Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

8 de septiembre de 2024

Yo sí sé lo que es el orden y la limpieza

 

«Yo sí que sé lo que es el orden y la limpieza» dijo Inmaculada viendo un vídeo de Instagram donde una veinteañera explicaba cómo colocar calcetines en los cajones para optimizar espacio. «Para ocupar menos se doblan con uno del revés» espetó Inmaculada a la pantalla.

Harta de la poca preparación de esas jovencitas sabelotodo para organizar y limpiar un hogar, decidió abrir una cuenta: «OrdenadaInmaculada». Su capacitación nacía de cuarenta años limpiando casas ajenas.

En dieciocho meses consiguió veinte seguidores. ¡Qué injusto! El público no sabía reconocer sus conocimientos.

Todo cambió con aquella equivocación. Colgó una foto de una lata de sardinas derramando chorretones de aceite desde una mesa hasta el suelo. Su intención era poner seguidamente otra imagen en la que todo estaba limpio gracias a un preparado casero de su invención. Pero esa segunda foto no se cargó. Cuando fue consciente del error tenía 250 likes y otros tantos comentarios donde lo más suave que le dijeron fue «Guarra» además de 300 seguidores nuevos. Colgó otra foto con la cama sin hacer y la ropa sucia por el suelo: 1.500 likes y 5.000 seguidores más. Cuando compartió una foto del salón lleno de bolsas de basura su cuenta alcanzó los 300.000 seguidores e incontables me gusta.

Cinco semanas invirtieron los servicios municipales de limpieza en vaciar el piso de Inmaculada. Ella, diagnosticada con «Síndrome de Diógenes», no para de repetir desde el hospital psiquiátrico «Yo sí sé lo que es el orden y la limpieza».



1 de septiembre de 2024

Feroz, mi nombre es Lobo Feroz

 


—Doña Hortensia, debería descansar, a sus años no es bueno tanto trajín.

—Gracias por tu interés, pero esta tarde viene mi nieta y no quiero que vea la cabaña desordenada, ya sabes cómo es, cualquier cosa fuera de su sitio la enfada y no tengo ganas de volver a discutir con ella.

—Esa muchacha debería… ser más respetuosa con usted, no es que quiera malmeter, la verdad, pero… la manera de tratarla… no es de recibo.

—Pobrecilla, vive una situación delicada. El padre en la cárcel por malversación de fondos y la madre liada con un narcotraficante. Se ha pasado la infancia de internado en internado y, ahora, en la adolescencia, no encuentra su sitio.

—Yo creo que no debería defenderla, doña Hortensia, y no me malinterprete, pero… su proceder con usted… no tiene disculpa.

—¿Y qué quieres que haga? Es el único familiar que se preocupa por mí.

—Si por preocuparse se refiere a que le trae de vez en cuando un túper de comida que le ha sobrado… mejor que no venga y siento ser tan directo. Además, siempre puede contar conmigo.

—Sí, hijo, ahí te doy la razón. Tú sí que me acompañas, me das palique y te preocupas por mí de verdad. Ella quiere que me vaya a una residencia, pero estoy a gusto en mi casa, en el bosque, rodeada de naturaleza y tranquilidad.

—Tranquilidad… hasta que llega ella.

—Es cierto. Aun así, es mi nieta y la sangre es la sangre.

— Bueno, usted verá, doña Hortensia. Me voy, que tengo que cazar algo, a ver si como.

—Gracias, Mimoso. Vete a tus quehaceres y no te preocupes.

Nada más salir de la casa de la anciana, Mimoso cambió la amable sonrisa que le dedicó a su amiga por un rictus de preocupación. El trato que le dispensaba la nieta a su abuela sacaba a la superficie el poco coraje que albergaba su apacible alma.

Merodeó por el bosque un buen rato hasta que se topó con una presa. Maldijo haber encontrado a aquel conejo, ahora tendría que seguir su instinto y matarlo, algo que le desagradaba mucho. Hacía ya varios años que la manada le había expulsado por pusilánime y porque no se cobraba ninguna pieza. Su talante conciliador y proclive a mantener relaciones cordiales con los humanos le granjearon la antipatía y el rechazo de los suyos, condenándolo a vagar en solitario por el bosque.

El apelativo de Lobo Mimoso se lo ganó cuando los habitantes de la zona comprobaron que ese animal salvaje en realidad era muy sociable, más parecía un perro que un lobo. Con el tiempo se quedó sólo con el nombre de Mimoso.

Mientras despedazaba con repugnancia el conejo que había capturado, en su cabeza rumiaba la situación de su amiga con la nieta que la iba a visitar. Le molestaba que una niña de quince años tratara así a una mujer mayor, independientemente de que fuera o no familiar suyo. A él le criaron en el respeto y la admiración hacia los ancianos, máximos representantes de la manada por su experiencia y sabiduría adquiridas con el devenir de los años.

Con un escalofrío pensó que alguien debería enderezar a la adolescente malcriada.

—Esa niña necesita un correctivo.

 

 

—Maldita vieja. Más años que Matusalén y no la casca. Encima vive en medio del bosque y soy yo la que tengo que llevarle la comida. ¿Por qué no se agencia una peruana o cualquier otro inmigrante para que la acompañe y le cocine? Un simpapeles cualquiera podría encargarse de ella por cuatro euros. Encima vive en el bosque, a tomar por culo en medio de la nada. ¡Joder! ¡Que se vaya a una residencia de una puta vez!

La adolescente abrió la tartera que portaba en una bolsa y escupió en el estofado que le había preparado la filipina encargada de cocinar en su casa.

—Buenas tardes, Mariola.

El lobo había surgido como por ensalmo de entre los árboles y pilló desprevenida a la muchacha.

—¡Coño! ¡Qué susto! Te he dicho mil veces que no aparezcas así, de repente, me das muy mal rollo, Empalagoso.

—Mimoso. Mi nombre es Mimoso.

—Lo que tú digas, da igual. ¡Que no me asustes, hostias! ¿Qué quieres, petardo? No me entretengas que tengo prisa, a ver si le llevo esto a la vieja —señaló la bolsa que llevaba colgada del hombro— y me largo que he quedado.

—No deberías hablar así de tu abuela. Está muy mayor, necesita que la cuiden, no que la alteren.

—¡Ya estamos! Eres un brasa, tío. Siempre con la misma cantinela. ¡Déjame en paz! Yo trato a mi abuela como me da la gana, y tú deberías dedicarte a lo tuyo, a cazar bichos y a aullar cuando hay luna llena. No te metas donde no te llaman.

—Yo aprecio mucho a tu abuela —contestó Mimoso con un hilo de voz y algo intimidado por la actitud agresiva de la chica— y tú deberías hacer lo mismo.

—Mira, tío, no estoy para discursitos. Haz el favor de pirarte —contestó Mariola apartando de su camino a Mimoso—. ¡Hasta nunca, Dulzón!

—Mimoso, mi nombre es Mimoso —replicó el lobo débilmente.

Ante la tímida respuesta, Mariola se limitó a encogerse de hombros mientras que, dándole la espalda, le hacía una peineta con la mano izquierda.

—Te mereces un escarmiento —añadió Mimoso asegurándose de que Mariola no podía ya oírle.

 

—¡Doña Hortensia! ¡Doña Hortensia!

Mimoso no conseguía que la anciana volviera en sí. Cuando se la encontró desvanecida en el suelo revuelto de su cabaña pensó que estaba muerta, pero un débil temblor en los párpados le sacó de su error. Aun así, la mujer presentaba un estado preocupante.

Tras aventar aire delante del rostro de la anciana, ésta reaccionó.

—Hola, Mimoso —le saludó débilmente al abrir los ojos.

El lobo suspiró aliviado.

—¿Qué le ha pasado, doña Hortensia?

—He debido de desmayarme, no recuerdo nada, tan solo que Mariola vino a verme y… creo que discutimos, como es habitual, pero… no sé, todo es confuso.

—¡¿La ha agredido?! ¡Esto es el colmo! ¡Lo que le faltaba a esa niñata!

—No, creo que no. La verdad es que no me acuerdo. Cálmate, Mimoso —replicó la anciana mirando de hito en hito a su amigo pues la reacción tan visceral la había sorprendido mucho.

—Esto… Sí, perdone, es que pienso en Mariola y… no sé, me pongo…

La mujer no era la única que se había sorprendido de esa reacción, el propio Mimoso estaba pasmado por su manera de responder al enésimo ataque de la nieta descortés.

—Venga, doña Hortensia, acuéstese un rato. Ya me encargo yo de cuidarla. Pero debe reflexionar sobre Mariola. Hay que hacer algo, así no puede seguir.

—Ya, hijo, si tienes razón. Pero qué puedo hacer yo, no tengo fuerzas para regañarla, además, en cuanto la llevan la contraria se pone aún más violenta y, te confieso, me da un poquito de miedo. Un día vino con un par de amigos, tenían una pinta intimidante, llenos de tatuajes con esvásticas y calaveras. Daban escalofríos, a punto estuve de decirle que debería cuidar con quién se rodea, pero no me atreví.

Mimoso sabía que la propia Mariola tenía unos tatuajes similares en la cabeza, pero la capucha de la sudadera roja que siempre llevaba ante su abuela los tapaba; decidió ocultar esa información para no atribular más a su vieja amiga.

—Hijo, ayúdame a levantarme y a recoger este estropicio. Mariola dijo que volvería pasado mañana con los papeles para ingresar en una residencia. No quiero ir a ese lugar, Mimoso, pero cada vez me cuesta más oponerme —se lamentó llorando la anciana.

—Si usted no puede, lo haré yo.

—¿Cómo? ¿Te vas a enfrentar a ella?

—No. Me disfrazaré con sus ropas y me haré pasar por usted. Si se pone violenta siempre podré… salir corriendo, tengo mucha más agilidad —contestó Mimoso al que ya se le había pasado el arranque de ferocidad que había tenido hacía solo unos instantes—. La entretendré un rato dándole largas para que se vaya y ganar tiempo mientras pensamos qué hacer para que no acabe en esa residencia que pretende Mariola.

 

—¿Qué pasa, vieja? ¿Cómo estamos hoy?

Mariola se adentró en la cabaña extrañada por el silencio y la oscuridad del recinto. Cuando sus ojos se adaptaron a la poca luz vio un bulto en la cama.

—¿Estás enferma? —dijo mientras se dirigía al camastro.

Por una rendija del embozo de las sábanas asomaron dos ojos enormes con las gafas de su abuela.

—Hola, hijita. Me he debido de resfriar y por eso me encuentras así. Lo mejor será que vuelvas en unos días, no te vaya a contagiar lo que tengo.

—Lo que tienes que hacer es ir de una puta vez a la residencia, ahí hay médicos y gente que te quite los resfriados. Igual has cogido una neumonía y eso es chungo —replicó Mariola fingiendo preocupación por su abuela—. Por cierto, tienes una voz muy rara.

—Es que estoy resfriada, hija, ya te lo he dicho.

—Apenas te veo con tan poca luz y tan tapada como estás.

—Tengo mucho frío y me duele la cabeza, la luz me molesta.

La muchacha no insistió porque, al fin y al cabo, el bienestar de su abuela le daba igual.

—Aquí tengo los papeles para ingresar en la residencia, abu.

—Ay, hija, ahora no puedo ni moverme. Mejor me los traes otro día.

—¡Joder, abuela! Ya estoy harta de tanto paseo al bosque. Firma de una puñetera vez.

—La próxima semana. Hoy estoy muy débil.

—¡No! Poner un garabato en un papel no necesita esfuerzo. ¡Firma! ¡Coño! —insistió Mariola mientras tiraba de las mantas que cubrían a la que ella creía que era su abuela.

Tras un pequeño forcejeo la frazada que tapaba la cama cayó al suelo y Mimoso quedó al descubierto.

—Pero… ¡¿qué cojones haces tú aquí?! —exclamó Mariola.

Mimoso se quedó callado muerto de miedo ante la reacción de la chica.

—¿Dónde está mi abuela? ¡Habla! Voy a llamar a los del SEPRONA, pero ya, para que te acribillen a tiros —dijo la adolescente sacando el móvil y dispuesta a buscar en Google un número de contacto—. ¡Mierda! No hay cobertura.

Mientras la chica trajinaba con su teléfono, Mimoso se bajó de la cama y quedó agazapado en un rincón de la cabaña temblando de pezuñas a cabeza.

Mariola, viendo que no podía contactar con nadie, decidió tomar la iniciativa. Agarró un grueso leño que estaba al lado de la chimenea y se fue a por el asustado animal.

En el momento en que iba a golpear al lobo, éste emitió un sonoro gruñido. La chica amagó el golpe porque el sonido la asustó, pero solo fue un segundo, tras reponerse del sobresalto volvió a la carga. Antes de que el madero alcanzara la cabeza de Mimoso él se abalanzó sobre la chica con las fauces abiertas.

Con sus potentes mandíbulas aprisionó la garganta de Mariola, le clavó los dientes y la zarandeó como un pelele. Un seco chasquido anunció la rotura del cuello. El cuerpo inerte de la chica cayó al suelo en medio de un gran charco de sangre.

Mimoso observó atónito el cadáver de Mariola; de repente, alzó la cabeza y un potente aullido salió de su garganta alborotando las ramas de los árboles del bosque.

 

Las batidas organizadas por los vecinos de la zona han sido inútiles. Todos los intentos por localizar y aniquilar las alimañas que asolan la zona desde hace meses no han servido de nada. La gente está atemorizada y los rebaños esquilmados; el bosque se ha convertido en un lugar peligroso en el que nadie quiere internarse.

Una manada de lobos tiene en jaque a la población. Como sombras oscuras atraviesan la espesura del bosque y se internan en los rediles y los chiqueros causando masacres que alimentan las historias de terror que las madres cuentan a sus hijos para asustarlos si no obedecen.

A la cabeza del grupo va un espléndido macho, algunos dicen que se parece a aquel lobo mimoso que solía acercarse a los humanos, pero la ferocidad que lo caracteriza no hacen creíbles esas murmuraciones.

Las noches de luna llena un potente aullido sacude el bosque, el mismo que se oyó la tarde en que una chica desapareció cuando iba a dar de cenar a su abuela.

Tan solo una cabaña permanece habitada por una anciana, los servicios sociales intentan convencerla para llevarla a un lugar más seguro pero la octogenaria se opone alegando que ella está a salvo y protegida. Lo cierto es que nunca ha sido atacada por la manada, mientras que otros enclaves habitados o donde hay ganado han sufrido feroces asaltos de esos animales salvajes. Pareciera que un encantamiento amparase la cabaña de la anciana mujer.

 

Tras aullar largamente como siempre que hay luna llena, Mimoso baja de una roca para reunirse con el resto de la manada que le espera expectante.

—¿Dónde atacaremos hoy, jefe?

—El rebaño de ovejas que hay en el valle será nuestro festín de esta noche. No dejéis una viva. Y no me llaméis jefe: yo soy Feroz, mi nombre es Lobo Feroz.

 



NOTA: Esta adaptación de Caperucita Roja corresponde al proyecto que estamos desarrollando en el Colectivo Bremen para versionar los cuentos de los hermanos Grimm.

27 de agosto de 2024

Aguas turbulentas

 

El capitán mira absorto la llanura plena de cadáveres, aunque su vista se fija en un punto más allá del horizonte, mucho más lejos del campo de batalla; parece ausente.

—Señor, tan solo hemos sufrido cuarenta bajas, aunque el resto de los hombres están heridos, pero el enemigo ha sido aniquilado, más de dos mil, señor. Los indios que no han perecido en el combate se han suicidado antes de ser apresados. La victoria es nuestra.

Hernando de Soto no parece oír lo que su oficial le está comunicando, su pensamiento se halla a miles de kilómetros de allí, se niega a analizar la importante victoria conseguida, una más en su intensa carrera militar por el Nuevo Mundo. Su mente se quedó varada en los aposentos donde un rey inca terminó sus días.

Despacha con un gesto al oficial y este se retira extrañado dejando solo a su capitán con sus pensamientos.

De Soto recuerda cuánta ilusión albergaba su alma al desembarcar en Panamá con catorce años. Su destreza como jinete consiguió que lo nombraran capitán de caballería con solo veintitrés. La pericia con los caballos le reportó mérito y reconocimiento. Sonríe al recordar cómo le pedían que hiciera cabriolas con su montura dejando maravillados a los indios de las nuevas tierras conquistadas y también a su propios compatriotas. Nicaragua, Honduras, Perú…

Perú. Allí también dejó admirado al rey de aquel país con sus cabriolas ecuestres. Una admiración recíproca porque durante el vil cautiverio al que fue sometido el soberano del vasto imperio inca, De Soto inició una relación que se intensificó con el tiempo derivando en auténtica amistad.

Atahualpa era un monarca sereno, cabal, educado y… un buen amigo. Hernando, para hacer más liviana la cautividad a la que le sometieron Francisco Pizarro y sus hermanos, le enseñó a jugar al ajedrez, y el rey cautivo demostró una gran capacidad para ese juego. Aprendió la técnica rápidamente y se mostró como un alumno aventajado. Durante esas partidas hablaron de muchos temas, y ahí nació una amistad que solo la muerte pudo romper.

Pizarro, envidioso de las habilidades de su prisionero, aumentó su inquina hacia él. El extremeño, analfabeto e inculto, no podía soportar que su rehén aprendiera a leer y escribir, mientras que él necesitaba que le leyeran los documentos que se recibían de la corte. Tanto Atahualpa como el propio Hernando eran la antítesis del conquistador de los incas: atractivos, elegantes, sociables… Los odió con toda su alma. Sabedor del ascendiente de Hernando de Soto entre la tropa y los oficiales, lo separó de su enemigo cuando decidió que ejecutaría al inca; sabía que Hernando sería un problema y le mandó a someter unas tribus rebeldes, mientras que él asesinaba, con la vileza que siempre caracterizó todos sus actos, al rehén tras conseguir el rescate de oro y plata solicitado.

De Soto se encontraba en Cuzco cuando supo de la muerte de su amigo. Al enterarse rescató de sus pertenencias una de las piezas de ajedrez que el inca asesinado le dio en recuerdo de su amistad cuando se despidió de él: el rey negro. Con lágrimas apretó la pieza en la mano intentando doblegar la rabia y la impotencia ante tamaña infamia y tan injusta ejecución.

Regresó a España asqueado de las tropelías de los Pizarro. Allí se casó, leyó a Álvar Núñez Cabeza de Vaca y supo de sus aventuras por el norte del Nuevo Mundo (Sana, sana, colita de rana), un lugar aún inexplorado y lleno de sorpresas. Volvió a cruzar el océano. Su buena preparación, don de gentes, mano izquierda, lo convirtieron en gobernador de Cuba, pero él ansiaba aventura, ir más allá, a ese norte donde Cabeza de Vaca anduvo vagando más de una década.

Fue a Florida, llegó a Bahía de Caballos, las montañas Apalaches, el territorio de los indios creek[1], de los tanase[2]… alcanzó el río Yazú donde los indios choctaw les cerraron el paso en Mauvila[3] y donde ahora acaban de masacrar a toda la tribu. Esta victoria, como todas las anteriores, le deja indiferente, su mente regresa una y otra vez a los aposentos que sirvieron de celda a Atahualpa. Saca de un bolsillo de su jubón el rey negro: le duele la injusticia, le duele la pérdida.

—Hernando, ya está anocheciendo y aunque los hemos aniquilado puede que haya algún indio agazapado entre la maleza y se cobre su personal venganza matando al comandante de quienes acabaron con ellos, debes regresar al campamento.

Juan Ortiz, guía e intérprete de la expedición, toca preocupado el hombro de su capitán.

Hernando sonríe ante la inquietud de su fiel compañero.

—Tienes razón, aunque hayamos ganado holgadamente no hay que bajar la guardia nunca. Vamos y celebremos esta victoria.

Mientras se acercan al campamento, grandes piras de cadáveres empiezan a llenar de humo la pradera que solo unas horas antes fue escenario de un encarnizado enfrentamiento.

Juan Ortiz observa la pieza de ajedrez que su amigo lleva en la mano y sabe dónde van a parar sus pensamientos cuando el capitán porta ese trebejo.

—Aún le echas de menos.

—Siempre. He visto muchas barbaridades en todos los años que aquí llevo, pero el asesinato de Atahualpa… es algo que no puedo superar. Un porquerizo ensoberbecido por la codicia ejecutando al emperador de un vasto territorio. ¡Qué injusta es la vida, Juan!

—La existencia siempre busca equilibrio y su verdugo encontrará razonable castigo a su felonía[4].

