—¡Maldito
italiano! Es endemoniadamente bueno. ¡No puedo con él! Siempre ha sido una
piedra en mi zapato. ¡Cómo le odio!
El hombre que así maldecía se paseaba con angustia por la pequeña
habitación en la que estaba viviendo desde hacía meses. Sus ingresos habían
mejorado bastante. Su última ópera parecía que había sido bien acogida por el
público. El estreno de «La flauta mágica»
con él mismo como director fue todo un éxito. ¡Por fin! Su talento como
compositor operístico se veía reconocido. Aunque ese maldito italiano lo había
conseguido mucho antes que él.
El italiano del demonio había obtenido un gran triunfo en La Scala de
Milán con tan solo veintiocho años. Se implicó a conciencia en el encargo de su
majestad María Teresa de Austria y lo hizo muy bien, el maldito. Después le
siguieron muchas óperas más y el reconocimiento de la familia imperial. ¡Menuda
traición! ¿Cómo se puede alabar el trabajo de un extranjero por encima del de
un súbdito leal?
El compositor se mesaba los cabellos de su peluca ya de por sí bastante
despeinada pues en los últimos tiempos había descuidado mucho su aspecto y su
higiene. Su hermana y su esposa intentaban cuidarlo, pero él no se dejaba.
Tenía que componer, debía superar a ese maldito italiano. Pero la inspiración
no llegaba. La fiebre que solía aquejarle desde niño ahora era una compañera
molesta y fiel que se negaba a abandonarlo. Le dolían mucho las articulaciones
y un molesto sarpullido le salpicaba todo el cuerpo.
—¡Me
están envenenando!
—Wolfgang,
no digas tonterías —le
dijo su hermana Sophie—.
Estás muy débil porque apenas comes, ni duermes. Te niegas a seguir los
consejos del médico que te propone reposo y tranquilidad.
—¡Tranquilidad!
¿Cómo voy a estar tranquilo? Ese maldito italiano me está calumniando por los
salones de Viena. No parará hasta acabar conmigo.
—¿Ya
estás otra vez? Sophie tiene razón, debes descansar. Tú mismo te estás matando
con esa obsesión por el pobre Antonio que no pisa Viena desde hace meses—dijo Constanze, la esposa
del compositor, en ayuda de su cuñada.
—¿Obsesión?
¿Obsesión dices? ¡Ja! No, señoras mías. Vosotras, que sois espíritus buenos, no
podéis ver la maldad, pero yo sí. Ese maldito italiano es el demonio encarnado.
El compositor empezó a revolver entre un amasijo de papeles
desperdigados sin orden encima de una mesa atestada de cachivaches.
—¿Dónde
está? ¿Qué habéis hecho con mi obra?
—¿Qué
dices, Wolfgang? —preguntó
Sophie.
—¡Estaba
aquí! La partitura que escribí ayer. La dejé en esta mesa y ahora ha
desaparecido.
—Querido
esposo, ayer no escribiste nada. Permaneciste todo el día en el jardín,
gritando, para mayor desesperación de nuestros vecinos que ya no te soportan
más. ¡Por el amor de Dios, serénate!
—¡Ya
sé lo que está ocurriendo! Él os ha embaucado ¿verdad? ¡Confesad! Os ha pagado
para que le entreguéis mi trabajo y así luego apropiárselo. Como ya lo hizo
cuando yo era un chaval. ¡Maldito italiano!
—No
vuelvas con lo mismo otra vez, hermano. Sabes que ese pobre hombre nunca te
hizo mal. Nunca se apropió de nada tuyo, ni de nadie. No le hace falta,
Wolfgang. Es un hombre rico y respetado en su país y en el nuestro. No
necesita…
—¡Cállate!
—la interrumpió el
compositor—. No soporto
ver cómo os ponéis de su parte.
Mientras deambulaba como un poseso por la habitación,
Mozart recordó lo humillante que fue el duelo de óperas que, tantos años atrás,
el emperador José II, ese asqueroso traidor, propuso para averiguar cuál era el
mejor estilo operístico: el italiano o el alemán. Su obra fue precisa y
virtuosa, pero el maldito bastardo de Italia hizo una creación que encandiló al
público presente. Aún resonaban en su cabeza los aplausos que llevaron al
emperador José a proclamar a Salieri como el mejor compositor de Europa.
—Pero
claro —continuó con sus
recuerdos en voz alta—,
el traidor del emperador ya prefería al italiano desde mucho antes. ¡Le incluyó
en el cuarteto del que él mismo formaba parte con tan solo dieciséis años!
—Wolfgang,
tú tocabas el piano con cuatro… No te hagas mala sangre y deja de pensar en Antonio,
por favor.
—Si
yo hubiera tenido mejor salud… Seguro que habría cosechado éxitos antes que él —prosiguió enajenado y
obviando el consejo de su esposa—.
Pero el destino me ha sido aciago siempre, me dio una constitución débil. Esa
maldita viruela que contraje al llegar a Viena me impidió asistir a la audición
de la emperatriz madre. La mala suerte siempre fue mi compañera.
—De
tu mala salud no tiene la culpa el destino, hermano. Ni la mala suerte. Si
padre no te hubiera paseado por media Europa en condiciones insalubres para
ganar el respeto que ansiaba… todo habría sido muy distinto —argumentó Sophie.
—Padre
quería lo mejor para mí.
—¿Estás
seguro? Solo le interesaba la fama y el dinero. Tu salud física y mental nunca
le preocupó. Fue toda su vida un hombre amargado y me temo que acabó por
contagiarte su frustración y su paranoia con conspiraciones y ataques que solo
su mente enfermiza veía.
—Cuando
tildó de traidor a nuestro emperador no era paranoia, era verdad —siguió porfiando el músico.
Reconocía que su padre había sido un tirano,
obsesionado con demostrar a propios y extraños las excelencias de su hijo con
la música, pero, aun así, sabía detectar los peligros de la corte donde, por
otra parte, tanto deseaba introducir a su hijo.
—¿Traidor,
el emperador José? Cuando, por patriotismo, quiso promocionar la música alemana
por encima de la italiana, tu odiado contrincante tuvo que volver a Italia, y
solo entonces tú pudiste descollar. Reconócelo, esposo mío. ¡Y descansa, por
todos los cielos! Estás ardiendo de fiebre.
—¡Sois
unas arpías! Todos estáis en contra mía. ¡Estoy solo! Pero seré el más grande.
Algún día se me reconocerá.
Mientras, entre su hermana y su esposa, metían casi a
empujones a Mozart en la cama, este siguió despotricando.
—Seré
reconocido como el más grande compositor de todos los tiempos. Sin necesidad de
duelos de óperas ni estupideces cortesanas. Y si hace falta adornar algunos
hechos, que así sea. Seguro que algún
director de cine se encargará de versionar mi vida de una manera más amable,
aunque sea mentira. Tanto me da. Y a ese maldito italiano lo pondrán a bajar de
un guindo.
—¿Cine?
¿Qué es eso, Sophie? —preguntó
Constanze a su cuñada.
—Ni
idea. La fiebre le hace delirar e inventa palabras extrañas.
—Ya
veo el título de la película: «Amadeus». Será un éxito de taquilla.
—¿Película?
¿Taquilla? ¿Pero qué dices, Wolfgang? —preguntó con extrañeza la esposa.
—Dice
incoherencias. Es la fiebre, seguro —insistió Sophie—. No le hagas ni caso.
—Lo
único que no me gustará de esa película será la risita idiota del actor
protagonista. Pero no importa. Salieri será el villano. Y lo mejor: le echarán
la culpa de mi muerte —añadió con una sonrisa—. ¡Maldito italiano!