Con esta manía de etiquetar todo
se le pone nombres raros a situaciones o temas que hace años se llamaban de una
manera más simple.
Ciclogénesis explosiva, tren
convectivo o bomba meteorológica son expresiones que se emplean ahora para denominar
a lo que antes se llamaba temporal, tormenta o simplemente, mal tiempo.
También se les ha puesto nombre a
las generaciones. Según en qué intervalo de años se haya nacido se pertenece a
una generación concreta con su particular nombre.
Si naciste entre 1930 y 1948, eres
uno de los «niños de la Posguerra», si el nacimiento fue entre 1949 y 1968,
eres un «Baby Boomer», entre 1969 y 1980 se pertenece a la «Generación X», los
«Millenials» nacieron entre 1981 y 1993, los nacidos entre 1994 y 2010 son de
la «Generación Z», etcétera.
Me voy a centrar en la franja que
a mí me incumbe, por interés personal y porque creo que se nos está tratando
muy injustamente. Yo soy una «Baby Boomer», o «Boomer», a secas, y aunque la
mayoría utilizan este apelativo con desprecio yo me enorgullezco de pertenecer
a esa generación porque creo que hemos formado parte de muchos cambios en la
sociedad española, y además, cambios para bien.
El nombrecito viene de «boom» como
onomatopeya de explosión (que digo yo por qué no se nos llamó generación
explosiva). La explosión a la que se refiere es a la demográfica. Nacimos como
consecuencia de un brote de natalidad que se dio después de la segunda guerra mundial,
aunque en España se refiere a otra guerra, la Guerra Civil. Aquí, esa natalidad
explosiva vino a dar vidilla a la población que estaba aún convaleciente del
conflicto bélico y de la posguerra por haber pasado bastantes penalidades ante
la escasez de muchos bienes, incluidos los alimentos.
Bueno, pues los niños que nacimos en
esos años (especialmente los nacidos en los "felices" 60) dimos un empuje, primero a la moral y luego al crecimiento económico.
Después de una guerra falta personal y hay que volver a levantar lo que se ha
destruido: los niños de la posguerra pasaron muchas dificultades y no estaban
para levantar mucho, pero los boomer vinimos a cambiar la cosa. Y eso es lo que mejor nos define: el cambio. Asistimos y protagonizamos cambios en muchos ámbitos.
Fuimos testigos del paso de una
dictadura a una democracia. Vimos cómo cambiaba una sociedad encorsetada y amordazada
por otra más abierta, más libre, más desinhibida. Ahora todos sienten la
democracia como algo sustancial, pero quienes vivimos la dictadura, aunque fuéramos
niños, sabemos que la democracia hay que ganársela y defenderla, que se puede
perder en cualquier momento. De hecho, también vivimos un intento de golpe de
estado viendo peligrar esa democracia que ahora muchos creen «natural». Y
porque sabemos cuánto vale la libertad, pues conocimos su privación, nos
echamos a la calle después del fallido intento de quitarnos lo que habíamos
conseguido. Fue una de las manifestaciones más impresionantes a las que he
asistido, fue la primera en la que participaba y asistí con mi padre; la
recuerdo con emoción, miles de personas clamando por los derechos y libertades
de un país democrático, un tortazo en toda la cara a los que querían volver a
lo de antes: yo ordeno, tú obedeces. Ahora muchos jóvenes con la edad que tenía
yo entonces van también a manifestaciones, pero a reventarlas y armar jaleo.
Mi generación también inició el
cambio en el hogar: la mujer seguía trabajando después de casarse. Lo de
conciliar vida familiar y vida laboral lo ‘inventamos’ las mujeres boomer.
Pero si de cambio se trata, hubo uno con bastante peso y variedad: el paso de lo analógico a lo digital.
Nosotros hemos escuchado música en
cassette, LP (ahora se los conoce por discos de vinilo), CD, en mp3 y a través de Spotify. Y sin
despeinarnos. Además, fuimos los primeros en tomar conciencia con el gasto
energético porque, para ahorrar pilas, las cintas de cassette las rebobinábamos
con un boli Bic.
Si queríamos quedar con los
amigos, como solían vivir en la misma zona, íbamos a su portal y llamábamos al
portero automático: «Pili, ya estoy aquí, baja». Pero si queríamos hablar con
alguien que no estuviera muy cerca, llamábamos con el único teléfono de la
casa, que solía estar en el salón, marcando una ruedecita con números y
teniendo mucho cuidado de no prolongar demasiado la conversación porque había
que dejar la línea libre no fuera a haber una ‘urgencia’ y alguien quisiera
contactar con la familia. Ese cuidado era especialmente sensible si la llamada
era a un lugar fuera de tu ciudad, porque entonces se trataba de una
conferencia y, además de tener ocupada la línea poniendo en peligro la transmisión
de un posible mensaje urgente (según mi madre, todas las desgracias que podían
pasar a sus familiares podían ocurrir cuando yo me ponía a hablar con mis
amigas), la llamada costaba un riñón. Entonces no había más que una compañía
telefónica y el monopolio conllevaba que cobraban lo que querían (he de
reconocer que en este aspecto poco se ha cambiado, salvo lo del monopolio, lo
de que te cobren lo que quieren sigue igual).
Es decir, el teléfono era para dar
avisos: «voy a llegar tarde», «quedamos a las siete en la puerta del cine», «se
ha muerto la tía Julia». De esa manera de comunicarnos pasamos al teléfono
móvil en sus diferentes versiones: desde un pedazo de mamotreto con teclas de
tamaño similar a las de un teclado de ordenador y antena de radio, hasta los
más modernos smartphone con vídeo llamadas y domótica incluida.
Escribíamos con máquinas de
escribir, los suertudos lo hacían con las eléctricas (eran un poco más rápidas
que las manuales y no había que darle un mamporro a la palanca de ‘pasar línea’),
aunque la mayor parte de las veces escribíamos a mano, usábamos el bolígrafo y
gastábamos muchos. Y de ahí pasamos a escribir en un ordenador: el Word nos
permitía borrar sin problema y tener tantas copias como ejemplares quisiéramos
sin necesidad de ir a una fotocopiadora o utilizar papel carbón. Hemos
almacenado información en carpetas ordenadas alfabéticamente en una estantería,
en disquetes, CD-ROM, pendrives y en la nube. Hemos leído libros en la
biblioteca, en papel y en ebook. Hemos escrito SMS con un teclado numérico economizando caracteres para que fuera más barato y ahora enviamos mensajes de voz de diez minutos para contar cómo nos fue el día. Vimos
películas en VHS, luego en DVD y ahora en streaming. Conocimos los vídeo
clubs y somos usuarios de Netflix, Amazon Prime y HBO. Cuando nos íbamos de veraneo enviábamos postales para enseñar la playa a los allegados y ahora colgamos
la foto en Facebook para que la vea todo el mundo. Hemos manejado los mapas de
carretera para viajar y ahora nos guiamos (y nos perdemos) con el GPS.
Utilizamos los dos medios, los de antes y los de después, los analógicos y los virtuales. Pero… resulta que se nos tacha de inútiles tecnológicos porque no somos «nativos digitales», o lo que es lo mismo, somos «inmigrantes digitales» que es el eufemismo para «tontos del culo».
¿En serio? Pero si hemos usado de
todo y, además, nos acordamos de cómo era la vida cuando no existía internet de
tal manera que si hubiera algún holocausto tecnológico por falta de suministro
eléctrico o algo así, creo que mi generación sería la única preparada para
sobrevivir: a un millenial quería yo verlo en un pueblo perdido de
Grecia sin batería en el móvil y teniendo que usar una cabina de teléfono con
dial analógico y monedas.
Creo que hemos dado muestras de
saber adaptarnos a tanto cambio. Somos un claro exponente de lo que es la
adaptación, la virtud que Darwin estimó necesaria para la evolución («No
sobrevive el más fuerte, sino el que mejor se adapta al cambio»).
Pero, a esta manera tan
despectiva de referirse a nosotros, hay «otro maltrato» más que añadir: es
indignante el tratamiento que sufrimos desde los estamentos oficiales porque, además
de todo lo ya reseñado, somos una generación muy bien preparada y esto al
Ministerio de la Seguridad Social le supone un problema.
Y es que resulta que fuimos a la
universidad, aquel feudo casi exclusivo de las clases más pudientes y/o
influyentes antes de nacer nosotros. Los hijos de los obreros accedieron a las aulas universitarias,
con o sin ayuda estatal (una servidora no vio nunca ni un duro de una beca y
eso que tuve un expediente académico de 10), pero la inquietud de nuestros
padres, los que las pasaron canutas después de la guerra, era que sus hijos
tuviéramos lo que a ellos se les negó.
Ese boom natalicio de los años 60
permitió que nuestros mayores pudieran cobrar sus merecidas pensiones. Mi
generación ha trabajado/trabaja cotizando impuestos que sirven, entre otras
cosas, para que los que ya están jubilados puedan cobrar. Estupendo. El
problema viene ahora cuando parte de mi generación ya se está jubilando: ahora
nos toca a nosotros cobrar, pero al estar mejor preparados accedimos a puestos más
cualificados y con sueldos elevados (con cotizaciones igualmente elevadas), lo
que ahora se traduce en mejores pensiones. Aquí está el problema para el
ministro de la Seguridad Social que tiene que soltar una buena pasta y las
cuentas no le cuadran. Pues ajo y agua, señores administradores del peculio
estatal porque mientras cotizamos y recibían el dinerito de nuestros impuestos no
fuimos ninguna molestia.
La manera que tienen algunos
políticos de afrontar esta situación me enciende y me da ganas de explotar
(mira tú por dónde lo de boom va a tener mucho más sentido).
Sí, estoy que exploto: me tratan
como si fuera medio tonta cuando puedo enseñar a un nativo digital a usar
cualquier cosa de «las de antes» y no entro en pánico fácilmente (el día que se
cae WhatsApp o Instagram andan como pollos sin cabeza), no me dan taquicardias
si algún día salgo a la calle y me he dejado el móvil en casa, no empiezo a hiperventilar si estoy en un lugar sin cobertura, sé moverme por una ciudad desconocida
sin necesidad de GPS utilizando el sencillo método de preguntar a un paisano
dónde está una calle. Me las apaño bastante bien a pesar de ser una… boomer.
Por eso quiero romper una lanza y
salir en defensa de mi generación. A pesar de lo que puedan opinar quienes
nacieron después que nosotros, mis coetáneos y yo pertenecemos a una generación
estupenda, claro que sí. Hemos integrado en nuestra vida todas las novedades, con
más o menos dificultad, pero asumiendo la situación.
Puede que no seamos los más
fuertes, pero sí hemos conseguido adaptarnos a los cambios de las últimas
décadas. Darwin estaría orgulloso de nosotros.