Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

4 de mayo de 2025

Ayho, ayho, qué duro es trabajar

 

No podía seguir viviendo allí. Que su padre se volviera a casar después de perder a su madre trágicamente a Marisol le pareció una traición.

La nueva mujer de su padre era una belleza y Marisol debía reconocer que desde el primer momento intentó ser amable. Le prestaba vestidos de su amplio ropero y compartía con ella trucos de belleza. «Eres guapísima, Marisol. No le sacas suficiente partido a tu físico. Si me hicieras caso podrías presentarte a Miss Universo», le decía su madrastra mirándose las dos en el gran espejo que presidía su amplio dormitorio.

Aun así, a Marisol no le caía muy bien. Parecía maja, pero resultaba algo cargante con lo de la belleza y el físico. Demasiado superficial.

 Para tomar distancia, y mientras se aclaraba qué hacer con su vida, se buscó un trabajo como monitora de un campamento de verano. En un enclave montañoso, Marisol debía encargarse de los niños que ocupaban una de las múltiples cabañas que formaban parte del centro de ocio. Pero no solo era responsable de las actividades de los chiquillos, también debía limpiar la estancia, hacer la comida y ocuparse del aseo personal de los niños, todos hijos de personalidades prominentes de la sociedad pues allí iban a pasar las semanas estivales los retoños de ministros, empresarios y hasta algún aristócrata. Era un campamento de pijos.

Marisol no estaba acostumbrada a trabajar porque la situación económica de su padre era muy desahogada, por eso no estaba llevando muy bien su decisión. Además, no le gustaba su trabajo. Acababa la jornada extenuada y de mal humor. Al intenso esfuerzo que debía realizar tenía que añadir el mal carácter de los niños a su cargo. Todos eran unos consentidos; criados en la abundancia pensaban que el mundo estaba a su servicio, en especial las personas que los rodeaban como era el caso de Marisol. Asimismo, algunos destacaban por características que provocaban un especial rechazo en la joven.

De hecho, a los siete que tenía a su cargo no los soportaba.

Uno de ellos era al sabiondo que siempre estaba corrigiendo a los demás. Los psicólogos a los que le llevaron sus padres dijeron que tenía un coeficiente de 125, lo que no era óbice para que la criaturita fuera un repelente insufrible. «No se dice ‘a por pan’ sino ‘por pan’. Dos preposiciones no pueden ir juntas»; «La capital de Canadá no es Toronto es Ottawa».

En la cabaña había otro niño que siempre estaba protestando, a cualquier actividad que realizaban le ponía pegas. «¿Ahora vamos a salir a hacer senderismo? Ayer llovió mucho, estará todo embarrado»; «¿Por qué tenemos que trepar a un árbol? Es más seguro quedarse abajo»; «Mi cabaña tiene humedad, necesito un deshumidificador que purifique el ambiente». Un incordio.

En contraposición, uno de los compañeros del gruñón, andaba contento a todas horas. Una sonrisa bobalicona le rondaba siempre en la cara. Tanta alegría y sonrisitas también le molestaba a Marisol, a veces tenía la sensación de que se estaba cachondeando de ella.

Con otro, la hora de levantarse resultaba una tortura, no había manera de hacerlo despertar. Remoloneaba en su cama y Marisol empleaba más de un cuarto de hora en sacarlo de allí. «¡Joooo! Déjame un poquito más. Si apenas he dormido nada. Se está tan bien en la cama…»

Había uno que siempre se quedaba rezagado por timidez. Nunca participaba en los juegos, se quedaba relegado un rincón apartado y los demás se burlaban de él. A este, Marisol, le apreciaba o sería más correcto decir que le daba pena.

Otro no hablaba absolutamente nada, pero no por timidez, sino porque era un engreído que pensaba que los demás no eran merecedores de su atención. Sus padres eran aristócratas y se codeaban con la Casa Real; desde la cuna le habían inculcado un sentimiento de superioridad sanguínea. Siempre se le veía con la barbilla levantada en un gesto de desprecio hacia los demás. De todos los niños que consideraban a Marisol una criada, este era el que más alarde hacía de ello. Un imbécil.

El último de los siete niños de la cabaña era alérgico al polen y merecía especial atención. Marisol no entendía cómo a un niño así lo mandaban a un campamento en plena naturaleza. Se tiraba todo el día estornudando. De vez en cuando, se sonaba la nariz, aunque lo habitual era que no lo hiciera porque siempre le colgaban de la napia dos velas perpetuas que a Marisol le daban mucho asco, pero aún era peor cuando le daba por sorberse los mocos, el ruidito que hacía era sumamente molesto.

¡Menudos siete imbéciles que le habían tocado en suerte! No los aguantaba.

Sin embargo, su labor en el campamento tenía un lado amable. Entre sus compañeros había un monitor que estaba buenísimo. Un morenazo cachas que hacía ostentación de su físico en todo momento porque, a lo largo del día, se le presentaban numerosas ocasiones para poner de manifiesto sus capacidades: subir por una cuerda hacia lo alto de un árbol, escalar una pared rocosa, correr bajo la lluvia. Un portento. El pibón tan solo tenía un pequeño defecto: era algo simple, por no decir tonto de capirote, pero era tan, tan guapo…

Se notaba que al cachas le hacía tilín Marisol porque a menudo le daba palique en un intento de ligársela. Y ella se sentía halagada. «Deja que te ayude» le decía mientras que, sin apenas esfuerzo, levantaba en vilo una de las camas para que Marisol pudiera recoger mejor la ropa tirada que los niños habían dejado en el suelo. «¿Necesitas más leña para la hoguera de esta noche? He visto un abeto de diez metros, te lo puedo trocear en un momentito».

Entre los requiebros del musculitos y el inmenso trabajo que le daban los niños, Marisol se dedicaba también a rechazar las constantes llamadas de su madrastra que no hacía más que rogarle que volviera a casa. Su padre se había vuelto a liar con otra abandonando a su segunda mujer.  «Vuelve, Marisol. Juntas podemos vivir felices».

Pero Marisol no quería volver a pesar de lo duro que resultaba trabajar y que cada día estaba más agotada. Pero, aun así no quería regresar porque hacerlo sería una derrota.

Cierto día llegó la furgoneta de las provisiones, pero en lugar del amable conductor que cada cuarenta y ocho horas traía existencias, del vehículo se bajó una mujer. Aunque la capucha de su sudadera apenas permitía contemplar el rostro y los holgados vaqueros no se ajustaban a su figura se podía adivinar que bajo tan poco favorecedoras ropas se hallaba una mujer atractiva. Su manera de hablar era tosca y con un fuerte deje barriobajero, pero sus movimientos eran, a pesar de todo, elegantes y delicados.

«¿Qué pasa, tía? Esto debe ser un rollo patatero aguantando tanto niñato pijo». «¡Menuda cara tienes, tronca! Normal, rodeada de estirados. A mí me daría un chungo si tuviera que estar todo el día con gente así».

Aunque Marisol no le seguía el rollo a la nueva transportista, debía reconocer que sentía cierta afinidad con ella y que lo que le decía estaba cargado de razón.

Uno de los días que tocaba reparto, la macarra se le acercó con gesto de complicidad y, a la vez que se aseguraba de que no las observaban miradas indiscretas, le entregó una bolsita de plástico en cuyo interior se veía un triturado de hierbas o algo parecido. «Para ayudarte en el curro» fue la escueta explicación de la conductora. Marisol no sabía qué era aquello y, ante la mirada interrogante de la muchacha, la transportista le aclaró: «Líate un petardo con esto. Vas a aguantar lo que te echen».

Tras rebibir unas breves explicaciones sobre cómo confeccionar un cigarro con el material que tenía, Marisol decidió hacer caso a su nueva colega y aquella noche, después de la agotadora jornada, se fumó el primer canuto de su vida. No sería el último.

A partir de aquella noche Marisol estuvo irreconocible, una sonrisa perenne le adornaba la cara. Daba igual las veces que tuviera que recoger la cabaña de los siete maleducados a su cargo, o el tiempo que empleaba en despertar al dormilón del grupo, o que fuera corregida varias veces por el sabiondo, ella se mostraba feliz y sonreía contenta, incluso cantaba. Los niños, contagiados de su felicidad, cantaban con ella y hasta compartían sus tareas: «Ayho, ayho, te vamos a ayudar».

La nueva actitud de Marisol también afectó al musculitos. Sus requiebros no hacían apenas mella en ella. La muchacha, dentro de la renovada felicidad que le procuraba el fumeteo, se mostraba ausente en ensoñaciones románticas. El macizo la sorprendió un día canturreando «Tal vez muy pronto ya mi príncipe vendrá»; no sintió que estuviera pensando en él porque músculos tenía de sobra, pero le faltaba sangre azul. Marisol deseaba enamorarse, pero estaba claro que él no era un buen candidato.

«¿Un príncipe? ¡No me jodas!» fue la reacción que tuvo la transportista macarra cuando la oyó canturrear la misma tonada, «¡Serás rancia!». Pero Marisol notaba que le faltaba algo para sentirse completa, necesitaba su media naranja. «Lo mismo deberías pensar en princesas en lugar de príncipes, tía. Te pega más. Los tíos con los que te rodeas ya ves que no te molan nada» le respondió la repartidora de víveres cuando Marisol insistió en su romántico deseo. «¿Enamorarme de una mujer? Pero, qué cosas se te ocurren. Ni se me ha pasado por la cabeza», «Tampoco se te pasó por el coco darle a la marihuana y mira la afición que le tienes ahora…».

La macarra y Marisol se enrollaron una noche de luna llena detrás de la cabaña donde dormían los siete niñatos y mientras el cultureta hacía sentadillas en el barracón donde dormían los empleados. La intimidad necesaria en el encuentro obligó a que la nueva amiga de la muchacha se despojara de la sudadera, con capucha incluida, que permanentemente llevaba puesta la susodicha. Fue entonces cuando se reveló la verdadera identidad de la supuesta barriobajera: era su madrastra.

Tras aquella noche de desenfreno y descubrimientos sorprendentes Marisol abandonó el campamento y se fue con su antigua madrastra y actual amante.

Viven felices en el apartamento de la playa que consiguió su reciente novia tras el divorcio de su padre. Por las noches se las suele ver juntas por la orilla del mar, cogidas de la mano y cantando: «Ayho, ayho, nos vamos a nadar».





10 de abril de 2025

Triste mirada

 

Era la musa de la clase. Qué digo la clase, de la universidad entera. Tenía enamorados a todos los chicos y a parte de algunas chicas. Elegante, estilizada, segura de sí misma y una mirada lánguida que encandilaba a quien dirigía sus ojos.

Siempre fue para todos un modelo a seguir, o sería más correcto decir una quimera. Imposible igualarla. Sus modales exquisitos fueron adquiridos tras generaciones de antepasados acostumbrados a moverse pisando alfombras palaciegas donde los títulos nobiliarios se acumulaban en folios y folios de registros aristocráticos.

Han pasado muchos años de aquella etapa universitaria y aún me pregunto por qué me eligió para ser su mejor amiga, su confidente más íntima, la depositaria de sus secretos. O eso creí hasta aquel día en que todo se desmoronó.

Yo estaba becada en una universidad privada, mis méritos no eran ni nobiliarios ni monetarios sino académicos, gracias a mi tesón y horas de disciplina espartana para estudiar más de doce horas diarias conseguí que una asociación benéfica pagara la costosa matrícula de una prestigiosa universidad que se caracterizaba por educar a los futuros dirigentes de varios países.

Podía considerarse que era una afortunada, pero esa suerte se incrementó cuando ella se fijó en mí y comenzó a invitarme a sus populares fiestas. El boato y el lujo caracterizaban esas reuniones, pero la estrella indiscutible siempre fue ella. Ningún palacio, ningún entorno podía eclipsar su brillo.

Sabía hablar, sabía moverse, pero sobre todo sabía mirar porque era su mirada la responsable de su magnetismo. Miraba sin ver, como si el foco de su visión no fuera la persona a quien dirigía sus ojos sino algo más allá, fuera del dominio de los demás, en otro lugar recóndito e inaccesible. Cuando hablaba contigo uno sabía que estaba muy lejos, como si su hábitat no fuera de este mundo, como un hada perdida procedente de otra dimensión.

Aquella mirada que tantos estragos provocaba fue la responsable de mi devoción hacia ella.

—Hola, me llamo Greta.

Con esas cuatro palabras la estrella de la universidad se dirigió a mí el primer día de clase, y con ellas me abrió las puertas a su Olimpo particular, territorio exclusivo de unos pocos privilegiados y vedado a la mayoría de los mortales.

En cada fiesta, viaje o comida entre su exclusivo grupo de amigos Greta repartía glamour, elegancia y una presencia siempre acompañada por esos ojos tristes. Porque su mirada, esa que encandilaba y enamoraba, destilaba un vapor de tristeza.

Lo tenía todo, admiración, dinero, posición, el amor incondicional de múltiples devotos, pero en su mirada había un poso de tristeza, de desconsuelo.

Nunca se le conocieron novios, al menos novios duraderos, sus amantes eran de una noche, nadie la satisfacía, ella se confesaba conmigo, nada era suficiente, siempre quería ir más allá con esa triste mirada.

Hasta aquel día en que todo se derrumbó, cuando cayeron los velos del misterio, cuando la triste realidad se manifestó.

En el garaje de su mansión había vehículos de todo tipo: deportivos, cuatro por cuatro, berlinas, incluso motos. Pero ella nunca conducía; de esa ocupación se encargaba un chófer que también tenía la función de guardaespaldas. Allá donde íbamos el discreto Hugo nos acompañaba como una silenciosa sombra, era inseparable de ella y la única condición de su acaudalado y nobiliario padre para que saliera donde quisiera. Greta tenía completa libertad de movimientos siempre que fuera con su escolta particular. Un par de intentos de secuestro cuando ella era muy pequeña habían dejado a su progenitor con la constante incertidumbre y temor de perderla para siempre.

—Con un chófer permanente no sabrás conducir —le comenté en una ocasión tras finalizar una fiesta viendo amanecer desde la azotea de un exclusivo hotel donde se había celebrado el evento.

—Sí sé, tuve clases particulares con Hugo en la finca que mi padre tiene en Jaén, pero es cierto que no conduzco nunca, no lo necesito —me contestó dirigiéndome una mirada desmayada.

Hasta aquel día en que todo se desmoronó.

Ese día Hugo no estaba con ella. El repentino fallecimiento de su madre en una aldea de Galicia le hizo ausentarse un par de días. Un compañero de la facultad celebraba su cumpleaños a las afueras de la ciudad y Greta no quería perderse la fiesta. Ante la falta de conductor decidió ponerse ella al volante. Su padre se negó en redondo, pero la hija supo sacar provecho del amor incondicional que éste le profesaba y ante la mirada encantadora que tan bien sabía manejar, el cabeza de familia cedió.

El auto elegido para desplazarse fue un Porsche Cayenne gris plateado. A los mandos de tan potente vehículo enfiló la autovía rumbo a la localidad de Manzanares del Real, lugar donde se celebraba el sarao.

Nunca llegó a su destino.

La visibilidad era excelente, el estado del firme de la carretera bueno, nada hizo prever la tragedia desatada. En un cruce, Greta se saltó el stop y no pudo esquivar el camión que le interceptó el paso. Un Iveco Daily de dos toneladas y cinco metros de largo la arrolló. La fuerte carrocería del Cayenne se arrugó como si fuera de papel y Greta quedó atrapada en un amasijo de hierro.

Tres horas tardaron los bomberos en excarcelar su cuerpo. La Guardia Civil revisó los restos del Porsche en busca de indicios de sabotaje tras las presiones del poderoso padre que, en un principio, achacaba el siniestro a un complot contra su persona. Nada se halló y nadie entendía qué pudo pasar.

El sepelio se realizó una mañana gris. El cementerio rebosaba de personalidades pertenecientes a diversos sectores de la sociedad: empresarios, cantantes, actores, embajadores y hasta algún ministro. El desconsolado padre iba a la cabeza del cortejo fúnebre.

—Debería haber imaginado que no me haría caso. Acepté que condujera con la única condición de que se pusiera las gafas.

La elevada miopía de Greta fue la responsable del accidente y, por lo que se supo después, también de su atractivo. Esa mirada melancólica tan seductora era el resultado de nueve dioptrías que la sumían en una niebla visual permanente, impidiéndole enfocar la vista más allá de un palmo de distancia. Sabedora de dónde residía todo su carisma, Greta nunca quiso subsanar el defecto óptico ni con lentes ni con intervención quirúrgica. Mantuvo su triste mirada hasta el final.






Hada verde:Cursores
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