—¡Vive Dios que tienen puntería las malditas!
Así juraba el capitán Orellana
mientras daba órdenes a sus soldados para responder a la lluvia de dardos que
desde la orilla del río les llegaba, al tiempo que le pedía al piloto que se
alejara más de la ribera para evitar que les alcanzaran las flechas. Los
arcabuces, que tan útiles les podrían ser estaban almacenados en la bodega pues
la pólvora se les había acabado un mes atrás, al igual que la comida; aquella
travesía se estaba haciendo interminable y convirtiéndose en una auténtica
pesadilla.
—¿Seguro que son mujeres las que
nos disparan, capitán? —preguntó Cristóbal, un soldado veinteañero—. Nunca vi a
ninguna fémina asaetear con semejante destreza. En verdad, nunca vi disparar a
ninguna, ni con destreza ni sin ella.
—Yo creo que son indios con la
melena más luenga de lo que es habitual en ellos —terció otro soldado mientras
se agachaba para esquivar una flecha que iba directa a su cabeza.
—¿Sí? ¿Eso crees? —le replicó el
capitán—. Pues además de tener más luenga la cabellera también tienen pechos
más crecidos de lo que se espera en un varón. ¡Son mujeres, pardiez, y buenas
guerreras! ¡Señor de Alcántara, alejadnos de aquesta orilla del diablo!
El piloto manejó con soltura el
bergantín obedeciendo a su capitán y pudieron eludir, al menos por el momento,
el ataque de las mujeres.
Se encontraban en semejante
tesitura desde hacía una semana.
Al igual que Cristóbal, muchos de
los ocupantes del barco no podían creer que unas hembras les tuvieran
sojuzgados de aquella manera. Todos recordaron el asombro que les embargó aquel
día en que divisaron por primera vez a una de ellas.
De la espesura de la selva salió
una mujer completamente desnuda, con el pelo trenzado en pequeñas coletas que
se enrollaban alrededor de la cabeza y todo el cuerpo lleno de dibujos de
diferentes colores. Desde la borda, la marinería comenzó a saludarla con frases
procaces que se convirtieron en gritos de estupor cuando la fémina les lanzó
una lanza que se clavó más de dos palmos en el cascarón del barco a pesar de
estar bien separados de la orilla donde ella se encontraba. Sin darles tiempo a
reponerse del sobresalto, más mujeres aparecieron también disparando sus lanzas
de las cuales una pasó a un palmo de la cara del propio capitán.
Desde ese día los ataques no
habían cesado y la moral decrecida y el cansancio estaban haciendo mella en
todos. De todos los sufrimientos que en esa expedición estaban pasando este era
el peor y el más humillante: ¡unas mujeres!, ¡por todos los Santos!
—Son las amazonas —explicó fray
Gaspar de Carvajal, el dominico que iba a bordo del bergantín y que se
encargaba de registrar la crónica del viaje—. Fueron las enemigas de Aquiles en
la guerra de Troya.
—¿Y desde Troya se han venido hasta
aquí?
—Cuentan que en sus ciudades solo
hay mujeres —prosiguió el fraile haciendo caso omiso del comentario del piloto—,
cuando quieren procrear raptan a hombres de los pueblos vecinos, y una vez
satisfechos su deseo y su objetivo, los sacrifican, al igual que el fruto de
esos encuentros si son varones. Tan solo se quedan con las niñas para criarlas
a su semejanza y con sus mismas destrezas.
—Solo unos salvajes podrían
aceptar un comportamiento tan insolente y contra natura. ¿Dónde se ha visto un
lugar solo habitado por mujeres en el que los hombres simplemente sirven para
sembrar su semilla? —exclamó un arcabucero que en la cubierta asistía a la
plática del dominico— En la hoguera habían de arder todas. ¡Voto a Cristo!
—Hemos visto cosas excepcionales,
pero aquesta es la más extraordinaria —añadió el capitán Orellana con un punto
de admiración.
—Y la más sacrílega —insistió el
arcabucero.
El capitán nada añadió y se retiró
a sus aposentos para reflexionar sobre cómo afrontar esta parte de un viaje que
cada vez se complicaba más y más.
En la soledad de su camarote
Francisco de Orellana hizo recuento de cómo habían llegado todos a esa
situación.
Encontrar el País de la Canela, el
objetivo de aquella expedición, había resultado una quimera más de las muchas
que en el Nuevo Mundo se perseguían. Después de varios meses de vagar por la
selva, los árboles de canela que pudieron hallar apenas eran un centenar, nada
que se pudiera aprovechar como explotación de riqueza. Además, la pérdida de
hombres había sido altísima, aunque fue mucho más alta entre los indígenas. Orellana
recordó con un escalofrío cómo el jefe de la expedición, el más pequeño de los
hermanos Pizarro, en un alarde de crueldad suprema y muy acorde al talante de
sus otros hermanos, decidió masacrar a todos los indios entre guías,
intérpretes y porteadores, más de mil, en venganza por no haber encontrado el
maldito País de la Canela.
Una vez que todos supieron que ese
país de ensueño no existía, o al menos no se encontraba por esos lares,
decidieron volver, pero la falta de alimentos y las malas condiciones de la
mayoría de los supervivientes hacían que el regreso fuera poco factible. Fue
entonces cuando Gonzalo Pizarro decidió construir un barco para intentar
avanzar más rápido por el río que se encontraron. El propio Orellana se ofreció
a ir en esa nave inestable y construida de manera tosca para buscar alimentos
mientras la mayoría de los hombres, con Pizarro a la cabeza, se quedaban en la
orilla a esperar la ayuda. Sin embargo, el río por el que navegaban recibía el
agua de otros también muy caudalosos, de tal manera que en unos pocos días la
fuerza del agua era tanta que hacía imposible volver atrás.
—Volver significa muerte segura —dijo
Orellana a sus hombres cuando se planteó la cuestión—; regresar en esta nao es
lo mismo que naufragar sin remedio. Tan solo tenemos una opción: seguir
adelante*.
Al mismo ritmo que el caudal del
río crecía, crecieron las penalidades. Indios cada vez más belicosos los
acosaban desde la orilla día y noche haciendo muy difícil proveerse de agua y
alimento pues cada vez que desembarcaban el precio era la vida de dos o tres
hombres asaeteados por los indígenas.
Y ya, para rematar, después de
seis meses de navegar por ese río interminable, el acoso de estas mujeres
guerreras con una ferocidad inusitada en alguien de su sexo.
Con la preocupación pintada en el
rostro, el capitán se dispuso a pasar la noche rezando para que el barco
abandonara lo más pronto posible el territorio de las amazonas.
Al día siguiente, Orellana
comprobó que sus rezos de poco habían valido pues las indias estaban de nuevo
lanzando flechas y lanzas contra el barco.
—Capitán, se nos está acabando el
agua. Necesitamos desembarcar —le urgió uno de los oficiales.
—Pues ya me diréis cómo. Esas
brujas no paran de disparar. ¡Vive Dios! ¿Es que no se cansan nunca? Traedme a
ese indio que viaja con nosotros desde hace dos semanas. He de parlamentar con
él.
El oficial fue en busca del
indígena al que hacía alusión su capitán. Se trataba de un varón al que
pillaron desprevenido mientras pescaba tranquilamente en la orilla. Orellana,
conocedor de varios dialectos indígenas solía procurarse la compañía (el
eufemismo que él mismo utilizaba para referirse a capturar) de habitantes de
las zonas por las que pasaban para obtener información.
Un individuo bajo pero fornido, con
el pelo rapado a la altura de las orejas y con la nariz atravesada por un fino
hueso, apareció ante el capitán.
—Wayana, tienes que ayudarnos —le
dijo Orellana al recién llegado para, acto seguido, seguir hablando en una
lengua desconocida para los demás.
Durante un buen rato, el español y
el indio anduvieron intercambiando frases que nadie más entendió.
—Dice Wayana que el país de estas
mujeres, al que rinden pleitesía todos los poblados en muchas leguas a la
redonda, se acaba en un día, a lo sumo dos. No hay que dejar lugar a la
desesperación, tened un poco más de paciencia —tradujo Orellana a la
tripulación una vez terminado el parlamento con el indio—. Así que aguantad un poco más y nos zafaremos de estos demonios encarnados en mujer.
Nadie de los presentes objetó la
orden de su capitán, pero varios de los soldados se miraron entre sí con la
duda en los ojos.
—¿No crees que el capitán sabe
demasiadas lenguas? —dijo Cristóbal a uno de sus compañeros.
—Es hombre culto y letrado.
—Ya, eso sí, pero… no sé, me da
que la mayor de las veces se inventa lo que traduce. En La Española he visto
cómo trabajan los intérpretes y siempre es dificultoso el pasar de una lengua a
otra, siempre se traban, o dudan antes de decir muchas de las palabras, pero el
capitán… lo dice todo de corrido.
—Ya te he dicho que es un hombre
leído y muy listo —le contestó el compañero dándose la vuelta y zanjando el
tema.
Cristóbal no andaba errado con su
apreciación. Francisco de Orellana era bueno aprendiendo lenguas y siempre le
fue muy útil, así conseguía entenderse con los indígenas y obtenía
informaciones muy valiosas, pero era cierto que estaban recorriendo tierras muy
alejadas de las que él conocía y el habla de sus gentes en nada se parecía a
los idiomas que él, más o menos, podía entender.
Aunque el compadre de Cristóbal
también tenía razón: Orellana era muy listo. Y también buen capitán. Sabía cuán
importante es tranquilizar a la tropa y evitar que el pánico se propague. No
había entendido ni una palabra de lo que el indio Wayana le había dicho, pero
disimuló y se inventó que pronto saldrían de la zona de las amazonas para que no
cundiera el desánimo ni hubiera altercados. Ahora solo esperaba que lo que
había hecho pasar por una información de su invitado se hiciera
realidad. En algún momento debería de acabarse el país de las amazonas. Y si no
era así, ya podían todos encomendar sus almas a Dios.
CONTINUARÁ…