Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

29 de noviembre de 2023

Mujer tenías que ser (I)

 

¡Vive Dios que tienen puntería las malditas!

    Así juraba el capitán Orellana mientras daba órdenes a sus soldados para responder a la lluvia de dardos que desde la orilla del río les llegaba, al tiempo que le pedía al piloto que se alejara más de la ribera para evitar que les alcanzaran las flechas. Los arcabuces, que tan útiles les podrían ser estaban almacenados en la bodega pues la pólvora se les había acabado un mes atrás, al igual que la comida; aquella travesía se estaba haciendo interminable y convirtiéndose en una auténtica pesadilla.

—¿Seguro que son mujeres las que nos disparan, capitán? —preguntó Cristóbal, un soldado veinteañero—. Nunca vi a ninguna fémina asaetear con semejante destreza. En verdad, nunca vi disparar a ninguna, ni con destreza ni sin ella.

—Yo creo que son indios con la melena más luenga de lo que es habitual en ellos —terció otro soldado mientras se agachaba para esquivar una flecha que iba directa a su cabeza.

—¿Sí? ¿Eso crees? —le replicó el capitán—. Pues además de tener más luenga la cabellera también tienen pechos más crecidos de lo que se espera en un varón. ¡Son mujeres, pardiez, y buenas guerreras! ¡Señor de Alcántara, alejadnos de aquesta orilla del diablo!

    El piloto manejó con soltura el bergantín obedeciendo a su capitán y pudieron eludir, al menos por el momento, el ataque de las mujeres.

    Se encontraban en semejante tesitura desde hacía una semana.

    Al igual que Cristóbal, muchos de los ocupantes del barco no podían creer que unas hembras les tuvieran sojuzgados de aquella manera. Todos recordaron el asombro que les embargó aquel día en que divisaron por primera vez a una de ellas.

    De la espesura de la selva salió una mujer completamente desnuda, con el pelo trenzado en pequeñas coletas que se enrollaban alrededor de la cabeza y todo el cuerpo lleno de dibujos de diferentes colores. Desde la borda, la marinería comenzó a saludarla con frases procaces que se convirtieron en gritos de estupor cuando la fémina les lanzó una lanza que se clavó más de dos palmos en el cascarón del barco a pesar de estar bien separados de la orilla donde ella se encontraba. Sin darles tiempo a reponerse del sobresalto, más mujeres aparecieron también disparando sus lanzas de las cuales una pasó a un palmo de la cara del propio capitán.

    Desde ese día los ataques no habían cesado y la moral decrecida y el cansancio estaban haciendo mella en todos. De todos los sufrimientos que en esa expedición estaban pasando este era el peor y el más humillante: ¡unas mujeres!, ¡por todos los Santos!

—Son las amazonas —explicó fray Gaspar de Carvajal, el dominico que iba a bordo del bergantín y que se encargaba de registrar la crónica del viaje—. Fueron las enemigas de Aquiles en la guerra de Troya.

—¿Y desde Troya se han venido hasta aquí?

—Cuentan que en sus ciudades solo hay mujeres —prosiguió el fraile haciendo caso omiso del comentario del piloto—, cuando quieren procrear raptan a hombres de los pueblos vecinos, y una vez satisfechos su deseo y su objetivo, los sacrifican, al igual que el fruto de esos encuentros si son varones. Tan solo se quedan con las niñas para criarlas a su semejanza y con sus mismas destrezas.

—Solo unos salvajes podrían aceptar un comportamiento tan insolente y contra natura. ¿Dónde se ha visto un lugar solo habitado por mujeres en el que los hombres simplemente sirven para sembrar su semilla? —exclamó un arcabucero que en la cubierta asistía a la plática del dominico— En la hoguera habían de arder todas. ¡Voto a Cristo!

—Hemos visto cosas excepcionales, pero aquesta es la más extraordinaria —añadió el capitán Orellana con un punto de admiración.

—Y la más sacrílega —insistió el arcabucero.

    El capitán nada añadió y se retiró a sus aposentos para reflexionar sobre cómo afrontar esta parte de un viaje que cada vez se complicaba más y más.

    En la soledad de su camarote Francisco de Orellana hizo recuento de cómo habían llegado todos a esa situación.

    Encontrar el País de la Canela, el objetivo de aquella expedición, había resultado una quimera más de las muchas que en el Nuevo Mundo se perseguían. Después de varios meses de vagar por la selva, los árboles de canela que pudieron hallar apenas eran un centenar, nada que se pudiera aprovechar como explotación de riqueza. Además, la pérdida de hombres había sido altísima, aunque fue mucho más alta entre los indígenas. Orellana recordó con un escalofrío cómo el jefe de la expedición, el más pequeño de los hermanos Pizarro, en un alarde de crueldad suprema y muy acorde al talante de sus otros hermanos, decidió masacrar a todos los indios entre guías, intérpretes y porteadores, más de mil, en venganza por no haber encontrado el maldito País de la Canela.

    Una vez que todos supieron que ese país de ensueño no existía, o al menos no se encontraba por esos lares, decidieron volver, pero la falta de alimentos y las malas condiciones de la mayoría de los supervivientes hacían que el regreso fuera poco factible. Fue entonces cuando Gonzalo Pizarro decidió construir un barco para intentar avanzar más rápido por el río que se encontraron. El propio Orellana se ofreció a ir en esa nave inestable y construida de manera tosca para buscar alimentos mientras la mayoría de los hombres, con Pizarro a la cabeza, se quedaban en la orilla a esperar la ayuda. Sin embargo, el río por el que navegaban recibía el agua de otros también muy caudalosos, de tal manera que en unos pocos días la fuerza del agua era tanta que hacía imposible volver atrás.

—Volver significa muerte segura —dijo Orellana a sus hombres cuando se planteó la cuestión—; regresar en esta nao es lo mismo que naufragar sin remedio. Tan solo tenemos una opción: seguir adelante*.

    Al mismo ritmo que el caudal del río crecía, crecieron las penalidades. Indios cada vez más belicosos los acosaban desde la orilla día y noche haciendo muy difícil proveerse de agua y alimento pues cada vez que desembarcaban el precio era la vida de dos o tres hombres asaeteados por los indígenas.

    Y ya, para rematar, después de seis meses de navegar por ese río interminable, el acoso de estas mujeres guerreras con una ferocidad inusitada en alguien de su sexo.

    Con la preocupación pintada en el rostro, el capitán se dispuso a pasar la noche rezando para que el barco abandonara lo más pronto posible el territorio de las amazonas.

    Al día siguiente, Orellana comprobó que sus rezos de poco habían valido pues las indias estaban de nuevo lanzando flechas y lanzas contra el barco.

—Capitán, se nos está acabando el agua. Necesitamos desembarcar —le urgió uno de los oficiales.

—Pues ya me diréis cómo. Esas brujas no paran de disparar. ¡Vive Dios! ¿Es que no se cansan nunca? Traedme a ese indio que viaja con nosotros desde hace dos semanas. He de parlamentar con él.

    El oficial fue en busca del indígena al que hacía alusión su capitán. Se trataba de un varón al que pillaron desprevenido mientras pescaba tranquilamente en la orilla. Orellana, conocedor de varios dialectos indígenas solía procurarse la compañía (el eufemismo que él mismo utilizaba para referirse a capturar) de habitantes de las zonas por las que pasaban para obtener información.

    Un individuo bajo pero fornido, con el pelo rapado a la altura de las orejas y con la nariz atravesada por un fino hueso, apareció ante el capitán.

—Wayana, tienes que ayudarnos —le dijo Orellana al recién llegado para, acto seguido, seguir hablando en una lengua desconocida para los demás.

    Durante un buen rato, el español y el indio anduvieron intercambiando frases que nadie más entendió.

—Dice Wayana que el país de estas mujeres, al que rinden pleitesía todos los poblados en muchas leguas a la redonda, se acaba en un día, a lo sumo dos. No hay que dejar lugar a la desesperación, tened un poco más de paciencia —tradujo Orellana a la tripulación una vez terminado el parlamento con el indio—. Así que a aguantar un poco más y nos zafaremos de estos demonios encarnados en mujer.

    Nadie de los presentes objetó la orden de su capitán, pero varios de los soldados se miraron entre sí con la duda en los ojos.

—¿No crees que el capitán sabe demasiadas lenguas? —dijo Cristóbal a uno de sus compañeros.

—Es hombre culto y letrado.

—Ya, eso sí, pero… no sé, me da que la mayor de las veces se inventa lo que traduce. En La Española he visto cómo trabajan los intérpretes y siempre es dificultoso el pasar de una lengua a otra, siempre se traban, o dudan antes de decir muchas de las palabras, pero el capitán… lo dice todo de corrido.

—Ya te he dicho que es un hombre leído y muy listo —le contestó el compañero dándose la vuelta y zanjando el tema.

    Cristóbal no andaba errado con su apreciación. Francisco de Orellana era bueno aprendiendo lenguas y siempre le fue muy útil, así conseguía entenderse con los indígenas y obtenía informaciones muy valiosas, pero era cierto que estaban recorriendo tierras muy alejadas de las que él conocía y el habla de sus gentes en nada se parecía a los idiomas que él, más o menos, podía entender.

    Aunque el compadre de Cristóbal también tenía razón: Orellana era muy listo. Y también buen capitán. Sabía cuán importante es tranquilizar a la tropa y evitar que el pánico se propague. No había entendido ni una palabra de lo que el indio Wayana le había dicho, pero disimuló y se inventó que pronto saldrían de la zona de las amazonas para que no cundiera el desánimo ni hubiera altercados. Ahora solo esperaba que lo que había hecho pasar por una información de su invitado se hiciera realidad. En algún momento debería de acabarse el país de las amazonas. Y si no era así, ya podían todos encomendar sus almas a Dios.

CONTINUARÁ…







13 de noviembre de 2023

El cuento de nunca acabar

 


Iván estaba eufórico. Por fin había terminado de escribir y corregir el artículo que tantos quebraderos de cabeza le estaba dando.

Repasar las cinco tablas con más de cien datos con sus desviaciones estándar y sus correlaciones estadísticas le llevó más de una semana. Adaptar la sintaxis a las exigencias de la revista donde iba a mandar el trabajo fue un auténtico martirio. «¿Qué más dará si la ‘p’ de la significación va en cursiva o no?» se preguntaba cada vez que corregía una de esas letras que no estaba bien según las normas de la editorial. Cuadrar los pies de las gráficas, elegir los tonos de grises adecuados para que se visualizaran bien (si los ponía en color era más caro publicar), adecuar el formato numérico al sistema anglosajón (los decimales se separan con puntos, no con comas) y muchas más pijotadas le mantuvieron entretenido (y cabreado) durante semanas.

A Iván esta parte de la labor científica le era muy desagradable y engorrosa. Lo que realmente le gustaba era investigar; poner unas letras en cursiva, cambiar algunas comas por puntos o elegir una buena trama como fondo de un gráfico no tenía nada que ver con la investigación, pero si uno no publica lo que hace, no existe, no es nadie, es menos que nadie: está muerto científicamente e Iván quería vivir en la Ciencia. Por lo tanto, este era un trámite a seguir, un efecto colateral en la investigación.

Conseguir la financiación para pagar los tres mil euros del ala que cobraría la editorial si accedía a publicar el manuscrito también había supuesto un esfuerzo titánico, pero tras arrastrarse por varios despachos, incluido el de la decana de Farmacia, tenía asegurada la pasta gracias a un presupuesto extra salido de no sabía muy bien dónde.

Pero, al fin, el artículo estaba finiquitado. «Se acabó» dijo Iván con una sonrisa de satisfacción en el rostro y entrando en la web de la revista para colgar el texto y así finalizar el último trámite.

Nada más poner su apodo y la clave de acceso, un mensaje saltó en la pantalla del ordenador:

«Usuario y contraseña no coinciden. Por favor, vuelva a intentarlo.» Envió un email solicitando una nueva clave y tras recibirla, se dispuso a emplearla para entrar en la web. Aunque el proceso fue automático y casi instantáneo, eso ya le llevó unos diez minutos.

Una vez en la plataforma de la revista, comenzó a introducir los datos previos para colgar su manuscrito.

Datos y filiación de los autores: como en el trabajo participaban siete compañeros pertenecientes a varios departamentos de la universidad, introducir todos los nombres con sus respectivos cargos y lugares de investigación supuso un buen lapso.

Sugerencias de revisores: este apartado suscitaba sentimientos encontrados en Iván. Sabía que esos verificadores que iban a corregir (y generalmente, a masacrar) su trabajo debían ser especialistas en el área de investigación sobre la que versaba el artículo, pero siempre que tenía que rellenar esa parte del cuestionario, pensaba en poner a su madre, a su abuela y a su tía Matilde, un trío de mujeres a las que todo lo que él hacía siempre les parecía que estaba requetebién. Rellenar con el nombre, filiación, correo electrónico, área de trabajo y motivos por los que se proponían dichas sugerencias también requirió una buena porción de tiempo. «No sé para qué preguntan esto, si al final ponen a los que ellos les da la gana» se dijo al tiempo que pulsaba «Enter» tras introducir el último dato.

Aún hubo de proporcionar otra serie de referencias más donde tan solo le faltó informar acerca del número de zapato que calzaba o la regularidad con la que iba al baño.

Una vez añadidos los datos requeridos se preparó para subir a la web el trabajo en sí mismo. Primero fueron las tablas. Una a una, seleccionó todas, teniendo especial cuidado en no repetir o en saltarse alguna. Tras repasar concienzudamente que todos los ficheros estaban bien, le dio a la pestaña de «Upload» y el sistema respondió con un cuadro de texto donde se leía «Error». Refrescó la pantalla y todos los ficheros que tan cuidadosamente había elegido se borraron. «No pasa nada» se dijo Iván al tiempo que se pasaba una mano por la cara, «Habré dado a la tecla mal. Vuelvo a cargar».

Repitió la operación, esta vez aún más despacio, por lo de no dar a la tecla equivocada, y tras volver a darle a la pestaña de «Upload» el mismo mensaje de «Error» apareció borrando igualmente los ficheros elegidos. En esta ocasión Iván empezó a impacientarse mirando el reloj que le informaba que ya llevaba con el último trámite más de una hora y cuarto.

Tras intentar subir las dichosas tablas tres veces más con idénticos resultados, decidió pedir ayuda. Varios compañeros le ofrecieron tomarse un café con ellos, aunque para lo de las tablas no le dieron solución. Sin saber muy bien qué hacer, se fijó que, en la pantalla donde debía cargar los ficheros, en una esquina y con una letra pequeñísima había un mensaje que avisaba que los archivos a subir debían estar en formato TIFF. «Anda, coño. Yo las estaba subiendo en JPG.»

Una vez superado el escollo de las tablas, pasó a subir las gráficas. En esta ocasión, y ya escaldado con la experiencia previa, convirtió todas las imágenes, que también estaban en JPG, a TIFF. Una vez cargadas le dio a «Upload» y nuevamente el maldito mensaje de «Error» volvió a aparecer. Tras dos intentos más y casi repitiendo los mismos pasos dados con las tablas, pudo comprobar que los gráficos debían cargarse en formato JPG y no en TIFF.  

Cuando ya estaba seguro de haber subido todo lo que tenía que subir, se percató de que uno de los gráficos estaba repetido. «Menos mal que me he dado cuenta» pensó ufano Iván. Señaló el gráfico doble y le dio a la pestaña de «Remove», pero el sistema se vino arriba y le removió todos los ficheros, los gráficos y las tablas también.

Jurando en arameo Iván empezó a ponerse de muy mal humor. Se había sentado al ordenador pensando en acabar el trabajo, llevaba más de dos horas y eso no estaba acabando ni mucho menos.

Decidió tomarse ese café (descafeinado) ofrecido con sus compañeros por relajarse y por ver si se le iba la mala leche que le estaba carcomiendo las entrañas.

Media hora después volvía a cargar otra vez los archivos necesarios, poniendo especial cuidado en no repetir ninguno y que cada fichero estuviera en el formato adecuado. Cuando ya iba a dar a la pestaña de «Submission» recordó algo: «Porras, no he puesto la cover letter». Anduvo un buen rato explorando por las decenas de carpetas de su portátil hasta que encontró un modelo tipo. Rellenarlo con los datos de la editorial y del artículo a presentar también le supuso unos cuantos minutos. Cuando ya la tuvo confeccionada fue a introducirla en la web, pero en la pantalla aparecía un mensaje encuadrado en rojo: «Time out».

«¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!» gritó un desquiciado Iván. Varios colegas se acercaron a su mesa de trabajo para ver qué le pasaba, cuando averiguaron el motivo de su furia la mayoría se encogió de hombros y regresó a sus quehaceres. Tan solo Lucía, la becaria, se quedó un rato más a consolarlo, pero finalmente también se marchó.

En soledad y con los nervios a flor de piel, Iván comenzó de nuevo a poner todos los datos. En esta ocasión, y dado que ya estaba avisado de los formatos, tardó algo menos. Una vez cumplimentado todo, y en el tiempo estipulado por la web, le dio a la bien deseada pestaña de «Submission».

La pantalla se quedó en blanco, ningún mensaje apareció. «¿Se habrá cargado todo bien?» se preguntó Iván mientras se mordía las uñas.

Pasaron varios minutos y la pantalla seguía en blanco. «¿Se habrá cargado algo bien?» se preguntó esta vez. «¿Se habrá cargado algo?» se volvió a preguntar al borde del pánico pues el sistema no parecía reaccionar. «¿Me habré quedado sin conexión a internet y estoy haciendo el panoli mirando la pantalla?»

Tras unos minutos más, apareció un reloj de arena indicando que, al menos, sí tenía conexión a la red. En unos segundos un nuevo mensaje en inglés apareció: «El navegador empleado es incompatible con nuestra plataforma. Por favor, inténtelo de nuevo con otro explorador. Gracias.»

 


 

 

 


Hada verde:Cursores
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