Este relato corresponde a una premisa del taller del colectivo Bremen del que formo parte. Se trata de versionar los cuentos de los hermanos Grimm. Espero que esta nueva Cenicienta no haga salir corriendo a más de uno.
Érase una vez un padre y una hija muy pobres, muy pobres. El hombre, a
la tristeza de perder a su mujer cuando esta se largó con un fornido repartidor
de bombonas de butano, hubo de añadir otra pérdida, la de su puesto de trabajo
como peón de albañil cuando la burbuja del ladrillo explotó. Sin un sueldo no
podía afrontar los pagos del alquiler de la infravivienda en la que vivía con
su hija de catorce años y que el ayuntamiento había entregado a un fondo
buitre.
Abandonado, en el paro y sin un euro, el padre se vio contra las
cuerdas. En esta situación tan estrecha se hallaba cuando recibió un email de
un hermano que unos años atrás había emigrado a México. El mensaje, además de
enumerarle todas las bondades de su nuevo país de adopción, terminaba con un
animoso «Ándale y vente a México, güey».
Con la venta de sus exiguas posesiones (un viejo coche y unos pocos
electrodomésticos) el padre y la hija consiguieron dos billetes con destino a México
D.F. Y allí arribaron. No tardaron en asentarse, el padre era de natural
espabilado y, aunque pobre, era guapo. La buena planta para sus 55 años
encandiló a una rica terrateniente ya viuda pero necesitada de compañía
varonil, especialmente si esta tenía la facha del español.
En la mansión de estilo colonial se aposentaron los recién llegados. Durante
unos meses todo pareció ir sobre ruedas. La rica hacendada era melosa y
complaciente; de su anterior matrimonio tenía dos hijas bellísimas cuya belleza
resaltaba aún más cuando estaban junto a la niña venida de España, porque toda
la guapura que poseía el padre lo tenía de fea su hija: los ojos eran oscuros,
sin brillo, como el pelo que siempre aparecía grasiento y sin gracia, de un
color gris ceniza que originó el apelativo de Cenicienta y que vino a sustituir
su verdadero nombre, Susana.
La niña, además de poco agraciada, era contestona y maleducada. En lugar
de aprender piano y recitar poesías, como hacían sus bellas hermanastras, ella
se dedicaba a haraganear todo el día.
Pero la idílica existencia vino a enturbiarse un día en que el padre se
partió la crisma al saltar del trampolín en la piscina de la hacienda. Un
hombre atractivo pero torpe con las acrobacias acuáticas.
La desconsolada viuda se quedó por segunda vez sin marido. Su natural
alegre tornó triste, sobre todo al constatar que perdía al guapo y se quedaba
con la fea, su hija. Intentó que la huérfana española se fuera a vivir con el
hermano del fallecido, afincado igualmente en México y con más derecho natural
a hacerse cargo de la fea adolescente. Pero el tío paterno, conocedor de las
malas maneras de su sobrina, hizo oídos sordos a las insinuaciones de su breve
cuñada y esta decidió otra táctica: hacer la vida imposible a la niña para que
tomara la decisión de irse de allí, a España o a Tombuctú, a la viuda le daba
igual siempre y cuando el lugar estuviera fuera de su casa.
La madrastra asignó a Cenicienta las tareas más ingratas del hogar.
¾¿Se
pué saber por qué tengo que hacerlo yo? ¾replicó la recién estrenada
huérfana cuando se enteró de sus nuevos quehaceres tan alejados del zanganeo
habitual en ella¾.
¿Para qué están tós los criados?
¾Bueno…
ejem… Pues, resultó que hemos perdido los caudales que nos sustentaban y hemos
tenido que despedirlos, no más ¾contestó
la madrastra incómoda pues su fina educación no casaba con mentir.
Cenicienta aceptó la explicación encogiéndose de hombros. Se dispuso a
obedecer... a su manera.
La nueva criada se reveló como un auténtico desastre. La madrastra no
sabía si la poca pericia de la cría era el resultado de una ineptitud innata
para las tareas domésticas o la consecuencia de la mala leche de la que hacía
alarde no más.
Las camas aparecían con las mantas y las sábanas arrugadas,
no siempre en el orden correcto; los baños, después de que Cenicienta se
encargara de ellos, se mostraban más sucios de lo que estaban antes de ponerse
a limpiarlos; las alfombras acumulaban el polvo por encima resultado del diario
uso, pero también por debajo pues ahí iban a parar los desperdicios que
acumulaba cuando se dedicaba a barrer.
Pero lo peor era cuando Cenicienta entraba en la cocina. En pocos días,
tras degustar los guisos de la fea adolescente, la madrastra y sus bellas hijas
recurrieron al servicio a domicilio de un restaurante cercano para que les
trajeran la comida, de lo contrario se arriesgaban a morir intoxicadas con los
potajes que la española preparaba.
Al principio, se molestaban en recriminar el proceder de su nueva
criada, mas pronto abandonaron la idea por inútil.
¾Cenicienta,
linda, ¿serías tan amable de no dejar mi foulard de cachemir en el suelo? Es
mejor que lo guardes en un cajón, en cualquier caso, nunca lo deposites en el
lavabo con el grifo abierto.
¾Ponlo
tú donde te salga de las narices y deja de dar la tabarra ¾contestaba
Cenicienta a sus hermanastras cuando estas se atrevían a hacerle algún
reproche.
¾Cenicienta,
mi niña, ¿puedes traerme un vaso de agua? Hace mucho calor y ando sofocada.
¾Vete
tú al grifo, tía petarda.
¾Pero,
rechula, no seas malhablada, tu papito desde el cielo estará disgustado por tu
comportamiento.
¾Sí,
va a estar ese fisgando por un abujero lo que hago, no te amuela. Anda y
que te den.
La vida era un infierno en la hacienda, hasta que un día un anuncio en
los ecos de sociedad del periódico local vino a iluminar la oscura
existencia de la hacendada y sus dos bellas hijas.
«Don Rigoberto Mendoza de Liencres y Santurce tiene el honor de
presentar a su hijo, don Nicolás Mendoza de Olid y Zárate, en la recepción que
dará en su palacio de la finca Santa Hortensia, donde se dispondrá a elegir
esposa. El rico terrateniente y heredero de extensos cafetales desea fundar una
familia y busca una bella mujer con la que compartir tan loable proyecto.»
Nada más leer la noticia, la madrastra de Cenicienta se puso manos a la
obra.
¾Esta
puede ser nuestra oportunidad de deshacernos de esa malencarada. Hemos de
conseguir que el hijo de don Rigoberto la elija y se la lleve lejos de aquí.
¾Pero, mamacita querida, ¿no leyó
bien la nota? Aquí pone que busca una bella esposa. Cenicienta es requetefea. Si
se la ve callada todavía tiene un pase, pero en cuanto abre la boca… su fealdad
es casi una anécdota no más.
¾¡Órale!
Dejadme a mí.
Para no levantar sospechas, la hacendada dispuso que sus dos hijas
asistieran a la recepción del rico terrateniente y su necesitado heredero. Las
bellas criollas deberían arropar a Cenicienta al tiempo que vigilarían que la
barriobajera de su hermanastra no generara ningún conflicto de cualquier tipo.
¾Deberíamos
acudir con una rica carroza ¾arguyó
la mayor de las bellas hermanas¾.
Pero nuestra calesa está estropeada desde que Cenicienta lavó la tapicería con
lejía y aguarrás.
¾Podemos
pedirle prestado el coche de caballos a nuestro vecino don Raúl Santaolalla y
Cifuentes ¾añadió
la más pequeña de las beldades.
¾Mejor
recurrir a vuestra madrina Rosana ¾replicó
la madre de ambas.
¾¿La
santera que vive en la gruta del río Papanumba? Ay, mamacita, no me gusta esa
mujer. No sé cómo usted se avino a que nos amadrinara semejante personaje.
Dicen las comadres que practica vudú y que tiene tratos carnales con el demonio
¾dijo
la menor de las hermanas al tiempo que se persignaba¾. Virgen de Guadalupe,
protégenos.
¾Ya,
pero es buena consiguiendo imposibles ¾insistió la madre¾, e
imposible es que alguien quiera fundar una familia con Cenicienta. Si la negra
Rosana no lo logra, tendremos que chingarnos y aguantar a vuestra hermanastra
por los siglos de los siglos.
¾Amén
¾contestaron
a coro las dos retoñas.
El día de la fiesta en la hacienda Santa Hortensia el lujo y la
ostentación se habían reunido para conocer al primogénito de los Mendoza de
Liencres y Santurce de Olid y Zárate y, de paso, averiguar quién sería la elegida
como futura integrante de la familia cafetera.
Multitud de carruajes competían en dorados, brillos y resplandores,
pero, de todos ellos, el más llamativo fue el de las hermanastras de Cenicienta.
Dos lacayos ricamente vestidos gobernaban el coche. Nadie hubiera imaginado que
el carruaje y los cocheros eran el resultado de una tarde de magia en la cueva
de la negra Rosana. Mediante conjuros y rezos de candomblé, la santera había
convertido dos guacamayos en los vistosos criados y una pieza de aguacate en
una lujosa carroza. En su interior, las dos bellas hermanas competían entre sí
en primor y dulzura flanqueando a Cenicienta que, con ceño fruncido, iba
enfurruñada.
¾No
sé qué pinto yo en un sarao d’estos, la verdá. Tié pinta
de ser un rollo patatero, tanto señorito empingorotado me va a hartar. Hay que
fastidiarse, menudo marrón me habéis endiñao.
¾Cenicienta,
mi linda, ya verás cómo te entretienes y la fiesta te resulta amena y
productiva ¾intentó
calmarla una de sus hermanastras.
Al evento acudieron numerosas señoritas deseosas de emparejar con una
familia tan señorial y adinerada, pero también porque el pretendiente era guapo
a rabiar. El joven, además de guapo estaba enamorado de todo lo europeo desde
que, durante cinco años, recorrió Europa; volvió subyugado por la historia y el
arte del viejo continente y al regresar a México éste le pareció pueblerino y
chabacano.
Fue esta la razón de que entre tanta beldad dulce y zalamera solo le
atrajera Cenicienta, malhablada, fea, desabrida, pero… europea. Además, de
España, algo que le daba un plus de valor pues el lenguaje común que compartían
le hacía la comunicación más fácil ya que al pretendiente guapo, adinerado y
enamorado de Europa no se le daban bien los idiomas.
Durante toda la noche el heredero intentó bailar con Cenicienta mientras
que esta se dedicó a escaquearse con cualquier pretexto. Además, los zapatos la
estaban matando y el corsé no la dejaba respirar. Agazapada detrás de un
matorral y liándose un canuto la pilló el zangolotino.
¾Bella
dama, ardo en deseos de bailar con usted para abrazar su fina cintura y moverme
al compás de sus delicados pies.
Cenicienta miró a un lado y a otro pensando que el guapo mozo se estaba
dirigiendo a alguien que, a la luz de sus palabras, no era ella: en ese
momento, y tras conseguir desabrocharse el corsé, la fina cintura a la que
aludía su pretendiente era una tripa abultada por los gases de los frijoles del
almuerzo, y los delicados pies, fuera de los zapatos que los comprimían, se
presentaban hinchados y con unos dedos del grosor de salchichas.
¾¿Me
estás hablando a mí, prenda?
Ante el gesto afirmativo del galán, Cenicienta se echó a reír a
carcajadas que levantaron el vuelo de unos graciosos pajarillos a los que no
les hizo ninguna gracia el estridente ruido.
¾Mira,
chaval, yo a las doce me piro que he quedao con unos colegas para hacer
botellón. A mí el champán y los canapés no me molan, prefiero el tequila y unos
tacos con guacamole.
Semejante respuesta no amilanó al pretendido pretendiente, al contrario,
le incitó a cortejarla más pues en sus maneras bruscas reconoció el hablar tan directo
de los nacidos en España, o sea, Europa. Sin embargo, en un despiste del guapo
heredero, Cenicienta se marchó de la fiesta. Desconsolado, el hacendado solo
pudo recoger como recuerdo de su presencia uno de los zapatos que la niña
malencarada se había dejado.
Para recuperar a su amor perdido (el pazguato era guapo, enamorado de
Europa y un repipi en temas amorosos) puso un anuncio en el periódico local con
la foto del zapato y reclamando a su dueña que, en cuanto apareciera, sería la
futura señora de Mendoza de Olid y Zárate.
¾¡Mamacita,
este es el zapato de Cenicienta! ¾gritó
una de las bellas hermanas cuando leyó el periódico.
¾¡No
mames! ¿De verdad? ¾exclamó
la madre arrebatando el diario a su hija¾. Hay que llevar a vuestra
hermanastra, aunque sea a rastras.
En la interminable fila que se formó delante del estrado donde se había
expuesto el zapato para que se lo probaran las aspirantes a ser la futura
señora Mendoza de Olid y Zárate, Cenicienta protestaba airadamente.
¾¡¿Pero
qué hago yo aquí?!
¾Don
Nicolás quiere hablar con la poseedora del calzado que te dejaste, Cenicienta ¾contestó
la madrastra entusiasmada comprobando que a ninguna de las muchachas que iban
delante de ellas les calzaba bien el zapato: a todas les venía grande esa talla
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Cuando le llegó el turno a la española, el zapato se adaptó a su pie, aunque
tuvo que emplear algo de fuerza. Desde luego grande no le venía.
¾¡Aquí
está! ¾gritó
triunfal uno de los numerosos secretarios que trabajaban para los Mendoza en el
cafetal y al que tan insólito cometido le tenía descolocado. No entendía muy
bien dónde radicaba la virtud de encontrar a alguien con los pies tan grandes.
De una habitación aledaña salió el joven enamorado de Europa y, ahora,
también de Cenicienta; arrobado se le acercó.
¾¡Que
alegría proporciona a mi corazón el haberte encontrado, amor mío!
Cenicienta miró a su alrededor y cuando comprobó que era ella el objeto
de las palabras de ese moñas se rio a voces.
¾Mira
que eres pringao. Por aquí sois mogollón de cursis, pero lo tuyo es de
traca, bro. No me voy contigo ni harta de vino.
¾Vino
no te faltará a mi lado, los mejores caldos adornan mis bodegas. Tampoco te ha
de faltar cualquier vianda que desees: caviar, delicatessen de todo tipo. Lo
que quieras tendrás. Vivirás como una princesa.
Cuando Cenicienta oyó lo de «princesa» se llevó una mano a la barbilla,
un gesto que realizaba cuando quería pensar, algo que hacía muy de tarde en
tarde y que le suponía un gran esfuerzo.
¾Eso
de ser princesa… podría molar. Esas no hacen nada, ¿no?
¾Bordan,
leen, pasean por los jardines...
¾O
sea… no hacen nada. Pues va a ser que sí que me voy a ir contigo, colega.
¾¡Qué
bien! ¾aplaudió
el rico heredero¾.
Viviremos felices y comeremos perdices.
¾De
perdices nada, tron ¾contestó
Cenicienta¾.
Marisco y churrasco. Que se note ese poderío.