Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

10 de julio de 2024

Cuentos del Espejo de Agua. Reseña kirkeniana.

 




Al borde de un palacio que mira al mar, junto a un foso de agua, hay una mujer: Zoraida. Desde poniente se acerca un hombre mayor, le acompaña otro más joven que lleva un libro precioso con pastas celestes y letras doradas, en él hay imágenes que aparecen y desaparecen, la representación de las historias que se proyectan en el agua del foso.

Zoraida le pide al joven que le cuente un cuento, «¡Busca en tus palabras la propiedad del lenguaje que sea capaz de enamorar a las estrellas!» y al hombre mayor le pide que busque en sus sueños «la luz intensa que te haga rejuvenecer cuando de mis labios salga el beso de la espera».

Con este inicio tan onírico y tan fantástico, comienza el libro de relatos «Cuentos del Espejo de Agua».

Entre sus páginas se van desgranando diferentes historias que Zoraida escucha y siente a través del reflejo del agua en el foso de su palacio. Hay historias con un final feliz o con un final desdichado, incluso hay historias con dos finales.

Que la palabra «cuento» que se encuentra en el título no lleve a engaño porque este no es un libro para niños, estos son cuentos al estilo de «Las mil y una noches,» de hecho, el autor hace un guiño/homenaje a esa obra.

Además de tener finales felices, no felices o más de uno, estas historias tienen poesía, y mucha, además. El lenguaje poético del que hace gala el autor, Francisco José Sánchez Muniz, es asombroso. Yo, que soy una inútil con la poesía, me he quedado enganchada y anonadada con el despliegue de adjetivos y metáforas.

Podría pararme más a hablar sobre el tipo de historias que el lector se puede encontrar, pero el autor, Francisco José Sánchez Muniz, hace una descripción fabulosa en el proemio, por lo que si alguno necesita más información que se haga con un ejemplar y se lo lea porque yo estoy aquí con una reseña kirkeniana y, los que ya me conocéis, sabéis que este tipo de publicaciones se alejan mucho de una reseña al uso.

Para que veáis que sigo fiel al espíritu de las reseñas a lo Kirke a partir de ahora dejaré de nombrar al autor con sus dos nombres y dos apellidos para dirigirme a él con el, mucho más cómodo, diminutivo de Paco. Pensaréis que es demasiada familiaridad y pensaréis bien, pero resulta que me une al autor, Paco, una relación especial, de ahí que se haya ganado aparecer por aquí.

Paco fue mi director de tesis doctoral.

Podríais pensar también que, siendo mi director de tesis, no voy a ser ecuánime y puede que sea así, pero os aseguro que lo bueno que diga de él no será coaccionada por los resultados de esa tesis porque me doctoré hace ya muchos años.

Durante la realización de aquella tesis comprobé lo bien amueblada que tiene la cabeza Paco. Su mente científica me deslumbró desde el inicio. Asustada («¿Qué pinto yo trabajando con este hombre?») y agradecida («¡Lo que estoy aprendiendo!») a partes iguales me dejé dirigir al tiempo que disfrutaba de su prosa… científica. Los artículos que acabaron publicados en diferentes revistas de ciencia fueron en su mayor parte una labor de él, yo casi, casi, solo fui la amanuense (y la que se pegaba con la estadística haciendo cientos de gráficas y tablas buscando una p significativa, pero esa es otra historia).

En la actualidad Paco es catedrático emérito de Nutrición en la facultad de Farmacia de la Universidad Complutense de Madrid. Si alguien tiene interés en indagar sobre su trayectoria profesional puede bucear en la red y emplear unas cuantas horas leyendo porque su curriculum vitae es muy extenso.

A lo que voy: yo ya sabía que Paco escribe muy bien, lo que no me podía imaginar es que también escribía ficción. Fuera del ámbito académico conocía sus otras aficiones como la de tocar la guitarra, cantar y contar chistes; lo de los chistes es algo que uno averigua de Paco en el minuto cero de conocerlo, es andaluz y ya se sabe, los andaluces antes se quedan sin respirar que sin contar un chiste. El caso es que de lo de escribir en plan creativo me enteré mucho más tarde, prácticamente finalizando ya mi tesis.

Cuando me dio por desahogarme escribiendo «Doctoranda al borde de un ataque de nervios» y al compartir ese compendio de penurias doctorales me enteré de que mi director, Paco, también escribía.

Empezó a mandarme alguno de sus relatos para que le diera mi opinión y flipé en colores. «¿Dónde tienes esto, Paco?» «Guardado en una carpeta del ordenador» «¡No, hombre, no! Esto merece ser leído por más gente.»

Fue así como primero abrió un blog y luego se decidió a mandar algunos relatos a revistas y asociaciones de escritores noveles. Quiero presumir, y presumo, de que el empujoncito para que se animara a compartir sus escritos salió de mí.

En nuestra relación académica se había filtrado un virus contagioso: la escritura creativa. No solo nos gustaba la ciencia y nos dedicábamos a ella (con mejores resultados él que yo), también nos molaba escribir historias.

Nos presentamos a algunos concursos, participamos en foros de literatura e, incluso, hemos publicado juntos en antologías con otros autores. La última colaboración fue con el colectivo literario Bremen (que yo le presenté) en «Decamerón del siglo XXI».

Recuerdo con una sonrisa cómo, entre una estadística horrenda y el rechazo de una editorial para publicar un artículo de mi tesis, Paco me mandaba uno de sus cuentos. «Anda, échale un vistazo y dime qué te parece», entonces yo desconectaba del súper cabreo originado por los resultados doctorales, dejaba de lanzar maldiciones a los editores que me habían tumbado el artículo y me evadía con las historias que generosamente me mandaba mi director.

En algunas ocasiones, pocas, hasta me permití el lujo de corregirle, ¡toma ya! Además, él, como es tan buena persona, no se lo tomaba a mal y encima me hacía caso. Un cielo.

De hecho, entre las frases introductorias del libro aparece lo siguiente: «A mis musas que fueron capaces de aguantar mis desconocimientos lingüísticos y corregirlos». Diréis que soy una vanidosa, pero yo me he dado por aludida.

En resumidas cuentas, puedo presumir, y presumo, de que he asistido al despegue de Paco como escritor creativo desde sus inicios por eso es motivo de orgullo y satisfacción estar escribiendo esta reseña sobre su primer libro publicado en solitario.

En junio fue la presentación del libro en Madrid y ahí estaba yo, toda orgullosa ante el éxito de mi mentor académico. Hubo lleno hasta la bandera y fue un acto muy bonito, pero para bonita la dedicatoria que me escribió en mi ejemplar.




           Ese «Te admiro» me dejó con la boca abierta durante varios minutos. Tengo esa frase enmarcada, cuando me deprimo y me siento una inútil, la leo y me vengo arriba.

Podríais pensar que me estoy pasando en halagos porque me puede la conexión con mi director de tesis. Es muy fácil sacaros del error: vosotros podéis averiguar qué bien escribe Paco leyendo este libro y disfrutando de historias llenas de magia y poesía.




Venta online: Cuentos del Espejo de Agua

 

 

 

 


5 de julio de 2024

No encuentro la diferencia

 


No sé a qué viene tanta discusión sobre mi forma de actuar. Unos me tratan de traidor, otros de justiciero. Mis detractores me apodan el Renegado, mis partidarios, Guerrero. Quienes me acusan de traición dicen que este Nuevo Mundo me ha cambiado, pero yo creo que sigo siendo el mismo hombre que partió hace más de treinta años de mi Huelva natal.

Es cierto que nada más llegar a las tierras que nuestro almirante Colón descubrió todo me resultó extraño, pero, poco a poco, pude comprobar que las diferencias no eran tantas.

En el primer lugar donde recalé, una encomienda de una isla de los caribes, mi misión fue cazar indios para esclavizarlos. Esclavo a mí me hicieron cuando los cocomes[1] me capturaron al recalar en una playa tras naufragar cuando íbamos desde Tierra Firme a La Española. El esclavista esclavizado, tiene guasa.

Cuando los naipes vienen mal y pintan bastos hay que aceptar lo que la vida nos reparte, por eso me sometí con resignación a mi cautiverio, pero mis enemigos lo llaman cobardía. De cobarde también me tachó mi propio compañero de penurias esclavizado al tiempo que yo, Jerónimo de Aguilar, un ex diácono reciclado en soldado y al que sus rígidas creencias religiosas le provocaban un exacerbado odio a todo aquel que no fuera cristiano.

Jerónimo nunca renunció, en todos los años que vivimos juntos, a convencerme para escapar. Al principio le hice caso y así conseguimos huir de los terribles cocomes, para ser apresados por los tutul ixúes[2]; saltamos del cazo a la sartén. Con nuestros nuevos amos a mí se me quitaron las ganas de volver a intentarlo a pesar de no tener carceleros, mas no hacían falta: la selva que nos rodeaba era la reja y los grilletes el cansancio que nos ataba después de jornadas interminables recogiendo maíz o acarreando piedra.

Aquí me tocó trabajar como una mula, igual que en Huelva.

Ahora tengo que combatir, lo mismo que al otro lado del océano. Allí fue en la toma de Granada luchando contra el moro o contra el francés en la guerra de Nápoles. Aquí lo hago contra otras tribus que intentan quedarse con nuestras mujeres y nuestras tierras o contra los barbudos que vienen de, igual que yo, más allá del mar, y que pretenden lo mismo: arrebatarnos lo nuestro.

Hasta la manera de guerrear es igual, pero solo desde que estoy en estas tierras porque de eso yo soy el responsable. Cuando el jefe Taxmar nos llevó a Jerónimo y a mí a frenar una de las incursiones de los cocomes, nuestra manera de luchar le llamó la atención. Fui soldado de los tercios, al mando de don Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, y fui adiestrado en el combate sistemático, donde el compañero asiste y refuerza la propia posición haciendo de la lucha una cuestión de equipo. Aquí, los indios, antes de que yo les enseñara, solo sabían acometer individualmente con toda su fiereza, que es mucha, pero poco efectiva si se ha de ganar a un ejército. Todas estas virtudes supo apreciarlas el jefe Taxmar y me encargó que adiestrara a sus hombres. A Jerónimo le disgustó mi colaboración, no perdía ocasión de echármelo en cara, «Eres un vendido», «No te das cuenta de que esa gente es hereje y enemiga de Nuestro Señor y de Su Majestad» «Cristo está disgustado contigo»… Así todo el día. ¡Qué pesado! Pero, lo cierto, es que el trato hacia mi persona mejoró, así como mi posición en el poblado. Menos mal que dejé de soportar a Jerónimo y sus miraditas de reproche cuando me entregaron como lugarteniente a Balam, el jefe militar de los cheles[3]. Conseguí prestigio adiestrando más guerreros mayas y gané la libertad cuando salvé del ataque de un caimán al que, hasta ese día, fue mi amo. En La Española también solíamos liberar de la esclavitud al siervo leal, pues aquí lo mismo.

No hay tanto cambio y no creo haber cambiado nada, aquí casi todo es muy parecido, tan solo existen pequeñas diferencias.

En los templos cristianos se emplea el incienso, en los de aquí el copal; en cualquier caso, los sahumerios buscan enmascarar el mal olor. Los curas de Huelva eran sucios y apestaban a vino y sudor; aquí, los sacerdotes van igual de sucios, llevan la túnica y el pelo con restos desecados de la sangre de sus víctimas sacrificadas y apestan lo mismo. Sí es cierto que en las ceremonias religiosas de España lo de sacrificar es más sutil: en misa comemos la sangre y el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo simbolizados con el vino y el pan, mientras que aquí se dejan de simbolismos y la sangre procede del pobre desgraciado al que le suben al altar donde le abren el pecho y le extraen el corazón para luego devorarlo.

Los devotos creyentes también se comportan muy parecido. Allí, al otro lado del mar, se flagelan las espaldas o laceran el cuerpo mediante cilicios, aquí se agujerean la lengua y los labios como ofrendas a sus dioses. Dolor absurdo en cualquiera de los casos.

En ciertas minucias puede que sí que se note más la diferencia. La comida podría ser una de ellas. Reconozco que echo de menos un buen jamón y un buen chorizo, aquí no conocen el cerdo, pero tienen a cambio algo delicioso y que me hace olvidar el tocino y hasta perder el sentido: el chocolate. El deleite que sentí la primera vez que lo probé me hizo creer que estaba tocando el cielo, ese que prometen tanto los sacerdotes de allí como los de aquí pero que yo solo vislumbro cuando me tomo una jícara de ese alimento de dioses.

Una sensación parecida experimento cuando me pongo a fumar, el humo de la planta que aquí llaman tabaco se expande por los pulmones y relaja mente y cuerpo. Jerónimo me decía que eso no podía ser bueno, que estaba maltratando mi salud, pero él siempre ve maldad en todo lo que causa placer. ¡Demontre de diácono!

Me he tatuado la cara con los símbolos que representan al animal asociado a mi espíritu que, según el chamán, es el jaguar. Me laceré la piel para marcar las rayas que asemejan los bigotes de esa majestuosa bestia. Lástima que la barba me las tape y no se vean, pero rasurarme constantemente es algo tedioso y, además, con el tiempo, mis vecinos han asumido ese rasgo tan feo de mi fisionomía.

Siempre he soñado con formar un hogar y una familia, y eso es lo que tengo ahora. Que el cacique NaChanCam me ofreciera como esposa a una de sus hijas fue todo un honor y un alivio al comprobar que, de todas sus hermanas, era la única que no bizqueaba[4]. He aceptado muchos ritos y costumbres de este pueblo maya, pero considerar guapos a los bisojos es algo por lo que no paso. La bella ZazilHá (bella para mí, para sus parientes un adefesio) me ha regalado durante estos años amor y atenciones, además de tres hijos que son la muestra palpable de mi felicidad.

Me siento parte de este pueblo, estoy bien, mucho mejor que en Huelva de donde hui del hambre y la desgracia. Cuando me despierto, en la playa y bajo las palmeras, disfruto de los espléndidos amaneceres que esta península del Yucatán regala. A veces me da por pensar que si mis compatriotas supieran de este lugar paradisíaco acudirían en masa a pasar semanas de asueto.

¿Qué más puedo pedir? Que no venga nadie a molestarme.

Quiero vivir tranquilo, sin ningún problema, y problema supuso la llegada de un barco al mando del capitán Hernández de Córdoba, una mala bestia que tuve el dudoso privilegio de conocer cuando estuve a sus órdenes en mi época de esclavista. Unos mensajeros le contaron a mi suegro que varios barbudos como yo habían fondeado frente a nuestras costas. Alerté al cacique y nos pusimos en guardia; decidí comprobar cuán efectivo había sido mi adiestramiento militar con sus guerreros, con los míos, ahora.

En el momento de enfrentarnos a los soldados de Hernández de Córdoba, reconozco que no las tenía todas conmigo, pero el caso es que los hicimos huir.

Me rio a carcajadas al recordar la cara de estupor del capitán cuando, ante la carga de sus hombres, los míos esperaron, agachados y en disciplinado orden, sujetando un remedo de picas que yo mandé fabricar, mientras otra facción de la escuadra estaba lista para atacar con las espadas al tiempo que los arqueros detrás disparaban dardos envenenados (hubiera preferido arcabuces, que es el arma que utilizábamos en los tercios, pero hay que adaptarse con lo que uno tiene). Semejante maniobra no se la esperaban y fueron derrotados.

Se fueron, pero volvieron. Esta vez al mando de Juan de Grijalva y, de nuevo, los hicimos huir.

Fue entonces cuando corrió la voz de que un renegado estaba enseñando las tácticas de combate españolas a los indígenas y me empezaron a llamar de todo. Al tiempo que mi felonía crecía entre mis antiguos camaradas, mi ascendiente se agrandaba entre mi nuevo pueblo de adopción.

Renegado para unos, Guerrero para otros. Entre todos me han despojado del nombre. Gonzalo de Arona nací, pero ahora me apodan Guerrero, y así creo que me acabarán llamando mucho tiempo después de que yo deje de caminar sobre la tierra.

Hace unos años vino un mensajero desde Cozumel: un nuevo capitán, Hernán Cortés, supo de mi existencia, y me buscó. Quería que me uniera a su tropa, que me llevara también a mi esposa e hijos, que seríamos recibidos con los brazos abiertos. Rechacé la oferta.

Aquí estoy bien, no quiero regresar a ningún otro sitio que no sea mi humilde y acogedora cabaña en el interior de la selva.

Quien sí aceptó el ofrecimiento fue Jerónimo de Aguilar, creo que se convirtió en el intérprete de ese capitán y que tuvo un papel importante en conseguir que los españoles llegaran hasta la capital de los mexicas, Tenochtitlán.

Más de dos décadas llevo rechazando a mis compatriotas, a los de antes. Yucatán es un hueso duro de roer; mientras imperios como el azteca ya han sucumbido, nuestro pueblo, el mío de ahora, resiste. Entre los mayas celebran cada victoria como si fuera el final de la guerra, pero sé que la guerra no ha terminado y que volverán más y serán ellos los que acaben venciendo.

 Ya queda poco. Mi adiestramiento los han frenado, he conseguido derrotar al enemigo utilizando sus mismas tácticas, pero ellos son más. No podemos vencer. Nos acosan y esto se termina. 

Seguramente acabe muerto, rodeado de amigos, de un lado y del otro del mar, luchando por lo que considero justo, como ellos, como nosotros. Matar o morir. Igual que siempre. No encuentro la diferencia.




NOTA HISTÓRICA: Gonzalo de Arona, más conocido por Gonzalo Guerrero, es considerado el padre del mestizaje por simbolizar la unión de dos pueblos al integrarse y adoptar como propio el modo de vida de los mayas. Su tenaz oposición a la invasión española le valió el apodo de traidor o Renegado, máxime cuando enseñó a los indígenas las tácticas militares de sus antiguos compatriotas.

Uno de los estados de la nación de México lleva el nombre de Guerrero en su honor.





[1] Indios mayas de la península del Yucatán.

[2] Indios mayas del Yucatán enemigos de los cocomes.

[3] Indios mayas del Yucatán, aliados de los tutul ixúes.

[4] Entre el pueblo maya se consideraba un signo de belleza y distinción ser bizco de tal manera que, a muchos miembros de la nobleza, desde recién nacidos, se les ataba un palo en la frente con una bola colgando entre los dos ojos para forzar el estrabismo.





23 de junio de 2024

El bien nacido desagradecido

 

Siguiendo las premisas del taller de escritura Bremen, versiono otro cuento de los hermanos Grimm, El enano saltarín. Vaya por delante que no conocía dicho cuento y me tuve que documentar antes de ponerme a escribir lo que viene a continuación. Por si a algún lector le ocurre lo mismo que a mí, aquí tiene un enlace con el cuento original: El enano saltarín.


El currículum de Zacarías era extraordinario. En su expediente académico se contaban las asignaturas de la carrera de Farmacia por matrículas de honor.

En realidad, Zacarías no era ningún cerebrito. El mérito se lo debía a su padre, que tampoco es que tuviera mucha inteligencia, pero sí mucho dinero. El papá, un terrateniente con vastas fincas en Extremadura, ganaba buenos caudales gracias a las piaras de cerdos ibéricos que comían bellotas a la sombra de frondosas encinas. El criador de cerdos se encargó de que su retoño obtuviera excelentes calificaciones a base de regalar con prodigalidad manifiesta jamones de pata negra. Una pequeña universidad, ubicada muy cerca de su localidad, facilitó que la generosidad del magnate porcino fuera bien recibida pues los apuros económicos por los que atravesaba la institución la convirtió en un fácil objetivo para dejarse sobornar; los magros salarios que pagaba a sus profesores se veían compensados con el suministro de embutidos ibéricos de muy alta calidad.

Tras terminar la carrera, Zacarías no tenía muchas ganas de dedicarse al noble arte de vender remedios para las enfermedades. La botica que su padre quería costearle no le resultaba atractiva. Aún menos le apetecía hacerse cargo de la gestión de las fincas con los cerdos y sus jamones. Zacarías quiso seguir en la universidad, y decidió realizar una tesis doctoral.

Sin embargo, la pequeña universidad de provincias no era suficiente para Zacarías que aspiraba a mucho más. Tanta matrícula de honor se le había subido a la cabeza y se creyó que estaba tan bien preparado como su expediente reflejaba cuando, en realidad, no tenía ni idea de nada. A veces, hasta omitía la tilde en uno de sus apellidos: Ramírez.

Se fue a Madrid en pos de unos horizontes más amplios que los que le proporcionaban las dehesas de su familia. Recaló en una universidad con tan pocos recursos como la de su provincia, pero con muchísimo más prestigio y calidad.

¡Es fantástico!

Toribio Liencres, director del departamento de Farmacología, leía el CV de Zacarías con asombro y admiración. Que semejante portento quisiera fichar por su equipo era todo un honor y un zasca en toda la boca para el jefe de Parasitología que se lo tenía muy creído desde que le habían publicado un artículo en Nature. Seguro que con este nuevo fichaje el ratio de publicaciones y sus índices de impacto subirían como la espuma.  

Te pondremos en un proyecto de investigación sobre terapias anticoagulantes pues veo que tu Trabajo Fin de Grado fue sobre «Coagulación y trombogénesis en pacientes con elevado riesgo cardiovascular», así que tienes una buena preparación en ese campo le ofreció el profesor Liencres.

Zacarías asintió complacido, engañándose a sí mismo al obviar que el TFG al que hacía alusión su interlocutor fue medio copiado de otro que encontró en internet y que terminó de ajustar con inteligencia artificial.

Empezarás a realizar unas pruebas en ratones sobre el efecto de la heparina frente a la warfarina y cómo afectan a los niveles de tromboxanos, prostaglandinas y leucotrienos, evaluando, también, la agregación plaquetaria.

Zacarías siguió asintiendo e ignorando igualmente que no tenía ni idea de lo que era un leucotrieno, una prostaglandina o un tromboxano. Tan solo había entendido que trabajaría con ratones, algo que lo serenó un poco porque, al menos, no habría daños personales que lamentar.  

Tras ultimar con Liencres los detalles de su ingreso en el departamento, Zacarías se sentó en un banco del campus y empezó a sudar copiosamente. Se había metido en un buen berenjenal. Cuando levantó la cabeza comprobó que a su lado se encontraba una chica menuda, con la piel muy blanca y el pelo lacio, los gruesos cristales de sus gafas delataban una avanzada miopía.

Puedo ayudarte espetó la recién llegada a modo de saludo.

No creo. Me he metido en un buen lío. Esto, tarde o temprano, iba a estallarme.

Yo puedo evitarlo. ¿Qué tienes que hacer?

Zacarías, sin saber muy bien por qué, le contó a la chica lo que acababa de suceder en el despacho del profesor Liencres.

No te preocupes. Pásame lo que tienes que medir que yo me ocupo. Confía en mí. Pero mi colaboración tiene un precio.

Sí, sí, claro contestó rápidamente Zacarías. Yo te paso un cheque con la cantidad que me pidas, o si prefieres una transferencia…

Solo quiero que me incluyas en el artículo que se publique a raíz de los datos que yo te daré. Me llamo María Espadacajuenquerelay.

Como tú digas dijo Zacarías al que le pareció que la transacción con aquella desconocida le iba a salir barata.

Dos días después, le llegó un correo electrónico con una hoja de cálculo donde aparecían los valores de las supuestas pruebas que él tendría que haber realizado. Además, esos resultados eran claramente significativos.

¡Cojonudo! exclamó el profesor Liencres valorando la información que le suministró su doctorando. Esto va al British Medical Journal, a ver si hay suerte.

Resultó que sí hubo suerte porque la prestigiosa revista científica aceptó el artículo y lo publicó. La que no tuvo tanta fortuna fue la verdadera autora de los resultados ya que a la ayudante en la sombra de Zacarías no se la mencionaba en el trabajo en ningún momento.

Muchacho, esto sí que ha sido un excelente bautismo de fuego dijo el director del departamento palmeando la espalda de Zacarías. Vamos a seguir. Deberías valorar los factores genéticos y cómo influyen en la efectividad de los fármacos estudiados. Enfrenta dos modelos: ratones knout out frente a ratones C57BL/6. Espero noticias tuyas en breve.

Zacarías, que creía haber ya cumplido su misión en el departamento con la publicación en BMJ, salió del despacho del director con los ánimos por el suelo. Volvió al banco donde se encontró a su hada madrina por ver si se acercaba de nuevo, aunque al no ser fiel al trato puede que no quisiera ni verlo, eso en el mejor de los casos.

No cumpliste tu palabra dijo la chica apareciendo, otra vez, por sorpresa.

¡Hola! Pensaba que no querrías verme. Tienes razón, no hice lo que me pediste, pero es que soy nuevo en el departamento y no sabía cómo justificar que apareciera el nombre de una desconocida. Además, creo que apunté mal tu apellido y no tenía manera de contactar contigo para que me confirmaras la grafía. ¿Te llamas Escalacarelay?

María Espadacajuenquerelay.

Espera, que lo apunto. La próxima vez te incluiré en el trabajo, lo prometo.

La chica pareció conforme. Tras averiguar la nueva tarea de su protegido se marchó sin decir una palabra más.

A los pocos días los resultados de los experimentos aparecieron en el correo de Zacarías. Tras enseñárselos al director decidieron enviarlos a una revista de mayor impacto que la anterior y el artículo fue aceptado y publicado. El nombre de la verdadera autora no aparecía en él.

Cinco artículos más sufrieron el mismo proceso, María se encargaba de obtener los resultados y Zacarías se llevaba el mérito publicando en revistas científicas de renombre. Era la admiración del departamento, máxime cuando nadie recordaba haberlo visto trabajar en el laboratorio, algo que él explicaba diciendo que era un hombre de costumbres nocturnas y que se ponía a la tarea por la noche. Como, por las mañanas, el laboratorio aparecía con muestras de haber sido utilizado (nadie sospechaba que quien visitaba el lugar por la noche era María) creyeron las razones del nuevo fichaje que tantas alegrías estaba proporcionando a todo el departamento.

Bueno, chaval. Ya es hora de que escribas tu tesis le dijo un día el director a Zacarías, vas derechito al estrellato científico. En un mes espero que me envíes el borrador.

De nuevo, Zacarías recurrió a María. No sabía por qué, a pesar de su continuo incumplimiento del trato, ella seguía trabajando para él. Pero ya solo quedaba el último trámite: conseguir el doctorado.

Yo te escribo la tesis. No temas. Pero esta vez el pago será distinto. Quiero que me pongas como tu directora.

Zacarías iba a protestar, si difícil era explicar la inclusión en un artículo de alguien a quien nadie conocía en el departamento, imposible sería justificar que la dirección de la tesis fuera a parar a una desconocida. Pero no le dijo nada, si había incumplido hasta ahora sus tratos, igualmente podía prometer lo que María le pedía para luego no hacer nada de lo prometido.

***

Hoy era el gran día. El tribunal dispuesto en su mesa esperaba el comienzo de la exposición del doctorando, el padre de Zacarías, mezclado entre el público asistía orgulloso al momento en que su retoño se convertiría en doctor, el más alto grado académico que se puede obtener, todo el departamento de Farmacología se distribuía por la sala para presenciar la defensa de la estrella de la facultad.

Mientras, Zacarías observaba desde su atril que la nueva directora de su tesis no apareciera, tal como le había prometido María. Había sido toda una hazaña conseguir convencer al profesor Liencres de la inclusión de María como tutora de la tesis.

Es una profesora de la universidad de Guacayamba y me ha ayudado desde la distancia.

¿Guacayamba? preguntó escéptico el profesor

Sí. Es un centro universitario ubicado en la selva, en Centroamérica. Se dedican a experimentar con monos y otros bichos que viven solo allí y que solo allí permiten las leyes experimentar con ellos.

El argumento era peregrino, pero el nivel de la publicaciones de Zacarías le permitía ciertas excentricidades por muy increíbles que fueran algunas y así se libró.

Ahora solo esperaba que María no hiciera acto de presencia, la lejanía de su supuesta ubicación y las malas comunicaciones de la selva con los territorios civilizados explicarían su ausencia.

Sin embargo, un mensaje en el móvil de Zacarías recibido a primera hora de la mañana hizo saltar las alarmas.

«Hay un error en mi apellido en la tesis. Está mal escrito.»

¡Bah! Qué más dará, el nombrecito se las trae. Da lo mismo. Nadie se va a dar cuenta se dijo sin darle demasiada importancia.

Salió al estrado y se dispuso a defender su tesis. Al dar al ordenador, la presentación que tan primorosamente le había preparado María no se cargó porque donde debería estar el power point la carpeta decía estar vacía.

Disculpe el tribunal por este fallo informático se excusó Zacarías con un hilo de voz. Aquello tenía mala pinta.

Sacó del bolsillo de su chaqueta un pen donde tenía una copia del fichero «por si acaso». Ahí sí estaba el power point y, aliviado, lo cargó en el proyector de la sala. Cuando le dio a iniciar en lugar de aparecer la portada de su flamante tesis salió la foto de una piara de cerdos donde las cabezas habían sido sustituidas por la cara de él mismo. Todos los presentes comenzaron a reír, salvo el tribunal al que aquello le pareció una broma fuera de lugar.

Zacarías, histérico comenzó a darle al avance de la presentación donde, a cada diapositiva que aparecía se sumaban más fotos de cerdos. Eran 77 diapositivas, aquello debería finalizar. En la última, en lugar de cerdos aparecía el siguiente mensaje:

Espadacajuenquerelay, Espadacajuenquerelay, Espadacajuenquerelay y el gruñido de un cerdo.




19 de mayo de 2024

Se necesita monarca, absténganse las mujeres

 

Llevan muchos años viviendo en el mismo lugar, el que llaman Paseo de las Estatuas del parque de El Retiro; las dos están rodeadas de varones que no las dirigen la palabra por su condición de mujeres. Cabría esperar que esa situación las incitara a hermanarse, pero cada una está sumida en su propia historia y nunca se han comunicado entre sí. Sin embargo, una nueva compañera ha recalado cerca y las saca de su ensimismamiento; la recién llegada es habladora y dicharachera.

No está mal este sitio —comenta la nueva mirando a su alrededor—, hay mucha animación, nada que ver con el encierro forzoso en el que estuve hasta mi muerte; menudo rollo de convento. Dijeron que estaba loca. ¿Loca? La locura me vino de estar sola todo el santo día. Yo quería mucho a mi Felipe, esa es la verdad, y llevé muy mal su muerte; el muy imbécil le llevó la contraria a mi padre y este se lo cargó, contaron que fue por beber un vaso de agua fría después de jugar a la pelota. ¡Ja! En fin, que me quedé hecha polvo sin mi hermoso marido, pero de ahí a enloquecer… ¡Ay! ¡Perdón! No me he presentado. Me llamo Juana, ¿y vosotras?  

Las dos aludidas, aún aturdidas por la verborrea de su nueva vecina, se miran entre sí dudando si seguir la corriente a la recién llegada o permanecer en el mutismo en el que se encuentran desde hace casi dos siglos. Una de ellas, decide contestar.

Me llamo Berenguela, y ella —mira a su compañera— es Urraca. Encantada.

Un placer —responde alegre Juana.

No dicen nada más esperando que la nueva se contente con esa escueta presentación. Quieren marcar distancia, la tal Juana no deja de ser una advenediza, al fin y al cabo, pero su silencio no ejerce el efecto deseado porque ésta quiere saber más.

—Supongo que vosotras también sois reinas, de lo contrario no estaríais en este paseo entre estatuas de reyes, claro. Disculpad mi ignorancia, pero no os reconozco. ¿Dónde y cuándo reinasteis?

Una vez más es Berenguela quien decide hablar.

—Bueno, en realidad yo solo fui reina unas semanas.

—¡Anda! ¿Y eso? —insiste Juana que no se da por vencida ante respuestas tan breves.

—Fui heredera del reino de Castilla hasta que nació mi hermano Fernando, pero se murió antes que mi padre. Otro hermano mío más pequeño, Enrique, a pesar de tener solo diez años, heredó el trono cuando mi padre falleció. Cuando también murió y sin dejar descendencia porque tenía trece años, entonces ya me tocó a mí: no había ningún varón más para sentarse en el trono. No tuvieron más remedio —Berenguela comprueba que hablar le sienta bien y decide proseguir—. Cuando murió yo ceñí la corona, mas mi hijo Fernando ya era mayor y resolví cederle el gobierno. Es agotador tener que aguantar a tanto aristócrata poniendo en duda todo lo que yo decidía por ser mujer. Estaba hasta el último zafiro de la corona de aguantarlos. Así que solo fui reina durante un mes escaso.

Ante la mirada interrogante de Juana y hasta de Urraca que también se interesa en su historia de la que es completamente desconocedora a pesar de llevar tantos años juntas, Berenguela sigue hablando.

—En realidad, reiné mucho más, porque mi hermano Enrique, tan pequeño, no estaba para reinar nada y fui yo la regente.

—Yo fui reina 51 años —añade Juana—. Pero no reiné nada de nada, en realidad quienes mandaban fueron mi padre primero y mi hijo después. Dijeron que no estaba capacitada para gobernar y hasta que no me encerraron no pararon de conjurar contra mí.

—¡Hombres! ¡Mal rayo los parta! —exclama Urraca rompiendo su mutismo con un fuerte acento gallego—. Son una maldición para el gobierno, solo les interesan sus dominios y el poder, que las cosas se hagan bien les da lo mismo. Yo fui la mayor de los hijos de mi padre, el rey Alfonso VI de León, pero mi hermano Sancho, doce años menor que yo, fue el heredero, vinieron más hermanos después y siguieron siendo los candidatos a suceder a mi padre cuando Sancho murió con 15 años. Pero resultó que al fallecer mi padre todos mis hermanos habían muerto ya, solo quedaba yo y me tuvieron que reconocer como reina. Tienes razón, Berenguela, no tuvieron más remedio.

—Está claro que no son más fuertes, por mucho que presuman, su salud es pero que la nuestra, salta a la vista —tercia Berenguela—. Además, la afición por batallar añade más riesgo para morirse. Aunque nosotras tenemos las cuestión del parto, cuestión nada baladí.

—Siempre han de salirse con la suya —vuelve a intervenir Urraca, desatada después de tantos años callando—. Una vez convertida en reina, como ya era viuda y con dos hijos, quisieron que me casara de nuevo para que mi esposo reinara en mi lugar. ¡Qué desfachatez! Me casaron a la fuerza con otro rey, Alfonso de Aragón, un garrulo, un animal y un imbécil.

—El mío también era idiota, pero tan, tan guapo… —tercia Juana rememorando los pocos años que convivió con el hermoso de su marido.

—Menos mal que se anuló el matrimonio y me desembaracé de él —prosigue Urraca haciendo caso omiso de la intervención de Juana.

—¿Te repudió? ¡Qué desgraciado! —interviene Berenguela alucinada con la verborrea de su compañera de los dos últimos siglos.

—El matrimonio fue anulado por el papa porque dijo que éramos primos.

—No lo entiendo, por esa regla de tres no serían reyes la mitad de los que están aquí —añade Berenguela mirando a los compañeros que comparten con ellas el Paseo de las Estatuas.

—De todas formas, mi ex siguió tocándome las narices intentando anexionarse todos los territorios de mi corona —prosigue Urraca que parece haber tomado impulso con lo de hablar—. ¡Gañán! Pero no consiguió nada. ¡Desafiarme! ¡A mí! ¡Yo fui la primera reina de Europa! He batallado contra musulmanes y cristianos para defender hasta el último rincón del reino. Y el imbécil de mi ex que si me quiere quitar un condado, que si le corresponde una villa... me estuvo puteando durante años, y cuando mi hijo creció también me fastidió, esta vez por un obispo toca narices.

Ante la mirada interrogante de sus compañeras por la inclusión de un obispo en las cuitas del reino de León, Urraca prosigue:

—Por si no tuviera suficiente con el bestia de mi ex, el obispo de Santiago de Compostela también cuestionó mi reinado poniendo a mi propio hijo contra mí. Ese imbécil de Gelmírez, otro machirulo meapilas zampahostias…

—Vaya, veo que tuviste un reinado muy complicado —tercia Juana a la que, después de tantos años viviendo en un convento, le rechinan los exabruptos que está oyendo, más si salen de la boca de una mujer, por mucha razón que tenga ésta para insultar.

—Urraca, la Temeraria, me llamaron mis enemigos. Hazte una idea —contesta ufana la reina peleona—. Diecisiete años disputando con todo el mundo y simplemente porque era mujer. A muchos les molestó que en lugar de buscar el apoyo de un marido tomara como amantes a quienes, con sus mesnadas, podían defender mis posesiones. Hice de León un reino fuerte.

—Gracias a mí se unieron después Castilla y León —tercia Berenguela—. Dejé a mi hijo Fernando un reino igualmente fuerte y también grande.

—El que heredó mi madre Isabel para pasármelo a mí —añade Juana—. Ni siquiera mi padre, que la sobrevivió, pudo reinar en él, supuestamente claro porque me ninguneó de mala manera. Debí ser más fuerte, como vosotras, y pelear. Por desgracia no tuve coraje. En cambio, mi madre, esa sí que tenía muy claro lo de reinar, y redaños: lo suyo era suyo y lo de mi padre de él, por mucho que estuvieran casados cada uno era dueño de lo que aportaban al matrimonio.

—Separación de bienes lo llaman ahora —interviene Berenguela—. Se lo oí decir a unas chicas el otro día cuando paseaban por aquí.

—Pues hizo muy bien tu madre —añade Urraca—. Nosotras parimos nosotras decidimos.

—¿A qué viene eso? —pregunta Juana.

—Lo oigo cuando se manifiestan mujeres por aquí cerca. Me mola —Urraca contagiada con el habla de la ciudad pierde a veces el acento gallego.

—Ahora ya están cambiando las cosas —concilia Berenguela.

—¿Tú crees? —recela Urraca.

—He oído que la heredera al trono es una chica, Leonor creo que se llama.

—Pero porque no tiene hermanos —añade Juana—. Han pasado siglos y seguimos igual: las mujeres reinan cuando no hay hombres en la línea sucesoria.

—Debería ser por votación, sería lo justo ¿no creéis? —exclama Berenguela.

—¡Qué dices! Eso no es monarquía eso es… ¡República! ¡Quita, quita, mentecata! —la regaña Urraca—. Que reine el vástago mayor, sea del sexo que sea, esa debería ser la regla.

—Y con el respaldo de la representación popular en forma de comunidades que puedan rechazar los dictados del monarca si estos afectan negativamente al reino —añade Juana—. Eso es lo que pedían mis queridos comuneros y a los que yo no apoyé como debería. Cuánto hubiera cambiado la historia si hubieran triunfado y cuánta culpa tengo yo.

—No le des más vueltas, Juana. A lo hecho, pecho —la reprende Urraca pragmática—. Habrá que seguir esperando para que las cosas cambien a mejor.

—Pues me da que esto va para largo —añade Berenguela—. Tú reinaste en el siglo XI, yo en el XIII y Juana en el XVI, y las tres con el recelo de los hombres. Estamos en el siglo XXI y la sucesión sigue igual, prevalece el varón sobre la mujer. Ya ves, mucho «me too», mucho empoderamiento femenino y… «ná de ná». Esto es un asco.

—Paciencia, querida Berenguela —la tranquiliza Urraca—. Todo se andará. A nosotras lo que nos sobra es tiempo. ¡Somos estatuas!

—Y, además, —añade Juana— esperar aquí es muy entretenido.

 

 


 


 NOTA: Para la construcción del Palacio Real se elaboraron las estatuas de todos los reyes que gobernaron en la península ibérica, posteriormente se descartaron y se almacenaron por varios años. A mediados del siglo XIX se decidió reubicarlas en algunos lugares de Madrid la mayoría y también en Aranjuez, Burgos y Toledo. Las colocadas en Madrid fueron a parar a los jardines de Sabatini, a la Plaza de Oriente y al Retiro, en este parque se hallan en el llamado Paseo de las Estatuas. La correspondiente a Juana I de Castilla es la más reciente, no forma parte de ese primigenio grupo escultórico del Palacio Real, se colocó en el año 2022 como homenaje a una reina injustamente maltratada por la Historia y por sus más cercanos parientes, su padre el rey Fernando el Católico y su hijo el emperador Carlos V.


10 de mayo de 2024

Cenicienta de extrarradio

 

Este relato corresponde a una premisa del taller del colectivo Bremen del que formo parte. Se trata de versionar los cuentos de los hermanos Grimm. Espero que esta nueva Cenicienta no haga salir corriendo a más de uno.

 

Érase una vez un padre y una hija muy pobres, muy pobres. El hombre, a la tristeza de perder a su mujer cuando esta se largó con un fornido repartidor de bombonas de butano, hubo de añadir otra pérdida, la de su puesto de trabajo como peón de albañil cuando la burbuja del ladrillo explotó. Sin un sueldo no podía afrontar los pagos del alquiler de la infravivienda en la que vivía con su hija de catorce años y que el ayuntamiento había entregado a un fondo buitre.

Abandonado, en el paro y sin un euro, el padre se vio contra las cuerdas. En esta situación tan estrecha se hallaba cuando recibió un email de un hermano que unos años atrás había emigrado a México. El mensaje, además de enumerarle todas las bondades de su nuevo país de adopción, terminaba con un animoso «Ándale y vente a México, güey».

Con la venta de sus exiguas posesiones (un viejo coche y unos pocos electrodomésticos) el padre y la hija consiguieron dos billetes con destino a México D.F. Y allí arribaron. No tardaron en asentarse, el padre era de natural espabilado y, aunque pobre, era guapo. La buena planta para sus 55 años encandiló a una rica terrateniente ya viuda pero necesitada de compañía varonil, especialmente si esta tenía la facha del español.

En la mansión de estilo colonial se aposentaron los recién llegados. Durante unos meses todo pareció ir sobre ruedas. La rica hacendada era melosa y complaciente; de su anterior matrimonio tenía dos hijas bellísimas cuya belleza resaltaba aún más cuando estaban junto a la niña venida de España, porque toda la guapura que poseía el padre lo tenía de fea su hija: los ojos eran oscuros, sin brillo, como el pelo que siempre aparecía grasiento y sin gracia, de un color gris ceniza que originó el apelativo de Cenicienta y que vino a sustituir su verdadero nombre, Susana.

La niña, además de poco agraciada, era contestona y maleducada. En lugar de aprender piano y recitar poesías, como hacían sus bellas hermanastras, ella se dedicaba a haraganear todo el día.

Pero la idílica existencia vino a enturbiarse un día en que el padre se partió la crisma al saltar del trampolín en la piscina de la hacienda. Un hombre atractivo pero torpe con las acrobacias acuáticas.

La desconsolada viuda se quedó por segunda vez sin marido. Su natural alegre tornó triste, sobre todo al constatar que perdía al guapo y se quedaba con la fea, su hija. Intentó que la huérfana española se fuera a vivir con el hermano del fallecido, afincado igualmente en México y con más derecho natural a hacerse cargo de la fea adolescente. Pero el tío paterno, conocedor de las malas maneras de su sobrina, hizo oídos sordos a las insinuaciones de su breve cuñada y esta decidió otra táctica: hacer la vida imposible a la niña para que tomara la decisión de irse de allí, a España o a Tombuctú, a la viuda le daba igual siempre y cuando el lugar estuviera fuera de su casa.

La madrastra asignó a Cenicienta las tareas más ingratas del hogar.

¾¿Se pué saber por qué tengo que hacerlo yo? ¾replicó la recién estrenada huérfana cuando se enteró de sus nuevos quehaceres tan alejados del zanganeo habitual en ella¾. ¿Para qué están tós los criados?

¾Bueno… ejem… Pues, resultó que hemos perdido los caudales que nos sustentaban y hemos tenido que despedirlos, no más ¾contestó la madrastra incómoda pues su fina educación no casaba con mentir.

Cenicienta aceptó la explicación encogiéndose de hombros. Se dispuso a obedecer... a su manera.

La nueva criada se reveló como un auténtico desastre. La madrastra no sabía si la poca pericia de la cría era el resultado de una ineptitud innata para las tareas domésticas o la consecuencia de la mala leche de la que hacía alarde no más.

Las camas aparecían con las mantas y las sábanas arrugadas, no siempre en el orden correcto; los baños, después de que Cenicienta se encargara de ellos, se mostraban más sucios de lo que estaban antes de ponerse a limpiarlos; las alfombras acumulaban el polvo por encima resultado del diario uso, pero también por debajo pues ahí iban a parar los desperdicios que acumulaba cuando se dedicaba a barrer.

Pero lo peor era cuando Cenicienta entraba en la cocina. En pocos días, tras degustar los guisos de la fea adolescente, la madrastra y sus bellas hijas recurrieron al servicio a domicilio de un restaurante cercano para que les trajeran la comida, de lo contrario se arriesgaban a morir intoxicadas con los potajes que la española preparaba.

Al principio, se molestaban en recriminar el proceder de su nueva criada, mas pronto abandonaron la idea por inútil.

¾Cenicienta, linda, ¿serías tan amable de no dejar mi foulard de cachemir en el suelo? Es mejor que lo guardes en un cajón, en cualquier caso, nunca lo deposites en el lavabo con el grifo abierto.

¾Ponlo tú donde te salga de las narices y deja de dar la tabarra ¾contestaba Cenicienta a sus hermanastras cuando estas se atrevían a hacerle algún reproche.

¾Cenicienta, mi niña, ¿puedes traerme un vaso de agua? Hace mucho calor y ando sofocada.

¾Vete tú al grifo, tía petarda.

¾Pero, rechula, no seas malhablada, tu papito desde el cielo estará disgustado por tu comportamiento.

¾Sí, va a estar ese fisgando por un abujero lo que hago, no te amuela. Anda y que te den.

La vida era un infierno en la hacienda, hasta que un día un anuncio en los ecos de sociedad del periódico local vino a iluminar la oscura existencia de la hacendada y sus dos bellas hijas.

«Don Rigoberto Mendoza de Liencres y Santurce tiene el honor de presentar a su hijo, don Nicolás Mendoza de Olid y Zárate, en la recepción que dará en su palacio de la finca Santa Hortensia, donde se dispondrá a elegir esposa. El rico terrateniente y heredero de extensos cafetales desea fundar una familia y busca una bella mujer con la que compartir tan loable proyecto.»

Nada más leer la noticia, la madrastra de Cenicienta se puso manos a la obra.

¾Esta puede ser nuestra oportunidad de deshacernos de esa malencarada. Hemos de conseguir que el hijo de don Rigoberto la elija y se la lleve lejos de aquí.

 ¾Pero, mamacita querida, ¿no leyó bien la nota? Aquí pone que busca una bella esposa. Cenicienta es requetefea. Si se la ve callada todavía tiene un pase, pero en cuanto abre la boca… su fealdad es casi una anécdota no más.

¾¡Órale! Dejadme a mí.

Para no levantar sospechas, la hacendada dispuso que sus dos hijas asistieran a la recepción del rico terrateniente y su necesitado heredero. Las bellas criollas deberían arropar a Cenicienta al tiempo que vigilarían que la barriobajera de su hermanastra no generara ningún conflicto de cualquier tipo.

¾Deberíamos acudir con una rica carroza ¾arguyó la mayor de las bellas hermanas¾. Pero nuestra calesa está estropeada desde que Cenicienta lavó la tapicería con lejía y aguarrás.

¾Podemos pedirle prestado el coche de caballos a nuestro vecino don Raúl Santaolalla y Cifuentes ¾añadió la más pequeña de las beldades.

¾Mejor recurrir a vuestra madrina Rosana ¾replicó la madre de ambas.

¾¿La santera que vive en la gruta del río Papanumba? Ay, mamacita, no me gusta esa mujer. No sé cómo usted se avino a que nos amadrinara semejante personaje. Dicen las comadres que practica vudú y que tiene tratos carnales con el demonio ¾dijo la menor de las hermanas al tiempo que se persignaba¾. Virgen de Guadalupe, protégenos.

¾Ya, pero es buena consiguiendo imposibles ¾insistió la madre¾, e imposible es que alguien quiera fundar una familia con Cenicienta. Si la negra Rosana no lo logra, tendremos que chingarnos y aguantar a vuestra hermanastra por los siglos de los siglos.

¾Amén ¾contestaron a coro las dos retoñas.

El día de la fiesta en la hacienda Santa Hortensia el lujo y la ostentación se habían reunido para conocer al primogénito de los Mendoza de Liencres y Santurce de Olid y Zárate y, de paso, averiguar quién sería la elegida como futura integrante de la familia cafetera.

Multitud de carruajes competían en dorados, brillos y resplandores, pero, de todos ellos, el más llamativo fue el de las hermanastras de Cenicienta. Dos lacayos ricamente vestidos gobernaban el coche. Nadie hubiera imaginado que el carruaje y los cocheros eran el resultado de una tarde de magia en la cueva de la negra Rosana. Mediante conjuros y rezos de candomblé, la santera había convertido dos guacamayos en los vistosos criados y una pieza de aguacate en una lujosa carroza. En su interior, las dos bellas hermanas competían entre sí en primor y dulzura flanqueando a Cenicienta que, con ceño fruncido, iba enfurruñada.

¾No sé qué pinto yo en un sarao d’estos, la verdá. Tié pinta de ser un rollo patatero, tanto señorito empingorotado me va a hartar. Hay que fastidiarse, menudo marrón me habéis endiñao.

¾Cenicienta, mi linda, ya verás cómo te entretienes y la fiesta te resulta amena y productiva ¾intentó calmarla una de sus hermanastras.

Al evento acudieron numerosas señoritas deseosas de emparejar con una familia tan señorial y adinerada, pero también porque el pretendiente era guapo a rabiar. El joven, además de guapo estaba enamorado de todo lo europeo desde que, durante cinco años, recorrió Europa; volvió subyugado por la historia y el arte del viejo continente y al regresar a México éste le pareció pueblerino y chabacano.

Fue esta la razón de que entre tanta beldad dulce y zalamera solo le atrajera Cenicienta, malhablada, fea, desabrida, pero… europea. Además, de España, algo que le daba un plus de valor pues el lenguaje común que compartían le hacía la comunicación más fácil ya que al pretendiente guapo, adinerado y enamorado de Europa no se le daban bien los idiomas.

Durante toda la noche el heredero intentó bailar con Cenicienta mientras que esta se dedicó a escaquearse con cualquier pretexto. Además, los zapatos la estaban matando y el corsé no la dejaba respirar. Agazapada detrás de un matorral y liándose un canuto la pilló el zangolotino.

¾Bella dama, ardo en deseos de bailar con usted para abrazar su fina cintura y moverme al compás de sus delicados pies.

Cenicienta miró a un lado y a otro pensando que el guapo mozo se estaba dirigiendo a alguien que, a la luz de sus palabras, no era ella: en ese momento, y tras conseguir desabrocharse el corsé, la fina cintura a la que aludía su pretendiente era una tripa abultada por los gases de los frijoles del almuerzo, y los delicados pies, fuera de los zapatos que los comprimían, se presentaban hinchados y con unos dedos del grosor de salchichas.

¾¿Me estás hablando a mí, prenda?

Ante el gesto afirmativo del galán, Cenicienta se echó a reír a carcajadas que levantaron el vuelo de unos graciosos pajarillos a los que no les hizo ninguna gracia el estridente ruido.

¾Mira, chaval, yo a las doce me piro que he quedao con unos colegas para hacer botellón. A mí el champán y los canapés no me molan, prefiero el tequila y unos tacos con guacamole.

Semejante respuesta no amilanó al pretendido pretendiente, al contrario, le incitó a cortejarla más pues en sus maneras bruscas reconoció el hablar tan directo de los nacidos en España, o sea, Europa. Sin embargo, en un despiste del guapo heredero, Cenicienta se marchó de la fiesta. Desconsolado, el hacendado solo pudo recoger como recuerdo de su presencia uno de los zapatos que la niña malencarada se había dejado.

Para recuperar a su amor perdido (el pazguato era guapo, enamorado de Europa y un repipi en temas amorosos) puso un anuncio en el periódico local con la foto del zapato y reclamando a su dueña que, en cuanto apareciera, sería la futura señora de Mendoza de Olid y Zárate.

¾¡Mamacita, este es el zapato de Cenicienta! ¾gritó una de las bellas hermanas cuando leyó el periódico.

¾¡No mames! ¿De verdad? ¾exclamó la madre arrebatando el diario a su hija¾. Hay que llevar a vuestra hermanastra, aunque sea a rastras.

En la interminable fila que se formó delante del estrado donde se había expuesto el zapato para que se lo probaran las aspirantes a ser la futura señora Mendoza de Olid y Zárate, Cenicienta protestaba airadamente.

¾¡¿Pero qué hago yo aquí?!

¾Don Nicolás quiere hablar con la poseedora del calzado que te dejaste, Cenicienta ¾contestó la madrastra entusiasmada comprobando que a ninguna de las muchachas que iban delante de ellas les calzaba bien el zapato: a todas les venía grande esa talla 42.

Cuando le llegó el turno a la española, el zapato se adaptó a su pie, aunque tuvo que emplear algo de fuerza. Desde luego grande no le venía.

¾¡Aquí está! ¾gritó triunfal uno de los numerosos secretarios que trabajaban para los Mendoza en el cafetal y al que tan insólito cometido le tenía descolocado. No entendía muy bien dónde radicaba la virtud de encontrar a alguien con los pies tan grandes.

De una habitación aledaña salió el joven enamorado de Europa y, ahora, también de Cenicienta; arrobado se le acercó.

¾¡Que alegría proporciona a mi corazón el haberte encontrado, amor mío!

Cenicienta miró a su alrededor y cuando comprobó que era ella el objeto de las palabras de ese moñas se rio a voces.

¾Mira que eres pringao. Por aquí sois mogollón de cursis, pero lo tuyo es de traca, bro. No me voy contigo ni harta de vino.

¾Vino no te faltará a mi lado, los mejores caldos adornan mis bodegas. Tampoco te ha de faltar cualquier vianda que desees: caviar, delicatessen de todo tipo. Lo que quieras tendrás. Vivirás como una princesa.

Cuando Cenicienta oyó lo de «princesa» se llevó una mano a la barbilla, un gesto que realizaba cuando quería pensar, algo que hacía muy de tarde en tarde y que le suponía un gran esfuerzo.

¾Eso de ser princesa… podría molar. Esas no hacen nada, ¿no?

¾Bordan, leen, pasean por los jardines...

¾O sea… no hacen nada. Pues va a ser que sí que me voy a ir contigo, colega.

¾¡Qué bien! ¾aplaudió el rico heredero¾. Viviremos felices y comeremos perdices.

¾De perdices nada, tron ¾contestó Cenicienta¾. Marisco y churrasco. Que se note ese poderío.

 


Hada verde:Cursores
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