Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

29 de abril de 2021

El transporte de mi niñez


Este mes de abril un icono del transporte, la moto Vespa, cumple 75 años. Tengo una vinculación muy especial con esa motocicleta. Mi padre trabajó durante más de cincuenta años en la fábrica que la marca italiana tenía en España, así que la famosa Vespa nos dio de comer a mi familia durante mucho tiempo. Además, y como no podía ser de otra manera, mi padre tuvo varios modelos de esa moto a lo largo de su juventud; los álbumes de fotos del noviazgo de mis padres así como de sus primeros años de casados e incluso cuando yo ya había nacido, están llenos de instantáneas donde ella, “la Vespa”, aparece acompañándonos como si fuera un miembro más de la familia, incluso fue merecedora de  fotos donde solo ella aparecía, como la que ilustra la cabecera de esta publicación.
He rescatado del baúl de los recuerdos un pequeño texto a modo de homenaje cumpleañero a este icono motero. Fue una de mis primeras incursiones en esto de escribir y cuando lo publiqué en el blog, allá por el año 2015, apenas tuvo repercusión, así que supongo os será nuevo para casi todos. Se titula “El transporte de mi niñez”, un texto que, cada vez que lo leo, me hace sentir nostálgica, porque cada vez que oigo ese nombre, Vespa, lo asocio a mi infancia y a muchos recuerdos entrañables.

 Será que me estoy haciendo vieja (aunque yo no quiera reconocerlo), será que veo a mi hija cada vez más mayor, será que las tormentas primaverales me ponen nostálgica, el caso es que últimamente me vienen recuerdos de los veranos de mi niñez con mucha frecuencia.

 

   Recuerdo las vacaciones repartidas entre Galicia y Santander. Recuerdo las playas del Cantábrico con los días de sol (o de lluvia) junto a mis primos. Recuerdo los bosques de eucaliptos y helechos donde me solía perder –literalmente- y que yo imaginaba llenos de hadas y duendes. Recuerdo las filloas de mi abuela gallega (nadie las hacía tan ricas, ni las hará, como ella) y los remedios para las picaduras de abejas de mi abuela paterna (creo que me hacían más efecto sus palabras tranquilizadoras y su serenidad que los potingues que me untaba). 

 

   Pero sobre todo me acuerdo de los viajes para llegar hasta allí.

 

    Mi padre tenía una moto Vespa con sidecar en la que viajábamos mis padres y yo; recorríamos toda la cornisa cantábrica visitando a la familia y eso nos llevaba un montón de horas en la carretera, pero no importaba porque nos íbamos de vacaciones y no teníamos prisa. El reloj ni se miraba y el mal estado de las carreteras obligaba a ir muy despacio, pero eso nos permitía contemplar mejor el paisaje. 

 

   La carretera del inicio del trayecto transcurría por la meseta castellana: rectas interminables a través de campos dorados de cereales listos para la siega. Al final del camino la carretera se transformaba para volverse sinuosa, plena de curvas, bordeando un mar siempre agitado y siempre dando una imagen espectacular.

   Recuerdo que en el sidecar de la moto yo me sentía segura y protegida del agua o del viento mientras que mi padre iba conduciendo y recibiendo todas las inclemencias meteorológicas con un estoicismo que, a mí, con la inconsciencia de la niñez, me parecía gracioso. Creía que él prefería mojarse en lugar de refugiarse bajo una cubierta de plástico como lo hacíamos mi madre y yo.

 

    En ese sidecar llegamos a viajar cuatro niños. Ahora que lo pienso no sé cómo lo hacíamos, pero el caso es que ahí íbamos todos a la playa, supongo que comprimidos pero contentos. Una playa rodeada de pinos donde la marea baja se llevaba el mar muy lejos y hacíamos carreras para ver quién era el primero en llegar al agua.


Mi madre y una servidora dentro de la cápsula protectora contra las inclemencias del tiempo.


 

   La imagen de esa moto está unida a recuerdos entrañables, a mi niñez. Más tarde mi padre tuvo varios coches, cada vez más grandes, cada vez más espaciosos y potentes, pero creo que nunca he viajado tan cómoda como lo hice en aquella moto.

