Hace meses que me propuse no escribir reseñas por este blog; en septiembre de 2019 di un golpe de timón en el rumbo del blog y las reseñas se apearon de él. Sin embargo, avisé que quizás publicara alguna donde reflejar impresiones personales ligadas a uno o varios libros en concreto. También anuncié que este tipo de reseñas llevarían el calificativo de kirkenianas; bueno pues aquí va una de ellas.
«Pueblo sin rey» es una fantástica versión novelada de la revuelta
comunera que se dio en Castilla cuando llegó al trono Carlos I. En los libros de
Historia, o al menos en los que yo tuve en el colegio, se tildó a aquella
sublevación de revuelta, pero lo cierto es que fue una guerra civil en toda
regla.
Antes de pasar a contar los motivos de esta reseña especial, analizaré someramente
la novela en sí.
Carlos I acaba de acceder al trono de España; es un rey nacido en Gante,
en territorio flamenco, nieto de los Reyes Católicos y único heredero de los
tronos de Castilla y Aragón pues todos los ascendientes que podrían haber llegado
a reinar ya habían muerto o estaban incapacitados para gobernar, como pasó con
su madre, Juana I de Castilla, a la que encerraron en un castillo.
El rey extranjero no es bien aceptado por sus nuevos súbditos, especialmente
en Castilla. Además, el nuevo monarca tampoco se esfuerza mucho por hacerse
querer ya que lo primero que hace al llegar a España es convocar cortes en
Valladolid para subir impuestos: necesita mucho dinero si quiere hacerse
coronar emperador pues también es un candidato a heredar, por parte de padre, el
Sacro Imperio Romano Germánico. En cuanto se asegura que va a cobrar su
dinerito se larga a hacer campaña por tierras sacroimperiales y deja en
Castilla a gente de su confianza, o sea, extranjeros que ni saben hablar el idioma
local.
Nunca un monarca castellano había vivido fuera del reino que tenía que
gobernar así que la gente de Castilla se agarra tremendo rebote y monta el
pollo. Artesanos, gente del pueblo y pequeña burguesía, se queja porque les
están sangrando con los impuestos. A través de gente letrada, o sea, los
clérigos y monjes, hacen llegar a Su Majestad una serie de peticiones entre las
que se encuentra que deje de pedir pasta y encima para gastársela fuera; el rey
se pasa las reivindicaciones por el forro de la capa imperial y se desata la
revuelta.
En principio es una revuelta popular donde los gremios más humildes
―carpinteros, curtidores, panaderos, etc.― se agrupan y constituyen comunidades
con sus representantes elegidos por votación popular. Pero para enfrentarse a
los soldados del rey tienen que recurrir a los hidalgos pertenecientes a la
pequeña nobleza que son los que tienen las armas y los que han aprendido a manejarlas.
No voy a contar más detalles porque el que quiera saber algo más de la “revuelta”
comunera puede acudir a los libros de texto.
Olalla García recurre a personajes históricos y a otros ficticios para
recrear de manera entretenida y muy bien documentada todo lo que ocurrió entre
el inicio del levantamiento y el final que apenas llegó a dos años. Padilla,
Bravo, Maldonado son los nombres propios por excelencia de los Comuneros, pero
hubo otros con papel importante, como Juan de Zapata, el alcalde de Madrid y
capitán de las tropas comuneras madrileñas. Se cuentan sucesos bastante conocidos
y otros menos, como la oposición de Alcalá de Henares a las familias de la alta
nobleza (los Grandes) que detentaban el poder y las tierras de la zona. De
hecho, a mí lo que más me ha gustado es que los personajes inventados son de
Alcalá y de Madrid, y desde sus respectivas vidas nos muestran cómo se vivió la
guerra en esas localidades.
Un apartado importante es el papel que jugó en la confrontación la
universidad de Alcalá (entonces se llamaba Colegio Mayor de San Ildefonso); por
aquel entonces Cisneros, su fundador, hacía poco que había fallecido y los
cimientos de la institución aún eran débiles por lo que el equilibrio y la neutralidad
que quiere mantener el rector es muy difícil; aun así, se mostró justo. Saber
esto me gustó porque mis vínculos con esa universidad son fuertes y me agradó
saber que sus dirigentes supieron estar a la altura de las circunstancias a
pesar de las presiones de uno y otro bando.
Además, una vez ejecutados los principales capitanes del levantamiento
―siento el spoiler, pero es de primero de básica saber que Padilla,
Bravo y Maldonado fueron decapitados tras la derrota de Villalar―, las ciudades
comuneras al sur de la Sierra de Guadarrama aún resistieron unos meses y siguieron
oponiéndose al emperador extranjero.
Pero aún hay otra cosa más y es que la historia va más allá de la
derrota de los comuneros y la inviabilidad de ver cumplidos sus sueños de una
sociedad más justa; Olalla nos cuenta también qué pasó después: la purga y la
revancha de los vencedores sobre los vencidos, el ensañamiento del que vio
peligrar su estatus y la obsesión por arrancar la más pequeña brizna de
sublevación; algo que a mí me hizo recordar lo que ocurrió cuando finalizó la
Guerra Civil.
Hasta aquí la novela, una lectura que recomiendo porque el estilo
literario de la escritora y su buena documentación ―estudiante primero y
profesora después de Historia en la Universidad de Alcalá― son
pluscuamperfectos. Da detalles rigurosos, pero sin excederse, los sabe
dosificar de manera que la información es veraz pero tampoco agobia ya que la
intercala con las vivencias de los personajes ficticios que también pasan sus
penalidades.
Si he decidido publicar esta reseña tan extensa en el blog ha sido
porque mi relación con los Comuneros viene de antiguo. Antes de estudiarlos en
el instituto yo ya sabía de su existencia gracias a una prima mía más mayor que
yo y que me los hizo conocer a través de la música.
En un viaje de Burgos a Madrid, en el coche de mi padre, ella, que estudiaba
en la universidad, trajo su radio casete y puso una cinta de un grupo llamado
Nuevo Mester de Juglaría. Con ritmos de jotas y seguidillas castellanas y al
son de instrumentos típicos del folclore meseteño ―dulzainas, laúdes, bandurrias,
almireces― los integrantes del grupo folk cantaban de manera resumida, pero
rigurosa, la revuelta comunera. Los nombres de Padilla, Bravo y Maldonado me
los aprendí tarareando estribillos que me sé de memoria: es lo que tiene el gran
poder evocador de la música y su maravillosa forma de grabarnos cosas en el
recuerdo para siempre.
«En Toledo los vecinos se han llegado a sublevar. Han elegido una junta
que preside un capitán venerado en la ciudad, es su apellido Padilla, pero su
nombre es Don Juan.»
«En Segovia al enterarse, los vecinos se concentran, es Juan Bravo quien
les manda, Juan Bravo quien les arenga.»
«Maldonado Pimentel con sus salmantinos llega, después de haber
expulsado a los nobles de sus haciendas.»
«Segovianos, segovianos, somos gente comunera. Venimos desde Madrid,
Juan de Zapata en cabeza.»
Con esas canciones, y ayudada por mi prima mayor bastante revolucionaria
ella, conocí que había un sentimiento de “identidad” castellano (cuando oí esa
cinta por primera vez, Franco hacía poco que se había muerto y lo de las Comunidades
Autónomas como que aún no había cuajado). Me enteré de que había un pendón de
Castilla y que el color morado ―un color que ahora adoro por muchas otras
cuestiones― era el distintivo de esa facción.
Con esa música, y lo que luego yo fui leyendo por ahí, entendí que hubo
un tiempo en que el pueblo se rebeló contra el abuso del poder establecido
―algo que se dio en muchos otros lugares― pero que, en este caso, fue el
pionero en intentar establecer lo que ahora se llama monarquía parlamentaria o
medianamente controlada por el pueblo (tampoco podemos ahora echar las campanas
al vuelo) y eso en pleno siglo XVI, mucho antes que los franceses la liaran
parda contra los reyes y se los quitaran de encima. Es verdad que la cosa no
cuajó, de hecho, la monarquía salió fortalecida porque se quitó de encima a los
que podían darle problemas mediante el sistema de ejecutar a diestro y
siniestro por el delito de traición a la corona.
Pero en mi ánimo siempre quedó esa idea romántica de los rebeldes, los
que protestan y se revuelven ante lo que creen injusto, aunque luego pierdan,
aunque luego parezca que no sirve de nada. Bueno, además de esa manera
romántica de ver la vida me quedó cierta inquina hacia Carlos I (el V de
Alemania) que al día de hoy me dura ―hubo una serie de TV con él de prota que dejé
de ver por falsa y tendenciosa―. No me suelen caer bien los reyes en general,
pero a este le tengo mucha manía ―y a Fernando VII, pero esa es otra historia―.
Para recordarme ese prurito reivindicativo y toca-pelotas que este hecho
histórico me despierta hay una canción al final del álbum de Nuevo Mester de
Juglaría que para mí casi es un himno; “Castilla: canto de esperanza”. En esta
canción se habla de nunca perder la esperanza de recuperar los ideales, de
hacerlos realidad a pesar de las derrotas previas. Del estribillo me quedo con
una frase esperanzadora donde las haya: «Si los pinares ardieron, aún nos queda
el encinar»