Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

10 de julio de 2024

Cuentos del Espejo de Agua. Reseña kirkeniana.

 




Al borde de un palacio que mira al mar, junto a un foso de agua, hay una mujer: Zoraida. Desde poniente se acerca un hombre mayor, le acompaña otro más joven que lleva un libro precioso con pastas celestes y letras doradas, en él hay imágenes que aparecen y desaparecen, la representación de las historias que se proyectan en el agua del foso.

Zoraida le pide al joven que le cuente un cuento, «¡Busca en tus palabras la propiedad del lenguaje que sea capaz de enamorar a las estrellas!» y al hombre mayor le pide que busque en sus sueños «la luz intensa que te haga rejuvenecer cuando de mis labios salga el beso de la espera».

Con este inicio tan onírico y tan fantástico, comienza el libro de relatos «Cuentos del Espejo de Agua».

Entre sus páginas se van desgranando diferentes historias que Zoraida escucha y siente a través del reflejo del agua en el foso de su palacio. Hay historias con un final feliz o con un final desdichado, incluso hay historias con dos finales.

Que la palabra «cuento» que se encuentra en el título no lleve a engaño porque este no es un libro para niños, estos son cuentos al estilo de «Las mil y una noches,» de hecho, el autor hace un guiño/homenaje a esa obra.

Además de tener finales felices, no felices o más de uno, estas historias tienen poesía, y mucha, además. El lenguaje poético del que hace gala el autor, Francisco José Sánchez Muniz, es asombroso. Yo, que soy una inútil con la poesía, me he quedado enganchada y anonadada con el despliegue de adjetivos y metáforas.

Podría pararme más a hablar sobre el tipo de historias que el lector se puede encontrar, pero el autor, Francisco José Sánchez Muniz, hace una descripción fabulosa en el proemio, por lo que si alguno necesita más información que se haga con un ejemplar y se lo lea porque yo estoy aquí con una reseña kirkeniana y, los que ya me conocéis, sabéis que este tipo de publicaciones se alejan mucho de una reseña al uso.

Para que veáis que sigo fiel al espíritu de las reseñas a lo Kirke a partir de ahora dejaré de nombrar al autor con sus dos nombres y dos apellidos para dirigirme a él con el, mucho más cómodo, diminutivo de Paco. Pensaréis que es demasiada familiaridad y pensaréis bien, pero resulta que me une al autor, Paco, una relación especial, de ahí que se haya ganado aparecer por aquí.

Paco fue mi director de tesis doctoral.

Podríais pensar también que, siendo mi director de tesis, no voy a ser ecuánime y puede que sea así, pero os aseguro que lo bueno que diga de él no será coaccionada por los resultados de esa tesis porque me doctoré hace ya muchos años.

Durante la realización de aquella tesis comprobé lo bien amueblada que tiene la cabeza Paco. Su mente científica me deslumbró desde el inicio. Asustada («¿Qué pinto yo trabajando con este hombre?») y agradecida («¡Lo que estoy aprendiendo!») a partes iguales me dejé dirigir al tiempo que disfrutaba de su prosa… científica. Los artículos que acabaron publicados en diferentes revistas de ciencia fueron en su mayor parte una labor de él, yo casi, casi, solo fui la amanuense (y la que se pegaba con la estadística haciendo cientos de gráficas y tablas buscando una p significativa, pero esa es otra historia).

En la actualidad Paco es catedrático emérito de Nutrición en la facultad de Farmacia de la Universidad Complutense de Madrid. Si alguien tiene interés en indagar sobre su trayectoria profesional puede bucear en la red y emplear unas cuantas horas leyendo porque su curriculum vitae es muy extenso.

A lo que voy: yo ya sabía que Paco escribe muy bien, lo que no me podía imaginar es que también escribía ficción. Fuera del ámbito académico conocía sus otras aficiones como la de tocar la guitarra, cantar y contar chistes; lo de los chistes es algo que uno averigua de Paco en el minuto cero de conocerlo, es andaluz y ya se sabe, los andaluces antes se quedan sin respirar que sin contar un chiste. El caso es que de lo de escribir en plan creativo me enteré mucho más tarde, prácticamente finalizando ya mi tesis.

Cuando me dio por desahogarme escribiendo «Doctoranda al borde de un ataque de nervios» y al compartir ese compendio de penurias doctorales me enteré de que mi director, Paco, también escribía.

Empezó a mandarme alguno de sus relatos para que le diera mi opinión y flipé en colores. «¿Dónde tienes esto, Paco?» «Guardado en una carpeta del ordenador» «¡No, hombre, no! Esto merece ser leído por más gente.»