 

  Viajar así es ahora inconcebible. Emplear un día entero en ir desde Madrid a La Coruña se nos antoja una insensatez y una pérdida de tiempo. Las autovías,  y los medios de locomoción han cambiado mucho, en comodidad y en rapidez. 


  Ahora me voy de vacaciones en avión y me preocupa que el vuelo tenga retraso, que me pierdan o estropeen la maleta, que haya "overbooking"... 

 

  Llego antes a mi destino, pero creo que disfruto menos del viaje.


Mi padre al frente del manillar



23 de abril de 2021

Día del libro 2021

 


Este año para celebrar el día del libro he leído un fragmento del Quijote, algo que ya hice el año pasado pero que no compartí en el blog.

El audio va acompañado de fotos que hice en diferentes visitas a la Feria del Libro y otras imágenes que capturé en una estación de metro cuando se decoró con pasajes del Quijote a cuenta del centenario de esta obra magistral.

El fragmento elegido corresponde al capítulo 34 de la segunda parte del Quijote. Como ocurre en muchos pasajes de la novela, los temas que trata están vigentes a pesar del tiempo transcurrido; en este caso concreto, se hace una crítica a la caza mayor y cómo la realeza se aficiona a ella con la intención de distinguirse y establecer distancias con el pueblo llano.

Para poner en antecedentes, en el inicio del capítulo unos duques han organizado una cacería para burlarse de Sancho que está en la creencia de que va a gobernar una ínsula y hacerle pensar que así se irá entrenando para ser un gran señor. En la emboscada que preparan a un jabalí, este arremete contra la comitiva y Sancho se sube a un árbol, pero la rama en la que se encarama se rompe y acaba destrozando el atuendo que le habían regalado. Los duques se ríen de él, pero Sancho acaba dándoles una buena dosis de sensatez y sentido común con sus sentencias acertadas y llenas de refranes.

Aquí está el enlace al vídeo con el audio del pasaje al que me refiero. Espero que lo disfrutéis.


 Para ver el vídeo pincha AQUÍ 

Por si os ha quedado ganas de más, aquí está el enlace a la lectura del año pasado que colgué en Facebook

Día del libro 2020

18 de abril de 2021

Diccionario para una pandemia (III)


 

Farmacovigilancia (antes de la pandemia): disciplina, desarrollada por médicos y expertos en farmacología, que se encarga de vigilar y evaluar la información sobre los efectos de los medicamentos en la población para detectar reacciones adversas y prevenir daños en los pacientes.

Farmacovigilancia (durante la pandemia): disciplina en la que toda la población tiene preparación adecuada para estipular qué fármaco (léase vacuna) es bueno y cuál no basándose en la información que reciben de Manoli (la vecina del 5ºA) y de los tertulianos de Sálvame y El Chiringuito.

Evidencia científica (antes de la pandemia): uso consciente, explícito y juicioso de datos válidos y disponibles procedentes de la investigación científica.

Evidencia científica (durante la pandemia): uso inconsciente, arbitrario y delirante de datos inciertos (y generalmente falsos) procedentes de Manoli (la vecina del 5ºA) y de los tertulianos de Sálvame y El Chiringuito.

Zona básica de salud (antes de la pandemia): delimitación geográfica sanitaria que sirve de referencia para la planificación y organización del trabajo de los profesionales sanitarios.

Zona básica de salud (durante la pandemia): delimitación geográfica sanitaria que sirve de referencia a ciertas autoridades sanitarias para hacer creer que hacen algo por controlar la expansión del virus y que se traduce en confusión y en cabreo de la población afectada que no había oído hablar de zonas básicas de salud en su vida y que, por lo tanto, no tiene ni idea de dónde están los límites que las delimitan.

Cierre perimetral: medida para controlar la expansión de contagios; consiste en limitar la movilidad en determinados lugares por periodos volubles que pueden ser de días, semanas o meses; la amplitud de las zonas es muy variable, dependiendo de quién se encargue de determinar dicha medida. Si es el Ministerio de Sanidad el cierre afecta a todo el país, si son las CCAA el cierre puede afectar a ciudades enteras o municipios concretos, salvo en el caso de la Comunidad de Madrid donde los perímetros a cerrar se centran en zonas básicas de salud. Los cierres perimetrales se van estableciendo según avanza la pandemia y cambian de una semana a otra, dependiendo de si hay puente o no. Esta medida suele crear bastante confusión, especialmente entre los madrileños que se ven obligados a salir a la calle con el GPS en una mano y el BOE de la Comunidad en la otra lo que se traduce en que la gente va por donde le da la gana (esto último también ocurre con el resto de la población española).

