Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

29 de noviembre de 2023

Mujer tenías que ser (I)

 

¡Vive Dios que tienen puntería las malditas!

    Así juraba el capitán Orellana mientras daba órdenes a sus soldados para responder a la lluvia de dardos que desde la orilla del río les llegaba, al tiempo que le pedía al piloto que se alejara más de la ribera para evitar que les alcanzaran las flechas. Los arcabuces, que tan útiles les podrían ser estaban almacenados en la bodega pues la pólvora se les había acabado un mes atrás, al igual que la comida; aquella travesía se estaba haciendo interminable y convirtiéndose en una auténtica pesadilla.

—¿Seguro que son mujeres las que nos disparan, capitán? —preguntó Cristóbal, un soldado veinteañero—. Nunca vi a ninguna fémina asaetear con semejante destreza. En verdad, nunca vi disparar a ninguna, ni con destreza ni sin ella.

—Yo creo que son indios con la melena más luenga de lo que es habitual en ellos —terció otro soldado mientras se agachaba para esquivar una flecha que iba directa a su cabeza.

—¿Sí? ¿Eso crees? —le replicó el capitán—. Pues además de tener más luenga la cabellera también tienen pechos más crecidos de lo que se espera en un varón. ¡Son mujeres, pardiez, y buenas guerreras! ¡Señor de Alcántara, alejadnos de aquesta orilla del diablo!

    El piloto manejó con soltura el bergantín obedeciendo a su capitán y pudieron eludir, al menos por el momento, el ataque de las mujeres.

    Se encontraban en semejante tesitura desde hacía una semana.

    Al igual que Cristóbal, muchos de los ocupantes del barco no podían creer que unas hembras les tuvieran sojuzgados de aquella manera. Todos recordaron el asombro que les embargó aquel día en que divisaron por primera vez a una de ellas.

    De la espesura de la selva salió una mujer completamente desnuda, con el pelo trenzado en pequeñas coletas que se enrollaban alrededor de la cabeza y todo el cuerpo lleno de dibujos de diferentes colores. Desde la borda, la marinería comenzó a saludarla con frases procaces que se convirtieron en gritos de estupor cuando la fémina les lanzó una lanza que se clavó más de dos palmos en el cascarón del barco a pesar de estar bien separados de la orilla donde ella se encontraba. Sin darles tiempo a reponerse del sobresalto, más mujeres aparecieron también disparando sus lanzas de las cuales una pasó a un palmo de la cara del propio capitán.

    Desde ese día los ataques no habían cesado y la moral decrecida y el cansancio estaban haciendo mella en todos. De todos los sufrimientos que en esa expedición estaban pasando este era el peor y el más humillante: ¡unas mujeres!, ¡por todos los Santos!

—Son las amazonas —explicó fray Gaspar de Carvajal, el dominico que iba a bordo del bergantín y que se encargaba de registrar la crónica del viaje—. Fueron las enemigas de Aquiles en la guerra de Troya.

—¿Y desde Troya se han venido hasta aquí?

—Cuentan que en sus ciudades solo hay mujeres —prosiguió el fraile haciendo caso omiso del comentario del piloto—, cuando quieren procrear raptan a hombres de los pueblos vecinos, y una vez satisfechos su deseo y su objetivo, los sacrifican, al igual que el fruto de esos encuentros si son varones. Tan solo se quedan con las niñas para criarlas a su semejanza y con sus mismas destrezas.

—Solo unos salvajes podrían aceptar un comportamiento tan insolente y contra natura. ¿Dónde se ha visto un lugar solo habitado por mujeres en el que los hombres simplemente sirven para sembrar su semilla? —exclamó un arcabucero que en la cubierta asistía a la plática del dominico— En la hoguera habían de arder todas. ¡Voto a Cristo!

—Hemos visto cosas excepcionales, pero aquesta es la más extraordinaria —añadió el capitán Orellana con un punto de admiración.

—Y la más sacrílega —insistió el arcabucero.

    El capitán nada añadió y se retiró a sus aposentos para reflexionar sobre cómo afrontar esta parte de un viaje que cada vez se complicaba más y más.

    En la soledad de su camarote Francisco de Orellana hizo recuento de cómo habían llegado todos a esa situación.

    Encontrar el País de la Canela, el objetivo de aquella expedición, había resultado una quimera más de las muchas que en el Nuevo Mundo se perseguían. Después de varios meses de vagar por la selva, los árboles de canela que pudieron hallar apenas eran un centenar, nada que se pudiera aprovechar como explotación de riqueza. Además, la pérdida de hombres había sido altísima, aunque fue mucho más alta entre los indígenas. Orellana recordó con un escalofrío cómo el jefe de la expedición, el más pequeño de los hermanos Pizarro, en un alarde de crueldad suprema y muy acorde al talante de sus otros hermanos, decidió masacrar a todos los indios entre guías, intérpretes y porteadores, más de mil, en venganza por no haber encontrado el maldito País de la Canela.

    Una vez que todos supieron que ese país de ensueño no existía, o al menos no se encontraba por esos lares, decidieron volver, pero la falta de alimentos y las malas condiciones de la mayoría de los supervivientes hacían que el regreso fuera poco factible. Fue entonces cuando Gonzalo Pizarro decidió construir un barco para intentar avanzar más rápido por el río que se encontraron. El propio Orellana se ofreció a ir en esa nave inestable y construida de manera tosca para buscar alimentos mientras la mayoría de los hombres, con Pizarro a la cabeza, se quedaban en la orilla a esperar la ayuda. Sin embargo, el río por el que navegaban recibía el agua de otros también muy caudalosos, de tal manera que en unos pocos días la fuerza del agua era tanta que hacía imposible volver atrás.

—Volver significa muerte segura —dijo Orellana a sus hombres cuando se planteó la cuestión—; regresar en esta nao es lo mismo que naufragar sin remedio. Tan solo tenemos una opción: seguir adelante*.

    Al mismo ritmo que el caudal del río crecía, crecieron las penalidades. Indios cada vez más belicosos los acosaban desde la orilla día y noche haciendo muy difícil proveerse de agua y alimento pues cada vez que desembarcaban el precio era la vida de dos o tres hombres asaeteados por los indígenas.

    Y ya, para rematar, después de seis meses de navegar por ese río interminable, el acoso de estas mujeres guerreras con una ferocidad inusitada en alguien de su sexo.

    Con la preocupación pintada en el rostro, el capitán se dispuso a pasar la noche rezando para que el barco abandonara lo más pronto posible el territorio de las amazonas.

    Al día siguiente, Orellana comprobó que sus rezos de poco habían valido pues las indias estaban de nuevo lanzando flechas y lanzas contra el barco.

—Capitán, se nos está acabando el agua. Necesitamos desembarcar —le urgió uno de los oficiales.

—Pues ya me diréis cómo. Esas brujas no paran de disparar. ¡Vive Dios! ¿Es que no se cansan nunca? Traedme a ese indio que viaja con nosotros desde hace dos semanas. He de parlamentar con él.

    El oficial fue en busca del indígena al que hacía alusión su capitán. Se trataba de un varón al que pillaron desprevenido mientras pescaba tranquilamente en la orilla. Orellana, conocedor de varios dialectos indígenas solía procurarse la compañía (el eufemismo que él mismo utilizaba para referirse a capturar) de habitantes de las zonas por las que pasaban para obtener información.

    Un individuo bajo pero fornido, con el pelo rapado a la altura de las orejas y con la nariz atravesada por un fino hueso, apareció ante el capitán.

—Wayana, tienes que ayudarnos —le dijo Orellana al recién llegado para, acto seguido, seguir hablando en una lengua desconocida para los demás.

    Durante un buen rato, el español y el indio anduvieron intercambiando frases que nadie más entendió.

—Dice Wayana que el país de estas mujeres, al que rinden pleitesía todos los poblados en muchas leguas a la redonda, se acaba en un día, a lo sumo dos. No hay que dejar lugar a la desesperación, tened un poco más de paciencia —tradujo Orellana a la tripulación una vez terminado el parlamento con el indio—. Así que aguantad un poco más y nos zafaremos de estos demonios encarnados en mujer.

    Nadie de los presentes objetó la orden de su capitán, pero varios de los soldados se miraron entre sí con la duda en los ojos.

—¿No crees que el capitán sabe demasiadas lenguas? —dijo Cristóbal a uno de sus compañeros.

—Es hombre culto y letrado.

—Ya, eso sí, pero… no sé, me da que la mayor de las veces se inventa lo que traduce. En La Española he visto cómo trabajan los intérpretes y siempre es dificultoso el pasar de una lengua a otra, siempre se traban, o dudan antes de decir muchas de las palabras, pero el capitán… lo dice todo de corrido.

—Ya te he dicho que es un hombre leído y muy listo —le contestó el compañero dándose la vuelta y zanjando el tema.

    Cristóbal no andaba errado con su apreciación. Francisco de Orellana era bueno aprendiendo lenguas y siempre le fue muy útil, así conseguía entenderse con los indígenas y obtenía informaciones muy valiosas, pero era cierto que estaban recorriendo tierras muy alejadas de las que él conocía y el habla de sus gentes en nada se parecía a los idiomas que él, más o menos, podía entender.

    Aunque el compadre de Cristóbal también tenía razón: Orellana era muy listo. Y también buen capitán. Sabía cuán importante es tranquilizar a la tropa y evitar que el pánico se propague. No había entendido ni una palabra de lo que el indio Wayana le había dicho, pero disimuló y se inventó que pronto saldrían de la zona de las amazonas para que no cundiera el desánimo ni hubiera altercados. Ahora solo esperaba que lo que había hecho pasar por una información de su invitado se hiciera realidad. En algún momento debería de acabarse el país de las amazonas. Y si no era así, ya podían todos encomendar sus almas a Dios.

CONTINUARÁ…







13 de noviembre de 2023

El cuento de nunca acabar

 


Iván estaba eufórico. Por fin había terminado de escribir y corregir el artículo que tantos quebraderos de cabeza le estaba dando.

Repasar las cinco tablas con más de cien datos con sus desviaciones estándar y sus correlaciones estadísticas le llevó más de una semana. Adaptar la sintaxis a las exigencias de la revista donde iba a mandar el trabajo fue un auténtico martirio. «¿Qué más dará si la ‘p’ de la significación va en cursiva o no?» se preguntaba cada vez que corregía una de esas letras que no estaba bien según las normas de la editorial. Cuadrar los pies de las gráficas, elegir los tonos de grises adecuados para que se visualizaran bien (si los ponía en color era más caro publicar), adecuar el formato numérico al sistema anglosajón (los decimales se separan con puntos, no con comas) y muchas más pijotadas le mantuvieron entretenido (y cabreado) durante semanas.

A Iván esta parte de la labor científica le era muy desagradable y engorrosa. Lo que realmente le gustaba era investigar; poner unas letras en cursiva, cambiar algunas comas por puntos o elegir una buena trama como fondo de un gráfico no tenía nada que ver con la investigación, pero si uno no publica lo que hace, no existe, no es nadie, es menos que nadie: está muerto científicamente e Iván quería vivir en la Ciencia. Por lo tanto, este era un trámite a seguir, un efecto colateral en la investigación.

Conseguir la financiación para pagar los tres mil euros del ala que cobraría la editorial si accedía a publicar el manuscrito también había supuesto un esfuerzo titánico, pero tras arrastrarse por varios despachos, incluido el de la decana de Farmacia, tenía asegurada la pasta gracias a un presupuesto extra salido de no sabía muy bien dónde.

Pero, al fin, el artículo estaba finiquitado. «Se acabó» dijo Iván con una sonrisa de satisfacción en el rostro y entrando en la web de la revista para colgar el texto y así finalizar el último trámite.

Nada más poner su apodo y la clave de acceso, un mensaje saltó en la pantalla del ordenador:

«Usuario y contraseña no coinciden. Por favor, vuelva a intentarlo.» Envió un email solicitando una nueva clave y tras recibirla, se dispuso a emplearla para entrar en la web. Aunque el proceso fue automático y casi instantáneo, eso ya le llevó unos diez minutos.

Una vez en la plataforma de la revista, comenzó a introducir los datos previos para colgar su manuscrito.

Datos y filiación de los autores: como en el trabajo participaban siete compañeros pertenecientes a varios departamentos de la universidad, introducir todos los nombres con sus respectivos cargos y lugares de investigación supuso un buen lapso.

Sugerencias de revisores: este apartado suscitaba sentimientos encontrados en Iván. Sabía que esos verificadores que iban a corregir (y generalmente, a masacrar) su trabajo debían ser especialistas en el área de investigación sobre la que versaba el artículo, pero siempre que tenía que rellenar esa parte del cuestionario, pensaba en poner a su madre, a su abuela y a su tía Matilde, un trío de mujeres a las que todo lo que él hacía siempre les parecía que estaba requetebién. Rellenar con el nombre, filiación, correo electrónico, área de trabajo y motivos por los que se proponían dichas sugerencias también requirió una buena porción de tiempo. «No sé para qué preguntan esto, si al final ponen a los que ellos les da la gana» se dijo al tiempo que pulsaba «Enter» tras introducir el último dato.

Aún hubo de proporcionar otra serie de referencias más donde tan solo le faltó informar acerca del número de zapato que calzaba o la regularidad con la que iba al baño.

Una vez añadidos los datos requeridos se preparó para subir a la web el trabajo en sí mismo. Primero fueron las tablas. Una a una, seleccionó todas, teniendo especial cuidado en no repetir o en saltarse alguna. Tras repasar concienzudamente que todos los ficheros estaban bien, le dio a la pestaña de «Upload» y el sistema respondió con un cuadro de texto donde se leía «Error». Refrescó la pantalla y todos los ficheros que tan cuidadosamente había elegido se borraron. «No pasa nada» se dijo Iván al tiempo que se pasaba una mano por la cara, «Habré dado a la tecla mal. Vuelvo a cargar».

Repitió la operación, esta vez aún más despacio, por lo de no dar a la tecla equivocada, y tras volver a darle a la pestaña de «Upload» el mismo mensaje de «Error» apareció borrando igualmente los ficheros elegidos. En esta ocasión Iván empezó a impacientarse mirando el reloj que le informaba que ya llevaba con el último trámite más de una hora y cuarto.

Tras intentar subir las dichosas tablas tres veces más con idénticos resultados, decidió pedir ayuda. Varios compañeros le ofrecieron tomarse un café con ellos, aunque para lo de las tablas no le dieron solución. Sin saber muy bien qué hacer, se fijó que, en la pantalla donde debía cargar los ficheros, en una esquina y con una letra pequeñísima había un mensaje que avisaba que los archivos a subir debían estar en formato TIFF. «Anda, coño. Yo las estaba subiendo en JPG.»

Una vez superado el escollo de las tablas, pasó a subir las gráficas. En esta ocasión, y ya escaldado con la experiencia previa, convirtió todas las imágenes, que también estaban en JPG, a TIFF. Una vez cargadas le dio a «Upload» y nuevamente el maldito mensaje de «Error» volvió a aparecer. Tras dos intentos más y casi repitiendo los mismos pasos dados con las tablas, pudo comprobar que los gráficos debían cargarse en formato JPG y no en TIFF.  

Cuando ya estaba seguro de haber subido todo lo que tenía que subir, se percató de que uno de los gráficos estaba repetido. «Menos mal que me he dado cuenta» pensó ufano Iván. Señaló el gráfico doble y le dio a la pestaña de «Remove», pero el sistema se vino arriba y le removió todos los ficheros, los gráficos y las tablas también.

Jurando en arameo Iván empezó a ponerse de muy mal humor. Se había sentado al ordenador pensando en acabar el trabajo, llevaba más de dos horas y eso no estaba acabando ni mucho menos.

Decidió tomarse ese café (descafeinado) ofrecido con sus compañeros por relajarse y por ver si se le iba la mala leche que le estaba carcomiendo las entrañas.

Media hora después volvía a cargar otra vez los archivos necesarios, poniendo especial cuidado en no repetir ninguno y que cada fichero estuviera en el formato adecuado. Cuando ya iba a dar a la pestaña de «Submission» recordó algo: «Porras, no he puesto la cover letter». Anduvo un buen rato explorando por las decenas de carpetas de su portátil hasta que encontró un modelo tipo. Rellenarlo con los datos de la editorial y del artículo a presentar también le supuso unos cuantos minutos. Cuando ya la tuvo confeccionada fue a introducirla en la web, pero en la pantalla aparecía un mensaje encuadrado en rojo: «Time out».

«¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!» gritó un desquiciado Iván. Varios colegas se acercaron a su mesa de trabajo para ver qué le pasaba, cuando averiguaron el motivo de su furia la mayoría se encogió de hombros y regresó a sus quehaceres. Tan solo Lucía, la becaria, se quedó un rato más a consolarlo, pero finalmente también se marchó.

En soledad y con los nervios a flor de piel, Iván comenzó de nuevo a poner todos los datos. En esta ocasión, y dado que ya estaba avisado de los formatos, tardó algo menos. Una vez cumplimentado todo, y en el tiempo estipulado por la web, le dio a la bien deseada pestaña de «Submission».

La pantalla se quedó en blanco, ningún mensaje apareció. «¿Se habrá cargado todo bien?» se preguntó Iván mientras se mordía las uñas.

Pasaron varios minutos y la pantalla seguía en blanco. «¿Se habrá cargado algo bien?» se preguntó esta vez. «¿Se habrá cargado algo?» se volvió a preguntar al borde del pánico pues el sistema no parecía reaccionar. «¿Me habré quedado sin conexión a internet y estoy haciendo el panoli mirando la pantalla?»

Tras unos minutos más, apareció un reloj de arena indicando que, al menos, sí tenía conexión a la red. En unos segundos un nuevo mensaje en inglés apareció: «El navegador empleado es incompatible con nuestra plataforma. Por favor, inténtelo de nuevo con otro explorador. Gracias.»

 


 

 

 


4 de noviembre de 2023

En busca de El Dorado perdido

 


Toma 1 ¡Acción!

1538. País de los Chachapoyas (Amazonía de Perú). Dos hombres vestidos con armadura y morrión, uno de ellos porta un arcabuz al hombro mientras que el otro lleva una espada al cinto, los dos contemplan cómo varios carpinteros están construyendo una barca.

—Don Alonso, ¿no va siendo hora de darnos por vencidos? —dice el hombre del arcabuz—. Aquí ni hay oro ni piedras preciosas, tan solo mosquitos como perdices e indios beligerantes.

—A fe mía que hemos de seguir mientras las fuerzas no nos falten. ¡Vive Dios!

—Estoy de esos chachapoyas… hasta el final de su nombre, en mala hora vinimos aquí, don Alonso.

—No blasfemes, Gonzalo. En cuanto crucemos este vasto río, hallaremos la laguna repleta de oro.

Los dos hombres se giran tras oír gritos. Un hombre con un papel en la mano se acerca al de la espada.

—Señor Alvarado, que los chapachollas, esto… los chanasollas, no, los… Que los indios poyas de San Juan de la Frontera se han amotinado. Se nos ordena que abandonemos la búsqueda y regresemos.

—¡Voto a Cristo! Suspendemos la expedición a El Dorado.

 

Toma 2. ¡Acción!

1540. Bogotá. Palacio del gobernador. En una espaciosa sala un hombre asiste de pie a la perorata de otro hombre que está sentado tras una enorme mesa de madera.

—¿Me estáis diciendo que después de sacrificar a los caballos para alimentar a la tropa y después de perder a la mitad de vuestros hombres, volvéis sin saber dónde está El Dorado? ¡Maldita sea vuestra estampa, don Hernán Pérez de Quesada!

 

Toma 3. ¡Acción!

1546. Desembocadura del Río Grande (actual Amazonas). Dos hombres observan a un enfermo postrado en un catre instalado en una tienda entre palmas.

—¿Desde cuándo está así?

—Las fiebres le atacaron hace dos semanas, pero esta noche ha sido la peor. No creo que sobreviva, don Luis. Ni las tisanas ni los ungüentos le están haciendo efecto

—¡Maldito El Dorado! Después de tantos logros, después de descubrir este grande río, después de pelear ferozmente contra los indios, acabar así por buscar una quimera.

—Y no se olvide vuecencia de las indias.

—¿Qué?

—Que ha parlado sobre las luchas de los indios, pero las indias de aqueste lugar no son menos fieras peleando. Nuestro capitán —señala al hombre postrado— las llamó amazonas, porque le recordaban a unas mujeres antiguas que guerreaban igual de bien.

—Yo tampoco creo que vea el día de mañana —replica el otro haciendo caso omiso del comentario—. Llamad al capellán para que le dé los Santos Óleos a don Francisco de Orellana.

 

Toma 4. ¡Acción!

1561. Barquisimeto (Venezuela). Tres hombres ensangrentados discuten frente al cadáver de otro que yace a sus pies con múltiples cuchilladas.

—¡Se acabó la discusión! Ni al Perú ni a El Dorado, yo me vuelvo a mi pueblo del que nunca debí salir —dice uno de los hombres limpiando una daga en la manga de su camisa.

—¡Cómo vas a volver! —replica otro de los hombres al que le falta un ojo—. Ahora somos prófugos de la justicia. Si ya teníamos difícil el explicar la muerte de don Pedro de Ursúa y la de don Fernando de Guzmán, esta —señala el cadáver— nos manda derechitos al cadalso.

—¡Cuidado, Cosme! No te confundas. De la muerte de don Pedro es responsable quien ahora acabamos de mandar al infierno. ¡Hideputa Lope de Aguirre! —exclama dándole una patada al cadáver—. Nuestra situación es por culpa de él —lo vuelve a patear—. Nos engañó con promesas vanas. Que si íbamos a ser los reyes del Perú, que si le íbamos a hacer sombra al propio Felipe II… en mala hora le seguimos, por su culpa nos encontramos así.

—Puede que en el asesinato de don Pedro nosotros no tengamos parte, pero en el de don Fernando… —interviene el tercer hombre que había permanecido en silencio.

—Porque quería abandonar la conquista del Perú para nosotros y regresar a buscar El Dorado, ese lugar del que los indios nos hablan pero que nadie ha visto aún. A fe mía que nos están burlando estos indígenas.

—¿Y todas la muertes que se han dado después? —porfía Cosme— Porque fue darle matarile a don Fernando y ha sido un sin parar, las cuchilladas y los estrangulamientos eran casi diarios; apenas quedamos unos pocos de toda la expedición.

—Por eso mismo debíamos hacer esto —señala el cadáver con la daga ya limpia—. Había que ponerle fin. Nos volvemos o nos quedamos, pero El Dorado que lo busque otro.

 

Toma 5. ¡Acción!

1569. Cumaná (Venezuela). Dos hombres rezan ante una tumba improvisada entre dos palmeras.

—Señor, te encomendamos el alma de tu siervo Diego Hernández Serpa para que lo acojas en tu seno. Amén.

—Es hora de partir, Fernán, antes de que los indios aparezcan y rematen lo que no consiguieron ayer.

—Si no hubiera tantos desertores podríamos haberlos hecho frente y aniquilarlos.

—Esta expedición no tiene ningún sentido, buscamos una leyenda.

—Pero los dos capitanes que fueron en avanzadilla vieron una aldea con pepitas y piezas labradas en oro.

—Puede, mas no portaron con ellos nada que lo probara, además, ahora están bajo tierra como nuestro gobernador. Vámonos, aquí no hay nada de valía.

 

Toma 6. ¡Acción!

1573. San Juan de los Llanos (Venezuela). Dos hombres están sentados a la sombra de una ceiba, tienen picaduras en el rostro y manos, sus vestimentas están desgarradas y sucias.

—Mejor nos volvemos, señor Jiménez de Quesada. Regresemos a Bogotá, olvidaos de El Dorado y disfrutad de vuestro título de marqués que aquí estamos de más.

 

Toma 7. ¡Acción!

1574. En algún lugar entre el actual río Amazonas y el Orinoco. Una llanura está cubierta de cadáveres. Un grupo de indios caribes observan la matanza.

—Bueno. Un problema menos —dice uno de los indios—. Mira que llevamos ya muertos unos cuantos y siguen viniendo. Desde luego, son valientes.

—O tercos —añade otro.

—O idiotas —dice otro más.

—Son avariciosos. La obsesión por el oro les nubla la mente —añade una mujer—. Jefe, ¿qué hacemos con el único superviviente?

—Tómalo cautivo para que dentro de unos años les cuente a los suyos lo que aquí pasó. Que sepan que buscar oro les trae la muerte como se acerquen por nuestros dominios.

 

Toma 8. ¡Acción!

1596. Santo Tomé de Guayana (Venezuela). Un hombre joven está sentado junto al lecho de un hombre anciano semiinconsciente. Algo más retirado, otro hombre los acompaña de pie.

—He llegado tarde, padre, perdonadme, pero no pude reunir toda la ayuda que me demandasteis con la celeridad que el asunto requería —dice el hombre joven al yaciente.

—Creo que ya no es capaz de escucharos, don Fernando. El señor De Berrío está a punto de encontrarse con el Hacedor —dice el hombre que está de pie.

—¡Mal rayo parta a El Dorado y a quienes alientan leyendas y cuentos de viejas! Mi padre va a entregar su vida por perseguir un ensueño. ¡Cuántos años desperdiciados!

—Las penalidades de todas las expediciones hechas le han pasado cuenta. Fiebres, hambre, ver morir a sus hombres, el ataque del pirata Raleigh y los meses que estuvo preso de esos corsarios… Son muchos sinsabores. Harto ha soportado.

—Al menos ahora descansará en paz. Pero yo he de seguir con su búsqueda.

—Acabáis de decir que es una quimera.

—Mi linaje me obliga a continuar con el legado de mi padre.

 

Toma 9. ¡Acción!

1652. Laguna de Guatavita (Colombia). Dos hombres observan cómo multitud de operarios intentan quebrar la ladera de un cerro aledaño a un gran lago.

—Señor, ¿en verdad creéis que vamos a desecar toda esta agua? —dice el hombre más joven.

—Es aquí donde los eruditos ubican El Dorado.

—Pero eso es una fábula, señor, y perdonad mi franqueza. No hay más riquezas que las que ya se han encontrado.

—Aquí se celebraba una ceremonia en la que cada nuevo cacique de Guatavita se cubría con oro y se bañaba en la laguna al tiempo que sus súbditos arrojaban al agua esmeraldas y objetos de oro. El fondo de esta laguna debe de estar repleto de tesoros, Rodrigo.

—No sé, señor Sepúlveda, pero mucha agua junta veo yo para hacer que se escape por aquella brecha que intentan abrir.

—Ten fe, Rodrigo, ten fe. El tesón es la base del éxito.

—Os doy la razón a medias: tesón no nos falta, pero éxito...

 

Toma 10. ¡Acción!

1971. Selva peruana. Un hombre está sentado en una silla de tijera, en la mano tiene un megáfono, a su lado otro hombre lleva en las manos un libreto. Varios hombres y mujeres trajinan alrededor de ellos entre cámaras y focos.

—¡Coooorten! —grita el del megáfono—. Este guion es una mierda. Así no vamos a ningún lado.

—Werner, tu idea de hacer una película sobre aventureros en busca de El Dorado es muy difusa. Hubo tantos que es difícil centrarse.

—Mira, vamos a hacer una cosa. Nos basamos en una sola expedición. Me gusta mucho esa que tiene tantos asesinatos, eso da juego. ¿Cuál era? —se rasca la frente— ¡Ah! ¡Sí! La que habla de un tal Lope de Aguirre. Esa es la que vamos a utilizar, ya tengo en mente a quien hará el papel del sanguinario ese: Klaus Kinski encarnará muy bien el personaje.

—¡Genial! ¿Y el título? ¿Seguimos con el de ahora, «En busca de El Dorado perdido»?

—No. Mejor: «Aguirre, la ira de Dios». Seguro que es un taquillazo.

 


 

 

Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores