Diez
de marzo del año del Señor de mil quinientos y treinta y cinco
Diario
de Tomás de Berlanga, Consejero de la Corona, Legado Regio y Obispo de Panamá
«Comienzo este diario para dejar
constancia de los avatares que Nuestro Padre Celestial tiene a bien concederme
y para intentar aplacar el desánimo de mi espíritu ante este incierto viaje en
el que me hallo inmerso.
»Siguiendo las órdenes de mis
superiores en Cristo y obedeciendo como se espera de un buen cristiano y
servidor de mi congregación, pretendo cumplir con mi deber de llegar al destino
que previamente fue diseñado, aunque este no sea ahora mismo el que debiera
pues nos encontramos en mitad de la mar océana desconocedores de nuestra
ubicación.
»Con la intención de mediar en una
disputa entre dos capitanes de la corona en tierras del Perú, los señores
Pizarro y Almagro, que Dios confunda por sus mezquindades, inicié un viaje
desde mi sede episcopal en Panamá hacia la Ciudad de los Reyes, o Limac, o Lima
pues así es como la llaman los indígenas y así se la conoce.
»Era una ruta sencilla, yo mismo
diseñé la singladura pues mis conocimientos de cartografía adquiridos en
Salamanca, y bajo la tutela de mis hermanos dominicos, así me capacitan para
ello. Deberíamos haber arribado a puerto hace días, pero no contábamos con los
vientos adversos de estas latitudes, aunque sería más acertado decir que no
contábamos con la falta de vientos, ni desfavorables, ni propicios.
»Dios nos ha abandonado pues todo
han sido inconvenientes. Primero, una corriente inesperada nos desvió de nuestro
derrotero y luego, una calma absoluta nos mantuvo, y sigue manteniéndonos, en
una quietud exasperante.
»Rezo fervientemente para que Dios
Nuestro Señor nos conceda la virtud de movernos y poder ir a algún sitio, no ya
a Lima, sino a cualquier lugar que nos provea de agua y alimentos pues ya se
acabaron y la sed nos atormenta sin clemencia. Sé que mi orden promulga la
continencia y la sobriedad, pero una cosa es ayunar voluntariamente sabiendo
que en la despensa nos aguardan las viandas que darán repuesto a la vil carcasa
que es nuestro cuerpo, y otra es no tener absolutamente nada que llevarse a la
boca sin conocer cuándo tocará restablecerse.
»Pido perdón por mi pecado de
soberbia, mas esta calma chicha (así la llama la marinería) vuelve ateo a cualquiera,
incluso a los más piadosos de la grey del Señor...»
—¡Fray Tomás! ¡Fray Tomás! —la voz de un muchacho interrumpió el escrito del obispo.
—Monseñor, Luisillo, monseñor, que dejé de ser fraile
hace muchos años, ahora soy obispo.
—Perdón, Monseñor Tomás. ¡Nos movemos!
—¡Bendito sea Dios! ¿Hemos retomado la ruta prevista?
—El piloto no tiene ni idea de dónde nos encontramos,
pero nos movemos. Algo es algo —contestó
el chico encogiéndose de hombros.
Mientras que el obispo recogía los
enseres de escritura pensando en retomar la historia más adelante, se oyó
barullo en cubierta.
—¡Tierra! ¡Tierra a babor! —gritó un grumete subido a la cofa del palo mayor.
—¿A babor? Yo no veo nada —contestó el piloto Bernal Zamorano mirando por un catalejo—.
¿No será a estribor? —preguntó al grumete mientras se giraba al lado opuesto de
donde estaba mirando—. Llevas un año conmigo y todavía no te aclaras con los
lados del barco, Lope.
—Era a babor, lo juro, pero… ¡ha desaparecido!
—Ya estamos otra vez—intervino un marinero con la dentadura
mellada—. El otro día hizo lo mismo. Como vuelva a tomarnos el pelo, escabecho
al grumete y me lo como.
—Tiene razón Lope. Yo también he visto la costa, pero ahora una
niebla lo cubre todo —acudió en defensa del muchacho otro marinero rubio y más
joven llamado Guzmán.
—Os he dicho mil y una veces que la bruma y las nubes juegan
malas pasadas a la vista y que…
—¡Tierra! —interrumpió a Bernal Zamorano el grumete subido a la
cofa— ¡Tierra…! ¡Otra vez!
Todos acudieron a la borda del lado donde el muchacho señalaba
con el brazo.
—Yo no veo nada —dijo un marinero.
—Yo tampoco —añadió Zamorano mirando con su catalejo.
—Yo me meriendo al niñato este ¡Qué se ha creído! —espetó el mellado.
—Ahora no se ve, otra vez la niebla la ha tapado, aunque esta
vez se ha movido y ha aparecido un poco más a la derecha. ¡Es una isla
encantada!
—Mira chaval le vas a vacilar a tu put…
—¡Calma, señores! ¡Calma! —interrumpió el obispo al de la falta
de dientes.
—Calma, precisamente, monseñor, es lo que nos sobra —intervino
el piloto—. Esta inmovilidad del demonio nos está volviendo locos.
—Pero el barco ya se desplaza ¿verdad? —preguntó el eclesiástico.
—Eso parece, mas muy lentamente y no tenemos referencias para
orientarnos. Recorremos lugares por los que no han transitado cristianos nunca —respondió
desolado Zamorano.
—¡Tierra! ¡Tierra!
—Sí, sí, ya te hemos oído.
—Que no, que esta vez se ve bien.
—¡Yo también la veo! ¡Allí! —señaló con el brazo el rubio Guzmán.
—¡Alabado sea Dios! Recemos en agradecimiento a Nuestra Señora y
a su Santo Hijo y a…
—Monseñor —le interrumpió el piloto—, mejor vamos a desembarcar
antes de que la línea de costa desaparezca otra vez. Ya no tenemos ni agua ni
alimentos. Los rezos pueden esperar —añadió pragmático.
Arribaron a una playa minúscula a los pies de un farallón. El paisaje
era abrupto y lleno de peñascos. Grupos de cactus festoneaban la arena.
—Aquí no parece que haya mucha agua para poder beber —se lamentó
Luisillo rascándose la nuca.
—La lluvia no visita estos parajes, si acaso más pareciera que de
llover sean piedras y no agua —añadió el piloto observando las rocas que
abundaban por doquier.
Anduvieron un buen trecho entre quebradas volcánicas y tierra
seca. De vez en cuando algún lagarto salía a su encuentro. Tras caminar media
mañana atisbaron una nueva playa, unos extraños bultos grises se encontraban
desperdigados por la arena.
—¿Qué será eso? —preguntó Lope.
—Más rocas, como en todo este maldito lugar —respondió el
marinero de la dentadura mellada.
—Pues vas a tener razón con eso de que esto es una isla
encantada, Lope —añadió Guzmán—. En la cristiandad no se da que las rocas se
muevan, y esas de ahí lo hacen.
Asombrados comprobaron que, lo que supusieron rocas, comenzaban
a moverse lentamente hacia el agua.
—¡Son rocas con patas! —exclamó Luisillo.
—¿Qué sandeces son esas? —dijo el obispo—. Vi algunos dibujos de
esas criaturas en un grabado, pero aquellas eran más pequeñas y las llamaban
tortugas. Es verdad que esas de ahí son gigantes. Me recuerdan a las sillas
galápagos que mi padre empleaba para montar sus caballos.
—Parecen seres pacíficos, mas no me atrevería yo a montarlos
como si fueran equinos —intervino el piloto Bernal—. Ciertamente nos hallamos
en una tierra muy extraña —añadió mirando en derredor—. Es como si aquí se
hubiera detenido el tiempo y nada hubiera cambiado desde que el mundo nació.
—A lo mejor se puede estudiar aquí la evolución de la vida —dijo
Lope mirando embobado las tortugas gigantes.
—¿Qué dices, criatura? —interpeló el obispo—. ¿Evolución? ¿De
dónde sacas tú esas palabras?
—Monseñor, ya os dije que este chaval nos toma el pelo.
Deberíamos haberlo tirado por la borda hace semanas —añadió el mellado.
—No sé… —se disculpó el grumete—. Como don Bernal ha dicho eso
de que aquí se ha detenido el tiempo… Lo mismo se puede saber cómo era la vida
antes y compararla a como es ahora.
—Mira, niño, no digas tonterías que te monto un proceso inquisitorial
aquí mismo y te condeno a la hoguera —le regañó Tomás de Berlanga—. La vida es
tal cual la creó Nuestro Señor. Eso que dices es herejía, así que a callar.
¿Estamos?
El joven grumete se limitó a bajar la cabeza prometiéndose no
volver a hablar del tema, aunque según la idea le vino a la mente le pareció
que podía ser la base de un gran descubrimiento.
—¡Señores! Basta ya de cháchara —arengó el piloto—. Sigamos explorando
hasta encontrar algún manantial y cacemos algo que llevarnos a la boca, aunque
sean lagartos que algunos son tan grandes como ovejas. Debemos salir de aquí
cuanto antes y retomar nuestra ruta de una santa vez.
—Con Dios mediante —interrumpió monseñor Tomás de Berlanga.
—Con Dios mediante y con la ayuda de las estrellas que parece
que la noche se presentará despejada —porfió Zamorano.
—¡Qué pena! —se dijo Lope—. A mí este lugar me place, tiene un
no sé qué. Me hubiera gustado quedarme aquí para observarlo todo con más calma
y conocer mejor esta tierra de… galápagos.
NOTA: Ante la poca documentación de este descubrimiento casual (como lo han sido casi todos) he tenido que inventarme los nombres del piloto y muchos otros datos. Siento el poco rigor. Lo que sí es cierto es que el dominico Fray Tomás de Berlanga era obispo de Panamá cuando acudió a intermediar en un tema de lindes de territorios entre los pendencieros Pizarro y Almagro, se perdió en el mar y acabó en las Islas Galápagos (el origen del nombre parece ser el que cuento en el relato)*.
Los marineros llamaron a esas tierras «Las Encantadas» por la
“costumbre misteriosa” de aparecer y desaparecer cuando la niebla irrumpía
intermitentemente, dando la sensación de que era la tierra la que se desplazaba
y no el barco. Estas islas se harían famosas cuando Darwin encontró allí datos
para desarrollar su teoría de la evolución de las especies.
*Galápago (R.A.E.) 9. m. Equit. Silla de montar, ligera y sin ningún resalto, a la inglesa.