—Eso ¿quién te lo enseñó? ¿Tu amada india? —le espeta Hernando con una carcajada tornando bruscamente su estado anímico.

Juan de Ortiz fue prisionero de una tribu india en tierras de Florida. Tras ser torturado, el cacique decidió ejecutarlo, pero su hija intercedió por él consiguiendo que además fuera liberado. El amor que la princesa le profesó era motivo de chanza entre sus allegados pues la mujer era una auténtica belleza, aun así, Juan decidió regresar con los suyos.

—No, me lo enseñó el cura de mi pueblo —responde el intérprete con el ceño fruncido—. Es cansino tanto recurrir a… aquel episodio de mi vida.

—No te enfades, Juan. Puede que tú quieras olvidarlo, pero estoy seguro de que ese episodio, como tú lo llamas, inspirará historias muy bonitas[5].

 

—No sé dónde quiere ir a parar este hombre, pardiez. Venga a vagar por territorios que no tienen más que indios belicosos y pantanos llenos de mosquitos. Estamos perdiendo el tiempo y la salud.

—No te quejes, Pelayo. Nuestro capitán es hombre cabal y sabe lo que se hace.

—Se supone que buscamos oro, ¿no? Pues aquí no hay, ya lo estamos comprobando desde hace casi tres años. Encima, cruzar este río del demonio nos ha costado grandes esfuerzos, vive Dios que la corriente es fuerte la de este Río Grande.

—Misisepe[6], así lo llaman los nativos, Pelayo.

—Como se llame, pero tanta penuria no ha servido de nada porque a este lado del río solo hay praderas infinitas sin una montaña, para ver esto no habría salido de Castilla. El capitán debería darse cuenta de que esta zona no tiene interés, que la conquisten otros, como los ingleses, por ejemplo.

—Pues aquí quiere don Hernando fundar una colonia.

—¿Para hacer qué? ¿Cultivar cereal y criar ganado? Eso ya lo hacía yo en mi pueblo. Esto es una estafa.

—Al menos los indios no nos molestarán, creen en el poder de nuestros frailes.

—¡Poder! Pura chiripa. Que se pusiera a llover después de plantar la cruz en esta orilla fue suerte, nada más.

—No blasfemes, Pelayo —replica el soldado asegurándose de que nadie más ha oído a su compañero—. Casualidad o no, el caso es que nos dejan en paz. Así podremos instalarnos, no sé por cuánto tiempo porque, tienes razón, aquí no hay nada de valor. Buena tierra y caza, pero eso… se parece a lo que tenemos en las Españas, la verdad.

—Espero que lo de instalarnos aquí sea solo temporal, mientras que nos reponemos de tanto esfuerzo y enfermedades, sobre todo el capitán, lleva muchos días con fiebre.

—Dicen que le han ungido los santos óleos. Yo no sé si son las fiebres lo que le tiene postrado o la pena de perder a su amigo Juan Ortiz cuando murió en aquel sitio que los indios llamaban Ola… Opla… Oklahoma.

 

La cabaña apesta a incienso y el ambiente viciado se hace irrespirable. Dos sacerdotes rezan plegarias junto al enfermo tendido en una cama empapado en sudor.

—No creo que pase de esta noche —dice el cirujano a Juan de Añasco, el oficial al mando mientras Hernando de Soto permanece aquejado de unas extrañas fiebres.

—¿De verdad, no podéis hacer nada por él? Parece que recupera el conocimiento.

—Solo está desvariando. Dice frases incoherentes y en su delirio cree jugar una partida de ajedrez con algún fantasma. Alucinaciones causadas por la fiebre.

—Bien, que sea lo que Dios disponga. Yo voy a preparar sus exequias. Los hombres temen que, cuando nos marchemos de aquí, su cuerpo sea profanado si lo enterramos.

—Tiradlo al río Misisepe.

—¿Cómo?

—Será una digna sepultura. Cruzando sus turbulentas aguas llegamos a tierras del Norte de América que jamás hollaron pies cristianos, justo es que esas mismas aguas reciban los restos de su descubridor.

 

El cadáver de Hernando de Soto ha sido introducido en un tronco hueco y lastrado para hundirlo en el lecho del río Misisepe. Entre las burbujas causadas por la inmersión, una pieza de ajedrez flota durante unos segundos para, acto seguido, sumergirse junto a su dueño y reposar por toda la eternidad en el fondo fluvial.

  




[1] Actual estado de Georgia en los EE. UU.

[2] Actual estado de Tennessee en los EE. UU.

[3] Actual estado de Alabama en los EE. UU.

[4] Francisco Pizarro, artífice de la ejecución de Atahualpa, fue asesinado en 1541 por sus propios hombres.

 [5] Dicen que la historia sobre la intercesión de la princesa india para salvar a Ortiz sirvió de inspiración para el personaje de Pocahontas.

[6] Misisipi será el nombre que tomará finalmente.





10 de julio de 2024

Cuentos del Espejo de Agua. Reseña kirkeniana.

 




Al borde de un palacio que mira al mar, junto a un foso de agua, hay una mujer: Zoraida. Desde poniente se acerca un hombre mayor, le acompaña otro más joven que lleva un libro precioso con pastas celestes y letras doradas, en él hay imágenes que aparecen y desaparecen, la representación de las historias que se proyectan en el agua del foso.

Zoraida le pide al joven que le cuente un cuento, «¡Busca en tus palabras la propiedad del lenguaje que sea capaz de enamorar a las estrellas!» y al hombre mayor le pide que busque en sus sueños «la luz intensa que te haga rejuvenecer cuando de mis labios salga el beso de la espera».

Con este inicio tan onírico y tan fantástico, comienza el libro de relatos «Cuentos del Espejo de Agua».

Entre sus páginas se van desgranando diferentes historias que Zoraida escucha y siente a través del reflejo del agua en el foso de su palacio. Hay historias con un final feliz o con un final desdichado, incluso hay historias con dos finales.

Que la palabra «cuento» que se encuentra en el título no lleve a engaño porque este no es un libro para niños, estos son cuentos al estilo de «Las mil y una noches,» de hecho, el autor hace un guiño/homenaje a esa obra.

Además de tener finales felices, no felices o más de uno, estas historias tienen poesía, y mucha, además. El lenguaje poético del que hace gala el autor, Francisco José Sánchez Muniz, es asombroso. Yo, que soy una inútil con la poesía, me he quedado enganchada y anonadada con el despliegue de adjetivos y metáforas.

Podría pararme más a hablar sobre el tipo de historias que el lector se puede encontrar, pero el autor, Francisco José Sánchez Muniz, hace una descripción fabulosa en el proemio, por lo que si alguno necesita más información que se haga con un ejemplar y se lo lea porque yo estoy aquí con una reseña kirkeniana y, los que ya me conocéis, sabéis que este tipo de publicaciones se alejan mucho de una reseña al uso.

Para que veáis que sigo fiel al espíritu de las reseñas a lo Kirke a partir de ahora dejaré de nombrar al autor con sus dos nombres y dos apellidos para dirigirme a él con el, mucho más cómodo, diminutivo de Paco. Pensaréis que es demasiada familiaridad y pensaréis bien, pero resulta que me une al autor, Paco, una relación especial, de ahí que se haya ganado aparecer por aquí.

Paco fue mi director de tesis doctoral.

Podríais pensar también que, siendo mi director de tesis, no voy a ser ecuánime y puede que sea así, pero os aseguro que lo bueno que diga de él no será coaccionada por los resultados de esa tesis porque me doctoré hace ya muchos años.

Durante la realización de aquella tesis comprobé lo bien amueblada que tiene la cabeza Paco. Su mente científica me deslumbró desde el inicio. Asustada («¿Qué pinto yo trabajando con este hombre?») y agradecida («¡Lo que estoy aprendiendo!») a partes iguales me dejé dirigir al tiempo que disfrutaba de su prosa… científica. Los artículos que acabaron publicados en diferentes revistas de ciencia fueron en su mayor parte una labor de él, yo casi, casi, solo fui la amanuense (y la que se pegaba con la estadística haciendo cientos de gráficas y tablas buscando una p significativa, pero esa es otra historia).

En la actualidad Paco es catedrático emérito de Nutrición en la facultad de Farmacia de la Universidad Complutense de Madrid. Si alguien tiene interés en indagar sobre su trayectoria profesional puede bucear en la red y emplear unas cuantas horas leyendo porque su curriculum vitae es muy extenso.

A lo que voy: yo ya sabía que Paco escribe muy bien, lo que no me podía imaginar es que también escribía ficción. Fuera del ámbito académico conocía sus otras aficiones como la de tocar la guitarra, cantar y contar chistes; lo de los chistes es algo que uno averigua de Paco en el minuto cero de conocerlo, es andaluz y ya se sabe, los andaluces antes se quedan sin respirar que sin contar un chiste. El caso es que de lo de escribir en plan creativo me enteré mucho más tarde, prácticamente finalizando ya mi tesis.

Cuando me dio por desahogarme escribiendo «Doctoranda al borde de un ataque de nervios» y al compartir ese compendio de penurias doctorales me enteré de que mi director, Paco, también escribía.

Empezó a mandarme alguno de sus relatos para que le diera mi opinión y flipé en colores. «¿Dónde tienes esto, Paco?» «Guardado en una carpeta del ordenador» «¡No, hombre, no! Esto merece ser leído por más gente.»

Fue así como primero abrió un blog y luego se decidió a mandar algunos relatos a revistas y asociaciones de escritores noveles. Quiero presumir, y presumo, de que el empujoncito para que se animara a compartir sus escritos salió de mí.

En nuestra relación académica se había filtrado un virus contagioso: la escritura creativa. No solo nos gustaba la ciencia y nos dedicábamos a ella (con mejores resultados él que yo), también nos molaba escribir historias.

Nos presentamos a algunos concursos, participamos en foros de literatura e, incluso, hemos publicado juntos en antologías con otros autores. La última colaboración fue con el colectivo literario Bremen (que yo le presenté) en «Decamerón del siglo XXI».

Recuerdo con una sonrisa cómo, entre una estadística horrenda y el rechazo de una editorial para publicar un artículo de mi tesis, Paco me mandaba uno de sus cuentos. «Anda, échale un vistazo y dime qué te parece», entonces yo desconectaba del súper cabreo originado por los resultados doctorales, dejaba de lanzar maldiciones a los editores que me habían tumbado el artículo y me evadía con las historias que generosamente me mandaba mi director.

En algunas ocasiones, pocas, hasta me permití el lujo de corregirle, ¡toma ya! Además, él, como es tan buena persona, no se lo tomaba a mal y encima me hacía caso. Un cielo.

De hecho, entre las frases introductorias del libro aparece lo siguiente: «A mis musas que fueron capaces de aguantar mis desconocimientos lingüísticos y corregirlos». Diréis que soy una vanidosa, pero yo me he dado por aludida.

En resumidas cuentas, puedo presumir, y presumo, de que he asistido al despegue de Paco como escritor creativo desde sus inicios por eso es motivo de orgullo y satisfacción estar escribiendo esta reseña sobre su primer libro publicado en solitario.

En junio fue la presentación del libro en Madrid y ahí estaba yo, toda orgullosa ante el éxito de mi mentor académico. Hubo lleno hasta la bandera y fue un acto muy bonito, pero para bonita la dedicatoria que me escribió en mi ejemplar.




           Ese «Te admiro» me dejó con la boca abierta durante varios minutos. Tengo esa frase enmarcada, cuando me deprimo y me siento una inútil, la leo y me vengo arriba.

Podríais pensar que me estoy pasando en halagos porque me puede la conexión con mi director de tesis. Es muy fácil sacaros del error: vosotros podéis averiguar qué bien escribe Paco leyendo este libro y disfrutando de historias llenas de magia y poesía.




Venta online: Cuentos del Espejo de Agua

 

 

 

 


5 de julio de 2024

No encuentro la diferencia

 


No sé a qué viene tanta discusión sobre mi forma de actuar. Unos me tratan de traidor, otros de justiciero. Mis detractores me apodan el Renegado, mis partidarios, Guerrero. Quienes me acusan de traición dicen que este Nuevo Mundo me ha cambiado, pero yo creo que sigo siendo el mismo hombre que partió hace más de treinta años de mi Huelva natal.

Es cierto que nada más llegar a las tierras que nuestro almirante Colón descubrió todo me resultó extraño, pero, poco a poco, pude comprobar que las diferencias no eran tantas.

En el primer lugar donde recalé, una encomienda de una isla de los caribes, mi misión fue cazar indios para esclavizarlos. Esclavo a mí me hicieron cuando los cocomes[1] me capturaron al recalar en una playa tras naufragar cuando íbamos desde Tierra Firme a La Española. El esclavista esclavizado, tiene guasa.

Cuando los naipes vienen mal y pintan bastos hay que aceptar lo que la vida nos reparte, por eso me sometí con resignación a mi cautiverio, pero mis enemigos lo llaman cobardía. De cobarde también me tachó mi propio compañero de penurias esclavizado al tiempo que yo, Jerónimo de Aguilar, un ex diácono reciclado en soldado y al que sus rígidas creencias religiosas le provocaban un exacerbado odio a todo aquel que no fuera cristiano.

Jerónimo nunca renunció, en todos los años que vivimos juntos, a convencerme para escapar. Al principio le hice caso y así conseguimos huir de los terribles cocomes, para ser apresados por los tutul ixúes[2]; saltamos del cazo a la sartén. Con nuestros nuevos amos a mí se me quitaron las ganas de volver a intentarlo a pesar de no tener carceleros, mas no hacían falta: la selva que nos rodeaba era la reja y los grilletes el cansancio que nos ataba después de jornadas interminables recogiendo maíz o acarreando piedra.

Aquí me tocó trabajar como una mula, igual que en Huelva.

Ahora tengo que combatir, lo mismo que al otro lado del océano. Allí fue en la toma de Granada luchando contra el moro o contra el francés en la guerra de Nápoles. Aquí lo hago contra otras tribus que intentan quedarse con nuestras mujeres y nuestras tierras o contra los barbudos que vienen de, igual que yo, más allá del mar, y que pretenden lo mismo: arrebatarnos lo nuestro.

Hasta la manera de guerrear es igual, pero solo desde que estoy en estas tierras porque de eso yo soy el responsable. Cuando el jefe Taxmar nos llevó a Jerónimo y a mí a frenar una de las incursiones de los cocomes, nuestra manera de luchar le llamó la atención. Fui soldado de los tercios, al mando de don Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, y fui adiestrado en el combate sistemático, donde el compañero asiste y refuerza la propia posición haciendo de la lucha una cuestión de equipo. Aquí, los indios, antes de que yo les enseñara, solo sabían acometer individualmente con toda su fiereza, que es mucha, pero poco efectiva si se ha de ganar a un ejército. Todas estas virtudes supo apreciarlas el jefe Taxmar y me encargó que adiestrara a sus hombres. A Jerónimo le disgustó mi colaboración, no perdía ocasión de echármelo en cara, «Eres un vendido», «No te das cuenta de que esa gente es hereje y enemiga de Nuestro Señor y de Su Majestad» «Cristo está disgustado contigo»… Así todo el día. ¡Qué pesado! Pero, lo cierto, es que el trato hacia mi persona mejoró, así como mi posición en el poblado. Menos mal que dejé de soportar a Jerónimo y sus miraditas de reproche cuando me entregaron como lugarteniente a Balam, el jefe militar de los cheles[3]. Conseguí prestigio adiestrando más guerreros mayas y gané la libertad cuando salvé del ataque de un caimán al que, hasta ese día, fue mi amo. En La Española también solíamos liberar de la esclavitud al siervo leal, pues aquí lo mismo.

No hay tanto cambio y no creo haber cambiado nada, aquí casi todo es muy parecido, tan solo existen pequeñas diferencias.

En los templos cristianos se emplea el incienso, en los de aquí el copal; en cualquier caso, los sahumerios buscan enmascarar el mal olor. Los curas de Huelva eran sucios y apestaban a vino y sudor; aquí, los sacerdotes van igual de sucios, llevan la túnica y el pelo con restos desecados de la sangre de sus víctimas sacrificadas y apestan lo mismo. Sí es cierto que en las ceremonias religiosas de España lo de sacrificar es más sutil: en misa comemos la sangre y el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo simbolizados con el vino y el pan, mientras que aquí se dejan de simbolismos y la sangre procede del pobre desgraciado al que le suben al altar donde le abren el pecho y le extraen el corazón para luego devorarlo.

Los devotos creyentes también se comportan muy parecido. Allí, al otro lado del mar, se flagelan las espaldas o laceran el cuerpo mediante cilicios, aquí se agujerean la lengua y los labios como ofrendas a sus dioses. Dolor absurdo en cualquiera de los casos.

En ciertas minucias puede que sí que se note más la diferencia. La comida podría ser una de ellas. Reconozco que echo de menos un buen jamón y un buen chorizo, aquí no conocen el cerdo, pero tienen a cambio algo delicioso y que me hace olvidar el tocino y hasta perder el sentido: el chocolate. El deleite que sentí la primera vez que lo probé me hizo creer que estaba tocando el cielo, ese que prometen tanto los sacerdotes de allí como los de aquí pero que yo solo vislumbro cuando me tomo una jícara de ese alimento de dioses.

Una sensación parecida experimento cuando me pongo a fumar, el humo de la planta que aquí llaman tabaco se expande por los pulmones y relaja mente y cuerpo. Jerónimo me decía que eso no podía ser bueno, que estaba maltratando mi salud, pero él siempre ve maldad en todo lo que causa placer. ¡Demontre de diácono!

Me he tatuado la cara con los símbolos que representan al animal asociado a mi espíritu que, según el chamán, es el jaguar. Me laceré la piel para marcar las rayas que asemejan los bigotes de esa majestuosa bestia. Lástima que la barba me las tape y no se vean, pero rasurarme constantemente es algo tedioso y, además, con el tiempo, mis vecinos han asumido ese rasgo tan feo de mi fisionomía.

Siempre he soñado con formar un hogar y una familia, y eso es lo que tengo ahora. Que el cacique NaChanCam me ofreciera como esposa a una de sus hijas fue todo un honor y un alivio al comprobar que, de todas sus hermanas, era la única que no bizqueaba[4]. He aceptado muchos ritos y costumbres de este pueblo maya, pero considerar guapos a los bisojos es algo por lo que no paso. La bella ZazilHá (bella para mí, para sus parientes un adefesio) me ha regalado durante estos años amor y atenciones, además de tres hijos que son la muestra palpable de mi felicidad.

Me siento parte de este pueblo, estoy bien, mucho mejor que en Huelva de donde hui del hambre y la desgracia. Cuando me despierto, en la playa y bajo las palmeras, disfruto de los espléndidos amaneceres que esta península del Yucatán regala. A veces me da por pensar que si mis compatriotas supieran de este lugar paradisíaco acudirían en masa a pasar semanas de asueto.

¿Qué más puedo pedir? Que no venga nadie a molestarme.

Quiero vivir tranquilo, sin ningún problema, y problema supuso la llegada de un barco al mando del capitán Hernández de Córdoba, una mala bestia que tuve el dudoso privilegio de conocer cuando estuve a sus órdenes en mi época de esclavista. Unos mensajeros le contaron a mi suegro que varios barbudos como yo habían fondeado frente a nuestras costas. Alerté al cacique y nos pusimos en guardia; decidí comprobar cuán efectivo había sido mi adiestramiento militar con sus guerreros, con los míos, ahora.

En el momento de enfrentarnos a los soldados de Hernández de Córdoba, reconozco que no las tenía todas conmigo, pero el caso es que los hicimos huir.

Me rio a carcajadas al recordar la cara de estupor del capitán cuando, ante la carga de sus hombres, los míos esperaron, agachados y en disciplinado orden, sujetando un remedo de picas que yo mandé fabricar, mientras otra facción de la escuadra estaba lista para atacar con las espadas al tiempo que los arqueros detrás disparaban dardos envenenados (hubiera preferido arcabuces, que es el arma que utilizábamos en los tercios, pero hay que adaptarse con lo que uno tiene). Semejante maniobra no se la esperaban y fueron derrotados.

Se fueron, pero volvieron. Esta vez al mando de Juan de Grijalva y, de nuevo, los hicimos huir.

Fue entonces cuando corrió la voz de que un renegado estaba enseñando las tácticas de combate españolas a los indígenas y me empezaron a llamar de todo. Al tiempo que mi felonía crecía entre mis antiguos camaradas, mi ascendiente se agrandaba entre mi nuevo pueblo de adopción.

Renegado para unos, Guerrero para otros. Entre todos me han despojado del nombre. Gonzalo de Arona nací, pero ahora me apodan Guerrero, y así creo que me acabarán llamando mucho tiempo después de que yo deje de caminar sobre la tierra.

Hace unos años vino un mensajero desde Cozumel: un nuevo capitán, Hernán Cortés, supo de mi existencia, y me buscó. Quería que me uniera a su tropa, que me llevara también a mi esposa e hijos, que seríamos recibidos con los brazos abiertos. Rechacé la oferta.

Aquí estoy bien, no quiero regresar a ningún otro sitio que no sea mi humilde y acogedora cabaña en el interior de la selva.

Quien sí aceptó el ofrecimiento fue Jerónimo de Aguilar, creo que se convirtió en el intérprete de ese capitán y que tuvo un papel importante en conseguir que los españoles llegaran hasta la capital de los mexicas, Tenochtitlán.

Más de dos décadas llevo rechazando a mis compatriotas, a los de antes. Yucatán es un hueso duro de roer; mientras imperios como el azteca ya han sucumbido, nuestro pueblo, el mío de ahora, resiste. Entre los mayas celebran cada victoria como si fuera el final de la guerra, pero sé que la guerra no ha terminado y que volverán más y serán ellos los que acaben venciendo.

 Ya queda poco. Mi adiestramiento los han frenado, he conseguido derrotar al enemigo utilizando sus mismas tácticas, pero ellos son más. No podemos vencer. Nos acosan y esto se termina. 

Seguramente acabe muerto, rodeado de amigos, de un lado y del otro del mar, luchando por lo que considero justo, como ellos, como nosotros. Matar o morir. Igual que siempre. No encuentro la diferencia.




NOTA HISTÓRICA: Gonzalo de Arona, más conocido por Gonzalo Guerrero, es considerado el padre del mestizaje por simbolizar la unión de dos pueblos al integrarse y adoptar como propio el modo de vida de los mayas. Su tenaz oposición a la invasión española le valió el apodo de traidor o Renegado, máxime cuando enseñó a los indígenas las tácticas militares de sus antiguos compatriotas.

Uno de los estados de la nación de México lleva el nombre de Guerrero en su honor.





[1] Indios mayas de la península del Yucatán.

[2] Indios mayas del Yucatán enemigos de los cocomes.

[3] Indios mayas del Yucatán, aliados de los tutul ixúes.

[4] Entre el pueblo maya se consideraba un signo de belleza y distinción ser bizco de tal manera que, a muchos miembros de la nobleza, desde recién nacidos, se les ataba un palo en la frente con una bola colgando entre los dos ojos para forzar el estrabismo.





23 de junio de 2024

El bien nacido desagradecido

 

Siguiendo las premisas del taller de escritura Bremen, versiono otro cuento de los hermanos Grimm, El enano saltarín. Vaya por delante que no conocía dicho cuento y me tuve que documentar antes de ponerme a escribir lo que viene a continuación. Por si a algún lector le ocurre lo mismo que a mí, aquí tiene un enlace con el cuento original: El enano saltarín.


El currículum de Zacarías era extraordinario. En su expediente académico se contaban las asignaturas de la carrera de Farmacia por matrículas de honor.

En realidad, Zacarías no era ningún cerebrito. El mérito se lo debía a su padre, que tampoco es que tuviera mucha inteligencia, pero sí mucho dinero. El papá, un terrateniente con vastas fincas en Extremadura, ganaba buenos caudales gracias a las piaras de cerdos ibéricos que comían bellotas a la sombra de frondosas encinas. El criador de cerdos se encargó de que su retoño obtuviera excelentes calificaciones a base de regalar con prodigalidad manifiesta jamones de pata negra. Una pequeña universidad, ubicada muy cerca de su localidad, facilitó que la generosidad del magnate porcino fuera bien recibida pues los apuros económicos por los que atravesaba la institución la convirtió en un fácil objetivo para dejarse sobornar; los magros salarios que pagaba a sus profesores se veían compensados con el suministro de embutidos ibéricos de muy alta calidad.

Tras terminar la carrera, Zacarías no tenía muchas ganas de dedicarse al noble arte de vender remedios para las enfermedades. La botica que su padre quería costearle no le resultaba atractiva. Aún menos le apetecía hacerse cargo de la gestión de las fincas con los cerdos y sus jamones. Zacarías quiso seguir en la universidad, y decidió realizar una tesis doctoral.

Sin embargo, la pequeña universidad de provincias no era suficiente para Zacarías que aspiraba a mucho más. Tanta matrícula de honor se le había subido a la cabeza y se creyó que estaba tan bien preparado como su expediente reflejaba cuando, en realidad, no tenía ni idea de nada. A veces, hasta omitía la tilde en uno de sus apellidos: Ramírez.

Se fue a Madrid en pos de unos horizontes más amplios que los que le proporcionaban las dehesas de su familia. Recaló en una universidad con tan pocos recursos como la de su provincia, pero con muchísimo más prestigio y calidad.

¡Es fantástico!

Toribio Liencres, director del departamento de Farmacología, leía el CV de Zacarías con asombro y admiración. Que semejante portento quisiera fichar por su equipo era todo un honor y un zasca en toda la boca para el jefe de Parasitología que se lo tenía muy creído desde que le habían publicado un artículo en Nature. Seguro que con este nuevo fichaje el ratio de publicaciones y sus índices de impacto subirían como la espuma.  

Te pondremos en un proyecto de investigación sobre terapias anticoagulantes pues veo que tu Trabajo Fin de Grado fue sobre «Coagulación y trombogénesis en pacientes con elevado riesgo cardiovascular», así que tienes una buena preparación en ese campo le ofreció el profesor Liencres.

Zacarías asintió complacido, engañándose a sí mismo al obviar que el TFG al que hacía alusión su interlocutor fue medio copiado de otro que encontró en internet y que terminó de ajustar con inteligencia artificial.

Empezarás a realizar unas pruebas en ratones sobre el efecto de la heparina frente a la warfarina y cómo afectan a los niveles de tromboxanos, prostaglandinas y leucotrienos, evaluando, también, la agregación plaquetaria.

Zacarías siguió asintiendo e ignorando igualmente que no tenía ni idea de lo que era un leucotrieno, una prostaglandina o un tromboxano. Tan solo había entendido que trabajaría con ratones, algo que lo serenó un poco porque, al menos, no habría daños personales que lamentar.  

Tras ultimar con Liencres los detalles de su ingreso en el departamento, Zacarías se sentó en un banco del campus y empezó a sudar copiosamente. Se había metido en un buen berenjenal. Cuando levantó la cabeza comprobó que a su lado se encontraba una chica menuda, con la piel muy blanca y el pelo lacio, los gruesos cristales de sus gafas delataban una avanzada miopía.

Puedo ayudarte espetó la recién llegada a modo de saludo.

No creo. Me he metido en un buen lío. Esto, tarde o temprano, iba a estallarme.

Yo puedo evitarlo. ¿Qué tienes que hacer?

Zacarías, sin saber muy bien por qué, le contó a la chica lo que acababa de suceder en el despacho del profesor Liencres.

No te preocupes. Pásame lo que tienes que medir que yo me ocupo. Confía en mí. Pero mi colaboración tiene un precio.

Sí, sí, claro contestó rápidamente Zacarías. Yo te paso un cheque con la cantidad que me pidas, o si prefieres una transferencia…

Solo quiero que me incluyas en el artículo que se publique a raíz de los datos que yo te daré. Me llamo María Espadacajuenquerelay.

Como tú digas dijo Zacarías al que le pareció que la transacción con aquella desconocida le iba a salir barata.

Dos días después, le llegó un correo electrónico con una hoja de cálculo donde aparecían los valores de las supuestas pruebas que él tendría que haber realizado. Además, esos resultados eran claramente significativos.

¡Cojonudo! exclamó el profesor Liencres valorando la información que le suministró su doctorando. Esto va al British Medical Journal, a ver si hay suerte.

Resultó que sí hubo suerte porque la prestigiosa revista científica aceptó el artículo y lo publicó. La que no tuvo tanta fortuna fue la verdadera autora de los resultados ya que a la ayudante en la sombra de Zacarías no se la mencionaba en el trabajo en ningún momento.

Muchacho, esto sí que ha sido un excelente bautismo de fuego dijo el director del departamento palmeando la espalda de Zacarías. Vamos a seguir. Deberías valorar los factores genéticos y cómo influyen en la efectividad de los fármacos estudiados. Enfrenta dos modelos: ratones knout out frente a ratones C57BL/6. Espero noticias tuyas en breve.

Zacarías, que creía haber ya cumplido su misión en el departamento con la publicación en BMJ, salió del despacho del director con los ánimos por el suelo. Volvió al banco donde se encontró a su hada madrina por ver si se acercaba de nuevo, aunque al no ser fiel al trato puede que no quisiera ni verlo, eso en el mejor de los casos.

No cumpliste tu palabra dijo la chica apareciendo, otra vez, por sorpresa.

¡Hola! Pensaba que no querrías verme. Tienes razón, no hice lo que me pediste, pero es que soy nuevo en el departamento y no sabía cómo justificar que apareciera el nombre de una desconocida. Además, creo que apunté mal tu apellido y no tenía manera de contactar contigo para que me confirmaras la grafía. ¿Te llamas Escalacarelay?

María Espadacajuenquerelay.

Espera, que lo apunto. La próxima vez te incluiré en el trabajo, lo prometo.

La chica pareció conforme. Tras averiguar la nueva tarea de su protegido se marchó sin decir una palabra más.

A los pocos días los resultados de los experimentos aparecieron en el correo de Zacarías. Tras enseñárselos al director decidieron enviarlos a una revista de mayor impacto que la anterior y el artículo fue aceptado y publicado. El nombre de la verdadera autora no aparecía en él.

Cinco artículos más sufrieron el mismo proceso, María se encargaba de obtener los resultados y Zacarías se llevaba el mérito publicando en revistas científicas de renombre. Era la admiración del departamento, máxime cuando nadie recordaba haberlo visto trabajar en el laboratorio, algo que él explicaba diciendo que era un hombre de costumbres nocturnas y que se ponía a la tarea por la noche. Como, por las mañanas, el laboratorio aparecía con muestras de haber sido utilizado (nadie sospechaba que quien visitaba el lugar por la noche era María) creyeron las razones del nuevo fichaje que tantas alegrías estaba proporcionando a todo el departamento.

Bueno, chaval. Ya es hora de que escribas tu tesis le dijo un día el director a Zacarías, vas derechito al estrellato científico. En un mes espero que me envíes el borrador.

De nuevo, Zacarías recurrió a María. No sabía por qué, a pesar de su continuo incumplimiento del trato, ella seguía trabajando para él. Pero ya solo quedaba el último trámite: conseguir el doctorado.

Yo te escribo la tesis. No temas. Pero esta vez el pago será distinto. Quiero que me pongas como tu directora.

Zacarías iba a protestar, si difícil era explicar la inclusión en un artículo de alguien a quien nadie conocía en el departamento, imposible sería justificar que la dirección de la tesis fuera a parar a una desconocida. Pero no le dijo nada, si había incumplido hasta ahora sus tratos, igualmente podía prometer lo que María le pedía para luego no hacer nada de lo prometido.

***

Hoy era el gran día. El tribunal dispuesto en su mesa esperaba el comienzo de la exposición del doctorando, el padre de Zacarías, mezclado entre el público asistía orgulloso al momento en que su retoño se convertiría en doctor, el más alto grado académico que se puede obtener, todo el departamento de Farmacología se distribuía por la sala para presenciar la defensa de la estrella de la facultad.

Mientras, Zacarías observaba desde su atril que la nueva directora de su tesis no apareciera, tal como le había prometido María. Había sido toda una hazaña conseguir convencer al profesor Liencres de la inclusión de María como tutora de la tesis.

Es una profesora de la universidad de Guacayamba y me ha ayudado desde la distancia.

¿Guacayamba? preguntó escéptico el profesor

Sí. Es un centro universitario ubicado en la selva, en Centroamérica. Se dedican a experimentar con monos y otros bichos que viven solo allí y que solo allí permiten las leyes experimentar con ellos.

El argumento era peregrino, pero el nivel de la publicaciones de Zacarías le permitía ciertas excentricidades por muy increíbles que fueran algunas y así se libró.

Ahora solo esperaba que María no hiciera acto de presencia, la lejanía de su supuesta ubicación y las malas comunicaciones de la selva con los territorios civilizados explicarían su ausencia.

Sin embargo, un mensaje en el móvil de Zacarías recibido a primera hora de la mañana hizo saltar las alarmas.

«Hay un error en mi apellido en la tesis. Está mal escrito.»

¡Bah! Qué más dará, el nombrecito se las trae. Da lo mismo. Nadie se va a dar cuenta se dijo sin darle demasiada importancia.

Salió al estrado y se dispuso a defender su tesis. Al dar al ordenador, la presentación que tan primorosamente le había preparado María no se cargó porque donde debería estar el power point la carpeta decía estar vacía.

Disculpe el tribunal por este fallo informático se excusó Zacarías con un hilo de voz. Aquello tenía mala pinta.

Sacó del bolsillo de su chaqueta un pen donde tenía una copia del fichero «por si acaso». Ahí sí estaba el power point y, aliviado, lo cargó en el proyector de la sala. Cuando le dio a iniciar en lugar de aparecer la portada de su flamante tesis salió la foto de una piara de cerdos donde las cabezas habían sido sustituidas por la cara de él mismo. Todos los presentes comenzaron a reír, salvo el tribunal al que aquello le pareció una broma fuera de lugar.

Zacarías, histérico comenzó a darle al avance de la presentación donde, a cada diapositiva que aparecía se sumaban más fotos de cerdos. Eran 77 diapositivas, aquello debería finalizar. En la última, en lugar de cerdos aparecía el siguiente mensaje:

Espadacajuenquerelay, Espadacajuenquerelay, Espadacajuenquerelay y el gruñido de un cerdo.




Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores