, pero que muy peligroso. No voy a
entrar en pormenores fisiológicos, pero creo que todos sabemos lo que pasa si
nos quedamos sin aire.
Empecé a
boquear como pez fuera del agua y aunque algo de aire sí entraba no era el
suficiente y la angustia fue creciendo. Mi marido, con la cara desencajada, intentaba
ayudarme, aunque no sabía muy bien cómo. Cuando, pasados unos segundos, yo
seguía sin respirar bien con aquello atravesado en la garganta, él decidió llamar
a urgencias.
Recuerdo que,
mientras le veía llamar al 112, yo intentaba respirar con estertores agónicos
que sonaban fatal. Me había convertido en una Darth Vaden de andar por casa y “flamenca”
para más señas porque la desesperación de no conseguir respirar me hizo
marcarme una especie de zapateado raro donde mis patadas eran la manifestación
de la angustia.
El médico que atendió
la llamada, y al saber qué es lo que estaba pasando, pidió a voces que
intentara toser. El problema es que para toser se necesita coger aire y eso era
precisamente lo que yo no podía hacer. Como el médico de la línea de emergencias
no me oyó toser empezó a gritar histérico de forma que hasta yo le escuchaba, y
esto me puso más nerviosa porque que un médico avezado en experiencias
difíciles pierda los papeles es síntoma de que la cosa está jodida.
Dicen que
cuando llega la hora final, tu vida pasa rápidamente ante tus ojos. A mí no me ocurrió
nada de eso. Yo solo me dije: «Menuda manera más estúpida de morirme». Siempre
pensé que moriría de alguna enfermedad, como el cáncer, o por un ictus o un
infarto, o incluso por un accidente de tráfico, pero ¿por un atragantamiento?
¿en serio? Además, atragantada con una corteza, y encima del Mercadona. ¡Qué
poco glamour! Si al menos hubiera sido con un trozo de jamón ibérico…
A partir de ese
momento ya no sé muy bien qué pasó, me pareció escuchar a mi marido decir que una
ambulancia del SAMUR estaba en camino, pero yo sabía que, si seguía sin poder
respirar bien, para cuando quisieran llegar me encontrarían en parada cardiorrespiratoria
porque los efectos de la hipoxia ya se estaban haciendo notar y empezaba a
marearme. Creo que también pensé que ojalá llegaran a tiempo al menos para
poder reanimarme.
En algún
momento, supongo que fruto de la desesperación que da la necesidad de aire,
conseguí toser débilmente, y algo se movió en la garganta, no se despejó del todo,
pero sí noté que el aire llegaba en mayor cantidad que antes. Gateando por el
suelo seguí tosiendo con el poco aire que me llegaba a los pulmones. Poco a
poco, y entre toses cada vez más estentóreas, empecé a recuperar el resuello.
Fue cuestión de unos pocos minutos, pero a mí se me hicieron eternos, y
agónicos.
Para cuando
llegaron los del SAMUR yo ya estaba sentada en el sofá con una taquicardia de
mil demonios y, lo mejor, respirando, agitadamente, pero respirando, al fin y
al cabo.
Los sanitarios
llegaron cargados con una botella de oxígeno y un desfibrilador para
reanimación cardiaca, lo que hizo que mi taquicardia se incrementara porque fui
más consciente de que había faltado el pelo de un calvo para no contarlo.
Mientras una
enfermera me cogía de la mano e intentaba tranquilizarme ―yo estaba pálida como
un cadáver y mis labios apenas tenían color―, dos médicos me examinaron los
pulmones, comprobaron la saturación de oxígeno y mirararon con un pequeño
endoscopio que ningún trozo de la corteza maldita andaba aún por donde no debía;
tras la exploración decidieron que estaba fuera de peligro y me instaron a que
abandonara ciertas prácticas de aperitivo poco sanas, consejo que seguí a rajatabla
y que se materializó con los restos de la bolsa de cortezas en la basura.
La médica al
frente del equipo se paró a explicar qué había pasado y cómo el acto de beber
ante la primera muestra de atragantamiento fue el desencadenante de la fase más
grave. Nos instruyó qué hacer en casos así y nos enseñó cómo realizar la maniobra
de Heimlich, esa que sale en las películas y que parece muy sencilla pero que
tiene su intríngulis y que no es tan fácil.
Al final todo
quedó en un susto y de los gordos. He tardado en contar esto porque el trauma
ha sido difícil de superar ―me tiré un par de días con temblequera en las
piernas y aún tengo pesadillas donde sueño que no puedo respirar y me despierto
sobresaltada―.
He reflexionado
mucho desde entonces, y son muchas las conclusiones obtenidas. Somos frágiles,
la vida se te puede torcer irremisiblemente en un instante, no tenemos nada
asegurado y la vulnerabilidad es patente; cualquier pequeña cosa, por inocua
que parezca, nos puede dar pasaporte al más allá. Doy fe.
Así que hay que
disfrutar de cada pequeño momento como si fuera el último: unas risas con tus
seres queridos, un paseo por un parque o un aperitivo con tu amor… siempre y
cuando no haya cortezas.
NOTA: Mi
agradecimiento al personal sanitario del SAMUR que se personó en mi casa. Con la
que está cayendo, ellos demostraron, además de ser unos profesionales de tomo y
lomo, una excelente calidad humana en el trato exquisito y lleno de cariño que
me dispensaron.
Lola paseaba
por el centro de Londres cabizbaja, no se acostumbraba a esa pertinaz llovizna
que lo impregnaba todo de una humedad perpetua.
Cuando llegó a la
Biblioteca Nacional saludó con una ligera inclinación de cabeza a la estatua de
Cervantes situada en el centro de la escalinata que daba acceso al edificio de
estilo herreriano. Una vez en el interior, y tras mostrar su carnet de
investigadora, accedió a su rincón favorito de la sala de lectura: literatura
del Siglo de Oro.
Manejó con sumo
cuidado un ejemplar de Guillermo Chéspir, un dramaturgo con algo de fama en las
islas británicas y que no era demasiado conocido fuera de allí, pero al que Lola
le había tomado afición. Sus obras de teatro eran entretenidas, tenían de todo:
traición, incesto, sangre, y drama, mucho drama; casi todos sus personajes
acababan o locos o muertos. El estilo literario dejaba bastante que desear, se notaba
que la lengua natal del autor no era el castellano.
―Buenos días, Lola
―susurró la bibliotecaria jefa.
―Hola, Carmen.
¿Qué tal? ¿Tus hijos?
―Bien. Están en
España con una beca de estudios ―suspiró aliviada―. En Inglaterra no hay
oportunidades. Allí podrán prosperar.
―Me alegro.
Carmen se alejó
y Lola, antes de regresar a su lectura, miró el cuadro de Velázquez que presidía
la sala: un lienzo enorme donde se plasmaba la victoria de la Gran Armada sobre
la flota inglesa previa a la invasión de las islas por parte del imperio
español.
Punto Jonbar: En 1588 Felipe II envió una flota de barcos a Gran Bretaña con el
objeto de destronar a Isabel I e invadir Inglaterra. Las condiciones meteorológicas
hundieron la mayoría de los barcos y la invasión no tuvo lugar. Dicen que, de haber prosperado, ahora medio mundo hablaría español en lugar de inglés.