No podía
fallar. Hoy era el gran día. El veinticinco aniversario del internado. Todo el
claustro de profesores se iba a congregar para celebrarlo y él sería también, a
su manera, protagonista. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».
Dar de comer a
treinta personas no era cualquier cosa, aun más si esas personas significaban
tanto para él. Ernesto trajinaba por la gran cocina, su nuevo feudo; entre
fogones y cacerolas se movía como un rey entre sus súbditos. Solo hacía dos
meses que había conseguido el puesto y ya se había ganado la admiración de
profesores y alumnos por su creatividad a la hora de cocinar. Pero hoy más que
nunca debía destacar; hoy todo debía ser perfecto, nada podía fallar. «Tranquilo,
Ernesto, lo superarás».
Don Rogelio, el
director. Don Pedro, el de Latín. Don Leonardo, el de Geografía. Don Anacleto,
el de Matemáticas. Estaban todos. Los conocía bien de su etapa estudiantil en
el centro. Estaban todos y Ernesto se iba a esmerar en agasajarles.
De primer plato
una crema con puerro, patata, cebolla, leche y nata. Un homenaje a don Pedro,
amante del puerro sobre todas las cosas. Don Pedro Puerros le llamaban
en clase cuando él no los podía oír. Su aliento siempre fétido avisaba de su
llegada mucho antes de que hiciera acto de presencia. «Tranquilo, Ernesto, lo
superarás».
De segundo,
estofado de pavo. Un guiso que le recordaba a don Leonardo, siempre presumido,
siempre henchido, siempre ufano y siempre dispuesto a hablar de sí mismo, pero
no de los demás. Un tutor que no sabía escuchar ni mucho menos tutelar.
«Tranquilo, Ernesto, lo superarás».
Como guarnición
con el pavo preparó níscalos a la flor de sal de romero con cebada. Ese iba a
ser su plato estrella. La temporada de lluvias otoñales propició una buena
cosecha de hongos, y Ernesto daría el do de pecho con su guiso. «Tranquilo,
Ernesto, lo superarás».
Coció la cebada
con esmero mientras su mente viajaba atrás en el tiempo, cuando el colegio
iniciaba su andadura y él acababa de ingresar en el internado. Era un alumno
brillante, un alumno especial, querido por muchos profesores, incluso por el
director. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».
Limpió los níscalos
con suavidad, retiró los restos de tierra y hojas. Laminó los hongos con
cuidado, con precisión milimétrica, con la exactitud que exigía en los
problemas de matemáticas don Anacleto; y con la misma precisión con que eludía
las ecuaciones más difíciles planteadas por sus alumnos. «Tranquilo, Ernesto, lo
superarás».
Entre lágrimas
acertó a picar varios dientes de ajo. El olor acre le recordó otros olores de
veinticinco años atrás. Olores, sabores, sensaciones que permanecían agazapadas
en un rincón de su memoria y que acudían y le asaltaban con el ímpetu de una
ola en pleno temporal. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».
En la sartén
cubierta por una película verde de aceite de oliva, salteó los níscalos con el
ajo. Regó todo con un fuerte y áspero vino de Toro, fuerte como el cuerpo de
don Rogelio, áspero como la barba de don Rogelio. Mientras las volutas de
alcohol y vapor de agua ascendían hacia el techo de la cocina, los recuerdos de Ernesto se
fueron con ellas, su mente se evadió. Se le daba bien evadirse, lo había aprendido
hacía mucho tiempo, cada vez que el director acudía a su dormitorio. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».
Doró la cebada
en otra sartén y añadió pimienta negra; tan negra como la oscuridad que se
cernía sobre él cuando don Rogelio abandonaba su cama. Cató la mezcla y comprobó
que se había excedido con la sal al romero. Estaba demasiado salado, sabía a
lágrimas; tenía el mismo sabor que su almohada tras esas noches largas y
dolorosas de veinticinco años atrás. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».
Por último,
añadió su ingrediente secreto. Ernesto había ganado fama gracias a la
creatividad que desplegaba con el uso de algunas plantas. Empleaba un condimento
diferente según la ocasión, un toque genuino que le hacía ser un
cocinero tan especial.
Desde la cocina
oyó el alboroto propio de la celebración. Risas y algún que otro vítor se
dejaban escuchar entre el ruido de los cubiertos y el chocar de las copas al
brindar. Tras el café, don Rogelio se dispuso a dar un pequeño discurso. Tan
solo hizo falta un leve carraspeo por parte del director para que todos a una
callaran. El ruido de la conversación desapareció de repente. Como si de una
coreografía ensayada al milímetro se tratara, todo el claustro enmudeció en un instante
ante la figura del director en pie. Una sincronización perfecta. Ernesto no se
extrañó, llevaban veinticinco años entrenando cómo obedecer al director, cómo callar.
Llevaban veinticinco años practicando el silencio. «Tranquilo, Ernesto, lo
superarás».
Pero esta vez
sería distinto. En esta ocasión callarían definitivamente. Ernesto había
puesto mucho cuidado en ello. Gracias a él, el silencio del claustro de
profesores sería perpetuo. Gracias a él y al condimento especial de la
guarnición. Entre la sal al romero y el vino de Toro había añadido beleño negro
que, en unas horas, haría su trabajo. Primero una ligera sensación de sopor, después
la parálisis muscular; los pulmones dejarían de funcionar y la falta de aire
los haría enmudecer, como lo venían haciendo desde hacía veinticinco años, pero
esta vez para toda la eternidad. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».