Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

28 de diciembre de 2018

Escenas navideñas: A por uvas.


—Bueno, pues al final la cena ha salido bastante bien, ¿no crees?

Eso le dijo Rafa a su mujer mientras recogían la cocina y ponía en marcha el lavavajillas.

—¿Bastante bien? ¿En serio? ¿De qué estás hablando, Rafa? —contestó una malhumorada Marta— Mi madre me ha pedido el número de un abogado matrimonialista, mi hermana ha dicho que el año que viene celebrará la Navidad en Londres, tu madre ha anunciado que la próxima Nochebuena se presentará voluntaria para atender un comedor social y mi padre le ha preguntado a tu madre que qué hay que hacer para cenar allí. ¿A eso le llamas tú salir bien?
—Al menos el próximo año cenaremos solos, así no tendrás que agobiarte por el menú. Pedimos cualquier cosa a Glovo o a JustEat y listo. ¡Solucionado! —contestó Rafa entusiasta.
—¿Una cena de Nochebuena solos? ¡Qué tristeza, por favor!
—A ti no hay quién te entienda, Marta. Por estas fechas siempre te estás quejando del trabajo,  que si los preparativos, que si el menú y cuando hay una posibilidad de ahorrarnos todo eso vas tú y te lamentas. Para mí que estás bajo los efectos del síndrome de Estocolmo.
—Pero es que estas fechas son para pasarlas con la familia…
—Pero si la familia es una tocanarices que solo sabe despotricar y dar la nota, lo mejor es que cada uno se quede en su casa, o en Londres —añadió Rafa pensando especialmente en su cuñada favorita.

A pesar del disgusto, Marta estaba segura de que el año siguiente volverían a reunirse todos, porque sus padres no se divorciarían —llevaban amenazando con el tema desde hacía años— y su hermana no se iría a Londres porque seguramente para entonces ya habría roto con el anglicano ya que sus novios no le duraban más de cinco o seis meses.

—Venga, Marta. Para que se te quite el sofocón aquí tienes mi regalo de Papá Noel.
—Pero si quedamos en darnos los regalos en Reyes.
—Bueno, este obsequio no puede esperar tanto —contestó él al mismo tiempo que le tendía un sobre a Marta.

Sorprendida, Marta tomó el sobre y lo abrió. Dentro había cuatro billetes de avión.

—¿Nos vamos de viaje? —exclamó Marta con los ojos abiertos de par en par.
—Para que no tengas que preparar más cenas ni nada por el estilo, y lejos de la querida familia. Nos vamos a celebrar la Nochevieja fuera.
—¡A Canarias!
—Sí, a la isla de La Palma —contestó Rafa—. Mañana hacemos las maletas.

***
Mientras esperaban en la cola de facturación del aeropuerto, Marta tenía la desagradable sensación de que se había olvidado meter algo en el equipaje. Sabía que en las islas afortunadas la temperatura era mucho más suave que en la península, pero no dejaba de ser invierno y ella, por si acaso, había puesto ropa de abrigo y también de verano. Esa previsión se había traducido en que llevaban tres voluminosas maletas.

—Marta, nos vamos a pasar cinco días fuera de casa y parece que emigramos a otro país —contestó Rafa mientras agarraba a Jorge que estaba subido a uno de los trolleys.
—Nunca se sabe, por el día puede que haga calor pero por la noche seguro que refresca.

Ya instalados en sus asientos correspondientes del avión y mientras esperaban pista para despegar, el personal de cabina se dedicó a explicar el protocolo de actuación en caso de accidente. Como era habitual casi nadie prestó atención a las maniobras de los auxiliares de vuelo, tan solo un señor mayor atendió a las instrucciones con interés. Incluso llegó a preguntar a su vecino de al lado una cosa que no había entendido sobre cómo ponerse el chaleco salvavidas, algo que le preocupaba porque él no sabía nadar, a lo que su vecino le contestó que no se inquietara, que si el avión se caía al mar daba igual llevar el chaleco que no, porque en el agua iban a quedar todos hechos papilla.

—Mamá, en Canarias es una hora menos que en casa, ¿a qué sí? —le dijo Jorge mientras miraba por la ventanilla del avión.
—Sí, hijo.
—Entonces, ¿vamos a tomar las uvas más temprano?
—¿Más temprano?
—Cuando den las doce en casa, donde vamos será más pronto.
—Eso da igual, las uvas se toman a las doce.
—Las once en Canarias —añadió Rafa guiñando un ojo a Jorge.
—No, a las doce donde se esté —porfió ella pero cada vez más insegura.
—Pero tú, mamá, siempre has dicho que había que tomar las uvas con el reloj de la Puerta del Sol, que si no daba mala suerte.
—La mala suerte viene si no se toman las uvas, no depende del reloj —contestó ella ya dubitativa pues era muy supersticiosa.

La verdad es que desde que tenía uso de razón Marta había tomado las uvas al son de las campanadas del reloj ubicado en la Puerta del Sol. Cuando era pequeña porque era el único sitio desde donde la televisión conectaba; luego, con los años, la oferta se amplió a más lugares según las diferentes televisiones autonómicas, pero ella siguió con esa costumbre hasta hacerla inherente al hecho de tomar las uvas. Nunca se le había presentado una ocasión donde el horario no coincidiera y por tanto el famoso reloj no era el adecuado.

—Rafa, es cierto —le dijo Marta a su marido y con cierta alarma en la voz—. En Canarias no podemos tomar las uvas con el reloj de la Puerta del Sol
—No fastidies, Marta ¡Qué más dará!
—Mira que si luego tenemos mala suerte...

Rafa la miró con condescendencia y, como ya estaba habituado a sus paranoias, intentó conciliar las manías de su mujer con la situación actual.

—Vamos a ver, podemos hacer tres cosas. Una, tomar las uvas a las once y coincidiendo con la retrasmisión de la Puerta del Sol. Dos, acceder a la grabación de las campanadas por internet y ponerla cuando sean las doce en la isla. Tres, y la opción más lógica y natural, pasar de tonterías y tomar las uvas con el reloj que tengamos más a mano en ese momento.
—¿Y eso dónde será? ¿ya has pensado dónde? ¿En la habitación del hotel, o en la recepción? ¿En la calle? ¿En la playa? ¿Hay relojes con campanas en las playas? —respondió Marta hiperventilando y con claros signos de angustia en la cara.
—Pues no lo había pensado, la verdad. Pero seguro que en la ciudad hay algún lugar con un reloj, y supongo que ahí darán las doce.
—¿Con campanadas? —insistió Marta ya en ataque de ansiedad.
—No lo sé, Marta. Con campanadas o con algún otro tipo de sonido. Tranquila, cariño, no te me pongas paranoica ¿vale? —respondió Rafa, al que ya se le estaba agotando la paciencia.

Cuando se instalaron en su hotel, la recepcionista les invitó a asistir al cotillón de Nochevieja que la dirección había organizado para todos los clientes, pero Rafa declinó el ofrecimiento alegando que eso estaría lleno de jubilados extranjeros y que él prefería celebrar la entrada del año nuevo entre gente que hablara su mismo idioma. Marta, ante la eventualidad de no encontrar un reloj adecuado para las campanadas, no las tenía todas consigo pero su marido la convenció razonando que si la mayoría de los clientes del hotel eran alemanes lo más seguro es que dieran las campanadas en su idioma y eso iba a ser más engorroso.

—¿Tú sabes cómo se dice “Ahora vienen los cuartos” en alemán? No, ¿verdad? Pues imagínate el follón, seguro que nos confundimos. Ya nos liamos todos los años y eso que nos lo explican en español...

Fue la propia recepcionista la que les informó que en Santa Cruz de la Palma los habitantes de la ciudad solían congregarse en una plaza donde tomaban las uvas cuando el reloj de la iglesia de San Salvador diera las doce de la noche.

El 31 de diciembre, tras cenar en un restaurante del paseo marítimo de Santa Cruz, se encaminaron a la iglesia que les había indicado la empleada del hotel. Llegaron a las once y media hora canaria y allí ya había bastantes parroquianos con matasuegras, gorritos de fiesta y botellas de champán o de vino preparados para despedir el año.

Inés se había quedado dormida en su carrito y Jorge estaba encantado de celebrar la Nochevieja en la calle y en manga corta.

—¿Estás ya más tranquila? comentó Rafa.
—No sé, ¿seguro que ese reloj da la hora con campanadas? contestó Marta que cuando se ponía paranoica era muy insistente.
—No creo que esta gente se haya venido hasta aquí para tomar el fresco. De verdad, cuando te da por un tema…

En ese momento Marta empezó a rebuscar frenéticamente en su bolso, al no encontrar lo que buscaba comenzó a gemir. Rafa se preocupó cuando su mujer le miró asustada y muy pálida. Lo primero que pensó es que se le habían indigestado las papas arrugás que habían tomado un rato antes, un plato que a Marta le gustaba mucho y que comía sin moderación. Pero luego se dio cuenta de que la cara de horror de su mujer era debida a algo diferente a una mala digestión.

—¡Las uvas! ¡No las tengo!
—Venga ya, Marta. No gastes bromitas que los Santos Inocentes fueron hace tres días.
—No es una broma. Cogí las bolsas que nos regalaron en el hotel, pero me las debí de dejar en la mesita de la habitación contestó ella con la cara completamente desencajada.

Cuando Rafa se dio cuenta de que su mujer no estaba bromeando recurrió de nuevo a su pragmatismo.

—Tranquila, no pasa nada. Aún faltan veinte minutos para la medianoche. Me voy a comprar uvas.
—¿Comprar uvas? ¿A estas horas? Tú deliras.
—Que no, que seguro encuentro algún sitio donde me las den. Un bar o una tienda de chinos. Ya verás. Espérame aquí con los niños —dijo Rafa mientras salía corriendo.

Marta miraba impaciente el reloj de la iglesia donde los minutos iban transcurriendo y acercándose a las doce inexorablemente, y Rafa sin aparecer. Esperaba fervientemente que su marido tuviera suerte con su búsqueda y que encontrara las uvas sin equivocarse. Rafa era muy despistado al hacer la compra, especialmente en Canarias. Un verano, en Lanzarote, se fue al súper a comprar pepino para prepararse unos gin tonic en el apartamento de vacaciones y apareció con un calabacín. Lo mismo ahora traía ciruelas en lugar de uvas, este hombre era tan imprevisible…

Cuando solo faltaban tres minutos para la medianoche y cuando Marta estaba a punto de entrar en pánico, Rafa llegó corriendo con una bolsa de plástico, de ella sacó tres racimos de uvas. En realidad eran los restos que un restaurante le había regalado donde faltaban las uvas más grandes y solo quedaban las pequeñas, las que nadie quiere.

—¡Aquí están las uvas! dijo un Rafa exultante.
—Son muy pequeñas le contestó Marta.
—Es que aquí, como llueve poco, la fruta crece menos. Lo mismo pasa con las patatas, las papas. Además, mejor así. Siempre te quejas de que las uvas grandes no te da tiempo a masticarlas y acabas con todas en la boca. Ahora podrás comerlas tranquilamente.

Con desconfianza Marta miró su racimo y no quedó convencida. Le dio uno de los racimos incompletos a Jorge.

—Mamá, aquí hay más de doce uvas dijo el niño con cara de extrañeza.
—Sí, pero no da tiempo a contarlas, tú vete comiendo según suenen las campanadas y cuando se paren dejas de comer ¿de acuerdo?
—Vale —dijo Jorge encogiéndose de hombros. Lo de celebrar la Nochevieja al aire libre era algo no solo novedoso para el niño, también muy diferente a lo que estaba acostumbrado.
—Rafa, por Dios, dime que no has recogido la uvas de un contenedor de basura.
—Que no, ¿por qué te tienes que agobiar con todo?
—Porque tú no me lo pones fácil.
—Te recuerdo que fuiste tú la que se olvidó las uvas en el hotel.
—Pero tú podías haberme preguntado si las había cogido…

Mientras Rafa y Marta discutían, el reloj de la plaza comenzó a dar las campanadas, ellos entre la algarabía del público y el poco volumen del reloj no se dieron cuenta. Jorge, que sí estaba atento, comía sus uvas contando cuidadosamente para no llevarse ni una más a la boca pues esa fruta no le gustaba demasiado. Al ver que sus padres seguían hablando le dio un pisotón a Marta y fue cuando el matrimonio se percató de lo que ocurría.

Para cuando Marta y Rafa empezaron a comer sus uvas ya habían sonado seis campanadas, por lo que tuvieron que comerlas de dos en dos y sin estar seguros de cuántas estaban comiendo en realidad. Al final, y como todos los años, Marta acabó con las doce uvas o más  en la boca.

Entre el ruido de los fuegos artificiales que comenzaron nada más terminar las campanadas, Rafa cogió a Jorge en brazos y besó a Marta.

—¡Feliz Año Nuevo! les dijo a su hijo y a su mujer.
—¡Fefiz Faño Fuefvo! contestó Marta mientras intentaba masticar las uvas.

(Continuará...)


NOTA: Este relato fue escrito hace un par de semanas. Hoy, treinta de diciembre, acabo de ver en las noticias que esta Nochevieja el reloj de la Puerta del Sol se atrasará una hora cuando en las Islas Canarias sean las doce para que desde allí puedan ver las campanadas desde esa emblemática plaza. Yo estoy flipando. Por lo que se ve hay muchas Martas como la de mi relato.









21 de diciembre de 2018

Escenas navideñas: Ande, ande, ande, la Marimorena.



—¿Lo has grabado todo con el móvil, Rafa?

Rafa miró la galería de imágenes de su teléfono y asintió con la cabeza desde el asiento del copiloto. Marta iba al volante con una sonrisa. La representación navideña en el colegio de Jorge había sido entrañable  y su hijo había dado muestras de tener madera de actor; ese “Muuu” de su papel como buey había sido muy convincente. Habría que plantearse apuntarlo a alguna actividad extraescolar de teatro, o algo así.

—Mira que ponerle un casco de vikingo al niño… Ya te vale, Marta —le dijo Rafa mirándola con sorna.
—¿Y qué querías? De alguna manera tenía que poner cuernos al disfraz —contestó ella con el ceño fruncido.
—Ya, pero un casco de vikingo… Además, el resto del traje era de un disfraz de oso, y no sé si sabes que el apéndice trasero de esos animales no coincide con el de un buey y…
—Mira, no me calientes —le interrumpió Marta— El niño quedó de lujo, y además, si tan mal te pareció podías haberte encargado tú de disfrazarlo.
—Vale, valeee —replicó Rafa y decidió no seguir por ese camino.

El marido de Marta sabía muy bien qué nerviosa le ponían las fiestas navideñas a su mujer. Él intentaba restarle importancia y no preocuparse demasiado por la cena de Nochebuena. La verdad es que pasaba olímpicamente de todos esos rollos y tenía un don especial para aislarse del sentir general. Pero Marta no era como él, aunque Rafa reconocía que su cuñada Alicia no se lo ponía nada fácil, era una cascarrabias integral y siempre estaba criticándolo todo.

Para mayor inri los padres de Marta también tenían lo suyo y complicaban más este tipo de reuniones. El matrimonio estaba pasando por una de sus habituales crisis; llevaban casi cincuenta años casados y nunca se habían llevado bien, pero últimamente las peleas eran más frecuentes y enconadas, y además tenían especial predilección por mostrar su beligerancia cuando estaban en público. Pero Rafa sabía lidiar con estas contingencias, mientras su suegro tuviera una copa de vino en la mano solía estar callado y ya se encargaría él de “silenciarlo”.

Rafa no tenía tantos problemas con su familia; sus padres se llevaban más o menos bien y con su hermano no tenía ningún roce, básicamente porque vivía en Japón desde hacía diez años y se veían muy de tarde en tarde.

—Jorge, a la ducha y ponte el pijama —dijo Marta mientras entraban en la casa.
—¿Me puedo acostar con el disfraz, mamá?
—No, ni hablar. Ponte el pijama.
—Jooo, es muy chuli y suave, por faaaa. Estaré muy calentito…
—Y muy cómodo con ese casco, para dormir debe de ser la leche —añadió Rafa.
—Mejor harías en vigilar que el niño se mete en la ducha en lugar de cachondearte —le contestó Marta mientras llevaba a Inés a su habitación.

Después de acostar a los niños, Marta se recostó en el sofá junto a Rafa que estaba medio adormilado delante del televisor.

—He pensado este año innovar en la cena de Nochebuena y cambiar el marisco por otra cosa. Voy a poner lombarda de primero —dijo Marta mientras colocaba sus pies encima de las piernas de Rafa.
—¿Lombarda? ¿Verdura? ¿En la cena de Nochebuena? ¡Venga ya!
—Pues es un plato típico madrileño, mi madre dice que todas las nochebuenas, cuando era pequeña, la comían.
—Claro, porque cuando tu madre era pequeña no se podían permitir el marisco. Marta, déjate de innovaciones y haz lo de todos los años. Marisco de primero, cordero de segundo y turrón y mazapán de postre. Ya.
—Mi hermana siempre se queja de que el menú es muy soso.
—Tu hermana se va a quejar pongas lo que pongas. Así que cocina lo que sea más cómodo y no te rayes.
***
“En el portal del Belén hay estrellas, sol y luna...”

Unos villancicos sonaban en el reproductor de música cuando empezaron a llegar los invitados y se acomodaron como pudieron en el pequeño salón. Jorge, excitado, correteaba entre los comensales con el consiguiente cabreo de su madre que vio peligrar la cristalería dispuesta sobre la mesa tras un par de empellones del niño. Mientras a los padres de Rafa se les caía la baba con los primeros balbuceos de Inés, los padres de Marta se sentaron a la mesa, uno en un extremo y la otra en el opuesto, a la vez que se dirigían aviesas miradas.

“Hacia Belén va una burra, rin, rin, yo me remendaba, yo me remendé...”

Tan solo faltaba Alicia y su nuevo novio. Aún no lo conocían y esta sería la ocasión para presentarlo a toda la familia. Alicia, además de ser una tocapelotas, con sus parejas tenía mala suerte —Rafa lo llamaba karma—, tras su divorcio había cambiado de novio varias veces.

Mientras Marta le daba los últimos toques al guiso de lombarda con manzana y pasas, sonó el timbre. "Será Alicia, a ver a quién nos trae ahora de noviete", pensó Marta. Desde la cocina oyó cómo Rafa abría la puerta y saludaba a los recién llegados.

—Tienes que venir a ver esto —le dijo a Marta un Rafa con los ojos como platos.

Que Rafa se asombrara de algo la alarmó, el pasotismo de su marido la exasperaba pero verle nervioso casi era peor.

—¿Qué pasa?
—¿A ti, en algún momento, te dijo tu hermana a qué se dedicaba su novio? —contestó Rafa mientras miraba de soslayo hacia el salón donde estaban todos los invitados.
—No, ¿por qué?
—Mejor será que lo veas con tus propios ojos.

Marta salió corriendo de la cocina para llegar al salón y encontrarse con un hombre muy alto, rubio, con la piel muy blanca, trajeado de negro. Y con alzacuello.

—Mira, Marta, este es Steven. Mi pareja —se adelantó Alicia mientras le presentaba a su acompañante.
—¿Tu pareja? Pero si.. Esto… Bueno, qué raro ¿no?

Ante el tartamudeo de Marta, Steven sonrió y habló con un marcado acento inglés.

—Yo ser presbítero anglicano, no sacerdote católico.
—Un hereje, vamos —contestó la madre de Rafa, voluntaria de Cáritas y catequista en una parroquia desde hacía tres décadas.
—Mamá, ¡por favor! —replicó Rafa—. Mejor nos sentamos a la mesa que la cena ya está lista.

Una vez acomodados todos, Marta se dirigió a su hermana mientras miraba de reojo cómo Jorge empezaba poner caras raras delante de su plato de lombarda.

—¡Qué sorpresa, Alicia! No nos habías dicho nada sobre “la profesión” de Steven. Es un poco sorprendente viniendo de ti que siempre te declaraste atea.
—¿Verdura en Nochebuena, mamá? ¿En serio? —refunfuñó Jorge.
—Soy agnóstica, no atea —aclaró Alicia—. Nos conocimos este verano en Londres. Yo estaba visitando la abadía de Westminster y él se ofreció a darme algunas explicaciones. Luego nos fuimos a un pub a seguir hablando de arte delante de unas pintas y… bueno, se podría decir que fue un flechazo, ¿verdad my dear? —añadió mientras acariciaba la mano a Steven.
—Vaya con el cura —dijo por lo bajinis el padre de Rafa, pero no lo suficientemente bajo porque Steven contestó.
—Yo no ser cura, ser presbítero. Y anglicano.
—¡Qué más dará! Un siervo del Señor es igual en todos los sitios. Diferentes Iglesias pero un mismo dios —contestó la madre de Rafa que miraba ceñudamente al británico, y anglicano.
—Bueno, mamá —contestó conciliador Rafa— en la Iglesia anglicana los sacerdotes se pueden casar…
— Un sacerdote debe dedicarse por completo a su vocación y no filtrear con mujeres —le interrumpió su madre.
—¡Casarse! Menuda estupidez —intervino el padre de Marta mientras miraba torcidamente a su mujer—. Aunque también pueden divorciarse y eso ya está mejor.
—Aquí también se puede uno divorciar —respondió su esposa con voz desabrida.
—Si eres católico, no, my dear Lola—replicó él remarcando la expresión inglesa.
—Y a ti qué mas te da, si no has pisado una iglesia desde la boda de Marta.
—Además, aquí eso del divorcio llegó más tarde —contestó él mientras apuraba su copa de Ribera del Duero.
—Pues no sé por qué no lo haces ahora —porfió ella.
— Ahora no tiene remedio, ya me has amargado la vida,.
—Tú venías amargado de serie, yo lo único que he hecho ha sido aguantarte.
—¿Más vino, Pedro? —terció Rafa mientras le llenaba la copa a su suegro.
—Por favor, papá, mamá, tengamos la cena en paz —intervino Alicia—. Al menos un poco de consideración hacia Steven, ¿qué va a pensar de nosotros?
—Que “Spain, is different” —contestó el padre de Rafa mirando a su consuegro con cierta complicidad.
—Tú no pinches, Ramiro —le reconvino su mujer.
—Vamos a ver, Carmen, tú puedes dar un discursito sobre la conveniencia del celibato y ¿yo no puedo hablar? —exclamó el aludido encarándose a su mujer.
—A mí no me levantes la voz…

“Noooocheeee de paz, Noooocheeee de amorrrrr…”

—Voy por el cordero —dijo Marta levantándose y aliviada por salir del salón.
—Y yo voy por otra botella de vino —añadió Rafa levantándose también.
—Sí, hijo, vete por más botellas que éste se ha pimplado una casi él solito, así lleva la melopea que lleva, claro —replicó la madre de Marta señalando a su marido.
—Es que borracho es la única manera de soportar estar cerca de ti.
—¿Qué es melopea, tía Alicia? —preguntó Jorge.
—Eso, ¿qué es milopea? —insistió Steven— Mi no comprendo.

“Pero mira cómo beben los peces en el río…”

Cuando degustaban el cordero asado el guirigay era importante. Los padres de Marta discutían acaloradamente y la madre de Rafa intentaba hacerse oír, por encima de los exabruptos de sus consuegros, para convencer a Steven de que los católicos eran mejores cristianos que los anglicanos. Mientras, Ramiro jugaba con Jorge a tirarse migas de pan a través de la mesa y Alicia le explicaba a Marta cómo había que asar “bien” un cordero. Inés, a pesar del ruido, se había quedado frita en su trona y Rafa se dedicó a rellenar las copas vacías de vino, haciendo especial hincapié en la de su suegro.

“Arre, borriquito, arre, burro, arre,…”

Cuando se sirvieron los cafés y con los niños en sus camas, la conversación era bastante caótica. Steven hablaba sobre algo acerca del brexit que nadie supo comprender porque, al poco dominio del idioma español por parte del británico —y anglicano—, ahora se añadía que el vino había mermado su vocalización y el resultado es que no se le entendía nada.

—Si es que estos ingleses no saben beber —dijo el padre de Marta.
—No como tú, Pedro, que sabes beber perfectamente, tienes muchos años de práctica —replicó su mujer.
—El vino es un excelente acompañante para degustar pescados y carnes. Siempre y cuando sea un buen caldo de una buena cosecha, claro —añadió Alicia con un retintín pedante y mientras miraba de reojo a su hermana.
—Ni mesa sin vino, ni sermón sin agustino —dijo la madre de Rafa.
—Pues aquí a falta de agustino ya tenemos anglicano —añadió su hijo al que el Ribera también le había hecho efecto— Por cierto, Steven, ¿los anglicanos dais sermones?
—No le des ideas, para sermones ya tenemos suficiente con los de tu madre —contestó Ramiro.
—¿Qué quieres decir exactamente?—dijo su mujer medio incorporándose en la silla y con el ceño fruncido.
—Hombre, pues yo creo que ha quedado bastante claro —contestó el padre de Marta levantando una ceja.
—Tú calla y no metas cizaña —intervino su mujer.
—Porque tú lo digas me voy a callar.

Entonces Steven preguntó qué era cizaña, Ramiro le contestó que debería ir a una academia de idiomas, Carmen avisó de que en su parroquia había clases gratuitas para inmigrantes, Alicia dijo que Steven no era ningún inmigrante y el padre de Marta brindó por un Gibraltar español tras lo cual su mujer le llamó facha.

Mientras todos hablaban a la vez, Rafa se acercó a Marta y, pasándole un brazo por encima del hombro, le dijo al oído.

—¡Feliz Navidad, cariño! Mola ver a la familia reunida, ¿a qué sí?

En el reproductor de música sonaba otro villancico.

“Ande, ande, ande, la Marimorena, ande, ande, ande, que es la Nochebuena.”

Continuará…



NOTA: Aprovecho esta publicación para desearos a todos una Feliz Navidad y espero que la cena de Nochebuena no os sea tan problemática como la de Marta, pero si es así al menos tomadlo con humor.



14 de diciembre de 2018

Escenas navideñas: ¡Qué bonita es la Navidad!



—¡Halaaa! ¡Qué chulo, mami!

Mientras Jorge miraba embobado cómo una versión dandy de Scooby Doo cantaba una canción bastante ñoña, su madre estaba pendiente de que Inés no se atragantara con el churro que con fruición se llevaba a la boca.

Para Marta acudir con sus dos hijos al espectáculo navideño que unos grandes almacenes ofrecían todas las navidades en la entrada de uno de sus edificios situados en el centro de la ciudad, se había convertido en una obligación. Jorge, el mayor, no se lo quería perder ningún año, e Inés, aunque apenas prestaba atención a la actuación, parecía disfrutar mirando a otros niños que apretujados bailaban al son de las canciones que unos muñecos articulados y bastante sosos cantaban encaramados en la fachada del centro comercial.

Mientras contaba mentalmente cuánto faltaría para que acabara la actuación musical autómata Marta intentaba no morir asfixiada entre tanta aglomeración, al mismo tiempo que procuraba que sus dos retoños no fueran pisoteados por otros padres o abuelos que al igual que ella vigilaban lo mismo pero con sus propios pequeños.

¡Qué bonita es la Navidad! se dijo Marta con sorna. Una vez finalizado el espectáculo, Jorge quiso ir a ver el árbol navideño que estaba en la Puerta del Sol. Caminar hasta allí con los dos críos era algo que a Marta le apetecía lo mismo que extirparse un riñón, pero en estas fechas era lo que tocaba: un pack completo que consistía en tomar chocolate con churros, comprar nuevas figuritas para el belén en la Plaza Mayor, asistir a Cortylandia y ver la iluminación navideña. De entrada no era mal plan, lo malo es que ese mismo plan lo tenían también miles de familias que acudían al mismo lugar y la excursión se convertía en una auténtica odisea para recorrer las pocas decenas de metros que había entre unos sitios y otros.

Mientras Jorge brincaba de un lado a otro con el consiguiente agobio de Marta que temía perderlo entre el gentío, e Inés se obstinaba en agarrarse a los abrigos de los demás transeúntes desde su sillita de paseo, la propia Marta se prometía, como todos los años, que esta era la última vez que iba al centro en Navidad.

—Señora, por aquí no puede pasar, esta calle es de subida solo –le dijo un policía municipal mientras le cortaba el paso cuando intentaba acceder a la calle Preciados.

Después de dar con la calle adecuada para bajar y tras chocar con un grupo de turistas ingleses que llevaban unas ridículas diademas con forma de cuernos de reno, llegaron a la Puerta del Sol.

—Este árbol es el mismo que el del año pasado, ¿verdad, mamá? –comentó Jorge mientras torcía la cabeza hacia el lado derecho– ¡Y la estatua!¡También es la misma, mamá! ¡¡Mamá!!

Marta dio un brinco cuando su hijo le tiró del bolso para llamar su atención porque lo primero que pensó es que algún carterista le intentaba robar. Cuando se percató de quién y por qué tiraba de su bolso se recompuso.

—¿Qué quieres, Jorge?

—La estatua, mami. Es la misma.

—¿Qué estatua?

—La del señor y el caballo, es igual que la del año pasado.

—Claro que es la misma, esa no la cambian, hijo. Ya hemos visto bastantes luces, mejor nos vamos a casa, ¿vale?

Mientras Jorge se hacía el remolón tirando de la mano con la que le agarraba su madre e Inés se chupaba los dedos tras restregarlos por todas las superficies que se ponían a su alcance, Marta se encaminó con los dos niños hacia la boca del metro. Después de bregar con el torno de acceso al suburbano con la sillita de Inés y conseguir que ninguno de los tres acabara en las vías del tren mientras esperaban en un andén abarrotado de gente, Marta pudo llegar a casa sin lamentar desgracias personales, pero con una migraña que le iba a durar el resto de la noche con seguridad. ¡Qué bonita es la Navidad!

Estas fechas siempre habían sido un martirio para ella. Los preparativos de la cena de Nochebuena, poner adornos en la casa, hacer las compras… Tan solo preparar el menú navideño ya le suponía un buen quebradero de cabeza. A Marta cocinar no le gustaba y menos hacerlo para tantas personas, además su piso no era muy amplio y mover todos los muebles del salón para acomodar a la familia era engorroso.

En cambio, su hermana Alicia era una estupenda cocinera, solo había una cosa que se le daba mejor que cocinar: criticar a Marta. Ni siquiera las fechas navideñas, tan proclives al amor fraternal y el buen rollito, la impedían poner a caldo a su hermana pequeña. En Nochebuena el motivo principal de Alicia para atacar a Marta era el menú. Que si el cordero asado es un plato vulgar, que si el besugo este año te ha quedado seco, que si el vino blanco se sirve más frío… Menos mal que Marta ya estaba acostumbrada e ignoraba las críticas de su hermana porque, de lo contrario, ya habrían sido las protagonistas de la crónica de sucesos de todos los noticiarios.

Este año, sin embargo, Marta decidió hacer algo diferente con la cena de Navidad, algo que fuera memorable, algo original que dejara con la boca abierta a los comensales –especialmente a su hermana–.  Había pensado en añadir al menú algo exótico, lo primero que le vino a la mente fue cambiar los manidos langostinos cocidos por un plato de crujientes insectos. Había visto en un documental de la tele que en algunos países eran un plato exquisito, pero no sabía muy bien dónde se compraban esos artrópodos y si ya le molestaba esperar en la cola de la carnicería, tener que irse al quinto pino a comprar un plato raro se le antojaba más enojoso aún. Insectos, mejor no.

Las algas también eran otra opción, su amiga Lourdes le contó que eran muy ricas en ácidos grasos omega3, y aunque Marta no sabía qué eran exactamente esos ácidos sí sabía que eran muy saludables pues estaban hasta en la leche del desayuno. Pero luego se imaginó la cara que pondría su padre cuando viera en el plato verdura gelatinosa y decidió seguir pensando en otra cosa.

—Mamá, ¿y el buey? –dijo Jorge mientras ella le daba vueltas en la cocina a lo del menú original.

Buey… no era mala idea. Ella lo había probado a la piedra en un restaurante y estaba muy bueno. Pero en casa la única piedra que tenía era media loseta que su marido Rafa se había llevado de extranjis –e ilegalmente de unas ruinas griegas en una isla del mar Egeo como recuerdo de su luna de miel. No creía que esa piedra sirviera para asar el buey.

—No, buey no, Jorge. No tengo dónde cocinarlo. Además, tú qué sabrás cómo sabe un buey, si nunca lo has probado. No es adecuado para la cena.

—¿Qué cena, mamá? Yo quiero saber dónde está “mi” buey.

—¿Tu buey?

Ante la cara de extrañeza de su madre, Jorge frunció las cejas y con los brazos en jarras se plantó delante de Marta en una postura que siempre adoptaba cuando quería acaparar toda la atención sobre él.

—El buey del belén del cole. Yo soy el buey este año ¿ya no te acuerdas?

¡Porras, la función del colegio!, pensó Marta. Con tanta innovación en la cena, se le había olvidado.

A Marta las fiestas navideñas ya la predisponían al mal humor, pero lo de las representaciones de fin de año en el colegio era un plus que llevaba fatal. Si no se le daba bien cocinar, lo de coser disfraces se le daba peor. Para más engorro este año Jorge tenía que hacer de buey en el belén y Marta no sabía cómo iba a hacer para vestir al niño. ¿No podía hacer de pastorcillo como otros años? O de rey mago. No, este año tocaba de buey. ¿Cómo diablos se hace un disfraz de buey? ¡Qué bonita es la Navidad!

Mientras rezongaba para sus adentros y buscaba en YouTube algún tutorial sobre disfraces de buey para madres torpes, Marta empezó a barajar la idea de cambiarse de religión, no sabía cuál, pero con que fuera una donde no se celebrara la Navidad le valía.

(Continuará…)





10 de diciembre de 2018

"Memorias de África" - Isak Dinesen


Después de muchos meses inactiva vuelve la sección Alalimón en colaboración con "El blog de Chelo"

"Memorias de África", novela escrita por Isak Dinesen
"Memorias de África"película dirigida por  Sydney Pollack (reseña de Chelo)


Creo que en el ideario del público en general este título se asocia de forma indeleble con las figuras de Meryl Streep y Robert Redford porque la película del mismo nombre fue todo un icono de una época y no se concibe la historia de la baronesa Blixen sin ponerle el rostro y los ademanes de esta actriz norteamericana, así como su personaje estará para siempre ligado al aventurero Denys Finch-Hatton encarnado en el rubio Redford. Yo misma no he podido evitar imaginarme a estos dos personajes representados por los dos actores pero el caso es que el libro tiene muy poco que ver con la película.

Pero no adelantemos acontecimientos y empecemos por el principio.

La novela que voy a reseñar tiene dos versiones. La más habitual es la que solo comprende un libro (Lejos de África) y la que será objeto de esta reseña. Hay otra versión donde se añade una segunda obra en la que la autora prolonga y completa sus recuerdos africanos pero que, por redundante, yo no leí completamente (Sombras en la hierba).

En ‘Memorias de África’, Isak Dinesen (pseudónimo de Karen von Blixen-Finecke) escribe las impresiones  de su estancia en Kenia como colona en una plantación de café cerca de las colinas de Ngong.

“Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong.”

Estas impresiones las relata mediante capítulos cortos donde habla tanto del paisaje como de los personajes que se cruzaron con ella a lo largo de los diecisiete años que vivió en África. Se podría decir que estas “memorias” lo son en su significado más literal, es decir, las anécdotas y los recuerdos grabados en la memoria de la danesa durante su estancia en África.

No son unas memorias al uso pues apenas habla sobre su vida privada y cuando lo hace no sigue un orden cronológico. De hecho, el lector no sabe cómo una mujer sola llegó a una granja perdida en Kenia desde la fría Dinamarca (curiosidad que se habría quedado sin satisfacer si no hubiera visto la película). Ni siquiera sabemos que tiene un título nobiliario, nada se dice de su condición de baronesa en ningún momento. Por no mencionar, no menciona ni a su propio marido: al final del libro hace una breve alusión a su esposo (sin llegar a citarlo por su nombre)  cuando cuenta una expedición a través de la sabana que realizó para llevar suministros durante la guerra. De no haber visto ya la película yo habría pensado, hasta llegar a ese pasaje, que la protagonista estaba soltera.

De una manera bastante simple, la autora cuenta historias que le ocurrieron a ella o a sus allegados. Así vamos conociendo a algunos personajes de la granja o de los poblados vecinos.

 En esta amplia galería encontramos personajes africanos: Farah, su criado/mayordomo somalí; Kamante, un pastor que recoge desde niño y se convierte en su cocinero ya adulto; Kinanjui, el gran jefe kikuyu; Kabero, Kaninu, Wamai, Sirunga y muchos más. Especial mención merecen los masai a los que describe con admiración en diferentes pasajes y que, cuando Karen estuvo en Kenia, ya vivían confinados en reservas.

“Eran luchadores que han dejado de luchar, un león agonizante con las garras cortadas, una nación castrada.”

Cuando habla de los “nativos” emplea en ocasiones un tono excesivamente paternalista que yo creo roza el racismo. Es tal su sentido de la responsabilidad hacia sus aparceros y la gente que está a su cargo en la granja que llega a sentirse superior y destila cierto clasismo muy rancio.

“La gente pobre en Europa hace lo mismo (que los nativos africanos). Si les gustas no es por lo que haces sino por lo que eres.”

También hay personajes europeos aunque la danesa no se para mucho en describir sus relaciones con otros blancos. Aun así hay personajes entrañables como el viejo Knudsen, un romántico pendenciero y luchador. Otros colonos de la zona son Berkeley Cole, Hugh Martin, Ingrid Lindstrom y, por supuesto, Denys Finch-Hutton. A este respecto, me es muy difícil escribir esta parte sin hacer comparaciones con la película, y más sabiendo que Chelo se encarga de reseñar la cinta en sí, pero es que no pude evitar durante toda la lectura hacer paralelismos. El personaje de Denys en el libro aparece muy desvaído, si antes he comentado que no menciona que está casada, tampoco llega a decir que Denys sea su amante; siempre que se refiere a él lo llama “mi gran amigo”. Es cierto que comenta que pasa largas temporadas viviendo con ella en su casa y de ahí que cada uno saque sus propias conclusiones. Pero el caso es que cuando este aventurero se mata en un accidente de avioneta –y que me perdonen quienes aún no conocen la historia por destriparles el final de Denys ella apenas se lamenta, lo cuenta todo de manera muy aséptica –algo que impera en toda la lectura y que a mí no me gustó por lo que se podría colegir que entre ellos no hubo ningún tipo de enamoramiento. Pero esa es mi propia deducción.

Los personajes a los que la autora se refiere no siempre son humanos, también hay espacio para los animales: la antílope Lulú, los galgos escoceses, o los leones que caza habitualmente. Aunque el principal protagonista es África, sus paisajes con sus diferentes colores. Es lo mejor de toda la novela con diferencia (al final de la reseña se puede visionar un vídeo donde he seleccionado algunos párrafos muy bonitos).

Toda la narración es un recuerdo constante y la autora nos muestra sus emociones, aunque la palabra “emoción” creo que no es adecuada en este libro porque yo no sentí mucha al leerlo. La manera de narrar es bastante desapasionada, muy fría; aunque teniendo en cuenta que la autora es escandinava quizás es lo lógico.

En resumen, las crónicas de los recuerdos de una extranjera en África, de la impronta que ese continente fabuloso dejó en una europea que de vuelta a su fría Dinamarca añora los cálidos atardeceres africanos y la pérdida de una época que se fue para no volver jamás.




2 de diciembre de 2018

Caroline Herschel



La protagonista de este mes en Demencia, la madre de la Ciencia, es una mujer que pasó a la historia por ser una auténtica ‘cazadora de cometas’.

Caroline Lucretia Herschel nace el 16 de marzo de 1750, en Hannover (Alemania). Pertenece a una familia numerosa donde el padre se dedicaba a la música aunque también era un gran amante de la astronomía. Su progenitor quiere darle una instrucción académica igual (o parecida) a la de sus hijos varones, pero su madre se opone férreamente pues cree que, dada su condición femenina, lo que ha de hacer es prepararse para ser una buena ama de casa y así poder cuidar a sus hermanos. Esta actitud de su madre la marcaría para siempre haciendo de Caroline una mujer apocada y con tendencia menospreciar su propio trabajo.

Con diez años Caroline contrae el tifus, esta enfermedad frena su crecimiento haciendo de ella una mujer poco agraciada, algo que vendrá a reforzar la teoría materna dictaminando que su futuro está en el cuidado de sus hermanos ya que esa “tara” la hace poco idónea para el matrimonio.

Pero si una mujer, su madre, es la principal opositora a que Caroline tenga un papel diferente del que se espera en una fémina, es un hombre quien acude a rescatarla. Su hermano William se va a Inglaterra como músico y se lleva a nuestra protagonista con él. Allí, Caroline estudia canto y destaca como soprano aunque siempre bajo la batuta de su hermano. Tanta es la dependencia que tiene de él que cuando este decide abandonar la música para dedicarse a fabricar telescopios Caroline se niega a seguir cantando y abandona su incipiente carrera como cantante de ópera para pasar a ser ayudante de astrónomo a las órdenes de William. 

Cuando Caroline tiene treinta y un años, William descubre, gracias a sus telescopios de gran potencia, el planeta Urano y este hallazgo le supone ser nombrado astrónomo del rey Jorge. Mientras su hermano desempeña esta labor en Inglaterra, Caroline aprende matemáticas y astronomía, primero con la ayuda de William, después de manera completamente autodidacta. Pero siempre combinando esta labor de aprendizaje con el cuidado de su hermano pues es ella la que se encarga de alimentarlo y atender sus necesidades básicas (y no tan básicas como leerle novelas mientras él pule los espejos de los telescopios).

La elaboración de los telescopios de los hermanos Herschel (el propio William se encargó de dejar claro que esos artilugios eran obra de los dos) fue mejorando, desde el primero que era de cartón y de un tamaño reducido hasta los más complejos de doce metros. Esta sofisticación en los telescopios permitió que se pudieran observar cuerpos celestes con mayor definición y mucho más lejanos, de manera que los dos hermanos fundaron la astronomía sideral ampliando el radio de acción fuera del sistema solar, observando otros sistemas estelares de galaxias más distantes.

El trabajo de Caroline como ayudante de su hermano era muy variado, podía tanto dedicarse a moler estiércol de caballo para preparar  el material de los moldes como supervisar equipos de docenas de operarios que trabajaban a sus órdenes.

Cuando Caroline cumple treinta y dos años, William le regala un telescopio reflector idóneo para recorrer el cielo en busca de cometas. Este ‘barredor de cometas’ supone el inicio de la carrera independiente como astrónoma de esta mujer. Con este artilugio descubrirá tres nuevas nebulosas. Durante los siguientes años, y según William construye nuevos artefactos más precisos, descubre varias nebulosas más y grupos de estrellas.

El éxito por el que pasará a la posteridad se produce el 1 de agosto de 1786 cuando Caroline descubre un cometa. No era muy grande ni impresionante pero era el primer cometa descubierto por una mujer y el único descubierto en la familia de Caroline, pues su hermano nunca consiguió algo así.

Con treinta y siete años Caroline es nombrada asistente del astrónomo de la corte británica. Por primera vez se siente completamente independiente, al menos desde el punto de vista económico aunque no desde un punto de vista psicológico-afectivo pues sigue sintiéndose vinculada a su hermano. De hecho, cuando él contrae matrimonio al año siguiente y su cuñada exige que Caroline viva fuera del domicilio conyugal, esta se siente desamparada. En los diez años que duró este ‘exilio’ forzado solo puede utilizar el observatorio y los instrumentos que en él se encuentran cuando William y su familia se van de vacaciones.

A pesar de todo es en esta época cuando Caroline obtiene sus mayores logros científicos. Como ahora no tiene que ocuparse de las labores domésticas que realizaba cuando cuidaba de su hermano emplea todo su tiempo en hacer cálculos y en mantener una amplia correspondencia científica con otros colegas. Esta independencia le procura también sus propias amistades con el enriquecimiento personal que eso conlleva.

Durante varios años los hermanos Herschel descubren mil estrellas dobles (sistemas binarios con atracción mutua) y varias docenas de nebulosas. Pero Caroline consigue entidad propia separada de su hermano: cuando tiene cuarenta y siete años ha descubierto siete cometas más y ya es conocida en toda Europa como una distinguida astrónoma. Esta trayectoria le da una seguridad que antes no conocía pues sus artículos muestran firmeza y rigor cuando realiza algunas aseveraciones (los artículos de su juventud estaban llenos de disculpas).

Al morir William en 1822, Caroline tiene setenta y dos años y entonces decide abandonar Inglaterra. Regresa a su Hannover natal donde vivirá veinticinco años más. Ya muy anciana recibe varios galardones y medallas por parte de instituciones, incluso el rey de Prusia la condecora, pero ella en lugar de sentirse halagada se irrita, pues cree que al final de su vida tantos premios no le sirven de nada, y no le falta razón.

Caroline muere el 9 de enero de 1848 a la edad de noventa y siete años.

'Doodle de Google para conmemorar el nacimiento de esta astrónoma

Caroline Herschel es una prueba más del desafío a las leyes establecidas por una sociedad patriarcal y, al mismo tiempo, una consecuencia de ellas. A pesar de la apuesta que su hermano hizo con ella apoyándola, Caroline siempre tuvo cierto sentimiento de culpa por su actitud.

La postura de su propia madre que se opuso siempre a su actividad fuera del hogar y el rol que la sociedad le asignaba debido a su sexo pesaron siempre como una losa. Durante toda su vida, a pesar del reconocimiento internacional, ella siempre subestimó sus aptitudes, fue la primera en despreciar su trabajo. Nunca le gustó publicar sus escritos y llegó a destruir muchos de sus diarios y su correspondencia.

Para muestra de todo esto, aquí están sus propias palabras cuando se define a sí misma:

“Solo hice para mi hermano lo que hubiera hecho una cachorro bien adiestrado: es decir, hice lo que me mandaba. Yo era un simple instrumento que él tuvo que tomarse el trabajo de afilar.”

Esta falta de autoestima fue el resultado de una sociedad misógina que inculca, hasta llegar a lo más profundo de la mente, un papel previamente establecido a las mujeres. Si Caroline no hubiera estado tan imbuida por las convenciones sociales yo me pregunto qué más habría podido conseguir.

El hecho de que los diez años que estuvo fuera de la órbita ‘doméstica’ de su hermano fueran los de mayor éxito científico son un indicativo de que las tareas del hogar, esas que muchas mujeres deben compaginar con su labor profesional, restan un tiempo precioso que no siempre es bien valorado por quienes no las tienen que realizar.

Que el principal oponente en su familia fuera su madre, otra mujer, también es síntoma de ese adoctrinamiento provocado por las convenciones sociales. A veces, las víctimas de una situación injusta son las primeras en defender esa misma postura.

 Con sentimiento de culpa o sin él, Caroline consiguió llegar a ser una gran astrónoma a pesar de no tener una preparación profunda. Logró abrir las ventanas del lugar que los demás habían preparado para ella y se asomó para observar el firmamento y no solo se dedicó a soñar con su contemplación sino que lo analizó y descubrió en él cometas y nebulosas.

Uno de los cráteres de la Luna lleva su nombre a modo de homenaje a esta mujer cuya abnegación la llevó muy lejos, más allá de nuestro planeta y de nuestro sistema solar.



26 de noviembre de 2018

Hacia la luz



Camino por el túnel. No tengo sensación de ahogo, el aire es puro y la oscuridad no me incomoda. Palpo las paredes rugosas de la cueva y me guío por ellas. Me siento tranquilo y apenas tropiezo.

De repente, al fondo, un punto de luz se hace ver. Mi corazón comienza a latir frenéticamente. Allí está la salida, allí la salvación. Me pongo muy nervioso. Mi nerviosismo crece según me acerco a ese punto de luz que se agranda cuando avanzo hacia él.

Estoy llegando y ahora las paredes de la cueva se juntan, el túnel se está haciendo más estrecho. Me agacho, erguido no puedo caminar, no hay espacio. Ya solo faltan unos pocos metros para llegar a la luz, a la salida, a la salvación, pero la cueva se estrecha mucho más, se encoge sobre sí misma, me tengo que tumbar cuan largo soy. Entro en pánico, sentir las paredes rozando mi cuerpo me agobia hasta el punto de marearme. Estoy sudando profusamente, el corazón brinca en mi pecho como loco. El sudor me empapa, estoy tiritando. El temblor de las manos, de las piernas, de todo el cuerpo, me incapacita por completo. No consigo avanzar más.

Tengo que arrastrarme para salir, pero no puedo, ese último tramo es imposible de recorrer. Los últimos metros, donde espera la luz, son una distancia insalvable. Me quedo dentro. Incapaz de moverme, incapaz de arrastrarme a la liberación, me quedo esperando. Pero ¿qué puedo esperar? Nadie sabe dónde estoy, ni siquiera yo. Esperaré a que el hambre o el frío o la desesperación, acaben conmigo. Mientras, no puedo dejar de mirar hacia la luz, esa luz que me indica la salida y que es el anuncio de mi perdición.

Abrí los ojos, no sé en qué momento me dormí, busqué la luz, esa luz brillante, cercana pero inasible, imposible de alcanzar. Pero no estaba. En cambio había una iluminación tenue que perfilaba levemente el lugar en el que me encontraba. Distinguí una mesa de escritorio, una estantería con libros y un armario. Estaba tumbado boca arriba y en algo mullido. Era una cama. Extendí los brazos y comprobé que no tocaba ninguna pared, había sitio, había espacio.

¿Dónde estaba la cueva?

Aturdido busqué insistentemente la luz punzante. Entonces, algo empezó a vibrar y a emitir un zumbido. Era un despertador. Poco a poco la luz se hizo en mi cabeza, en mi entendimiento. El  despertador me avisaba del inicio de una nueva jornada. Enfoqué mejor la vista y a los pies de la cama, de mi cama, estaba mi uniforme de trabajo: un mono azul, un chaleco reflectante, un casco amarillo y unas botas de goma.

Me levanté y me dispuse a iniciar mi jornada laboral, una nueva jornada extenuante como pocero en el alcantarillado.







NOTA: Este relato corresponde a un ejercicio donde había que contar una pesadilla y la posterior sensación al despertar. El uso de diferentes tiempos verbales según se cuenta el sueño y la vigilia era el quid de la cuestión.
Mi actividad profesional nada tiene que ver con la pocería, pero la pesadilla que cuento es real, suelo tenerla a menudo, así que para describir ese sueño recurrente no necesité la inventiva.

Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores