Después del paréntesis
veraniego aquí estoy de vuelta. Regreso y lo hago para hacer algo que se me da
muy bien: quejarme.
Tengo fama de
ser cascarrabias y yo creo que es merecida pero a veces pienso que el destino
se empeña en ponerme las cosas difíciles para así poder dar rienda suelta a mi
malhumor. No sé si es el destino o algún duende capullo quien se obstina en
darme por saco, pero en estas vacaciones de verano el destino, el duende o los
dos, se han esmerado especialmente en fastidiarme.
Dicen que para
viajar es muy importante elegir bien los compañeros de viaje. Yo elegí una
buena compañía pero no me di cuenta de que se incorporó al grupo un acompañante
no invitado. Me refiero a Murphy, el de la Ley de Murphy. Y no solo vino
conmigo sino que se hizo notar a base de bien.
Pensaréis que
soy una exagerada pero os voy a contar todas las incidencias que tuve a lo
largo del viaje y vosotros juzgaréis después.
Como anuncié en
mi despedida vacacional este año me fui al norte, al fresquito… Y tanto que
fresquito, el forro polar que metí en la maleta ‘por si acaso’ me lo tuve que
poner todos los días. Es cierto que la zona en la que estuve era de montaña y
ahí la temperatura es más baja, pero hubo días que más parecía otoño que
verano.
En realidad el
frío no me importó porque huía del calor de Madrid, así que tener que abrigarme
en julio hasta me pareció bueno. Además, caminar varios kilómetros bajo un sol
inclemente puede ser muy penoso, mejor que esté nublado. Pero si las nubes
bajan demasiado, la caminata por la montaña puede convertirse en un deambular
errático y bastante despistado.
Eso me pasó
cuando fui caminando desde El Cable hasta el refugio de Áliva, la niebla era
tan densa que hubo un momento en el que no sabía dónde estaba. En otras
ocasiones el refugio se ve desde lejos y sirve de referencia para saber cuánto
queda por andar. Pero cuando no se ve un carajo la orientación es muy mala y no
se sabe si falta mucho o poco para llegar a un destino que se presenta incierto
por la indefinición. Además, una
puede encontrarse de golpe, y sin previo aviso, con otro caminante que viene de
frente o, lo que es peor, con un toro que está parado en medio del camino.
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Camino hacia el refugio de Áliva |
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Refugio de Áliva al fondo, a la derecha |
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Toros en la niebla |
Esas mismas nubes
insistentes impidieron que disfrutara de las maravillosas vistas que se pueden
observar desde el mirador de El Cable, arriba de Fuente Dé. Yo ya había estado
ahí en otras ocasiones y sé lo bonito que se presenta el valle de Liébana
desde esas alturas, pero dos de mis acompañantes iban allí por primera vez y
tuvieron que conformarse con las fotos de Google para hacerse una idea de lo que había abajo porque ese día no se veía
absolutamente nada.
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Vistas (¿vistas?) desde el mirador de El Cable |
El
valle de Liébana no fue el único que no se dejó ver. Especialmente esquivo se
mostró el Naranjo. Tuve que ‘perseguirlo’ durante dos días para poder verlo. Se
empeñó en esconderse tras unas nubes y no quería mostrarse. La primera
intentona fue en el pueblo de Bulnes, tras subir a un mirador estuve cerca de
una hora esperando a que las nubes se fueran y ver ese pico. El caso es que las
nubes se fueron, pero venían otras después, de manera que el ‘Picu Urriellu’
estuvo escondido todo el rato.
Pero no me di
por vencida. Al día siguiente me fui a otro lugar para ver el Naranjo, primero
me subí a una colina y las puñeteras nubes seguían tapándolo, pero tras una
buena espera y desde otro mirador, el Naranjo de Bulnes se mostró desafiante y
bello entre otros picos no menos bonitos.
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El Naranjo desde el Mirador de Poo |
En mi deambular
norteño recalé en la playa de Gulpiyuri. Esta playa es muy espectacular porque
no se encuentra en el mar. Me explico: la playa está en medio de un prado y el
agua marina penetra en ella a través de un túnel que atraviesa las rocas tras
las que está el mar. A mí la playa me pareció muy bonita, pero creo que si
hubiera tenido agua habría estado mejor, porque resulta que una servidora
apareció allí cuando había marea baja, tan baja que el agua se había retirado
completamente tras las rocas y la playa solo tenía arena. Huelga decir que no
me bañé.
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Playa de Gulpiyuri |
Otra muestra de
que mi ‘amigo’ Murphy estuvo haciendo de las suyas fue en la Ruta del Cares. No
sé qué poderes tiene este Murphy pero creo que puede mover montañas, como la
fe, pero en versión puñetera. He recorrido esa senda varias veces y sé
perfectamente que hay un ‘pequeño’ repecho al inicio de la ruta –si se empieza
en Poncebos–, pero en esta ocasión Murphy alargó la cuesta de manera que yo
creí estar ascendiendo un ocho mil. ¡Madre mía, esa pendiente no se acababa
nunca! Estoy segura de que las otras veces que hice la senda, aquella subida fue
más corta. Según mi marido la cuesta no ha variado nada y lo que ha cambiado es
mi edad –las veces anteriores que hice la ruta tenía veinte años menos–, pero
esa explicación no me convence. Fue Murphy, que alargó la pendiente para
hacerme la puñeta. Seguro.
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Una servidora sudando la gota gorda subiendo "el repechito" de la Ruta del Cares |
Pero lo peor
estaba por llegar.
Cuando inicié
mis vacaciones lo hice con la esperanza de que fueran aventureras. No es que me
fuera a los Alpes, pero los Picos de Europa tienen su porción de riesgo y
algunos desfiladeros son peligrosos. Así que me calcé las botas de montaña con
la intención de vivir el “peligro”. Dicen que hay que tener cuidado con lo que
deseas porque puede hacerse realidad, y es cierto. Murphy se empleó a fondo en
cumplir mi deseo de aventura y riesgo, pero de una manera muy diferente a la
que yo tenía en la cabeza.
Mi estancia en
los Picos de Europa se dividió en dos estapas. Una etapa asturiana donde
pernoctaba en Cangas de Onís, y otra etapa cántabra donde residí en un hotelito
de una pequeña localidad situada entre Potes y Fuente Dé. El municipio donde se
encontraba ese hotelito cántabro se llama Camaleño. Si habéis estado pendientes
de las noticias el mes de julio habréis oído hablar de ese lugar pues fue allí
donde la noche del 17 y la madrugada del 18 un individuo se atrincheró en su casa y se dedicó a disparar a
la Guardia Civil. ¿A que no sabéis qué día iba yo allí? El 18 de julio. Pero cuando
llegué a la zona ese señor ya no estaba en su casa de Camaleño, qué va. Se
había escapado y las fuerzas del orden público suponían que estaría por las
cercanías.
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Vistas desde el hotel de Camaleño (posiblemente con el fugado escondido entre los árboles) |
Saber que por
donde yo estaba, andaba merodeando un tarado con una recortada me puso muy
nerviosa. A pesar de las palabras tranquilizadoras de un guardia civil al que
preguntamos antes de llegar, ‘señora, está usted en el lugar más vigilado, y
seguro, de España’ (sí, sí, seguro, pensé, por eso se os ha escapado) yo no las
tenía todas conmigo. Encima, el encargado del bar del hotel nos dijo que el
individuo ese (el Rambo de Liébana le llamaban) era parroquiano del establecimiento.
Ya solo me faltaba que se tomara un café allí, a mi lado.
Como era de
esperar, la noche del 18 de julio, el tema de conversación de los clientes de ese bar era “el
fugado”. La mayoría de los vecinos de la zona pensaban que, dado lo buen
conocedor que era del monte, ya estaría muy lejos de allí. Al igual que me pasó
con las palabras del guardia civil, yo no me lo creí. Y resultó que yo tenía
razón. Al sujeto le pillaron esa madrugada cuando regresaba a su casa a la una
de la mañana. Una hora y media antes yo volvía de cenar en Potes por una carretera aledaña
a su domicilio y, estoy segura, ese tío estaba por allí ya. Al menos, Murphy no
tuvo a bien que me topara con él de bruces.
Cuando pedí
unas vacaciones de riesgo no estaba pensando en acudir a un tiroteo. Entre mi equipaje llevaba, además de las botas de montaña, un chubasquero y hasta un capa
de agua para protegerme de las inclemencias del tiempo o de los posibles inconvenientes. Nunca se me ocurrió añadir un chaleco antibalas.
En fin, que
estas vacaciones fueron de desventura en desventura, pero es lo que hay. Cuando
al destino, o al duende puñetero, le dan por enrededar y Murphy se empeña en
acompañarte… no hay nada que hacer.
Pero no todo
fueron cosas malas. También hubo otras muy buenas. Una de ellas fue la buena
compañía (la que yo elegí) con la que hice el viaje. A pesar de las
inclemencias meteorológicas o de los fugados montaraces, me divertí mucho y las
risas fueron constantes. Esas risas en algunos lugares no fueron bien
entendidas, en un par de sidrerías de Cangas aún se están preguntando qué tiene
de gracioso escanciar una botella de sidra y no conseguir que caiga dentro del
vaso ni siquiera la mitad de su contenido.
Además, conocí
a personajes muy peculiares (pero mucho) que me contaron historias realmente
curiosas. En sucesivas publicaciones, en lo que voy a llamar Crónicas astures y
Crónicas cántabras, transmitiré lo que
esos extraños personajes me relataron. Estoy segura de que disfrutaréis con sus
historias al igual que lo hice yo cuando las escuché.
Pero eso será
otro día. Ahora voy a ver si ya mando a freír espárragos a Murphy y consigo
reponerme de tanto sobresalto.