No podía seguir viviendo allí. Que su padre se volviera a casar después
de perder a su madre trágicamente a Marisol le pareció una traición.
La nueva mujer de su padre era una belleza y Marisol debía reconocer
que desde el primer momento intentó ser amable. Le prestaba vestidos de su
amplio ropero y compartía con ella trucos de belleza. «Eres guapísima, Marisol.
No le sacas suficiente partido a tu físico. Si me hicieras caso podrías
presentarte a Miss Universo», le decía su madrastra mirándose las dos en el
gran espejo que presidía su amplio dormitorio.
Aun así, a Marisol no le caía muy bien. Parecía maja, pero resultaba
algo cargante con lo de la belleza y el físico. Demasiado superficial.
Para tomar distancia, y mientras
se aclaraba qué hacer con su vida, se buscó un trabajo como monitora de un
campamento de verano. En un enclave montañoso, Marisol debía encargarse de los
niños que ocupaban una de las múltiples cabañas que formaban parte del centro
de ocio. Pero no solo era responsable de las actividades de los chiquillos,
también debía limpiar la estancia, hacer la comida y ocuparse del aseo personal
de los niños, todos hijos de personalidades prominentes de la sociedad pues
allí iban a pasar las semanas estivales los retoños de ministros, empresarios y
hasta algún aristócrata. Era un campamento de pijos.
Marisol no estaba acostumbrada a trabajar porque la situación económica
de su padre era muy desahogada, por eso no estaba llevando muy bien su
decisión. Además, no le gustaba su trabajo. Acababa la jornada extenuada y de
mal humor. Al intenso esfuerzo que debía realizar tenía que añadir el mal
carácter de los niños a su cargo. Todos eran unos consentidos; criados en la
abundancia pensaban que el mundo estaba a su servicio, en especial las personas
que los rodeaban como era el caso de Marisol. Asimismo, algunos destacaban por
características que provocaban un especial rechazo en la joven.
De hecho, a los siete que tenía a su cargo no los soportaba.
Uno de ellos era al sabiondo que siempre estaba corrigiendo a los demás.
Los psicólogos a los que le llevaron sus padres dijeron que tenía un
coeficiente de 125, lo que no era óbice para que la criaturita fuera un
repelente insufrible. «No se dice ‘a por pan’ sino ‘por pan’. Dos preposiciones
no pueden ir juntas»; «La capital de Canadá no es Toronto es Ottawa».
En la cabaña había otro niño que siempre estaba protestando, a cualquier
actividad que realizaban le ponía pegas. «¿Ahora vamos a salir a hacer
senderismo? Ayer llovió mucho, estará todo embarrado»; «¿Por qué tenemos que
trepar a un árbol? Es más seguro quedarse abajo»; «Mi cabaña tiene humedad,
necesito un deshumidificador que purifique el ambiente». Un incordio.
En contraposición, uno de los compañeros del gruñón, andaba contento a
todas horas. Una sonrisa bobalicona le rondaba siempre en la cara. Tanta
alegría y sonrisitas también le molestaba a Marisol, a veces tenía la sensación
de que se estaba cachondeando de ella.
Con otro, la hora de levantarse resultaba una tortura, no había manera
de hacerlo despertar. Remoloneaba en su cama y Marisol empleaba más de un
cuarto de hora en sacarlo de allí. «¡Joooo! Déjame un poquito más. Si apenas he
dormido nada. Se está tan bien en la cama…»
Había uno que siempre se quedaba rezagado por timidez. Nunca
participaba en los juegos, se quedaba relegado un rincón apartado y los demás
se burlaban de él. A este, Marisol, le apreciaba o sería más correcto decir que
le daba pena.
Otro no hablaba absolutamente nada, pero no por timidez, sino porque
era un engreído que pensaba que los demás no eran merecedores de su atención.
Sus padres eran aristócratas y se codeaban con la Casa Real; desde la cuna le
habían inculcado un sentimiento de superioridad sanguínea. Siempre se le veía
con la barbilla levantada en un gesto de desprecio hacia los demás. De todos
los niños que consideraban a Marisol una criada, este era el que más alarde
hacía de ello. Un imbécil.
El último de los siete niños de la cabaña era alérgico al polen y
merecía especial atención. Marisol no entendía cómo a un niño así lo mandaban a
un campamento en plena naturaleza. Se tiraba todo el día estornudando. De vez
en cuando, se sonaba la nariz, aunque lo habitual era que no lo hiciera porque
siempre le colgaban de la napia dos velas perpetuas que a Marisol le daban
mucho asco, pero aún era peor cuando le daba por sorberse los mocos, el ruidito
que hacía era sumamente molesto.
¡Menudos siete imbéciles que le habían tocado en suerte! No los
aguantaba.
Sin embargo, su labor en el campamento tenía un lado amable. Entre sus
compañeros había un monitor que estaba buenísimo. Un morenazo cachas que hacía ostentación
de su físico en todo momento porque, a lo largo del día, se le presentaban
numerosas ocasiones para poner de manifiesto sus capacidades: subir por una
cuerda hacia lo alto de un árbol, escalar una pared rocosa, correr bajo la
lluvia. Un portento. El pibón tan solo tenía un pequeño defecto: era algo
simple, por no decir tonto de capirote, pero era tan, tan guapo…
Se notaba que al cachas le hacía tilín Marisol porque a menudo le daba
palique en un intento de ligársela. Y ella se sentía halagada. «Deja que te
ayude» le decía mientras que, sin apenas esfuerzo, levantaba en vilo una de las
camas para que Marisol pudiera recoger mejor la ropa tirada que los niños
habían dejado en el suelo. «¿Necesitas más leña para la hoguera de esta noche?
He visto un abeto de diez metros, te lo puedo trocear en un momentito».
Entre los requiebros del musculitos y el inmenso trabajo que le daban los
niños, Marisol se dedicaba también a rechazar las constantes llamadas de su
madrastra que no hacía más que rogarle que volviera a casa. Su padre se había
vuelto a liar con otra abandonando a su segunda mujer. «Vuelve, Marisol. Juntas podemos vivir
felices».
Pero Marisol no quería volver a pesar de lo duro que resultaba trabajar
y que cada día estaba más agotada. Pero, aun así no quería regresar porque
hacerlo sería una derrota.
Cierto día llegó la furgoneta de las provisiones, pero en lugar del
amable conductor que cada cuarenta y ocho horas traía existencias, del vehículo
se bajó una mujer. Aunque la capucha de su sudadera apenas permitía contemplar
el rostro y los holgados vaqueros no se ajustaban a su figura se podía adivinar
que bajo tan poco favorecedoras ropas se hallaba una mujer atractiva. Su manera
de hablar era tosca y con un fuerte deje barriobajero, pero sus movimientos
eran, a pesar de todo, elegantes y delicados.
«¿Qué pasa, tía? Esto debe ser un rollo patatero aguantando tanto
niñato pijo». «¡Menuda cara tienes, tronca! Normal, rodeada de estirados. A mí
me daría un chungo si tuviera que estar todo el día con gente así».
Aunque Marisol no le seguía el rollo a la nueva transportista, debía
reconocer que sentía cierta afinidad con ella y que lo que le decía estaba
cargado de razón.
Uno de los días que tocaba reparto, la macarra se le acercó con gesto
de complicidad y, a la vez que se aseguraba de que no las observaban miradas
indiscretas, le entregó una bolsita de plástico en cuyo interior se veía un
triturado de hierbas o algo parecido. «Para ayudarte en el curro» fue la
escueta explicación de la conductora. Marisol no sabía qué era aquello y, ante
la mirada interrogante de la muchacha, la transportista le aclaró: «Líate un petardo
con esto. Vas a aguantar lo que te echen».
Tras rebibir unas breves explicaciones sobre cómo confeccionar un cigarro con
el material que tenía, Marisol decidió hacer caso a su nueva colega y aquella
noche, después de la agotadora jornada, se fumó el primer canuto de su vida. No
sería el último.
A partir de aquella noche Marisol estuvo irreconocible, una sonrisa
perenne le adornaba la cara. Daba igual las veces que tuviera que recoger la
cabaña de los siete maleducados a su cargo, o el tiempo que empleaba en
despertar al dormilón del grupo, o que fuera corregida varias veces por el
sabiondo, ella se mostraba feliz y sonreía contenta, incluso cantaba. Los
niños, contagiados de su felicidad, cantaban con ella y hasta compartían sus
tareas: «Ayho, ayho, te vamos a ayudar».
La nueva actitud de Marisol también afectó al musculitos. Sus
requiebros no hacían apenas mella en ella. La muchacha, dentro de la renovada
felicidad que le procuraba el fumeteo, se mostraba ausente en ensoñaciones
románticas. El macizo la sorprendió un día canturreando «Tal vez muy pronto ya
mi príncipe vendrá»; no sintió que estuviera pensando en él porque músculos
tenía de sobra, pero le faltaba sangre azul. Marisol deseaba enamorarse, pero
estaba claro que él no era un buen candidato.
«¿Un príncipe? ¡No me jodas!» fue la reacción que tuvo la transportista
macarra cuando la oyó canturrear la misma tonada, «¡Serás rancia!». Pero
Marisol notaba que le faltaba algo para sentirse completa, necesitaba su media
naranja. «Lo mismo deberías pensar en princesas en lugar de príncipes, tía. Te
pega más. Los tíos con los que te rodeas ya ves que no te molan nada» le
respondió la repartidora de víveres cuando Marisol insistió en su romántico
deseo. «¿Enamorarme de una mujer? Pero, qué cosas se te ocurren. Ni se me ha
pasado por la cabeza», «Tampoco se te pasó por el coco darle a la marihuana y
mira la afición que le tienes ahora…».
La macarra y Marisol se enrollaron una noche de luna llena detrás de la
cabaña donde dormían los siete niñatos y mientras el cultureta hacía
sentadillas en el barracón donde dormían los empleados. La intimidad necesaria
en el encuentro obligó a que la nueva amiga de la muchacha se despojara de la
sudadera, con capucha incluida, que permanentemente llevaba puesta la
susodicha. Fue entonces cuando se reveló la verdadera identidad de la supuesta
barriobajera: era su madrastra.
Tras aquella noche de desenfreno y descubrimientos sorprendentes
Marisol abandonó el campamento y se fue con su antigua madrastra y actual
amante.
Viven felices en el apartamento de la playa que consiguió su reciente
novia tras el divorcio de su padre. Por las noches se las suele ver juntas por
la orilla del mar, cogidas de la mano y cantando: «Ayho, ayho, nos vamos a
nadar».