Eficacia de una vacuna (antes de la pandemia): nivel de éxito de una vacuna a la hora de generar defensas contra una enfermedad infecciosa en función del porcentaje de reducción en la frecuencia de infecciones entre las personas vacunadas en comparación con las que no están vacunadas. Se considera una vacuna aceptablemente eficaz aquella que supere el 50%, como la de la gripe.

Eficacia de una vacuna (durante la pandemia): nivel de aceptación de una vacuna a la hora de hablar sobre ella en las tertulias televisivas. No se consideran buenas todas aquellas que estén por debajo del 99% y se valora muy positivamente si además de inmunizar nos permite un mejor bronceado en verano, o nos alisa las arrugas de la piel.

Probabilidad estadística (antes de la pandemia): cuantificación de la posibilidad de que un hecho ocurra o sea factible. Cuanto menor es, más difícil es que pueda ocurrir la cosa estudiada. Ejemplo: la probabilidad de tener un trombo ocasionado por la vacuna de AstraZeneca es de 0,0001%, mientras que la probabilidad de tener un trombo ocasionado por fumar es de 0,17%. Ergo, es 1700 veces más peligroso fumar que ponerse una vacuna de AstraZeneca.

Probabilidad estadística (durante la pandemia): cuantificación de la posibilidad de que un hecho ocurra, pero haciendo la cuenta de la vieja y sin tener idea de matemáticas. Ejemplo: aunque la probabilidad de tener un trombo ocasionado por la vacuna de AstraZeneca sea 1700 veces menor que la de tener un trombo por fumar, es mucho más peligrosa la vacuna porque lo dicen en la tele. Ergo, fumar mientras se está con los colegas y repartiendo aerosoles a diestro y siniestro es una costumbre sana y chachi.

Continuará…






5 de abril de 2021

Rebelión en las jaulas


 

Ella era el último mono del equipo, o mejor sería decir la última rata porque la nueva humillación había consistido en relegarla al animalario del laboratorio para hacerse cargo del cuidado de los roedores que utilizaban en sus ensayos.

―Tu nuevo destino es una gran responsabilidad, Enedina ―mintió Fernando, el jefe del departamento―. Ten en cuenta que, si no se siguen rigurosamente las pautas de administración de nuestros medicamentos, la fase de experimentación fracasará desde la base y ya sabes qué pasa cuando falla un experimento ―añadió sibilinamente.

Enedina tuvo muy en cuenta la malintencionada explicación del jefe del departamento de farmacología; en las palabras de ese tipo iba implícita una crítica a su trabajo, porque cuando un experimento fallaba, la mayoría de las veces la culpa recaía sobre ella.

Desde que había ingresado en el grupo de investigación del prestigioso profesor Onofre Villacastín del Portal no había estado a la altura de sus compañeros. Si la habían aceptado había sido gracias al buen recuerdo que su madre había dejado allí mientras ejerció como investigadora principal hasta que un cáncer agresivo la obligó a retirarse antes de tiempo. La incurable enfermedad de la pobre mujer ablandó a la dirección del departamento para permitir que la enferma tuviera la satisfacción de dejar a su hija en un buen lugar donde desarrollar su carrera antes de que ella abandonara este mundo entre sesiones de radioterapia que solo le procuraron náuseas y una escandalosa pérdida de pelo.

El expediente académico de Enedina no era malo, pero tampoco espectacular; sus notas eran corrientes, ningún suspenso ―todas las asignaturas las sacó en la primera convocatoria―, pero ni una sola matrícula de honor. Su currículo, sin ser brillante, podría tener un pase en ciertos ámbitos, pero la presión materna siempre fue mucha e impidió que Enedina se dedicara a una labor menos laureada, pero más adecuada a sus preferencias.

Hizo una tesis doctoral, bajo las directrices impuestas por su madre, sobre terapias para enfermedades neurodegenerativas en el departamento de farmacología de la misma facultad donde trabajaba su progenitora. Recién doctorada, y con su madre ya diagnosticada de su fatal enfermedad, empezó a trabajar en el equipo del profesor Onofre Villacastín del Portal, una eminencia en neurología. Lo que para cualquiera hubiera supuesto el inicio de una carrera fulgurante, para Enedina fue el comienzo de una particular tortura.

Desde el principio el ninguneo de sus compañeros fue sutil pero constante. Todos los investigadores, salvo ella, habían conseguido formar parte del equipo de don Onofre gracias a sus maravillosos expedientes donde los currículums estaban complementados con dos o tres masters en diferentes universidades y estancias de varios años en prestigiosos centros de investigación en Estados Unidos, Alemania o Gran Bretaña. Se podría decir que los pupilos del profesor Villacastín del Portal eran la flor y nata de la investigación de postgrado… salvo Enedina donde lo único destacable de su currículum era el apellido de su madre.

El desdén de sus colegas se manifestaba de múltiples maneras, bien en forma de frases despectivas acompañadas de miradas de condescendencia ―la anodina Enedina, era uno de los motes que circulaban por el laboratorio―, bien en forma de órdenes desabridas para realizar tareas indeseables. En ella recaían los trabajos más desagradables y menos apetecibles del amplio abanico de actividades en las que se basa un estudio científico. Hacerse cargo de los pedidos de reactivos o tramitar y gestionar los permisos para sacar adelante un proyecto era lo más llevadero, pero también lo menos enriquecedor desde un punto de vista profesional.

Las pocas veces que pisaba el laboratorio era para recoger el material, limpiar las superficies, esterilizar en el autoclave los utensilios reutilizables y eliminar los residuos tóxicos sacando los contenedores pertinentes a la zona de contaminantes. El laboratorio del profesor Villacastín del Portal estaba dotado de aparatos sofisticados de última generación que, por supuesto, Enedina no podía manejar.

―Perdona, Enedina, este HPLC es muy delicado, cualquier manipulación errónea sería un desastre, las averías de este cromatógrafo son carísimas. Haz el favor de ponerte lejos de él, no vayamos a tener un disgusto ―le dijo en cierta ocasión Renata, una becaria que contaba las asignaturas cursadas en la carrera por matrículas de honor y que, para colmo, era una belleza.

Pero Enedina no protestaba nunca, tan solo somatizaba su malestar con un tic nervioso en el ojo izquierdo que la hacía bizquear y que provocaba más burlas entre sus colegas. Ella lo soportaba todo con tal de no desairar a su madre a la que quería y temía a partes iguales. Además, desde que la enfermedad había hecho su aparición, al miedo a decepcionarla se añadía cierto sentimiento de culpabilidad por no cumplir las expectativas que tan generosamente había depositado en ella.

El triste final de la enfermedad de su madre llegó inevitablemente, y entonces el destino de Enedina cambió para peor. El soterrado ninguneo a que la sometían cuando su madre vivía se convirtió, tras su desaparición, en un abierto desprecio. Algunos, incluso, se atrevían a reírse delante de ella cuando evaluaba las conclusiones de algún experimento. Enedina estaba convencida de que, en las pocas ocasiones en que le pedían su parecer ante la obtención de un resultado concreto de un ensayo, no lo hacían por saber su opinión sino solo para burlarse de ella, algo a lo que Enedina reaccionaba con un tic más acusado en el ojo izquierdo.

Tras la muerte de su madre, Enedina podría haberse ido de allí, podría haberse preparado unas anheladas oposiciones a profesora de instituto; bregar con adolescentes rebosantes de hormonas se le presentaba más apetecible que convivir con semejante hatajo de cerebritos engreídos. Pero se quedó. Si lo hizo no fue por disciplina, ni por pundonor, ni siquiera por agradar a su madre en el más allá. Se quedó para demostrar a esa panda de petulantes que ella era una buena investigadora, tenía ideas propias y sabía hacer las cosas bien: algún día todos se iban a enterar de lo que era capaz.

Cuando acabó en el animalario, dos semanas después del fallecimiento de su madre, Enedina sintió alivio. Debería sentirse triste, incluso furiosa, pero lo cierto es que aquel destino que suponía un desprecio hacia sus habilidades, le parecía muy atractivo porque en el animalario estaría sola, no habría nadie alrededor de ella para incordiarla con frases hirientes o miradas cargadas de animadversión.

La línea de investigación del equipo de don Onofre Villacastín del Portal consistía en provocar lesiones neuronales en los animales de experimentación para posteriormente probar en ellos los fármacos que previamente habían diseñado mediante sofisticadas técnicas biomoleculares. Enedina en su nuevo destino, siguiendo un estricto protocolo ideado y diseñado por los demás miembros del equipo, se encargaba de suministrar los medicamentos experimentales para anotar diariamente los parámetros a valorar. Los resultados obtenidos serían evaluados y estudiados por sus compañeros.

Enedina no era parte activa en el diseño de los estudios, pero tenía sus propias teorías. A pesar de la reputación de don Onofre, Enedina pensaba que estaba equivocado a la hora de afrontar las enfermedades neurodegenerativas. Ella tenía una solución mejor.

En lugar de provocar una lesión en animales sanos para luego probar el fármaco que podría sanarla, Enedina creía que era mejor estudiar la estructura de las células sanas para obtener de ellas la solución y poder transmitírselas a las células enfermas mediante una bacteria manipulada genéticamente. Las pocas veces que consiguió exponer su hipótesis solo obtuvo risas de burla por parte de sus compañeros y el profesor Villacastín ni siquiera se dignó a escucharla.

Ahora que los animales de experimentación estaban bajo su control tenía una excelente oportunidad de llevar a la práctica su hipótesis.

Falseó hábilmente los impresos para obtener una partida extra de animales sin que quedara reflejado en los estrictos protocolos de ética experimental a los que obligaba la Unión Europea. Se hizo con un lote de diez ratas Wistar que alojó en varias jaulas colocadas en un lugar apartado de miradas curiosas por parte de los pocos visitantes que solían acercarse hasta allí.

Tras su jornada laboral Enedina se quedaba en el animalario para realizar sus propios experimentos. Como nadie reparaba en ella, sus horas extras pasaron desapercibidas para todos y ella trabajó con comodidad. La soledad del lugar ayudó también a conseguir el acceso a otras áreas del laboratorio cuando este quedaba desierto.

Provocó una lesión cerebral en dos de las ratas. Sacrificó otras dos para obtener tejido cerebral, extrajo el ADN mitocondrial de las células y lo insertó en una cepa inocua de estafilococos. A las bacterias resultantes, portadoras del material genético del tejido cerebral de las ratas sanas, Enedina las llamó Staphilococcus enedinis. Semejante alarde de egolatría no le pareció mal, muchos científicos habían dado su nombre a especies descubiertas por ellos; ella había creado una bacteria nueva así que tenía mucho más derecho a nominarla como le diera la gana.

Inoculó Staphilococcus enedinis en las dos ratas enfermas y esperó pacientemente. Tras cuatro semanas sacrificó las ratas infectadas con la bacteria modificada genéticamente y al visualizar el tejido cerebral comprobó que no había rastro de la lesión previamente provocada. Las ratas habían sanado con su técnica.

Enedina saltó de alegría y satisfacción, tomó los viales que contenían las bacterias creadas por ella y empezó a bailar.

Con una sonrisa perversa en los labios se imaginó las caras de sus compañeros cuando su descubrimiento se publicara en Lancet, o en Science, o en Nature. Además, su nombre aparecería en solitario, sin colaboradores, pues había sido ella y solo ella la que había hecho el estudio de principio a fin, sin ayuda de nadie; eso sí que sería excepcional y provocaría la admiración y la envidia de propios y extraños. Ya se veía en Estocolmo recibiendo de manos del rey Carlos Gustavo el Nobel de Medicina.

Mientras se regodeaba en su futuro estrellato uno de los viales se abrió y derramó su contenido sobre las manos enguantadas de Enedina; fue un descuido muy grave por su parte, pero imaginarse en el olimpo de los científicos provocó que bajara la guardia: la posibilidad de conseguir el Nobel desorienta a cualquiera. Enredada en ese alboroto emocional Enedina volvió a infringir las más elementales normas de seguridad y se llevó las manos a la cara para restregarse los ojos y enjugarse las lágrimas de emoción.

 

Los primeros síntomas aparecieron dos días después, cuando se disponía a desayunar. Al abrir la nevera para tomar el recipiente de leche, le atrajo el olor de un paquete de carne picada que pensaba utilizar para hacer albóndigas. El aroma le despertó el apetito y sin ser muy consciente de ello se puso a comer la carne cruda mientras se relamía de placer.

Cuando llegó al animalario, tras el exquisito desayuno, administró los fármacos preparados para la jornada y solo cuando terminó la tarea se dio cuenta de que había estado trabajando en completa oscuridad, sin encender las luces de la sala.

Justo cuando fue consciente de lo que había sido capaz de hacer oyó hablar a alguien.

―¿Crees que puedes abrir la jaula?

―Lo he intentado de mil maneras, pero no hay forma. Estos barrotes no se pueden roer.

Enedina giró sobre sí misma para comprobar que en el animalario solo estaba ella por lo que no sabía de dónde procedían esas dos voces que acababa de escuchar.

―Quizás si muerdes por la parte de abajo…

―¡Que no! Ya te digo que no se puede.

Las voces procedían de una de las jaulas donde estaban las ratas albinas de su experimento.

―Deberíamos seguir intentándolo.

―Te digo que es imposible salir de aquí.

Enedina no daba crédito a lo que estaba sucediendo. ¿Las ratas hablaban entre sí? Y, lo más inaudito: ¿ella las entendía? ¡No podía ser! Se acercó más a la jaula donde se estaba dando tan extraordinaria conversación y ya no oyó nada más, los dos animales que supuestamente habían hablado se quedaron mirándola, pero no emitieron ningún sonido. Enedina salió de la sala en busca de un café que la despejara creyendo que todo era fruto del cansancio y la tensión acumulada.

Cuando fue a introducir las monedas en la máquina del pasillo una se le cayó de las manos y fue a parar justo debajo del aparato. Maldiciendo, Enedina se agachó para ver si podía recuperarla, pero la moneda se había ido al fondo, aun así, intentó meter la mano y entonces comprobó que su brazo se comprimía hasta poder pasar por el pequeño espacio de debajo de la máquina que no superaba los dos centímetros.

Aturdida por todo lo que le estaba ocurriendo, se bebió el café negro y espeso pensando en comer más carne cruda en cuanto llegara a casa.

Al día siguiente Enedina se levantó con dolor de cabeza, había dormido mal porque una llaga en la boca le había molestado toda la noche. Cuando se miró en el espejo del lavabo comprobó que los dientes frontales habían crecido y estaban afilados de manera que la mucosa bucal se había irritado provocándole las molestias que le impidieron dormir. Se tomó un ibuprofeno y apuntó mentalmente pedir cita con el dentista.

Llegó a su puesto de trabajo cansada por la noche en blanco y cuando se acercó a las jaulas de las ratas comprobó que todos los animales la estaban mirando fijamente. Entonces, una voz se oyó:

―Por favor, ayúdanos a salir de aquí.

 

Renata fue la primera. Estaba sola manipulando el cromatógrafo cuando observó por el rabillo del ojo que algo se escondía debajo de una estantería. No le dio demasiada importancia y siguió a lo suyo. De repente, un bulto cayó con estrépito encima de la mesa: era una rata. «¿Qué demonios hace una rata aquí?» se preguntó la joven, «La inútil de Enedina se ha debido de dejar abierta alguna jaula en el animalario. Será estúpida…». Cuando intentó agarrar el animal para llevárselo de allí, la rata saltó con una rapidez inusitada a su cuello mordiéndola con una saña y ferocidad que la hizo gritar. Mientras trataba de quitarse de encima el bicho oyó ruido detrás de ella, creyó que sería algún compañero que venía en su auxilio, pero quienes entraban en la sala eran más ratas que se prestaron a ayudar a su compañera en la tarea de morder a Renata por todo su cuerpo.

La policía solo pudo comprobar, por los rastros de sangre y unos jirones de ropa, que algo malo le había pasado a la joven investigadora, pero el caso es que no había señales de nada más. Tras la denuncia por desaparición, el resto del equipo intentó seguir con su trabajo, aunque el miedo y la inseguridad enrarecieron el ambiente de manera significativa. Más tarde otra denuncia de desaparición se añadió a la de Renata pues Enedina no dio señales de vida: había dejado de acudir a su puesto de trabajo, aunque su ausencia no fue notoria hasta varios días después. Encima, la muy inepta se había dejado abiertas varias jaulas de ratas provocando la pérdida de muchas horas de trabajo y bastantes miles de euros.

El temor en el equipo del profesor Villacastín se trocó en terror cuando una mañana encontraron a Luis, un doctorando a punto de presentar su tesis doctoral, muerto sobre la mesa del laboratorio; le habían arrancado los ojos y le habían abierto en canal de manera que el intestino y gran parte del resto del tubo digestivo se desparramaban por el entarimado mientras un enjambre de moscas revoloteaba sobre los despojos. Una vez más la policía no sabía a quién achacar semejante agresión pues las puertas de acceso estaban cerradas con llave y las ventanas no presentaban signos de violencia. El ataque se había perpetrado desde dentro, pero dentro solo estaba el cadáver de Luis.

Candela y Rodrigo aparecieron con las gargantas desgarradas y ahogados en su propia sangre en la salita habilitada para comer. Ella estaba debajo de la mesa donde se encontraba el microondas y él cerca de la puerta de salida.

Definitivamente había alguien que se estaba ensañando con el equipo del profesor Villacastín.  Desde el decanato se instó a suspender las actividades en el laboratorio donde se estaban dando las muertes, pero don Onofre se opuso firmemente pues estaban en juego proyectos ambiciosos patrocinados por empresas que habían desembolsado cuantiosas cantidades de dinero y no se podía suspender la investigación en marcha ya que el parón provocaría daños irreversibles y, lo que era peor, se interrumpiría la financiación. 

Los miembros del equipo acataron los deseos de su jefe pues negarse suponía perder su puesto y despedirse del honor de trabajar con el mejor neurólogo del panorama científico.

El cadáver de Nerea apareció en su despacho. Aparentemente no presentaba ningún signo de violencia. La autopsia reveló que había muerto por una meningitis acompañada de hemorragia pulmonar causada por leptospirosis. Si bien la muerte de Nerea era debida a una infección, su desaparición añadía más pesar al resto del equipo que veía cómo el número de sus integrantes estaba mermando a velocidad de vértigo.

Cuando Fernando, el jefe del departamento, fue encontrado a los pies de su coche, en el aparcamiento de la facultad, lleno de arañazos y mordeduras, desde el rectorado se llamó a don Onofre para que cancelara y cerrara el laboratorio pues, era más que evidente, que su equipo estaba en el punto de mira de alguien que quería acabar con él. El neurólogo aun así se resistió, pero cuando le amenazaron con denunciarle e incluso despedirle de la universidad a pesar de su prestigio y su reconocimiento internacional, el profesor cedió.

Don Onofre se encaminó a su despacho para redactar una nota explicativa donde comunicaría al día siguiente en rueda de prensa ―las muertes habían copado todos los medios de comunicación dentro y fuera de las fronteras― el cese de toda actividad en su laboratorio. Las desgraciadas desapariciones y el miedo fueron la causa de que toda la planta donde se encontraba su despacho estuviera desierta, tan solo un guardia de seguridad, contratado por el decanato ante el desarrollo de los acontecimientos, se encontraba en la puerta principal del departamento para controlar que ningún extraño se introdujera en el mismo.

Cuando el profesor se sentó frente al teclado de su ordenador para escribir la nota de prensa, un ruido le hizo mirar hacia un rincón. Allí, entre sombras, pudo distinguir varios pares de ojos que brillaban. Cuando enfocó mejor la vista comprobó que eran ratas albinas y que se le estaban acercando; quiso levantarse y dar la voz de alarma, pero los animales se abalanzaron sobre él hasta cubrirlo por completo. Antes de producirse el ataque, don Onofre creyó ver que una de las ratas tenía un extraño tic en el ojo izquierdo.

 


NOTA: el método científico mediante el cual se pueden curar células enfermas con una bacteria, y que aparece reflejado en el texto, es fruto de la mente de una servidora. Al día de hoy no hay ninguna técnica semejante que permita realizar lo que en el relato se cuenta, o puede que sí… Quizás en algún animalario recóndito se encuentre una Enedina agazapada realizando experimentos por su cuenta. Quién sabe.



Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores