Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

2 de diciembre de 2024

Los jubilados de Patones

 Este relato corresponde a una propuesta del Colectivo literario Bremen de versionar cuentos de los hermanos Grimm, en este caso toca "Los músicos de Bremen", para los que no conozcan o no recuerden este cuento pongo el enlace al mismo y, seguidamente, el relato que se me ha ocurrido.

Cuento "Los músicos de Bremen"

LOS JUBILADOS DE PATONES

El ánimo en el Centro de Mayores de Patones de Arriba no podía ser más triste. El ayuntamiento había comunicado que no recibirían más fondos para su mantenimiento por lo que el local iba a cerrar en breve. La crisis económica del país y la rapiña del concejal de Ocio y Tiempo Libre que se había triplicado el sueldo, hacían inviable que el refugio para los jubilados del pueblo siguiera abierto.

Cuatro hombres jugaban a las cartas con semblante preocupado.

¾¿Y ahora qué vamos a hacer? ¾preguntó Paco, antiguo bibliotecario¾. Desde que dejé de trabajar este ha sido mi hogar. ¡Envido a la chica!

¾Jugador de chica, perdedor de mus  ¾contestó Juan, ex profesor de literatura en un instituto¾. No te preocupes, Paco, la vida nos da reveses, pero al final salimos adelante. Nuestra generación ha dado muestras de ser muy dura. Paso. ¡Envido a la grande!

¾¡Lo veo! No tengo yo muy claro qué haremos si este centro cierra, la verdad. Podríamos reunirnos en un bar, pero no creo que ahí nos dejen pasar toda la tarde con una sola consumición ocupando una mesa para jugar a las cartas. Esto del cierre es una putada muy grande y un ataque en toda regla al proletariado. Así nos pagan tantos años de esfuerzo y sacrificio. ¡Es intolerable! Deberíamos movilizarnos.

Quien así hablaba era Carlos, guardia de seguridad y sindicalista cuando estaba en activo.

¾¿Tienes pares, compañero? ¾dijo Antonio, ingeniero informático que se había acogido a la jubilación anticipada.

Juan contestó moviendo la comisura de los labios hacia un lado, asegurándose antes de que no vieran ni Paco ni Carlos esa seña de medias.

¾¡Envido! ¾reaccionó Antonio ante la señal de su pareja de mus anunciándole que tenía tres cartas iguales¾. Tienes razón, Carlos, este cierre es una putada. Pero poco podemos hacer.

¾Paso. No veo tus pares¾contestó Carlos¾. Como tampoco veo que no podamos hacer nada. Callados y conformes no vamos a ningún lado.

¾¿Alguien tiene juego? ¾dijo Paco mientras Carlos le guiñaba un ojo dándole a entender que llevaba treinta y uno.

¾¡Envido! ¾fue la respuesta de Juan.

¾¡Órdago! ¾contestó Paco.

¾No lo veo ¾replicó Juan sospechando la jugada pues Carlos era mano.

¾¿Te achantas? ¾contestó mosqueado Carlos¾. ¿No lo veis? Nos acobardamos a la primera de cambio.

¾Es pura lógica, Carlos ¾dijo Juan¾. Tus cartas suman treinta y una y vas antes que yo, los puntos son para ti. ¿A santo de qué voy a aceptar la apuesta si no voy a ganar? Cuando se sabe que la guerra está perdida es absurdo presentar batalla.

¾Estoy con Juan. Nuestros esfuerzos deben ir encaminados a algo productivo y con visos de éxito.

¾¿Cómo qué, Antonio? ¾preguntó Carlos beligerante.

¾He oído que en Madrid hay muchos centros para jubilados, con bastantes comodidades y mejor equipados que este. Podríamos probar suerte.

¾¿Y abandonar nuestras casas? No pretenderás que nos desplacemos hasta allí todos los días, se nos va la jornada en transporte, que ya no estamos para conducir tanto ¾replicó Carlos que se estaba empezando a enfadar, algo que resultaba intimidante porque de su etapa como guardia de seguridad aún mantenía una envergadura corporal considerable.

¾Vamos a ver ¾intentó conciliar Antonio¾: a nosotros ya no nos queda nada en este pueblucho. No tenemos pareja, nuestros hijos no viven aquí. ¿Por qué no probar suerte en la capital?

¾¿Y de qué vamos a vivir? Nuestras pensiones no nos van a alcanzar para mucho con los precios de la gran ciudad ¾dijo pesaroso Paco, mientras tiraba las cartas al centro de la mesa.

¾¡Vivamos una aventura! Dios proveerá ¾fue la contestación de Antonio.

¾¡Habló el ateo! ¾exclamó Juan.

Tras un buen rato discutiendo, los cuatro amigos decidieron hacer las maletas y encaminarse a Madrid. Tomaron un autobús que los dejó en la Plaza de Castilla. Ya era de noche y no sabían muy bien dónde alojarse mientras esperaban que la providencia divina los iluminara. Caminando sin rumbo fijo se toparon con una sucursal bancaria cerrada, como era de esperar dadas las horas.

¾¿Nos metemos aquí dentro? ¾propuso Carlos.

¾¿Cómo vamos a entrar? Estos sitios son fortines, por no mencionar que sería allanamiento de propiedad privada ¾dijo Juan.

¾¿Allanamiento? Estos de los bancos sí que nos han allanado a nosotros el camino para empobrecernos ¾respondió Carlos mientras sacaba un juego de ganzúas que guardaba de su época de guardia de seguridad.

Tras una breve manipulación, la puerta de la sucursal se abrió sin problemas y con otra hábil maniobra el ex segurata inactivó la alarma. Los cuatro hombres accedieron al interior y se acomodaron en los sillones dispersos por toda la sala. Además, se tomaron unos cafés de la Nespresso colocada en un rincón. Esta nueva moda de equipar los bancos como si fueran cafeterías era un chollo.

Mientras se disponían a dormir oyeron unas voces procedentes del despacho del director.

¾¡Joder! ¡Aquí hay gente! ¿Pero cómo pueden estar trabajando a estas horas? ¾exclamó alarmado Paco.

¾Quien quiera que sea no está trabajando ¾contestó suspicaz Carlos.

Sigilosamente se acercaron a la puerta del despacho para escuchar.

¾¿Estás seguro de no dejar huella alguna? ¾dijo una voz.

¾Segurísimo. La encriptación es perfecta, nadie sabrá dónde ha ido a parar el dinero ni, mucho menos, quién ha sido el que se lo ha llevado ¾contestó otra voz¾. Dentro de un par de días estaremos muy lejos de aquí viviendo a cuerpo de rey con nuestra reciente fortuna en un paraíso fiscal.

¾No sé… ¾dijo la primera voz¾. Nos estamos llevando el dinero de los ahorros de mucha gente.

¾¿Ahora te entran remordimientos? Cuando te camelabas a los clientes para invertir en fondos ruinosos no tenías tantos reparos. Si esa gente se hubiera gastado la pasta, en lugar de ahorrar como hormiguitas, estas cosas no les pasarían.

¾Hombre… Esa es una manera muy torticera de ver las cosas. Parece que se merecen que les roben.

¾¡Exactamente! No le des más vueltas. La operación ya está en marcha. Nos quedaremos esta noche aquí hasta asegurarnos de que el dinero está en la cuenta de Suiza. Mañana nos largamos antes de abrir la oficina.

Los cuatro amigos se quedaron estupefactos al escuchar la conversación desarrollada en el interior del despacho. Carlos sacó la porra que siempre llevaba encima (otro recuerdo de su trabajo como guardia de seguridad) dispuesto a acabar con esos dos ladrones a base de porrazos, pero sus compañeros se lo impidieron.

¾¡No podemos consentir esto! ¾dijo Carlos.

¾Tienes razón, pero hay que pensar fríamente ¾le calmó Antonio.

Se retiraron al salón procurando no hacer ruido. Cavilaron durante un buen rato y, tras ponerse de acuerdo, pasaron a la acción.

Delante de la puerta del despacho donde se escondían los dos trabajadores del banco, Paco se puso a estrujar las hojas de un libro, sacudiéndolas y restregándolas por el suelo produciendo un ruido siniestro.

¾¿Oyes eso? ¾dijo una de las voces¾ Hay alguien fuera.

¾¡¿Qué dices?! Estamos solos.

¾Es como alguien arrastrándose. Da mal rollo.

Durante un buen rato Paco estuvo deslizando las hojas por el pavimento de la oficina. Seguidamente, Juan se acercó a la puerta del despacho y, con voz cavernosa, empezó a recitar unos versos del Tenorio de Zorrilla.

¾ Por dondequiera que fui, la razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé. Ni reconocí sagrado, ni hubo ocasión ni lugar por mi audacia respetado; ni en distinguir me he parado al clérigo del seglar. A quien quise provoqué, con quien quise me batí, y nunca consideré que puede matarme a mí aquel a quien yo maté.

¾¡Joder! ¾dijo una de las voces¾ ¡Es un fantasma! ¡Y nos está amenazando!

¾¡No digas tonterías! Será alguna conversación de la calle que llega hasta aquí. De todas formas, vayamos a ver.

Cuando los dos empleados del banco salieron del despacho no encontraron a nadie, pero al ir hacia la sala principal, en contraluz vieron la imponente figura de Carlos empuñando la porra y agitando unas esposas. Los dos ladrones salieron corriendo despavoridos.

Antonio se introdujo en el despacho y se sentó delante del ordenador. Gracias a sus conocimientos informáticos desencriptó la encriptación y anuló la fuga del capital que habían planeado los dos facinerosos, recuperando el dinero de los clientes desplumados.

¾El dinero ya está en el lugar que le corresponde ¾dijo Antonio ufano ante la admiración de sus amigos.

¾Deberíamos denunciarlo a las autoridades ¾añadió Carlos¾ y que detengan a esos dos desgraciados.

Cumpliendo con el deber moral que sus recias educaciones les imponían, así lo hicieron.

La noticia trascendió y los cuatro amigos jubilados salieron en todos los informativos y en varias tertulias matutinas. La directiva del banco, para hacerse perdonar el fallo de seguridad, decidió correr con los gastos de los cuatro héroes para que vivieran en unos apartamentos de una de las zonas residenciales más lujosas de la ciudad, con campo de golf, piscina climatizada, gimnasio asistido por osteópatas, cobertura sanitaria las 24 horas del día y, por supuesto, una amplia sala de ocio donde se podía jugar al mus.





23 de octubre de 2024

El chófer con Audi


Había una vez un candidato a diputado que rondaba la sede de su partido en busca de algún cargo importante que le abriera la posibilidad de aparecer en las listas para las elecciones generales.

De su niñez conservaba un compañero del colegio sin ambiciones políticas que se había dedicado a ir al gimnasio en lugar de estudiar en la universidad como había hecho él. Mientras el soñador político alimentaba el cerebro, su amigo de la infancia alimentaba los músculos consiguiendo un trabajo como portero en una famosa discoteca del norte de España.

El aspirante a diputado no contaba con demasiados contactos en las altas esferas de su partido por lo que su misión en la agrupación política consistía en repartir pasquines y asistir a mítines para jalear a los ponentes.

Un día, su amigo, el portero de discoteca, fue a visitarle a la capital. Viendo el desánimo que le embargaba sospechando que sus anhelados sueños de medrar en política no se iban a cumplir, el musculoso le ofreció su ayuda.

—¿En qué me puedes tú ayudar? Si a ti nunca te ha interesado la política ni conoces a nadie relacionado con ella.

—Tú dame un buen traje y un buen coche y verás cómo sé moverme y contactar. La política es muy parecida a una discoteca: los que tienen pases VIP van a los reservados y consumen las mejores bebidas de marca, los demás tienen que esperar a que los porteros, o sea gente como yo, les demos permiso para acceder al local y llegar hasta los famosos.

—Lo del traje puedo solucionarlo, lo del coche… no sé, ya veré qué puedo hacer.

El político ambicioso, a base de hacerse ver y repartir cafés todas las mañanas, consiguió un puestecito como delegado municipal en un barrio obrero de la capital. Allí demostró que lo aprendido en su carrera de Empresariales servía para algo porque maquilló muy bien unos movimientos bancarios que demostraban a las claras que los fondos europeos para cursillos de formación a desempleados no habían ido a parar donde debían.

Esta buena gestión del aspirante fue recompensada por el concejal de turno que ya se veía dando explicaciones, es decir, lanzando balones fuera, en el pleno del ayuntamiento para que no le imputaran nada. El agradecimiento se manifestó con un puesto de ayudante del secretario de una sección dependiente de una subdirección de la subsecretaría de la organización de su partido.

El puesto tenía hasta despacho propio, si así se podía llamar a un cubículo de cuatro metros cuadrados con una ventana que daba a un patio interior; pero el cargo también iba acompañado de un vehículo con su conductor y todo. Inmediatamente el recién ascendido llamó a su amigo, el portero de discoteca, para ofrecerle el auto a cambio de que fuera también su chófer.

—¿De qué coche se trata?

—Un Audi A2.

—Puede valer —dijo el cachas inclinando la cabeza—. De momento. Me lo tendrás que dejar para mi uso privado, así haré mejor mis gestiones, es decir, tus gestiones.

—De acuerdo. Espero que tengas razón.

El portero reconvertido en chófer, se vistió en una de las tiendas más exclusivas de la ciudad, el presupuesto que le habían dado al ayudante de secretario estaba muy por debajo de la factura resultante, pero, una vez más, éste hizo alarde de sus mañas para jugar con las cifras y que cuadraran cuando no lo hacían en absoluto.

Desplazándose en el Audi A2, con un traje de Armani y unas gafas de sol Philipp Plein, el portero anduvo por los reservados de las discotecas más famosas de la capital. El acceso le fue franqueado gracias a los contactos que tenía entre el gremio de porteros donde todos formaban una piña. Con la planta imponente que le proporcionaban los ciento diez kilos de músculo y el traje hecho a medida, se dio a conocer a empresarios y presidentes de clubs de fútbol presentándose como el secretario de un importante cargo del gobierno de la nación. A estos hombres de las finanzas les habló del interés de su jefe en mantener relaciones empresariales donde su participación en la concesión de contratos de obra podría beneficiar a según qué empresas elegidas por él, siempre y cuando estas manifestaran cierta generosidad con su benefactor.

—¿De veras les has dicho que yo estoy en el gobierno? ¡Pero no es cierto! —le comentó asombrado, y algo asustado también, el político trepa cuando el nuevo chófer le contó sus andanzas en busca de aliados.

—No es cierto… por el momento. Todo se andará. Cuando tengas las «inversiones» de los empresarios, ese dinero te abrirá puertas que ahora te están cerradas.

Tras varias reuniones con los magnates de la empresa que, para abrir boca, le regalaron algunos presentes (un piso en una urbanización del extrarradio y un viaje a Santo Domingo), el ayudante de secretario habló de sus nuevos amigos al secretario del que era ayudante. Éste, tras asegurarse que también recibiría algún tipo de agasajo, habló con su jefe inmediato. Tras subir unos cuantos peldaños visitando varios despachos más, los empresarios dadivosos empezaron a recibir encargos de la administración local.

Cuando el nombre del ayudante del secretario anduvo de boca en boca, desde el partido empezaron a tenerle en cuenta. Un día fue llamado por el alcalde a su despacho para una charla informal. El aspirante, asustado, se lo comentó a su amigo el chófer.

—No te apures. Esto funciona. Seguro que quiere saber qué contactos conoces. Di los nombres de esta gente —le dijo el chófer pasándole una lista—. Si se les tiene en cuenta ellos pueden seguir siendo muy generosos.

Gracias a esa lista facilitada por el ex portero de discoteca, el ayudante de secretario pasó a ser secretario con ayudante, y el chófer cambió el Audi A2 por un A6, mientras que los viajes vacacionales de ambos ese año tuvieron como destino un complejo hotelero de lujo en Bali.

El día que el presidente se interesó por el político ambicioso éste se acercó a una cafetería cercana al congreso acompañado por su chófer y el Audi. Tras una conversación amistosa, el presidente fue invitado al domicilio particular del aspirante para un almuerzo entre amigos.

—No puedo llevarle a mi apartamento de soltero. Tendré que alquilar algo en una urbanización de postín —se sinceró con su chófer.

—No alquiles nada. Yo te consigo un chaletazo en una buena zona —respondió el musculitos.

Tras amenazar a un narcotraficante con chivarle a la Guardia Civil su próxima descarga en Algeciras, éste se avino a «regalar» su mansión a su nuevo protector en la política y allí fue donde el presidente y su mujer cenaron en amigable ambiente con el que iba a ser el próximo titular del Ministerio de Vivienda y Bienestar Social.

¡Ministro! Ni en sueños habría pensado alcanzar ese cargo. Diputado era su máxima aspiración, pero gracias a los tejemanejes de su chófer había llegado mucho más lejos de lo pensado. Debía agradecérselo. El nuevo Audi A8 que utilizaba para sus desplazamientos oficiales tuvo un hermano gemelo para el propio chófer, además de un chalet súper moderno en una zona exclusiva de la ciudad.

De esta manera los dos amigos de la infancia unieron sus vidas en la opulencia y el éxito. Eran inseparables y trabajaban en perfecta armonía. Ahora estaban inmersos en la compra de material sanitario a precio de ganga que podrían encasquetar a cuenta del erario público con tarifas desorbitadas pero que, con la experiencia que ya tenían, podrían pasar por una transacción legal. Sería coser y cantar. La vida les sonreía.

 


NOTA: Este relato es el resultado del nuevo reto para el taller de escritura en el que participo. Se trata de versionar, una vez más, un cuento de los hermanos Grimm, en esta ocasión es «El Gato con Botas». Para los que no se acuerden de este cuento va de un gato que, con unas botas que le llevan a lugares lejanos en poco tiempo y una capa que le hace parecer importante, a base de astucia y engaños, consigue la fortuna y la mano de una princesa para su amo, totalmente pobre.



13 de octubre de 2024

Si no fuera por mí

 

Siempre anduve rodeada de hombres, así que estoy curada de espanto. Acepto que sean ellos quienes reciban los parabienes cuando una campaña es exitosa, suelen ser ambiciosos y eso alimenta su endeble autoestima. A nosotras nos inculcaron desde la cuna la humildad como una virtud femenina y, aunque en mi caso no funcionó como a mi madre le hubiera gustado, es lo habitual entre las mujeres.

Ahora, desde este retiro voluntario en mi casa de Santiago de Nueva Extremadura[1] me dedico a las labores propias de mi sexo: cuidar de enfermos, realizar obras de caridad, fundar hospitales y ayudar a los más necesitados. Labores generosas, pero algo aburridas, la verdad.

Yo no fui siempre así.

Hace cuarenta años me hervía la sangre y el coraje me subía a la garganta cuando sabía de las aventuras de mis vecinos. Para empezar, ya hice acopio de audacia cuando decidí cruzar el océano en busca de mi marido del que apenas pude disfrutar un año pues a los doce meses de casados partió al Nuevo Mundo. Diez años sin noticias suyas me empujaron a buscarlo. Loca, temeraria, estúpida insensata, todo eso me llamaron cuando tomé la decisión de ir tras su rastro.

Llegué a este mundo nuevo para enterarme de que mi matrimonio había acabado pues mi marido había perecido en la Batalla de las Salinas[2]. Dentro de la mala suerte que es morir en una guerra, mi esposo tuvo la fortuna de hacerlo en el bando vencedor. En realidad, la fortuna fue para mí, su viuda, pues me correspondió una encomienda en Cuzco. Ahí hubiera pasado el resto de mis días si no le hubiera conocido a él.

Pedro Valdivia era vecino mío, tenía fama de arrojado y valiente. Era el maestre de campo de Pizarro en la batalla en la que murió mi marido. En las charlas que mantuvimos sobre explotación agraria y otros temas domésticos insertaba aventuras de su vida militar en Europa a las órdenes del emperador Carlos V: las campañas en Flandes, las guerras italianas, el asalto a Roma. En este nuevo mundo también se había ganado fama de valiente y buen estratega. Yo escuchaba sus vivencias pero sin el arrobo de otras jovencitas obnubiladas por la buena planta de mi vecino que se mostraba casi como un héroe mitológico; a mí me atraían todas sus aventuras porque me hubiera gustado vivirlas yo. Quedé prendida de su forma de vida; he de reconocer que también se me quedaba la boca abierta ante el atractivo de su figura porque era guapo a rabiar.

Cuando se propuso iniciar una exploración al sur, a la zona que llaman Chile, yo quise acompañarle. Todas las trabas que me objetaron las desbaraté con una férrea decisión. Pizarro, a cuyas órdenes estaba, tan solo puso una condición: yo iría en calidad de criada, para guardar las formas y ocultar lo que todos sabían, que Pedro y yo éramos amantes. Al timorato de Pizarro no le temblaba la mano cuando de ejecutar indios se trataba o para asesinar a sus propios hombres, pero le escandalizaba que la querida de uno de sus capitanes fuera con él en una expedición.

Me tragué el orgullo y acepté. Mi condición de criada no impidió que aceptaran las alhajas que aporté como inversión en el viaje.

Afrontamos muchos peligros y penalidades, y todo el mérito se lo achacaron a él, porque supo alentar a sus hombres, porque los mantuvo unidos y soportaba los mismos sufrimientos que ellos. ¡¿Y yo?! ¡Soporté y sufrí lo mismo, y contribuí también al buen término de la expedición!

Si no fuera por mí habríamos muerto todos de sed en el desierto de Atacama. Las enseñanzas de un zahorí que en mi Plasencia natal solía charlar conmigo, permitieron que descubriera en aquel páramo inhóspito un pozo de agua que nos salvó la vida.

Si no fuera por mí, Valdivia hubiera muerto en dos conspiraciones que yo supe desbaratar antes de que se llevaran a cabo.

Si no fuera por mí…

Defendí y me impliqué en la construcción de la ciudad que fundamos nada más atravesar ese desierto asesino, en el valle del río Mapocho. Ahí establecimos Santiago de Nueva Extremadura. El valle era fértil, la tierra generosa y el ganado se criaba en abundancia. Pero estábamos rodeados de indios belicosos que nos atosigaban día y noche. En uno de sus ataques destruyeron nuestra nueva ciudad hasta los cimientos, pero nosotros la volvimos a reconstruir. Tesón no nos faltaba y a mí menos que a ninguno.

Por segunda vez cercaron la ciudad, «mi ciudad», miles de indios dispuestos a repetir la hazaña de destruirnos. Pedro estaba lejos sofocando una rebelión en Cochapoal. Los capitanes al mando quisieron negociar intercambiando siete caciques que custodiábamos como rehenes. Yo tenía otros planes.

Sabía que nuestros asediadores no iban a ceder. La hija de mi madre, por las buenas es muy buena, pero por las malas… ¡la peor! Ordené decapitar a los siete caciques. Los de Plasencia no nos andamos con rodeos. Los capitanes me tildaron de loca, también de sanguinaria. Que me llamen lo que quieran, la táctica funcionó. Cuando vieron las cabezas de sus jefes rodar fuera de las murallas, los indios huyeron en desbandada, más al saber que era una mujer quien había dado la orden. Supongo que en su lengua también me dedicarían lindos adjetivos. Me da igual. Salvé la ciudad. Santiago se mantuvo gracias a mí.

Fue mucha mi contribución en esta tierra bautizada Nueva Extremadura[3], y fue desinteresada. Amé a ese hombre como a nadie en mi vida y creo que él también me amó a mí, a su manera. Pero... el valiente y arrojado capitán que tantos peligros afrontó sin temblar en ningún momento, que se enfrentó a miles de belicosos indios ganando batallas innumerables, se dejó vencer por un fraile.

Defendió nuestra unión ante cualquiera que se le enfrentaba cuestionando nuestra relación, nunca dudó en salvaguardar nuestro amor. Excepto con ese religioso: Pedro de la Gasca, el canónigo virrey del Perú, consiguió que doblara la cerviz.

Valdivia había salido vencedor en muchas batallas y conquistado vastos territorios, al mismo ritmo fue ganando enemigos entre sus propias filas a los que la envidia les fue carcomiendo. Fue acusado de muchos cargos: posesión indebida, rebeldía a la corona y otras cuestiones más graves, pero todo sería olvidado si me abandonaba.

Él estaba casado con doña Marina, una esposa que dejó en España y a la que llevaba más de veinticinco años sin ver. Su mujer era yo, yo fui la que veló su sueño ante la inminencia de una batalla, yo fui la que compartió con él sus planes de ataque, sus anhelos, la que le soportaba cuando estaba de mal humor. Yo fui la que defendió la ciudad que ambos fundamos. Yo fui la que soportó las mismas penalidades y sufrimientos que él cuando exploramos tierras hostiles. Pero para los demás solo fui su barragana.

Pedro aceptó el chantaje, me traicionó a cambio de su honor. Para recuperar sus títulos y honra renunció a mí. Se olvidó de que todos esos logros los obtuvo en gran medida por mi intercesión. Hasta los hombres más íntegros y valientes suelen fallarnos a las mujeres[4].

El fraile no se contentó con restaurar el honor de Pedro, también quiso reparar el mío y para ello le pidió a Valdivia que me buscara marido. Rodrigo de Quiroga fue el elegido, algo más joven que yo, pero un buen hombre. Siempre me trató con delicadeza y los treinta años que vivimos juntos fueron los más apacibles de mi vida. Se acabaron las travesías por desiertos asesinos, las batallas contra indios salvajes, era la hora de la contemplación, de dedicarme a lo que de mí se esperaba. No me importó, con cuarenta años cumplidos ya había vivido más de lo que muchos hombres experimentan con edades más longevas, y por supuesto muchísimo más que todas las mujeres.

La traición de Pedro me dolió. Me sentí como un animal de compañía al que se mima y cuida hasta que su dueño se harta de él y le aparta de sí porque ya se ha aburrido, ya no lo necesita y estorba en su vida.

Pedro capituló ante los convencionalismos, o puede que no me quisiera tanto como él mismo aseguraba cuando me llamaba «Inés del alma mía». Es cierto que siempre se creyó llamado por la historia para «dejar fama y memoria de mí[5]», y esa ambición le nubló el entendimiento.

Yo nunca sentí ese interés, hice lo que hice porque me gustaba la aventura, porque quería fundar un hogar en un lugar que me pareció ideal, pero que mi nombre deje huella nunca me importó. O puede que sí, porque algo de resquemor sí que me ha quedado. Pedro no habría llegado donde lo hizo si no fuera gracias a mí y el olvido al que me relegó me lastima.

También me duele que su ambición acabara con él. En busca de otras aventuras se empecinó en seguir más al sur, a unas tierras que no tienen nada que aportar, tan solo temperaturas extremas y páramos helados. Se fue a combatir a unos fieros guerreros, los mapuche, que estaban comandados por Lautaro, un indio que sirvió de paje al propio Pedro y que, mientras le ayudaba a vestirlo y le servía la comida, aprendió las tácticas de lucha de los nuestros, un aprendizaje que le vino muy bien para combatirnos después. Recuerdo cuando Pedro me dijo, refiriéndose al entonces su paje, «Este chico es listo y espabilado» ¡Vive Dios que sí!

Cuando me enteré de su intención de combatir a los mapuche quise disuadirle, mas no me oyó. Nos habíamos distanciado, tal como el fraile pretendía, y yo ya no tenía sobre él el ascendiente de nuestros años de enamorados; ignoró mis advertencias. Si me hubiera hecho caso, gracias a mí aún estaría vivo.

Los hombres de Lautaro masacraron a la expedición de Valdivia, dejando para mi amado el más amargo final. Lo desollaron vivo y luego lo decapitaron. La ambición exige un alto pago.

Ya queda poco para que me reencuentre en el Más Allá con él. A mis setenta y dos años he sobrevivido a todos los que participamos en la fundación de esta ciudad que adoro: Santiago. No sé qué le diré cuando nos reencontremos. Le quise (le quiero) mucho pero no creo que me quede con las ganas de dedicarle algún reproche: «Tú no habrías llegado tan lejos, si no fuera por mí».


 



NOTA: Inés Suárez formó parte de la expedición de Pedro de Valdivia a Chile. Fue la primera española en pisar ese territorio. Participó en la fundación de la actual ciudad de Santiago de Chile destacándose en el asedio mapuche de 1541. Pero la historia la dejó de lado durante mucho tiempo adjudicándole el único mérito de ser la amante de Valdivia. La documentación que acredita su participación activa en la conquista de Chile y la fundación y defensa de Santiago de Chile ha descubierto su verdadero papel y ahora se le reconoce su valía. Novelas como «Inés del alma mía» y algunas series de televisión han dado relevancia a este personaje colocándola en el lugar destacado que se merece.



[1] Santiago de Chile

[2] Batalla donde se enfrentaron las fuerzas de Pizarro a las de Almagro en la guerra civil desatada en la conquista de Perú.

[3] Chile

[4] Tomado de la novela «Inés del alma mía» de Isabel Allende.

[5] Palabras textuales de Pedro de Valdivia



3 de octubre de 2024

No soy yo

 



Esa mujer no soy yo, no sé qué hago aquí, por qué estoy descalza, en camisón, en esta calle solitaria. Estoy cubierta de sangre, no creo que sea mía, no me duele nada, no siento nada, tan solo desorientación.

No sé qué me está pasando. Por qué llevo un cuchillo en la mano. Qué hago con él, por qué veo sangre en su filo. Si esa sangre no me pertenece, entonces... ¿de quién?

Camino por la carretera, espero encontrarme a alguien, o mejor no. Tengo miedo de asustar, o recibir una agresión, así como voy, puedo parecer peligrosa. Esa mujer no soy yo.

Tengo un velo rojo en la mirada, no puedo ver con claridad, estoy sucia, estoy enfadada, siento que se me pasa cuando miro el cuchillo. Recuerdo a fogonazos y veo imágenes pasadas. Un hombre conocido, mi marido. Lo veo caído a los pies de la cama, ensangrentado, veo la misma sangre en el cuchillo. Cierro los ojos para ahuyentar el recuerdo, pero no lo consigo. Siento golpes en la cara, siento dolor, ahora sí, siento puñetazos de manos recias, golpes, veo esas mismas manos en el cuerpo del suelo. Estoy aturdida con tantas sensaciones, pasadas pero reales. Me froto los ojos, siento escozor porque tengo las manos manchadas de sangre. No soy yo, no puedo ser yo. No puedo estar viviendo esto.

Me duele el cuello, siento marcas de apretar, tengo laceraciones. Tengo otro fogonazo de memoria y veo las mismas manos de antes alrededor de mi cuello. Me duele, quiero gritar, no puedo. De repente, siento un líquido caliente y rojo en las manos, las mías, en la tela de mi camisón…, ya no me duele la garganta, no siento la presión que me impide respirar, veo caer flácidas las otras manos, respiro a bocanadas. Veo el cuerpo inerte de mi esposo.

Estoy aturdida, hace frío, tirito bajo la tela empapada en sangre de mi camisón. Veo las luces de un coche al final de la carretera, quiero pararlo, quiero que me ayude. Lo consigo. Veo bajar un hombre, ensangrentado como yo, le miro a los ojos y atasco un grito en la garganta, no emito ningún sonido, pero quiero gritar. Bajo la cabeza y pienso de nuevo que no soy yo, que no estoy viviendo en realidad esto, que estoy soñando. Vencida levanto la mirada y delante de mí veo a mi marido.



NOTA: Este es un relato para el taller de escritura, en este caso la premisa era que todos los tiempos verbales estuvieran en la primera persona del singular del presente de indicativo. Puede parecer una tontería, pero seguir esa norma me ha parecido muy difícil. Es complicado. Me encanta que este tipo de talleres ponga a prueba mi capacidad escritora. Es todo un reto




27 de septiembre de 2024

Centroeuropa me descentra (II)

 

«Hogar, dulce hogar» es una frase que siempre he visto como algo… paleta. La versión simplona sería «Como en casa en ningún sitio» y me parece igual de cateta. Me encanta mi ciudad, me siento a gusto en mi casa, pero eso no me impide desear conocer otros lugares y cuando voy a ellos, me fijo en las singularidades y las disfruto.

Siempre que he viajado al extranjero he venido satisfecha y para nada patriotera; amo a mi país, pero en su justa medida y sin hacer aspavientos. Soy de las que piensan «dime de qué presumes y te diré de qué careces» cuando veo a tanto patriota que se da golpes de pecho con la bandera al viento.

Sin embargo, en este viaje por las ciudades imperiales… he añorado mucho mi país, pero mucho, mucho y todo por culpa ¡de la comida! Ya he comentado que, salvo cuando viajé a Bruselas, los países donde anduve fuera de mis fronteras eran mediterráneos, lo que implica que la gastronomía y los alimentos que se consumen son muy similares. En cambio, en Praga, en Viena, en Budapest… Son unas ciudades muy bonitas, magníficas, con unas construcciones preciosas, pero… ¡allí no saben comer!

La presencia de verdura es anecdótica en los menús de Centroeuropa, el alto consumo de carne, especialmente de pollo y cerdo, preocupante y la fruta paupérrima y escasa. Además, como esas tres ciudades pertenecen a países que no tienen mar, el pescado es un lujo solo apto para millonarios. El concepto «aliñar» no lo entienden, no conocen el ajo, ni el perejil; el aceite es como agua amarilla que ni da sabor ni ganas de utilizarlo y yo pienso que, al igual que dice Leo Harlem en uno de sus monólogos, donde no hay aceite de oliva, no hay civilización. Para más inri, las técnicas culinarias son bastante pobres en matices (o cuecen o asan, y ya está). En fin, que me aburrí soberanamente a la hora de comer porque la dieta no era en absoluto variada.

Ya sé por qué a los extranjeros les fascina España. No es el clima, ni las playas (que algo ayudan, evidentemente) ni siquiera la simpatía de los españoles. Lo que los tiene enamorados es la comida. Ahora entiendo que ante una paella, o una tortilla de patata, se vuelvan locos de atar. Cuando regresé a España, después de más de diez días comiendo casi siempre lo mismo, juro que se me saltaron las lágrimas ante un plato de fabada y unos boquerones en vinagre con aceitunas, ajo y perejil.

De hecho, esa simpatía que se nos presupone a los españoles yo creo que está condicionada por lo que comemos. Los habitantes de Praga, sin ser maleducados, eran algo antipáticos, tirando a bordes, pero no les culpo. Comer todos los días lo que come esa gente agría el carácter del más pintado. Pobrecillos.

Tan solo vi algunas excepciones a la dieta aburrida. En Viena en el Prater me topé una caseta que vendía churros, flipé en colores y me asaltó la morriña. Ese alimento, junto al chocolate, debería ser declarado por la UNESCO, Patrimonio Universal de la Humanidad.



Si en la comida las deficiencias son notorias, reconozco que en repostería la cosa mejora. Las tartas de chocolate y los dulces son buenísimos y tienen una aceptación más que notable, no hay más que ver las colas en lugares emblemáticos de Viena.



 También tienen su momento de gloria en cuanto a las cervezas. Hay de todos tipos y condiciones, aunque me decepcionaron un poco. En Praga bebí la llamada mejor cerveza del mundo y, la verdad, no me pareció para tanto, y eso que estaba muy buena, no lo voy a negar.

Del vino, mejor no diré nada. En el crucero por el Danubio nos ofrecieron un «selecto» vino rosado que no le llegaba ni a la suela de los zapatos a los de tetrabrick en España. Que me perdonen los vinateros húngaros.

Ese fue el único inconveniente en este viaje: la comida.

Pero, en casi todo viaje, y especialmente si lo hago yo (ya sabéis de otras experiencias, cómo mi amigo Murphy, el de la ley de ídem, me putea con saña), ocurren «imprevistos». A estas alturas creía que estaba curada de espanto, porque me han pasado cosas de lo más extraño como que se fugara un tío, buscado por la Guardia Civil, con una escopeta por los montes de Cantabria en los aledaños de la casa rural en la que yo me alojaba. Pero gracias a mi colega Murphy, el de la ley de ídem, la cosa siempre puede «mejorar», y en este viaje lo hizo en forma de un chino que se me coló en la habitación del hotel.

Pongámonos en situación: 10:30 h de la noche, volvemos de dar una visita exhaustiva por Budapest, colina de Buda para arriba y para abajo y llanura de Pest de un lado a otro. Llegamos cansados, yo me ducho primero, luego lo hace mi marido. Mientras que él está en la ducha y yo estoy en pijama viendo las fotos del día, oigo cómo la puerta de la habitación se abre para, acto seguido, volverse a cerrar. Atónita miro a la entrada, pensando que el cansancio me ha hecho alucinar. Es mi marido el que me saca de mi error cuando dice «Ha intentado entrar alguien en la habitación», a lo que yo le respondo «No puede ser, he echado el cerrojo interno», «Pues la puerta se ha abierto. Mira a ver si es alguien de recepción».

Intrigada y algo mosca, abro la puerta para encontrarme a un chico de unos 15 ó 16 años de etnia oriental al que me referiré con el nombre genérico de «chino» sin tener ni idea de su nacionalidad; puede que fuera japonés, tailandés o vietnamita, desde luego no tenía pinta de ser de Cuenca o de Burgos porque no hablaba ni papa de español y, lo que es peor, tampoco de inglés así que la comunicación fue de lo más estrambótica cuando, en mi inglés macarrónico le pregunté qué quería y, lo más importante, cómo y por qué había entrado en mi habitación.

A través de una aplicación de móvil que no contenía el español, pero sí el italiano, conseguí entender a duras penas lo que estaba pasando. Transcribo aquí, con más o menos fidelidad, lo que nos dijimos.

YO: ¿Qué quieres? ¿Cómo has conseguido entrar en esta habitación?

EL CHINO: Lo siento. Busco mis maletas.

YO: Aquí no están.  ¿Cómo has conseguido entrar en esta habitación?

EL CHINO: ¿Seguro que no están mis maletas?

YO: Seguro. ¿Cómo has conseguido entrar en esta habitación?

EL CHINO: Tengo la llave.

Esto último me lo dijo mostrándome una tarjeta con la que había abierto la puerta. A todo esto, mi marido estaba hablando con recepción intentando hacerse entender (malamente porque su inglés es aún peor que el mío) con el recepcionista para decirle que se nos había colado un tipo.

Mientras, yo intentaba averiguar con la aplicación del móvil del chino, que me seguía hablando en italiano, cómo es que tenía una llave de nuestra habitación. En aquella conversación absurda, entendí fragmentos como «la habitación era mía hasta esta mañana» «ahora estoy con mi primo» «me fui a un tour y he perdido las maletas».

Tratando de dilucidar si las maletas las había perdido en el tour, o por culpa de su primo, llegó el recepcionista que solo hablaba inglés (ni chino, ni español, ni siquiera italiano). A duras penas entendí sus disculpas y nos pidió que nos fuéramos a dormir “tranquilamente” mientras se llevaba al chino con él a recepción.

Intentar dormir “tranquilamente” cuando sabes que un extraño ha podido entrar en tu habitación no es tarea fácil. Me bajé detrás de los dos para que me explicaran por qué otro inquilino del hotel tenía la llave de nuestra habitación. En esta ocasión se añadió el guía de nuestro grupo, avisado por mi esposo, y que se enteró de cómo el chino había podido entrar. Parece ser que, efectivamente, por la mañana, esa habitación fue ocupada por él (y su primo), pero que tuvieron que dejarla y cambiarse a otra para cuando llegamos nosotros. Al ver que le faltaban sus maletas, ni corto ni perezoso pidió un duplicado de la habitación primera y el recepcionista, sin hacer ningún tipo de comprobación, se la dio. ¡Toma ya! Tras reiterarme sus disculpas y anular todas las llaves, dándome otras nuevas, el recepcionista tuvo que encararse a la bronca que le echó el guía. Yo también hice lo mismo, pero como mi regañina fue en español creo que no se enteró de nada.

Cuando volví a mi habitación, con la nueva llave, otra duda me asaltó en ese momento: si yo había echado el cerrojo se supone que nadie podría abrir la puerta, ni siquiera con la llave. Hicimos la comprobación y, no, con la llave la puerta se abre tenga o no cerrojo, a lo que yo me pregunto «¿para qué puñetas sirve el dichoso cerrojo interior?»

Ante tamaña inseguridad, decidimos atrancar la puerta a nuestra manera que consistió en poner dos sillas y la maleta obstaculizando la entrada. Si algún otro chino intentaba entrar avisaría antes con el ruido de los muebles al moverse. A grandes males, grandes remedios.

En este viaje, no hubo más incidencias que lamentar, afortunadamente. Pero reconozco que volví algo descolocada con algunas cosas, es lo que tiene salir de tu zona de confort.

He contemplado ciudades preciosas, he conocido costumbres diferentes, malos hábitos alimentarios y climas calurosos donde no debería haberlos. Al fin y al cabo, en eso consiste viajar, en vivir experiencias inolvidables como hablar, a través de una aplicación del móvil, en italiano con un chino.

 



15 de septiembre de 2024

Centroeuropa me descentra (I)

 

Harta ya de tanta playa (a la que nunca fui muy aficionada, las cosas como son) y tanto sol y calor, propios de las fechas y de las latitudes en las que vivo, este año decidí cambiar radicalmente para irme de veraneo.

Hasta la fecha, y salvando el viaje a Bélgica, mis escapadas fuera de España se habían limitado a países mediterráneos (Grecia, Francia, Italia, Portugal…) por lo que siempre me sentí como en casa por la afinidad cultural que tienen estos países con el mío.

Esta vez, no. Me fui a Centroeuropa: República Checa, Eslovaquia, Hungría y Austria fueron los destinos elegidos. Durante más de diez días me dediqué a visitar sus capitales y, en alguna de ellas, sus alrededores.

No voy a ponderar las excelencias de las ciudades que visité, para eso está la Wikipedia y los documentales de la 2. Me voy a centrar en las peculiaridades que a mí más me sorprendieron (monumentos e historia, aparte) y cómo sentí yo esos rasgos distintivos.

En estos países, tan diferentes del mío, esperaba encontrar otra cultura y otro clima completamente distintos a los habituales para mí. Definir en qué consiste la cultura de un país puede ser complejo, así que me voy a centrar primero en la otra cuestión que yo buscaba diferente: el clima.

Mis expectativas en cuanto al clima no se cumplieron en ninguno de los países por los que anduve. Esperando encontrar temperaturas más benignas que las que el verano madrileño nos atiza en plan castigo divino, me di de bruces con una realidad muy distinta (o puede que con lo que me diera de lleno fue con el cambio climático).

Praga es una ciudad donde, según lo que nos contó la guía de allí, por lo general suele llover bastante, pero en verano el sol se asoma «aunque sea tímidamente» (sic). Tan solo el cielo aparece sin una sola nube una media de diez días al año. De esta situación se deriva, siempre según las estadísticas que nos proporcionó nuestra guía, que muchos praguenses tienen déficit de vitamina D y padecen osteoporosis de adultos, además la incidencia de raquitismo en los niños es una de las más altas de la U.E.

Bueno, pues de esos diez días sin una sola nube que tocaba este 2024, cuatro fueron los que pasé allí. No solo lució el sol, además lo hizo con una fuerza inusitada que se manifestó con una temperatura de 37ºC (una barbaridad para la zona). Dada la situación con la vitamina D de los habitantes de Praga, la cosa se tradujo en que los praguenses (y algún que otro turista nórdico) se colocaban en las zonas soleadas para exponerse al sol cual lagartos buscando calentar la sangre mientras que nuestro grupo de españoles andábamos buscando sombra como desesperados.


Vista de Praga (sin una sola nube, como se puede apreciar)

Karlovy Vary es una ciudad balneario donde los nativos de Chequia van a recuperarse de sus distintas dolencias gracias a las aguas termales que manan por varias fuentes y que tienen propiedades saludables. Pacientes con cáncer, enfermedades hepáticas, renales, digestivas… se benefician de esas aguas tan sanas. El día que estuve yo, también podría haber ido toda la población a recuperarse de su déficit de vitamina D porque el sol nos dio de lleno y a placer. Un calor que, sumado a la humedad, empañó disfrutar plenamente de los preciosos edificios que adornan la ciudad. Dicen que lo habitual, cuando se visita Karlovy Vary, es beber de las fuentes que se encuentran en puntos estratégicos. Yo no lo hice. Estas fuentes surten aguas con diferentes temperaturas, la más «fresquita» sale a 60ºC. Con el calor que hacía, una servidora no estaba por la labor; quizás, si hubiera tenido una bolsita de té, me habría preparado una infusión, pero no era el caso, así que me fui de allí sin beber nada.

Fuente termal en Karlovy Vary

 En Viena también tuvimos nuestra buena cuota de sol y calor, aunque en este caso estuvo acompañado de alguna que otra tormenta que vino a refrescar el ambiente y a regar los jardines que no suelen tener una atención especial por parte de los jardineros en cuanto a riego ya que la pluviosidad se hace cargo de esta cuestión, aunque a mí me parece que van a tener que cambiar esa práctica porque algunas praderas estaban bastante amarillentas.

Quiero resaltar una peculiaridad de las tormentas vienenses y es que están muy definidas; con severidad prusiana allí el agua cae a base de bien o no cae. En Viena el concepto «chispear» no existe. Me explico. Estando a las puertas del palacio de Schönbrunn noté cómo se acercaba una nube bastante oscura, el sol aún lucía, pero la nube estaba llegando. De repente, a cinco metros de donde yo me encontraba, la gente empezó a correr y gritar. Lo primero que pensé es que habían visto a un terrorista con una bomba adosada al cuerpo, porque yo no vi ninguna amenaza inminente. En seguida, un ruido ensordecedor acompañó a una cortina de agua donde estar cincuenta centímetros a un lado u otro era la diferencia entre no mojarte o calarte hasta los huesos. Tuve suerte de encontrarme pegada a la fachada y poder refugiarme debajo de una cornisa. Si llego a estar a un par de metros de la pared me hubiera mojado completamente, tal era la brusquedad repentina del agua que caía. La tormenta apareció jarreando agua de golpe. Menos mal que, igual que vino, se marchó y pudimos disfrutar de los preciosos jardines que tiene ese palacio.


Jardines de Schöbrunn

En las otras ciudades por las que estuvimos la lluvia no nos molestó, pero el sol sí. En Bratislava anduvimos de sombra en sombra para poder atender las explicaciones de la guía sin derretirnos en el intento. En Budapest, las nubes nos dieron un poco de respiro, pero hacía bastante calor y se notaba que no era habitual porque los nativos miraban mi inseparable abanico con algo de asombro y mucha envidia (creo que una señora, paseando por el Parlamento, quiso arrebatármelo, pero le adiviné la intención y me giré abortando sus intenciones). Cualquier brizna de brisa era bienvenida, de hecho, cuando hicimos un crucero por el Danubio pensé en sobornar al piloto de la embarcación para que durara más el trayecto y así aprovechar el fresquito que la velocidad del barco en el río nos proporcionaba (además de poder regodearme en las fantásticas vistas de Budapest que dicho crucero nos regaló).

Vista del Parlamento de Budapest desde un barco en el Danubio

Hasta en Salzburgo nos hizo calor. Antes de llegar, la imagen que yo tenía de esa ciudad es la que me quedó viendo «Sonrisas y lágrimas». Allí Julie Andrews iba vestida con trajes tupidos y bien abotonados; no le debió de hacer la temperatura que tuve yo porque, de ser así, hubiera muerto de una lipotimia cantando «Do, re, mi».

En fin, que el clima me decepcionó mucho. Yo esperaba huir del calor español y me encontré con altas temperaturas donde no suele haberlas. Para pasar esto no hacía falta salir de España, la verdad.

En cuanto a hallar una cultura diferente, en eso no hubo fraude. Como comento al inicio de esta publicación, definir qué es la cultura de un país resulta complicado, pero yo lo resumo muy fácilmente en tres cuestiones: historia, idioma y gastronomía.

De la historia no voy a comentar porque siguen estando ahí los documentales de la 2. Me centraré en los idiomas y en la comida, pero eso lo dejaré para el próximo post. ¡Ah!, también contaré cuando se me coló un chino en la habitación del hotel de Budapest.

CONTINUARÁ…




Hada verde:Cursores
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