Ella
era el último mono del equipo, o mejor sería decir la última rata porque la nueva
humillación había consistido en relegarla al animalario del laboratorio para
hacerse cargo del cuidado de los roedores que utilizaban en sus ensayos.
―Tu
nuevo destino es una gran responsabilidad, Enedina ―mintió Fernando, el jefe
del departamento―. Ten en cuenta que, si no se siguen rigurosamente las pautas
de administración de nuestros medicamentos, la fase de experimentación
fracasará desde la base y ya sabes qué pasa cuando falla un experimento ―añadió
sibilinamente.
Enedina
tuvo muy en cuenta la malintencionada explicación del jefe del departamento de
farmacología; en las palabras de ese tipo iba implícita una crítica a su
trabajo, porque cuando un experimento fallaba, la mayoría de las veces la culpa
recaía sobre ella.
Desde
que había ingresado en el grupo de investigación del prestigioso profesor Onofre
Villacastín del Portal no había estado a la altura de sus compañeros. Si la
habían aceptado había sido gracias al buen recuerdo que su madre había dejado
allí mientras ejerció como investigadora principal hasta que un cáncer agresivo
la obligó a retirarse antes de tiempo. La incurable enfermedad de la pobre
mujer ablandó a la dirección del departamento para permitir que la enferma
tuviera la satisfacción de dejar a su hija en un buen lugar donde desarrollar
su carrera antes de que ella abandonara este mundo entre sesiones de
radioterapia que solo le procuraron náuseas y una escandalosa pérdida de pelo.
El
expediente académico de Enedina no era malo, pero tampoco espectacular; sus
notas eran corrientes, ningún suspenso ―todas las asignaturas las sacó en la
primera convocatoria―, pero ni una sola matrícula de honor. Su currículo, sin
ser brillante, podría tener un pase en ciertos ámbitos, pero la presión materna
siempre fue mucha e impidió que Enedina se dedicara a una labor menos laureada,
pero más adecuada a sus preferencias.
Hizo una
tesis doctoral, bajo las directrices impuestas por su madre, sobre terapias para
enfermedades neurodegenerativas en el departamento de farmacología de la misma
facultad donde trabajaba su progenitora. Recién doctorada, y con su madre ya
diagnosticada de su fatal enfermedad, empezó a trabajar en el equipo del
profesor Onofre Villacastín del Portal, una eminencia en neurología. Lo que
para cualquiera hubiera supuesto el inicio de una carrera fulgurante, para Enedina
fue el comienzo de una particular tortura.
Desde
el principio el ninguneo de sus compañeros fue sutil pero constante. Todos los
investigadores, salvo ella, habían conseguido formar parte del equipo de don
Onofre gracias a sus maravillosos expedientes donde los currículums estaban
complementados con dos o tres masters en diferentes universidades y estancias
de varios años en prestigiosos centros de investigación en Estados Unidos, Alemania
o Gran Bretaña. Se podría decir que los pupilos del profesor Villacastín del
Portal eran la flor y nata de la investigación de postgrado… salvo Enedina
donde lo único destacable de su currículum era el apellido de su madre.
El
desdén de sus colegas se manifestaba de múltiples maneras, bien en forma de
frases despectivas acompañadas de miradas de condescendencia ―la anodina
Enedina, era uno de los motes que circulaban por el laboratorio―, bien en forma
de órdenes desabridas para realizar tareas indeseables. En ella recaían los trabajos
más desagradables y menos apetecibles del amplio abanico de actividades en las
que se basa un estudio científico. Hacerse cargo de los pedidos de reactivos o
tramitar y gestionar los permisos para sacar adelante un proyecto era lo más llevadero,
pero también lo menos enriquecedor desde un punto de vista profesional.
Las
pocas veces que pisaba el laboratorio era para recoger el material, limpiar las
superficies, esterilizar en el autoclave los utensilios reutilizables y eliminar
los residuos tóxicos sacando los contenedores pertinentes a la zona de
contaminantes. El laboratorio del profesor Villacastín del Portal estaba dotado
de aparatos sofisticados de última generación que, por supuesto, Enedina no
podía manejar.