Fue así como primero abrió un blog y luego se decidió a mandar algunos relatos a revistas y asociaciones de escritores noveles. Quiero presumir, y presumo, de que el empujoncito para que se animara a compartir sus escritos salió de mí.

En nuestra relación académica se había filtrado un virus contagioso: la escritura creativa. No solo nos gustaba la ciencia y nos dedicábamos a ella (con mejores resultados él que yo), también nos molaba escribir historias.

Nos presentamos a algunos concursos, participamos en foros de literatura e, incluso, hemos publicado juntos en antologías con otros autores. La última colaboración fue con el colectivo literario Bremen (que yo le presenté) en «Decamerón del siglo XXI».

Recuerdo con una sonrisa cómo, entre una estadística horrenda y el rechazo de una editorial para publicar un artículo de mi tesis, Paco me mandaba uno de sus cuentos. «Anda, échale un vistazo y dime qué te parece», entonces yo desconectaba del súper cabreo originado por los resultados doctorales, dejaba de lanzar maldiciones a los editores que me habían tumbado el artículo y me evadía con las historias que generosamente me mandaba mi director.

En algunas ocasiones, pocas, hasta me permití el lujo de corregirle, ¡toma ya! Además, él, como es tan buena persona, no se lo tomaba a mal y encima me hacía caso. Un cielo.

De hecho, entre las frases introductorias del libro aparece lo siguiente: «A mis musas que fueron capaces de aguantar mis desconocimientos lingüísticos y corregirlos». Diréis que soy una vanidosa, pero yo me he dado por aludida.

En resumidas cuentas, puedo presumir, y presumo, de que he asistido al despegue de Paco como escritor creativo desde sus inicios por eso es motivo de orgullo y satisfacción estar escribiendo esta reseña sobre su primer libro publicado en solitario.

En junio fue la presentación del libro en Madrid y ahí estaba yo, toda orgullosa ante el éxito de mi mentor académico. Hubo lleno hasta la bandera y fue un acto muy bonito, pero para bonita la dedicatoria que me escribió en mi ejemplar.




           Ese «Te admiro» me dejó con la boca abierta durante varios minutos. Tengo esa frase enmarcada, cuando me deprimo y me siento una inútil, la leo y me vengo arriba.

Podríais pensar que me estoy pasando en halagos porque me puede la conexión con mi director de tesis. Es muy fácil sacaros del error: vosotros podéis averiguar qué bien escribe Paco leyendo este libro y disfrutando de historias llenas de magia y poesía.




Venta online: Cuentos del Espejo de Agua

 

 

 

 


5 de julio de 2024

No encuentro la diferencia

 


No sé a qué viene tanta discusión sobre mi forma de actuar. Unos me tratan de traidor, otros de justiciero. Mis detractores me apodan el Renegado, mis partidarios, Guerrero. Quienes me acusan de traición dicen que este Nuevo Mundo me ha cambiado, pero yo creo que sigo siendo el mismo hombre que partió hace más de treinta años de mi Huelva natal.

Es cierto que nada más llegar a las tierras que nuestro almirante Colón descubrió todo me resultó extraño, pero, poco a poco, pude comprobar que las diferencias no eran tantas.

En el primer lugar donde recalé, una encomienda de una isla de los caribes, mi misión fue cazar indios para esclavizarlos. Esclavo a mí me hicieron cuando los cocomes[1] me capturaron al recalar en una playa tras naufragar cuando íbamos desde Tierra Firme a La Española. El esclavista esclavizado, tiene guasa.

Cuando los naipes vienen mal y pintan bastos hay que aceptar lo que la vida nos reparte, por eso me sometí con resignación a mi cautiverio, pero mis enemigos lo llaman cobardía. De cobarde también me tachó mi propio compañero de penurias esclavizado al tiempo que yo, Jerónimo de Aguilar, un ex diácono reciclado en soldado y al que sus rígidas creencias religiosas le provocaban un exacerbado odio a todo aquel que no fuera cristiano.

Jerónimo nunca renunció, en todos los años que vivimos juntos, a convencerme para escapar. Al principio le hice caso y así conseguimos huir de los terribles cocomes, para ser apresados por los tutul ixúes[2]; saltamos del cazo a la sartén. Con nuestros nuevos amos a mí se me quitaron las ganas de volver a intentarlo a pesar de no tener carceleros, mas no hacían falta: la selva que nos rodeaba era la reja y los grilletes el cansancio que nos ataba después de jornadas interminables recogiendo maíz o acarreando piedra.

Aquí me tocó trabajar como una mula, igual que en Huelva.

Ahora tengo que combatir, lo mismo que al otro lado del océano. Allí fue en la toma de Granada luchando contra el moro o contra el francés en la guerra de Nápoles. Aquí lo hago contra otras tribus que intentan quedarse con nuestras mujeres y nuestras tierras o contra los barbudos que vienen de, igual que yo, más allá del mar, y que pretenden lo mismo: arrebatarnos lo nuestro.

Hasta la manera de guerrear es igual, pero solo desde que estoy en estas tierras porque de eso yo soy el responsable. Cuando el jefe Taxmar nos llevó a Jerónimo y a mí a frenar una de las incursiones de los cocomes, nuestra manera de luchar le llamó la atención. Fui soldado de los tercios, al mando de don Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, y fui adiestrado en el combate sistemático, donde el compañero asiste y refuerza la propia posición haciendo de la lucha una cuestión de equipo. Aquí, los indios, antes de que yo les enseñara, solo sabían acometer individualmente con toda su fiereza, que es mucha, pero poco efectiva si se ha de ganar a un ejército. Todas estas virtudes supo apreciarlas el jefe Taxmar y me encargó que adiestrara a sus hombres. A Jerónimo le disgustó mi colaboración, no perdía ocasión de echármelo en cara, «Eres un vendido», «No te das cuenta de que esa gente es hereje y enemiga de Nuestro Señor y de Su Majestad» «Cristo está disgustado contigo»… Así todo el día. ¡Qué pesado! Pero, lo cierto, es que el trato hacia mi persona mejoró, así como mi posición en el poblado. Menos mal que dejé de soportar a Jerónimo y sus miraditas de reproche cuando me entregaron como lugarteniente a Balam, el jefe militar de los cheles[3]. Conseguí prestigio adiestrando más guerreros mayas y gané la libertad cuando salvé del ataque de un caimán al que, hasta ese día, fue mi amo. En La Española también solíamos liberar de la esclavitud al siervo leal, pues aquí lo mismo.

No hay tanto cambio y no creo haber cambiado nada, aquí casi todo es muy parecido, tan solo existen pequeñas diferencias.

En los templos cristianos se emplea el incienso, en los de aquí el copal; en cualquier caso, los sahumerios buscan enmascarar el mal olor. Los curas de Huelva eran sucios y apestaban a vino y sudor; aquí, los sacerdotes van igual de sucios, llevan la túnica y el pelo con restos desecados de la sangre de sus víctimas sacrificadas y apestan lo mismo. Sí es cierto que en las ceremonias religiosas de España lo de sacrificar es más sutil: en misa comemos la sangre y el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo simbolizados con el vino y el pan, mientras que aquí se dejan de simbolismos y la sangre procede del pobre desgraciado al que le suben al altar donde le abren el pecho y le extraen el corazón para luego devorarlo.

Los devotos creyentes también se comportan muy parecido. Allí, al otro lado del mar, se flagelan las espaldas o laceran el cuerpo mediante cilicios, aquí se agujerean la lengua y los labios como ofrendas a sus dioses. Dolor absurdo en cualquiera de los casos.

En ciertas minucias puede que sí que se note más la diferencia. La comida podría ser una de ellas. Reconozco que echo de menos un buen jamón y un buen chorizo, aquí no conocen el cerdo, pero tienen a cambio algo delicioso y que me hace olvidar el tocino y hasta perder el sentido: el chocolate. El deleite que sentí la primera vez que lo probé me hizo creer que estaba tocando el cielo, ese que prometen tanto los sacerdotes de allí como los de aquí pero que yo solo vislumbro cuando me tomo una jícara de ese alimento de dioses.

Una sensación parecida experimento cuando me pongo a fumar, el humo de la planta que aquí llaman tabaco se expande por los pulmones y relaja mente y cuerpo. Jerónimo me decía que eso no podía ser bueno, que estaba maltratando mi salud, pero él siempre ve maldad en todo lo que causa placer. ¡Demontre de diácono!

Me he tatuado la cara con los símbolos que representan al animal asociado a mi espíritu que, según el chamán, es el jaguar. Me laceré la piel para marcar las rayas que asemejan los bigotes de esa majestuosa bestia. Lástima que la barba me las tape y no se vean, pero rasurarme constantemente es algo tedioso y, además, con el tiempo, mis vecinos han asumido ese rasgo tan feo de mi fisionomía.

Siempre he soñado con formar un hogar y una familia, y eso es lo que tengo ahora. Que el cacique NaChanCam me ofreciera como esposa a una de sus hijas fue todo un honor y un alivio al comprobar que, de todas sus hermanas, era la única que no bizqueaba[4]. He aceptado muchos ritos y costumbres de este pueblo maya, pero considerar guapos a los bisojos es algo por lo que no paso. La bella ZazilHá (bella para mí, para sus parientes un adefesio) me ha regalado durante estos años amor y atenciones, además de tres hijos que son la muestra palpable de mi felicidad.

Me siento parte de este pueblo, estoy bien, mucho mejor que en Huelva de donde hui del hambre y la desgracia. Cuando me despierto, en la playa y bajo las palmeras, disfruto de los espléndidos amaneceres que esta península del Yucatán regala. A veces me da por pensar que si mis compatriotas supieran de este lugar paradisíaco acudirían en masa a pasar semanas de asueto.

¿Qué más puedo pedir? Que no venga nadie a molestarme.

Quiero vivir tranquilo, sin ningún problema, y problema supuso la llegada de un barco al mando del capitán Hernández de Córdoba, una mala bestia que tuve el dudoso privilegio de conocer cuando estuve a sus órdenes en mi época de esclavista. Unos mensajeros le contaron a mi suegro que varios barbudos como yo habían fondeado frente a nuestras costas. Alerté al cacique y nos pusimos en guardia; decidí comprobar cuán efectivo había sido mi adiestramiento militar con sus guerreros, con los míos, ahora.

En el momento de enfrentarnos a los soldados de Hernández de Córdoba, reconozco que no las tenía todas conmigo, pero el caso es que los hicimos huir.

Me rio a carcajadas al recordar la cara de estupor del capitán cuando, ante la carga de sus hombres, los míos esperaron, agachados y en disciplinado orden, sujetando un remedo de picas que yo mandé fabricar, mientras otra facción de la escuadra estaba lista para atacar con las espadas al tiempo que los arqueros detrás disparaban dardos envenenados (hubiera preferido arcabuces, que es el arma que utilizábamos en los tercios, pero hay que adaptarse con lo que uno tiene). Semejante maniobra no se la esperaban y fueron derrotados.

Se fueron, pero volvieron. Esta vez al mando de Juan de Grijalva y, de nuevo, los hicimos huir.

Fue entonces cuando corrió la voz de que un renegado estaba enseñando las tácticas de combate españolas a los indígenas y me empezaron a llamar de todo. Al tiempo que mi felonía crecía entre mis antiguos camaradas, mi ascendiente se agrandaba entre mi nuevo pueblo de adopción.

Renegado para unos, Guerrero para otros. Entre todos me han despojado del nombre. Gonzalo de Arona nací, pero ahora me apodan Guerrero, y así creo que me acabarán llamando mucho tiempo después de que yo deje de caminar sobre la tierra.

Hace unos años vino un mensajero desde Cozumel: un nuevo capitán, Hernán Cortés, supo de mi existencia, y me buscó. Quería que me uniera a su tropa, que me llevara también a mi esposa e hijos, que seríamos recibidos con los brazos abiertos. Rechacé la oferta.

Aquí estoy bien, no quiero regresar a ningún otro sitio que no sea mi humilde y acogedora cabaña en el interior de la selva.

Quien sí aceptó el ofrecimiento fue Jerónimo de Aguilar, creo que se convirtió en el intérprete de ese capitán y que tuvo un papel importante en conseguir que los españoles llegaran hasta la capital de los mexicas, Tenochtitlán.

Más de dos décadas llevo rechazando a mis compatriotas, a los de antes. Yucatán es un hueso duro de roer; mientras imperios como el azteca ya han sucumbido, nuestro pueblo, el mío de ahora, resiste. Entre los mayas celebran cada victoria como si fuera el final de la guerra, pero sé que la guerra no ha terminado y que volverán más y serán ellos los que acaben venciendo.

 Ya queda poco. Mi adiestramiento los han frenado, he conseguido derrotar al enemigo utilizando sus mismas tácticas, pero ellos son más. No podemos vencer. Nos acosan y esto se termina. 

Seguramente acabe muerto, rodeado de amigos, de un lado y del otro del mar, luchando por lo que considero justo, como ellos, como nosotros. Matar o morir. Igual que siempre. No encuentro la diferencia.




NOTA HISTÓRICA: Gonzalo de Arona, más conocido por Gonzalo Guerrero, es considerado el padre del mestizaje por simbolizar la unión de dos pueblos al integrarse y adoptar como propio el modo de vida de los mayas. Su tenaz oposición a la invasión española le valió el apodo de traidor o Renegado, máxime cuando enseñó a los indígenas las tácticas militares de sus antiguos compatriotas.

Uno de los estados de la nación de México lleva el nombre de Guerrero en su honor.





[1] Indios mayas de la península del Yucatán.

[2] Indios mayas del Yucatán enemigos de los cocomes.

[3] Indios mayas del Yucatán, aliados de los tutul ixúes.

[4] Entre el pueblo maya se consideraba un signo de belleza y distinción ser bizco de tal manera que, a muchos miembros de la nobleza, desde recién nacidos, se les ataba un palo en la frente con una bola colgando entre los dos ojos para forzar el estrabismo.





Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores