Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

28 de octubre de 2023

En defensa de mi generación

 


Con esta manía de etiquetar todo se le pone nombres raros a situaciones o temas que hace años se llamaban de una manera más simple.

Ciclogénesis explosiva, tren convectivo o bomba meteorológica son expresiones que se emplean ahora para denominar a lo que antes se llamaba temporal, tormenta o simplemente, mal tiempo.

También se les ha puesto nombre a las generaciones. Según en qué intervalo de años se haya nacido se pertenece a una generación concreta con su particular nombre.

Si naciste entre 1930 y 1948, eres uno de los «niños de la Posguerra», si el nacimiento fue entre 1949 y 1968, eres un «Baby Boomer», entre 1969 y 1980 se pertenece a la «Generación X», los «Millenials» nacieron entre 1981 y 1993, los nacidos entre 1994 y 2010 son de la «Generación Z», etcétera.

Me voy a centrar en la franja que a mí me incumbe, por interés personal y porque creo que se nos está tratando muy injustamente. Yo soy una «Baby Boomer», o «Boomer», a secas, y aunque la mayoría utilizan este apelativo con desprecio yo me enorgullezco de pertenecer a esa generación porque creo que hemos formado parte de muchos cambios en la sociedad española, y además, cambios para bien.

El nombrecito viene de «boom» como onomatopeya de explosión (que digo yo por qué no se nos llamó generación explosiva). La explosión a la que se refiere es a la demográfica. Nacimos como consecuencia de un brote de natalidad que se dio después de la segunda guerra mundial, aunque en España se refiere a otra guerra, la Guerra Civil. Aquí, esa natalidad explosiva vino a dar vidilla a la población que estaba aún convaleciente del conflicto bélico y de la posguerra por haber pasado bastantes penalidades ante la escasez de muchos bienes, incluidos los alimentos.

Bueno, pues los niños que nacimos en esos años (especialmente los nacidos en los "felices" 60) dimos un empuje, primero a la moral y luego al crecimiento económico. Después de una guerra falta personal y hay que volver a levantar lo que se ha destruido: los niños de la posguerra pasaron muchas dificultades y no estaban para levantar mucho, pero los boomer vinimos a cambiar la cosa. Y eso es lo que mejor nos define: el cambio. Asistimos y protagonizamos cambios en muchos ámbitos.

Fuimos testigos del paso de una dictadura a una democracia. Vimos cómo cambiaba una sociedad encorsetada y amordazada por otra más abierta, más libre, más desinhibida. Ahora todos sienten la democracia como algo sustancial, pero quienes vivimos la dictadura, aunque fuéramos niños, sabemos que la democracia hay que ganársela y defenderla, que se puede perder en cualquier momento. De hecho, también vivimos un intento de golpe de estado viendo peligrar esa democracia que ahora muchos creen «natural». Y porque sabemos cuánto vale la libertad, pues conocimos su privación, nos echamos a la calle después del fallido intento de quitarnos lo que habíamos conseguido. Fue una de las manifestaciones más impresionantes a las que he asistido, fue la primera en la que participaba y asistí con mi padre; la recuerdo con emoción, miles de personas clamando por los derechos y libertades de un país democrático, un tortazo en toda la cara a los que querían volver a lo de antes: yo ordeno, tú obedeces. Ahora muchos jóvenes con la edad que tenía yo entonces van también a manifestaciones, pero a reventarlas y armar jaleo.

Mi generación también inició el cambio en el hogar: la mujer seguía trabajando después de casarse. Lo de conciliar vida familiar y vida laboral lo ‘inventamos’ las mujeres boomer.

Pero si de cambio se trata, hubo uno con bastante peso y variedad: el paso de lo analógico a lo digital.

Nosotros hemos escuchado música en cassette, LP (ahora se los conoce por discos de vinilo), CD, en mp3 y a través de Spotify. Y sin despeinarnos. Además, fuimos los primeros en tomar conciencia con el gasto energético porque, para ahorrar pilas, las cintas de cassette las rebobinábamos con un boli Bic.

Si queríamos quedar con los amigos, como solían vivir en la misma zona, íbamos a su portal y llamábamos al portero automático: «Pili, ya estoy aquí, baja». Pero si queríamos hablar con alguien que no estuviera muy cerca, llamábamos con el único teléfono de la casa, que solía estar en el salón, marcando una ruedecita con números y teniendo mucho cuidado de no prolongar demasiado la conversación porque había que dejar la línea libre no fuera a haber una ‘urgencia’ y alguien quisiera contactar con la familia. Ese cuidado era especialmente sensible si la llamada era a un lugar fuera de tu ciudad, porque entonces se trataba de una conferencia y, además de tener ocupada la línea poniendo en peligro la transmisión de un posible mensaje urgente (según mi madre, todas las desgracias que podían pasar a sus familiares podían ocurrir cuando yo me ponía a hablar con mis amigas), la llamada costaba un riñón. Entonces no había más que una compañía telefónica y el monopolio conllevaba que cobraban lo que querían (he de reconocer que en este aspecto poco se ha cambiado, salvo lo del monopolio, lo de que te cobren lo que quieren sigue igual).

Es decir, el teléfono era para dar avisos: «voy a llegar tarde», «quedamos a las siete en la puerta del cine», «se ha muerto la tía Julia». De esa manera de comunicarnos pasamos al teléfono móvil en sus diferentes versiones: desde un pedazo de mamotreto con teclas de tamaño similar a las de un teclado de ordenador y antena de radio, hasta los más modernos smartphone con vídeo llamadas y domótica incluida.

Escribíamos con máquinas de escribir, los suertudos lo hacían con las eléctricas (eran un poco más rápidas que las manuales y no había que darle un mamporro a la palanca de ‘pasar línea’), aunque la mayor parte de las veces escribíamos a mano, usábamos el bolígrafo y gastábamos muchos. Y de ahí pasamos a escribir en un ordenador: el Word nos permitía borrar sin problema y tener tantas copias como ejemplares quisiéramos sin necesidad de ir a una fotocopiadora o utilizar papel carbón. Hemos almacenado información en carpetas ordenadas alfabéticamente en una estantería, en disquetes, CD-ROM, pendrives y en la nube. Hemos leído libros en la biblioteca, en papel y en ebook. Hemos escrito SMS con un teclado numérico economizando caracteres para que fuera más barato y ahora enviamos mensajes de voz de diez minutos para contar cómo nos fue el día. Vimos películas en VHS, luego en DVD y ahora en streaming. Conocimos los vídeo clubs y somos usuarios de Netflix, Amazon Prime y HBO. Cuando nos íbamos de veraneo enviábamos postales para enseñar la playa a los allegados y ahora colgamos la foto en Facebook para que la vea todo el mundo. Hemos manejado los mapas de carretera para viajar y ahora nos guiamos (y nos perdemos) con el GPS.

Utilizamos los dos medios, los de antes y los de después, los analógicos y los virtuales. Pero… resulta que se nos tacha de inútiles tecnológicos porque no somos «nativos digitales», o lo que es lo mismo, somos «inmigrantes digitales» que es el eufemismo para «tontos del culo».

¿En serio? Pero si hemos usado de todo y, además, nos acordamos de cómo era la vida cuando no existía internet de tal manera que si hubiera algún holocausto tecnológico por falta de suministro eléctrico o algo así, creo que mi generación sería la única preparada para sobrevivir: a un millenial quería yo verlo en un pueblo perdido de Grecia sin batería en el móvil y teniendo que usar una cabina de teléfono con dial analógico y monedas.

Creo que hemos dado muestras de saber adaptarnos a tanto cambio. Somos un claro exponente de lo que es la adaptación, la virtud que Darwin estimó necesaria para la evolución («No sobrevive el más fuerte, sino el que mejor se adapta al cambio»).

Pero, a esta manera tan despectiva de referirse a nosotros, hay «otro maltrato» más que añadir: es indignante el tratamiento que sufrimos desde los estamentos oficiales porque, además de todo lo ya reseñado, somos una generación muy bien preparada y esto al Ministerio de la Seguridad Social le supone un problema.

Y es que resulta que fuimos a la universidad, aquel feudo casi exclusivo de las clases más pudientes y/o influyentes antes de nacer nosotros. Los hijos de los obreros accedieron a las aulas universitarias, con o sin ayuda estatal (una servidora no vio nunca ni un duro de una beca y eso que tuve un expediente académico de 10), pero la inquietud de nuestros padres, los que las pasaron canutas después de la guerra, era que sus hijos tuviéramos lo que a ellos se les negó.

Ese boom natalicio de los años 60 permitió que nuestros mayores pudieran cobrar sus merecidas pensiones. Mi generación ha trabajado/trabaja cotizando impuestos que sirven, entre otras cosas, para que los que ya están jubilados puedan cobrar. Estupendo. El problema viene ahora cuando parte de mi generación ya se está jubilando: ahora nos toca a nosotros cobrar, pero al estar mejor preparados accedimos a puestos más cualificados y con sueldos elevados (con cotizaciones igualmente elevadas), lo que ahora se traduce en mejores pensiones. Aquí está el problema para el ministro de la Seguridad Social que tiene que soltar una buena pasta y las cuentas no le cuadran. Pues ajo y agua, señores administradores del peculio estatal porque mientras cotizamos y recibían el dinerito de nuestros impuestos no fuimos ninguna molestia.

La manera que tienen algunos políticos de afrontar esta situación me enciende y me da ganas de explotar (mira tú por dónde lo de boom va a tener mucho más sentido).

Sí, estoy que exploto: me tratan como si fuera medio tonta cuando puedo enseñar a un nativo digital a usar cualquier cosa de «las de antes» y no entro en pánico fácilmente (el día que se cae WhatsApp o Instagram andan como pollos sin cabeza), no me dan taquicardias si algún día salgo a la calle y me he dejado el móvil en casa, no empiezo a hiperventilar si estoy en un lugar sin cobertura, sé moverme por una ciudad desconocida sin necesidad de GPS utilizando el sencillo método de preguntar a un paisano dónde está una calle. Me las apaño bastante bien a pesar de ser una… boomer.

Por eso quiero romper una lanza y salir en defensa de mi generación. A pesar de lo que puedan opinar quienes nacieron después que nosotros, mis coetáneos y yo pertenecemos a una generación estupenda, claro que sí. Hemos integrado en nuestra vida todas las novedades, con más o menos dificultad, pero asumiendo la situación.

Puede que no seamos los más fuertes, pero sí hemos conseguido adaptarnos a los cambios de las últimas décadas. Darwin estaría orgulloso de nosotros.





21 de octubre de 2023

El otoño de las setas

 

Sonia estaba enfadada. No había podido quedar con sus amigas porque ese fin de semana tocaba reunión familiar. Cada dos o tres meses su abuela insistía en realizar algún tipo de actividad que sirviera de excusa para reunir a sus dos hijos con sus respectivas esposas e hijas. Normalmente esas actividades se basaban en una comida en algún restaurante del centro de la ciudad y en una sobremesa que no se prolongaba demasiado, algo que le permitía a Sonia apuntarse a cualquier otra cosa que hubiera planeado su pandilla, en cualquier caso, un plan siempre mucho más interesante que reunirse con sus padres, tíos, prima y abuela.

Sin embargo, en esta ocasión su tía se había lucido con una nueva propuesta. Nueva y estrambótica al parecer de Sonia: ir al bosque a recolectar setas.

Ya que estamos en otoño, podíamos salir de la ciudad y recoger setas propuso la tía Blanca desde la vídeo llamada del grupo de wasap.

Según oyó la proposición, Sonia empezó a hacerle gestos a su padre, cuidándose muy bien de que no se vieran en la cámara del móvil, para que dijera que no.

¿Bosque? ¿Había bosques cerca de Madrid? Seguro que sería necesario desplazarse muchos kilómetros fuera. La naturaleza no le gustaba demasiado, aguantaba malamente los paseos cuando precisamente su tía la llevaba al Retiro, pero ir a un bosque le pareció una putada muy grande. Encima a buscar setas.

La seta es un alimento muy nutritivo recalcó su tía por la vídeo llamada. Contienen vitaminas, hierro, fósforo, magnesio y fibra, entre otras cosas. Además, se pueden preparar de muchas maneras a cuál más rica.

La tía Blanca, además de pesada con lo de andar, era profesora de nutrición en la universidad y se solía arrancar bastante a menudo sobre las bondades de este o de aquel alimento. Sonia ya estaba acostumbrada a sus discursitos sobre las propiedades nutricionales de los víveres, pero lo de las setas… No solo había que comerlas, había que recogerlas también. Lo próximo qué iba a ser: ¿comer conejo al ajillo, pero antes ir a cazarlo en el monte?

A pesar de sus gestos, su padre aceptó la original propuesta y quedaron en el puerto de la Fuenfría, un paso de montaña que atraviesa la sierra de Guadarrama. Resultó que sí había bosques cerca de Madrid.

Con unas cestas de mimbre que le recordaron el cuento de Caperucita Roja, se fueron todos a recoger setas. Y ahí estaba Sonia, buscando hongos y con un enfado de mil demonios.

La premisa era hallar cualquier tipo de hongo, pero siguiendo unas «pautas de seguridad» (así lo definió la pelmazo de la tía Blanca).

Hay que tener cuidado, antes de arrancarla, preguntadme a mí advirtió Blanca, no vaya a ser que la seta sea venenosa.

¿Cómo que venenosa? ¿Es que pueden estar mal? preguntó Sonia con el ceño fruncido.

Sí, pero no te preocupes que yo sé diferenciarlas. Mi abuelo era un crack reconociendo setas. A su pueblo de Burgos se acercaban muchos para consultarle sobre algunos especímenes contestó ufana su tía.

Sonia cruzó los brazos y decidió callar. Sin embargo, y aunque no sabía mucho sobre el tema, dudaba mucho que lo de reconocer si una seta era comestible o no, viniera en los genes. Puede que el abuelo de su tía fuera una eminencia, eso no quería decir que ella tuviera esa capacidad.

La niña se alejó del grupo con la intención de sentarse en alguna roca no demasiado húmeda y dejar pasar el tiempo. Sin embargo, cuando buscaba un lugar medianamente seco divisó, debajo de un enorme pino, una seta bastante grande y con unas pintitas blancas muy chulas.

Se acercó para arrancarla, sin preguntar antes como le habían advertido. Total, si no servía para comer, se la quedaría de recuerdo, se haría un selfie con ella y lo colgaría en Instagram. Puede que ir hasta allí no fuera una pérdida de tiempo, después de todo.

Cuando Sonia se agachó para arrancarla, la seta se meneó.

¡Tiene un bicho dentro! ¡Agg! ¡Qué asco!

Se separó del hongo con una mueca de desagrado. La seta volvió a sacudirse y debajo de ella salió un ser, pero no era ningún bicho. Se trataba de un hombrecillo muy, pero que muy diminuto. Iba todo vestido de verde, en la cabeza llevaba un gorro con un cascabel en el extremo superior y del que sobresalían unas orejas puntiagudas.

Sonia se quedó con los ojos abiertos de par en par. ¿Qué era eso? Recordó de las peroratas de su tía que algunos hongos desprendían sustancias alucinógenas y creyó que aquella seta era de esa clase. Estaba flipando en colores.

¡Hola! exclamó el hombrecillo.

La chiquilla parpadeó estupefacta. «Aquello» también hablaba.

Hola contestó con un hilo de voz Sonia aún atónita.

¿Qué te trae por aquí? ¿Por qué te has acercado a mi humilde morada?

La niña no supo muy bien qué contestar. Al parecer la seta era la casa de ese señor tan bajito, y decirle que su intención era arrancársela no le pareció ni educado ni prudente.

Esto… yo… Estaba paseando.

¿Y esa cesta?

¿Qué cesta?

La que llevas colgada del brazo contestó el hombrecillo con recelo frunciendo el ceño.

¡Ah! ¡Esta cesta! Pues… es para llevar la merienda.

¿La merienda? ¿A las doce de la mañana?

Bueno, es que no es para mí. Se la llevo a otra persona para que se la coma más tarde.

¿Y a quién le llevas esa… merienda?

Pues… a alguien que vive por aquí… a… ¿mi abuelita?

Sonia estaba empezando a aturullarse. Encontrarse a aquel ser era ya extraño, pero encima la estaba sometiendo a un interrogatorio muy incómodo y ella mentía muy mal. Al menos, desde la posición donde estaba el hombrecillo no podía ver que la cesta ni llevaba merienda ni cena, estaba completamente vacía.

De acuerdo aceptó el enanillo dando por buenas las explicaciones de la chica ¡Menos mal! Creí que eras una de esas personas a las que les da por recoger setas. Estoy hasta el gorro de que vengan a incordiarme. No veas el trabajo que me dan. Hacer conjuros para invisibilizar mi casa es agotador; muchas veces me pillan con la guardia baja, como tú hoy, y no me da tiempo a hacer el hechizo.

¿Sabes hacer magia? preguntó Sonia con los ojos como platos.

Pues claro. Esa es una de las virtudes que tienen los de mi condición.

¡Ah! Ya. Y… Tú… ¿Tú qué eres, exactamente?

¿No sabes quién soy? ¿No me reconoces? esta vez era él el sorprendido.

Me da que no. Que yo sepa, es la primera vez que nos vemos. Si te hubiera visto con anterioridad, seguro que me acordaría.

Ya sé que es la primera vez que nos vemos tú y yo. Pero, de verdad ¿no sabes qué soy? exclamó abriendo los brazos para mostrarse mejor.

Ante el encogimiento de hombros de la niña, el hombrecillo hizo un gesto de abatimiento y el color verde de su vestimenta empezó a oscurecerse.

Esto va a peor. Ni los niños saben reconocernos ya. Seguro que si fuera un Pokémon me habrías identificado al instante. ¡Soy un duende!

¿Cómo los de los cuentos antiguos? ¡Qué fuerte! ¡Qué fuerte! ¡Qué fuerte!

¿Cuentos antiguos? Dirás tradicionales. O sea, los que tienen seres mágicos y en los que suceden cosas extraordinarias, donde las princesas duermen cien años esperando un príncipe azul que las rescate. En fin, los cuentos de toda la vida.

Bueno… ahora eso de que las princesas duerman esperando que venga un príncipe a salvarlas… no está bien visto. Tú no te has enterado del empoderamiento femenino, ¿verdad?

¿Qué?

Que ahora, son las chicas las que toman las decisiones y no deben supeditarse al arbitrio masculino. Debemos acabar con la sociedad patriarcal que impera desde siglos para que la mujer ocupe su lugar rompiendo moldes preestablecidos por un orden orgánico determinado por los hombres.

¿Qué?

Sonia sonrió satisfecha. Si la hubiera visto su profe de Igualdad de Género seguro que le subía la nota.

Bueno, no te entristezcas. Tampoco es para tanto replicó la niña intentando animar al hombrecillo. Vale que no te he reconocido, pero sí que me acuerdo de algunas historias que me contaba mi abuela cuando era pequeña donde los duendes hacíais cosas muy molonas. Por ejemplo, el cuento de Blancanieves, tus compis eran muy majos, ya sabes, Gruñón, Dormilón, Mudito… recitó Sonia cerrando los ojos para recordar a duras penas aquel cuento tan… antiguo.

Primero contestó el duende pinzándose la nariz con dos dedos, en ese cuento no salen duendes, son enanos. Segundo, esos nombres tan estúpidos se los pusieron los americanos cuando hicieron la película que es una patada en las narices a los pobres hermanos Grimm.

Enanos… duendes… da igual, ¿no? replicó Sonia mientras el hombrecillo se quitaba el gorro y lo estrujaba entre las manos al oírla. Por cierto, ¿quiénes son los hermanos Grimm? ¿Familiares tuyos?

Los enanos buscan piedras preciosas en el interior de las montañas y nosotros, los duendes, nos dedicamos… Mira, vamos a dejarlo contestó abatido y el tono verde de su ropa se apagó un poco más.

Os dedicáis a hacer magia ¿a que sí? añadió Sonia para animarlo; le caía bien, pero, sin saber por qué, cada vez que ella abría la boca él se entristecía. Antes has dicho que puedes hacer invisible tu casa, eso mola mogollón, colega.

Sí, supongo que sí. Aunque a este paso, seremos invisibles sin necesidad de hechizos, nos borraréis de la memoria y eso sí que es desaparecer para siempre.

Al menos no tendrás que temer a los idiotas que les da por recoger setas dijo Sonia reproduciendo mentalmente la imagen de su tía Blanca.

No te creas, una cosa es que nadie se acuerde de ti y otra que destruyan tu vivienda y te echen a la calle.

¡Stop desahucios!

El mercado inmobiliario en el bosque está muy mal prosiguió el duende haciendo caso omiso del arranque reivindicativo de la niña. Los otoños son cada vez más secos, apenas brotan setas y las que salen son demasiado pequeñas. Hace cien años yo tenía una casa con un porche y cinco habitaciones. Ahora mira dónde vivo, en un apartamento de una sola estancia con cocina americana. Una birria.

¿Tu magia no puede hacer nada?

¿Contra el cambio climático? ¿Quién te crees que soy? ¿Merlín?

Merlín… ¿otro familiar tuyo?

El duende pareció encogerse y hacerse más pequeño tras oír a la chica. Sonia ya no sabía qué hacer, estaba claro que todo lo que decía empeoraba el estado de ánimo de su nuevo amigo. Era un duende con tendencia a la depresión.

Venga, va. No puedes hacer que llueva, pero puedes cambiar los colores de las cosas, tú mismo te estás poniendo de diferentes tonos de verde. Me he dado cuenta de que ahora el verde de tu ropa es más feo que antes. Lo he pillado. Se me ocurre que podrías hacer con las setas algo parecido, que tengan un aspecto desagradable, o que huelan mal, así nadie las querrá y os dejarán las casas tranquilas.

A mí se me ocurre que los humanos podríais dejar de fastidiar tanto. Desperdiciáis mucho. Usar y tirar es vuestra manía. Reciclar, reutilizar y reducir, eso es lo que debéis hacer. Comer productos de cercanía, desplazarse con medios no contaminantes, caminar más. Ahí está la «magia».

Sonia no supo qué replicar. Al parecer el duende era depresivo y militante ecologista también. Aunque debía reconocer que lo que decía era muy sensato.

Vale, tienes razón. El mundo está muy mal. ¿Qué voy a hacer yo?

¡Te lo acabo de decir!

Ya, pero yo no soy nada más que una niña y…

­El cambio se produce como resultado de millones de pequeñas acciones que pueden parecer insignificantes. El viaje de mil millas comienza con el primer paso.

Un duende depresivo, ecologista y seguidor de la filosofía zen. Un tipo curioso.

De acuerdo. Prometo ponerme las pilas desde ya mismo respondió animada Sonia. Para empezar, le voy a decir a mi tía que nada de recoger setas. Que las coma de granja… ecológica, claro.

¿Pero tú no estabas aquí para entregarle la merienda a tu abuela?

Sonia se dio cuenta de que el entusiasmo ecológico-reformista le había hecho olvidar la mentira que le contó al hombrecillo.

Bueno… verás… es que…

Tranquila, no me tragué esa excusa le guiñó un ojo el duende.

A partir de ahora voy a cambiar y, además, lo voy a colgar en mis redes sociales, y voy a contarlo en el cole, y…

Vale, vale, vale. No te aceleres. Tómatelo con calma. Poco a poco, pero sin pausa.

En ese momento se empezaron a escuchar voces. Eran los padres de Sonia que la estaban llamando para que regresara con ellos.

Tengo que irme. Me gustaría volver a verte, voy a guardar la ubicación para encontrarte otro día dijo la niña sacando su móvil.

Bueno, si funciona el cambio… puede que cuando vengas ya no esté aquí. Quizás me haya mudado a otra seta con jardín y ático sonrió el duende recuperando el brillo en el color de su ropa. Cuida mi hogar señaló el bosque que también es el tuyo.

Sonia se despidió de su amigo y cuando se estaba alejando el duende la llamó de nuevo.

¡Niña! ¡Otra cosa más!

Tú dirás.

Hazme un favor: lee más cuentos… antiguos.

 



Hada verde:Cursores
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