―Perdona,
Enedina, este HPLC es muy delicado, cualquier manipulación errónea sería un
desastre, las averías de este cromatógrafo son carísimas. Haz el favor de
ponerte lejos de él, no vayamos a tener un disgusto ―le dijo en cierta ocasión
Renata, una becaria que contaba las asignaturas cursadas en la carrera por
matrículas de honor y que, para colmo, era una belleza.
Pero Enedina
no protestaba nunca, tan solo somatizaba su malestar con un tic nervioso en el
ojo izquierdo que la hacía bizquear y que provocaba más burlas entre sus
colegas. Ella lo soportaba todo con tal de no desairar a su madre a la que
quería y temía a partes iguales. Además, desde que la enfermedad había hecho su
aparición, al miedo a decepcionarla se añadía cierto sentimiento de
culpabilidad por no cumplir las expectativas que tan generosamente había
depositado en ella.
El
triste final de la enfermedad de su madre llegó inevitablemente, y entonces el
destino de Enedina cambió para peor. El soterrado ninguneo a que la sometían
cuando su madre vivía se convirtió, tras su desaparición, en un abierto
desprecio. Algunos, incluso, se atrevían a reírse delante de ella cuando evaluaba
las conclusiones de algún experimento. Enedina estaba convencida de que, en las
pocas ocasiones en que le pedían su parecer ante la obtención de un resultado concreto
de un ensayo, no lo hacían por saber su opinión sino solo para burlarse de ella,
algo a lo que Enedina reaccionaba con un tic más acusado en el ojo izquierdo.
Tras
la muerte de su madre, Enedina podría haberse ido de allí, podría haberse preparado
unas anheladas oposiciones a profesora de instituto; bregar con adolescentes
rebosantes de hormonas se le presentaba más apetecible que convivir con semejante
hatajo de cerebritos engreídos. Pero se quedó. Si lo hizo no fue por
disciplina, ni por pundonor, ni siquiera por agradar a su madre en el más allá.
Se quedó para demostrar a esa panda de petulantes que ella era una buena
investigadora, tenía ideas propias y sabía hacer las cosas bien: algún día
todos se iban a enterar de lo que era capaz.
Cuando
acabó en el animalario, dos semanas después del fallecimiento de su madre, Enedina
sintió alivio. Debería sentirse triste, incluso furiosa, pero lo cierto es que
aquel destino que suponía un desprecio hacia sus habilidades, le parecía muy
atractivo porque en el animalario estaría sola, no habría nadie alrededor de
ella para incordiarla con frases hirientes o miradas cargadas de animadversión.
La
línea de investigación del equipo de don Onofre Villacastín del Portal
consistía en provocar lesiones neuronales en los animales de experimentación
para posteriormente probar en ellos los fármacos que previamente habían
diseñado mediante sofisticadas técnicas biomoleculares. Enedina en su nuevo
destino, siguiendo un estricto protocolo ideado y diseñado por los demás
miembros del equipo, se encargaba de suministrar los medicamentos experimentales
para anotar diariamente los parámetros a valorar. Los resultados obtenidos
serían evaluados y estudiados por sus compañeros.
Enedina
no era parte activa en el diseño de los estudios, pero tenía sus propias
teorías. A pesar de la reputación de don Onofre, Enedina pensaba que estaba
equivocado a la hora de afrontar las enfermedades neurodegenerativas. Ella
tenía una solución mejor.
En
lugar de provocar una lesión en animales sanos para luego probar el fármaco que
podría sanarla, Enedina creía que era mejor estudiar la estructura de las
células sanas para obtener de ellas la solución y poder transmitírselas a las
células enfermas mediante una bacteria manipulada genéticamente. Las pocas
veces que consiguió exponer su hipótesis solo obtuvo risas de burla por parte
de sus compañeros y el profesor Villacastín ni siquiera se dignó a escucharla.
Ahora
que los animales de experimentación estaban bajo su control tenía una excelente
oportunidad de llevar a la práctica su hipótesis.
Falseó
hábilmente los impresos para obtener una partida extra de animales sin que
quedara reflejado en los estrictos protocolos de ética experimental a los que
obligaba la Unión Europea. Se hizo con un lote de diez ratas Wistar que alojó
en varias jaulas colocadas en un lugar apartado de miradas curiosas por parte
de los pocos visitantes que solían acercarse hasta allí.
Tras
su jornada laboral Enedina se quedaba en el animalario para realizar sus
propios experimentos. Como nadie reparaba en ella, sus horas extras pasaron
desapercibidas para todos y ella trabajó con comodidad. La soledad del lugar
ayudó también a conseguir el acceso a otras áreas del laboratorio cuando este
quedaba desierto.
Provocó
una lesión cerebral en dos de las ratas. Sacrificó otras dos para obtener
tejido cerebral, extrajo el ADN mitocondrial de las células y lo insertó en una
cepa inocua de estafilococos. A las bacterias resultantes, portadoras del material
genético del tejido cerebral de las ratas sanas, Enedina las llamó Staphilococcus
enedinis. Semejante alarde de egolatría no le pareció mal, muchos
científicos habían dado su nombre a especies descubiertas por ellos; ella había
creado una bacteria nueva así que tenía mucho más derecho a nominarla como le
diera la gana.
Inoculó
Staphilococcus enedinis en las dos ratas enfermas y esperó
pacientemente. Tras cuatro semanas sacrificó las ratas infectadas con la
bacteria modificada genéticamente y al visualizar el tejido cerebral comprobó
que no había rastro de la lesión previamente provocada. Las ratas habían sanado
con su técnica.
Enedina
saltó de alegría y satisfacción, tomó los viales que contenían las bacterias
creadas por ella y empezó a bailar.
Con
una sonrisa perversa en los labios se imaginó las caras de sus compañeros
cuando su descubrimiento se publicara en Lancet, o en Science, o en Nature.
Además, su nombre aparecería en solitario, sin colaboradores, pues había sido
ella y solo ella la que había hecho el estudio de principio a fin, sin ayuda de
nadie; eso sí que sería excepcional y provocaría la admiración y la envidia de
propios y extraños. Ya se veía en Estocolmo recibiendo de manos del rey Carlos
Gustavo el Nobel de Medicina.
Mientras
se regodeaba en su futuro estrellato uno de los viales se abrió y derramó su
contenido sobre las manos enguantadas de Enedina; fue un descuido muy grave por
su parte, pero imaginarse en el olimpo de los científicos provocó que bajara la
guardia: la posibilidad de conseguir el Nobel desorienta a cualquiera. Enredada
en ese alboroto emocional Enedina volvió a infringir las más elementales normas
de seguridad y se llevó las manos a la cara para restregarse los ojos y
enjugarse las lágrimas de emoción.
Los primeros síntomas
aparecieron dos días después, cuando se disponía a desayunar. Al abrir la
nevera para tomar el recipiente de leche, le atrajo el olor de un paquete de
carne picada que pensaba utilizar para hacer albóndigas. El aroma le despertó
el apetito y sin ser muy consciente de ello se puso a comer la carne cruda
mientras se relamía de placer.
Cuando
llegó al animalario, tras el exquisito desayuno, administró los fármacos
preparados para la jornada y solo cuando terminó la tarea se dio cuenta de que
había estado trabajando en completa oscuridad, sin encender las luces de la
sala.
Justo
cuando fue consciente de lo que había sido capaz de hacer oyó hablar a alguien.
―¿Crees
que puedes abrir la jaula?
―Lo
he intentado de mil maneras, pero no hay forma. Estos barrotes no se pueden
roer.
Enedina
giró sobre sí misma para comprobar que en el animalario solo estaba ella por lo
que no sabía de dónde procedían esas dos voces que acababa de escuchar.
―Quizás
si muerdes por la parte de abajo…
―¡Que
no! Ya te digo que no se puede.
Las
voces procedían de una de las jaulas donde estaban las ratas albinas de su
experimento.
―Deberíamos
seguir intentándolo.
―Te
digo que es imposible salir de aquí.
Enedina
no daba crédito a lo que estaba sucediendo. ¿Las ratas hablaban entre sí? Y, lo
más inaudito: ¿ella las entendía? ¡No podía ser! Se acercó más a la jaula donde
se estaba dando tan extraordinaria conversación y ya no oyó nada más, los dos
animales que supuestamente habían hablado se quedaron mirándola, pero no
emitieron ningún sonido. Enedina salió de la sala en busca de un café que la
despejara creyendo que todo era fruto del cansancio y la tensión acumulada.
Cuando
fue a introducir las monedas en la máquina del pasillo una se le cayó de las
manos y fue a parar justo debajo del aparato. Maldiciendo, Enedina se agachó
para ver si podía recuperarla, pero la moneda se había ido al fondo, aun así, intentó
meter la mano y entonces comprobó que su brazo se comprimía hasta poder pasar
por el pequeño espacio de debajo de la máquina que no superaba los dos
centímetros.
Aturdida
por todo lo que le estaba ocurriendo, se bebió el café negro y espeso pensando
en comer más carne cruda en cuanto llegara a casa.
Al
día siguiente Enedina se levantó con dolor de cabeza, había dormido mal porque
una llaga en la boca le había molestado toda la noche. Cuando se miró en el
espejo del lavabo comprobó que los dientes frontales habían crecido y estaban
afilados de manera que la mucosa bucal se había irritado provocándole las
molestias que le impidieron dormir. Se tomó un ibuprofeno y apuntó mentalmente
pedir cita con el dentista.
Llegó
a su puesto de trabajo cansada por la noche en blanco y cuando se acercó a las
jaulas de las ratas comprobó que todos los animales la estaban mirando
fijamente. Entonces, una voz se oyó:
―Por
favor, ayúdanos a salir de aquí.
Renata fue la primera.
Estaba sola manipulando el cromatógrafo cuando observó por el rabillo del ojo
que algo se escondía debajo de una estantería. No le dio demasiada importancia
y siguió a lo suyo. De repente, un bulto cayó con estrépito encima de la mesa: era
una rata. «¿Qué demonios hace una rata aquí?» se preguntó la joven, «La inútil
de Enedina se ha debido de dejar abierta alguna jaula en el animalario. Será
estúpida…». Cuando intentó agarrar el animal para llevárselo de allí, la rata
saltó con una rapidez inusitada a su cuello mordiéndola con una saña y
ferocidad que la hizo gritar. Mientras trataba de quitarse de encima el bicho
oyó ruido detrás de ella, creyó que sería algún compañero que venía en su
auxilio, pero quienes entraban en la sala eran más ratas que se prestaron a
ayudar a su compañera en la tarea de morder a Renata por todo su cuerpo.
La
policía solo pudo comprobar, por los rastros de sangre y unos jirones de ropa,
que algo malo le había pasado a la joven investigadora, pero el caso es que no
había señales de nada más. Tras la denuncia por desaparición, el resto del
equipo intentó seguir con su trabajo, aunque el miedo y la inseguridad enrarecieron
el ambiente de manera significativa. Más tarde otra denuncia de desaparición se
añadió a la de Renata pues Enedina no dio señales de vida: había dejado de
acudir a su puesto de trabajo, aunque su ausencia no fue notoria hasta varios
días después. Encima, la muy inepta se había dejado abiertas varias jaulas de
ratas provocando la pérdida de muchas horas de trabajo y bastantes miles de
euros.
El
temor en el equipo del profesor Villacastín se trocó en terror cuando una
mañana encontraron a Luis, un doctorando a punto de presentar su tesis
doctoral, muerto sobre la mesa del laboratorio; le habían arrancado los ojos y
le habían abierto en canal de manera que el intestino y gran parte del resto
del tubo digestivo se desparramaban por el entarimado mientras un enjambre de
moscas revoloteaba sobre los despojos. Una vez más la policía no sabía a quién
achacar semejante agresión pues las puertas de acceso estaban cerradas con
llave y las ventanas no presentaban signos de violencia. El ataque se había
perpetrado desde dentro, pero dentro solo estaba el cadáver de Luis.
Candela
y Rodrigo aparecieron con las gargantas desgarradas y ahogados en su propia
sangre en la salita habilitada para comer. Ella estaba debajo de la mesa donde
se encontraba el microondas y él cerca de la puerta de salida.
Definitivamente
había alguien que se estaba ensañando con el equipo del profesor
Villacastín. Desde el decanato se instó
a suspender las actividades en el laboratorio donde se estaban dando las
muertes, pero don Onofre se opuso firmemente pues estaban en juego proyectos
ambiciosos patrocinados por empresas que habían desembolsado cuantiosas
cantidades de dinero y no se podía suspender la investigación en marcha ya que
el parón provocaría daños irreversibles y, lo que era peor, se interrumpiría la
financiación.
Los
miembros del equipo acataron los deseos de su jefe pues negarse suponía perder
su puesto y despedirse del honor de trabajar con el mejor neurólogo del
panorama científico.
El
cadáver de Nerea apareció en su despacho. Aparentemente no presentaba ningún
signo de violencia. La autopsia reveló que había muerto por una meningitis
acompañada de hemorragia pulmonar causada por leptospirosis. Si bien la muerte
de Nerea era debida a una infección, su desaparición añadía más pesar al resto
del equipo que veía cómo el número de sus integrantes estaba mermando a
velocidad de vértigo.
Cuando
Fernando, el jefe del departamento, fue encontrado a los pies de su coche, en
el aparcamiento de la facultad, lleno de arañazos y mordeduras, desde el
rectorado se llamó a don Onofre para que cancelara y cerrara el laboratorio
pues, era más que evidente, que su equipo estaba en el punto de mira de alguien
que quería acabar con él. El neurólogo aun así se resistió, pero cuando le
amenazaron con denunciarle e incluso despedirle de la universidad a pesar de su
prestigio y su reconocimiento internacional, el profesor cedió.
Don
Onofre se encaminó a su despacho para redactar una nota explicativa donde
comunicaría al día siguiente en rueda de prensa ―las muertes habían copado
todos los medios de comunicación dentro y fuera de las fronteras― el cese de
toda actividad en su laboratorio. Las desgraciadas desapariciones y el miedo
fueron la causa de que toda la planta donde se encontraba su despacho estuviera
desierta, tan solo un guardia de seguridad, contratado por el decanato ante el
desarrollo de los acontecimientos, se encontraba en la puerta principal del
departamento para controlar que ningún extraño se introdujera en el mismo.
Cuando
el profesor se sentó frente al teclado de su ordenador para escribir la nota de
prensa, un ruido le hizo mirar hacia un rincón. Allí, entre sombras, pudo
distinguir varios pares de ojos que brillaban. Cuando enfocó mejor la vista
comprobó que eran ratas albinas y que se le estaban acercando; quiso levantarse
y dar la voz de alarma, pero los animales se abalanzaron sobre él hasta
cubrirlo por completo. Antes de producirse el ataque, don Onofre creyó ver que
una de las ratas tenía un extraño tic en el ojo izquierdo.
NOTA:
el método científico mediante el cual se pueden curar células enfermas con una
bacteria, y que aparece reflejado en el texto, es fruto de la mente de una
servidora. Al día de hoy no hay ninguna técnica semejante que permita realizar
lo que en el relato se cuenta, o puede que sí… Quizás en algún animalario
recóndito se encuentre una Enedina agazapada realizando experimentos por su
cuenta. Quién sabe.