Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

19 de marzo de 2023

Entre pillos anda el juego


 

Bon día. Quiero denunciar una estafa.

Bon día. ¿Qué tipo de estafa?

De las gordas. Mi familia ha perdido mucho dinero. Pagamos por unos servicios que no nos fueron dados.

De acuerdo. Necesitaré algunos datos para registrar la denuncia y tramitarla a las autoridades pertinentes.

Mientras el policía nacional que atendía el mostrador de atención al público se sentaba delante de un ordenador, el recién llegado a la comisaría miraba con nerviosismo a uno y otro lado de la sala.

Perdone, ¿no podríamos hacer esto en un lugar más discreto?

—¿Discreto? ¿Por qué? —preguntó el policía al demandante.

—Bueno, es un tema delicado y no quisiera que… la cosa trascendiera. No sé si me entiende.

—Pues no, no le entiendo, la verdad. A no ser que en lugar de una estafa quiera denunciar otro tipo de delito más sensible, como un abuso o una violación, para esas cosas tenemos un protocolo especial.

—¿Cómo de especial? Lo digo porque, ahora que lo menciona, en cierta medida lo que nos ha pasado es una violación.

Ante estas palabras, el funcionario se acercó al individuo que le estaba hablando y en tono tranquilizador le habló en voz baja.

—Vamos a ver. ¿A usted y a su familia qué les ha pasado?

—Nos han engañado durante diecisiete años, confiamos en un hombre que nos lo prometió todo y ahora se ríe de nosotros, nos amenaza, nos acosa. Es horroroso.

—¿Pero ha habido violación o no ha habido violación? —preguntó el policía rascándose la cabeza por debajo de la gorra y pensando en llamar directamente al psicólogo. Lo de atender a víctimas siempre le pareció complicado y reconocía que no solía tener mucho tacto con ellas—. ¿Quiere contármelo más despacio delante de un café? —añadió recordando uno de los cursillos que le habían impartido sobre empatía.

—Muchas gracias, agente. Me parece una buena idea, mi café con soja y sin azúcar. Ah, y que la taza no sea blanca, por favor, ese color me da ganas de vomitar, por eso no soporto la leche.

—La máquina del pasillo ofrece café solo o con leche. Y no lo sirve en taza, tiene vasos de cartón marrón. Así que… un café solo sin azúcar —dijo el policía dirigiéndose al dispensador y decidido a llamar al psicólogo a la mínima de cambio. El tipo ese era retorcido y algo señoritingo.

Se sentaron en unas sillas dispuestas en un pasillo, como no había demasiada concurrencia en la comisaría, aquello era relativamente discreto.

—Bueno, pues usted dirá.

—Verá, esta historia comenzó en 2001. Mi familia nunca tenía suerte en… el desarrollo profesional. Somos muchos, pero no conseguíamos ser… amados por ahí fuera. Siempre nos hacían sombra, en el estado español y también en Europa. Queríamos cambiar las cosas, pero no sabíamos cómo. Hasta que llegó él. Él nos ofreció su amor, sus contactos, su influencia, en fin, todo. A cambio de una retribución económica por sus servicios, ya sabe, la pela es la pela, nos prometió felicidad, amor en todas partes, reconocimiento. Nosotros creímos en él, pero fue un sinvergüenza que nos engañó.

—Ya. Entiendo —replicó el policía que, en realidad, no estaba entendiendo nada.

—Al principio, parecía que la cosa iba bien. Empezamos a creer sus embustes cuando nos pitaron varios penaltis sin ningún fundamento pero que nos ayudaron a ganar partidos complicados. Un par de ligas cayeron, luego alguna Copa del Rey…

—A ver, a ver, a ver. ¿Penaltis? ¿Ligas? ¿Copas?

—Sí, hombre, sí. Con los títulos llegó el reconocimiento, el amor. A mi familia se la empezó a amar fuera de nuestra tierra, en muchos lugares allende las fronteras. Fue precioso.

—Un momento. ¿Pero de qué familia me está usted hablando?

—De la gran familia culé: el Barça.

—¿Todo esto es por el fútbol? —preguntó el agente con los ojos como platos.

—Pues claro. ¿No me ha reconocido? Fui presidente del club durante muchos años. ¿No se ha fijado en los colores de mi pañuelo de seda o en la insignia de mi solapa?

El policía no contestó. Sí se había fijado en los complementos a los que aludía el individuo, pero no como un reconocimiento a lo que representaba; lo único que pensó cuando vio el pañuelo era que esos colores no combinaban bien y la insignia, de oro macizo, era una exageración de muy mal gusto. El agente Contreras no era aficionado al fútbol; lo suyo era el ajedrez. La «apertura vienesa» o la «defensa Alekhine» eran términos que dominaba mientras que «fuera de juego» o «saque de esquina» le parecían situaciones difíciles de comprender. En la comisaría era el raro, todos sus compañeros, seguidores del llamado «deporte rey», le miraban con suspicacia. Las discusiones entre sus colegas tras un fin de semana liguero o una competición de Champions eran terreno vedado para él. Se quedaba apartado de la conversación y las disputas por aquella jugada tan polémica o un arbitraje cuestionable no le interesaban en absoluto. Le dejaban de lado. Tan solo agradecían su nula afición al fútbol cuando había un partido importante que nadie quería perderse, porque, entonces, Contreras se prestaba a hacer la guardia y así dejar librar a alguno de sus compañeros futboleros.

—¿Me está diciendo que pagaron a alguien para ganar trofeos? —preguntó directo, como lo hacía cuando jugaba al ajedrez.  Sin empatía, buscando tumbar el rey.

—Hombre,  dicho así… suena mal. En realidad, fue un incentivo para animarnos a nosotros mismos. Para insuflarnos moral, para no estar siempre a la sombra de otros equipos, sobre todo ese que se viste de blanco —replicó haciendo una muesca de asco.

—¿Y cuánto pagaron exactamente?

—En total… unos siete millones de euros, más o menos.

—¡Caray, con el «incentivo»!

—Tenga en cuenta que fueron diecisiete años lo que duró nuestra… relación. Pero yo lo que quiero es denunciar el engaño que mi familia ha sufrido.

—¡Ah! ¿Ustedes han sido los engañados?

—Sí, claro que sí. Porque las promesas no se cumplieron.

—Bueno... nueve ligas españolas, seis Copas del Rey y ocho Supercopas… —replicó el agente consultando los datos en su teléfono móvil— A mí eso no me parece un mal rédito, la verdad.

—No, a pesar de todo seguimos estando por debajo de… esos de blanco. Nos han engañado. Y encima ahora, ese… desgraciado, quiere más o dice que se va de la lengua. ¡Encima! ¡Esto es un abuso! ¡Extorsión! ¡Nosotros somos las víctimas!

Ante las voces airadas del denunciante otros dos agentes se acercaron donde estaba Contreras. Los recién llegados sí entendían de fútbol y reconocieron al instante al antiguo presidente del Fútbol Club Barcelona. Tras saludarlo con afectación se interesaron por su problema. Cuando fueron puestos al corriente los dos policías se miraron con preocupación.

—Esto es muy grave, presidente —dijo el más alto—. No sé yo si denunciar lo que cuenta va a ser de ayuda. Tan solo servirá para que la prensa se entere y se corra la voz.

—Pero nos están extorsionando. Eso es un delito.

—Y pagar por arbitrajes favorables, también —puntualizó Contreras que, aunque no sabía nada de fútbol, sí entendía de leyes.

—Pero, esto es un ataque a nuestra familia. ¡Una conspiración! ¡Un ultraje!

—Cálmese, presi. Mire que como esto vaya a instancias superiores puede salirle el tiro por la culata. Podrían sufrir sanciones. No sé, multas o prohibir al club participar en competiciones —intervino el otro policía que iba con el alto.

—¡Eso! No le dejarían competir en la Champions —replicó Contreras que recordó la importancia que le daban sus colegas a ese torneo.

—Bueno, que no nos dejen jugar en la Champions tampoco supondría un problema —le contestó el poli alto que era también culé—. Total, para lo que duramos ahí…

—Nos estamos desviando del tema —insistió el expresidente.

—Yo creo que lo mejor que puede hacer es dejar las cosas como están y no liarla más. Esto no debería saberse porque le va a caer la del pulpo —dijo conciliador uno de los agentes.

—O sea, que seguimos pagando para que no hable ese sinvergüenza.

Los dos policías aficionados al fútbol no dijeron nada, aunque pensaron que sí. Tan solo Contreras se atrevió a decir algo, pero por lo bajini «Menudo marrón tienen estos».

—Está bien —se rindió el exmandatario—. No denuncio nada, tienen ustedes razón, lo mejor es que esto no se sepa, pero ahora mismo me voy a Hacienda. Voy a declarar los pagos para ver si nos devuelven algo. La pela es la pela.

 



 

 

28 de enero de 2023

Calma


 

Diez de marzo del año del Señor de mil quinientos y treinta y cinco

Diario de Tomás de Berlanga, Consejero de la Corona, Legado Regio y Obispo de Panamá

 

«Comienzo este diario para dejar constancia de los avatares que Nuestro Padre Celestial tiene a bien concederme y para intentar aplacar el desánimo de mi espíritu ante este incierto viaje en el que me hallo inmerso.

»Siguiendo las órdenes de mis superiores en Cristo y obedeciendo como se espera de un buen cristiano y servidor de mi congregación, pretendo cumplir con mi deber de llegar al destino que previamente fue diseñado, aunque este no sea ahora mismo el que debiera pues nos encontramos en mitad de la mar océana desconocedores de nuestra ubicación.

»Con la intención de mediar en una disputa entre dos capitanes de la corona en tierras del Perú, los señores Pizarro y Almagro, que Dios confunda por sus mezquindades, inicié un viaje desde mi sede episcopal en Panamá hacia la Ciudad de los Reyes, o Limac, o Lima pues así es como la llaman los indígenas y así se la conoce.

»Era una ruta sencilla, yo mismo diseñé la singladura pues mis conocimientos de cartografía adquiridos en Salamanca, y bajo la tutela de mis hermanos dominicos, así me capacitan para ello. Deberíamos haber arribado a puerto hace días, pero no contábamos con los vientos adversos de estas latitudes, aunque sería más acertado decir que no contábamos con la falta de vientos, ni desfavorables, ni propicios.

»Dios nos ha abandonado pues todo han sido inconvenientes. Primero, una corriente inesperada nos desvió de nuestro derrotero y luego, una calma absoluta nos mantuvo, y sigue manteniéndonos, en una quietud exasperante.

»Rezo fervientemente para que Dios Nuestro Señor nos conceda la virtud de movernos y poder ir a algún sitio, no ya a Lima, sino a cualquier lugar que nos provea de agua y alimentos pues ya se acabaron y la sed nos atormenta sin clemencia. Sé que mi orden promulga la continencia y la sobriedad, pero una cosa es ayunar voluntariamente sabiendo que en la despensa nos aguardan las viandas que darán repuesto a la vil carcasa que es nuestro cuerpo, y otra es no tener absolutamente nada que llevarse a la boca sin conocer cuándo tocará restablecerse.

»Pido perdón por mi pecado de soberbia, mas esta calma chicha (así la llama la marinería) vuelve ateo a cualquiera, incluso a los más piadosos de la grey del Señor...»

—¡Fray Tomás! ¡Fray Tomás! la voz de un muchacho interrumpió el escrito del obispo.

Monseñor, Luisillo, monseñor, que dejé de ser fraile hace muchos años, ahora soy obispo.

Perdón, Monseñor Tomás. ¡Nos movemos!

—¡Bendito sea Dios! ¿Hemos retomado la ruta prevista?

El piloto no tiene ni idea de dónde nos encontramos, pero nos movemos. Algo es algo contestó el chico encogiéndose de hombros.

Mientras que el obispo recogía los enseres de escritura pensando en retomar la historia más adelante, se oyó barullo en cubierta.

¡Tierra! ¡Tierra a babor! gritó un grumete subido a la cofa del palo mayor.

¿A babor? Yo no veo nada —contestó el piloto Bernal Zamorano mirando por un catalejo—. ¿No será a estribor? —preguntó al grumete mientras se giraba al lado opuesto de donde estaba mirando—. Llevas un año conmigo y todavía no te aclaras con los lados del barco, Lope.

—Era a babor, lo juro, pero… ¡ha desaparecido!

—Ya estamos otra vez—intervino un marinero con la dentadura mellada—. El otro día hizo lo mismo. Como vuelva a tomarnos el pelo, escabecho al grumete y me lo como.

—Tiene razón Lope. Yo también he visto la costa, pero ahora una niebla lo cubre todo —acudió en defensa del muchacho otro marinero rubio y más joven llamado Guzmán.

—Os he dicho mil y una veces que la bruma y las nubes juegan malas pasadas a la vista y que…

—¡Tierra! —interrumpió a Bernal Zamorano el grumete subido a la cofa— ¡Tierra…! ¡Otra vez!

Todos acudieron a la borda del lado donde el muchacho señalaba con el brazo.

—Yo no veo nada —dijo un marinero.

—Yo tampoco —añadió Zamorano mirando con su catalejo.

—Yo me meriendo al niñato este ¡Qué se ha creído! —espetó el mellado.

—Ahora no se ve, otra vez la niebla la ha tapado, aunque esta vez se ha movido y ha aparecido un poco más a la derecha. ¡Es una isla encantada!

—Mira chaval le vas a vacilar a tu put…

—¡Calma, señores! ¡Calma! —interrumpió el obispo al de la falta de dientes.

—Calma, precisamente, monseñor, es lo que nos sobra —intervino el piloto—. Esta inmovilidad del demonio nos está volviendo locos.

—Pero el barco ya se desplaza ¿verdad? —preguntó el eclesiástico.

—Eso parece, mas muy lentamente y no tenemos referencias para orientarnos. Recorremos lugares por los que no han transitado cristianos nunca —respondió desolado Zamorano.

—¡Tierra! ¡Tierra!

—Sí, sí, ya te hemos oído.

—Que no, que esta vez se ve bien.

—¡Yo también la veo! ¡Allí! —señaló con el brazo el rubio Guzmán.

—¡Alabado sea Dios! Recemos en agradecimiento a Nuestra Señora y a su Santo Hijo y a…

—Monseñor —le interrumpió el piloto—, mejor vamos a desembarcar antes de que la línea de costa desaparezca otra vez. Ya no tenemos ni agua ni alimentos. Los rezos pueden esperar —añadió pragmático.

Arribaron a una playa minúscula a los pies de un farallón. El paisaje era abrupto y lleno de peñascos. Grupos de cactus festoneaban la arena.

—Aquí no parece que haya mucha agua para poder beber —se lamentó Luisillo rascándose la nuca.

—La lluvia no visita estos parajes, si acaso más pareciera que de llover sean piedras y no agua —añadió el piloto observando las rocas que abundaban por doquier.

Anduvieron un buen trecho entre quebradas volcánicas y tierra seca. De vez en cuando algún lagarto salía a su encuentro. Tras caminar media mañana atisbaron una nueva playa, unos extraños bultos grises se encontraban desperdigados por la arena.

—¿Qué será eso? —preguntó Lope.

—Más rocas, como en todo este maldito lugar —respondió el marinero de la dentadura mellada.

—Pues vas a tener razón con eso de que esto es una isla encantada, Lope —añadió Guzmán—. En la cristiandad no se da que las rocas se muevan, y esas de ahí lo hacen.

Asombrados comprobaron que, lo que supusieron rocas, comenzaban a moverse lentamente hacia el agua.

—¡Son rocas con patas! —exclamó Luisillo.

—¿Qué sandeces son esas? —dijo el obispo—. Vi algunos dibujos de esas criaturas en un grabado, pero aquellas eran más pequeñas y las llamaban tortugas. Es verdad que esas de ahí son gigantes. Me recuerdan a las sillas galápagos que mi padre empleaba para montar sus caballos.

—Parecen seres pacíficos, mas no me atrevería yo a montarlos como si fueran equinos —intervino el piloto Bernal—. Ciertamente nos hallamos en una tierra muy extraña —añadió mirando en derredor—. Es como si aquí se hubiera detenido el tiempo y nada hubiera cambiado desde que el mundo nació.

—A lo mejor se puede estudiar aquí la evolución de la vida —dijo Lope mirando embobado las tortugas gigantes.

—¿Qué dices, criatura? —interpeló el obispo—. ¿Evolución? ¿De dónde sacas tú esas palabras?

—Monseñor, ya os dije que este chaval nos toma el pelo. Deberíamos haberlo tirado por la borda hace semanas —añadió el mellado.

—No sé… —se disculpó el grumete—. Como don Bernal ha dicho eso de que aquí se ha detenido el tiempo… Lo mismo se puede saber cómo era la vida antes y compararla a como es ahora.

—Mira, niño, no digas tonterías que te monto un proceso inquisitorial aquí mismo y te condeno a la hoguera —le regañó Tomás de Berlanga—. La vida es tal cual la creó Nuestro Señor. Eso que dices es herejía, así que a callar. ¿Estamos?

El joven grumete se limitó a bajar la cabeza prometiéndose no volver a hablar del tema, aunque según la idea le vino a la mente le pareció que podía ser la base de un gran descubrimiento.  

—¡Señores! Basta ya de cháchara —arengó el piloto—. Sigamos explorando hasta encontrar algún manantial y cacemos algo que llevarnos a la boca, aunque sean lagartos que algunos son tan grandes como ovejas. Debemos salir de aquí cuanto antes y retomar nuestra ruta de una santa vez.

—Con Dios mediante —interrumpió monseñor Tomás de Berlanga.

—Con Dios mediante y con la ayuda de las estrellas que parece que la noche se presentará despejada —porfió Zamorano.

—¡Qué pena! —se dijo Lope—. A mí este lugar me place, tiene un no sé qué. Me hubiera gustado quedarme aquí para observarlo todo con más calma y conocer mejor esta tierra de… galápagos.

 

NOTA: Ante la poca documentación de este descubrimiento casual (como lo han sido casi todos) he tenido que inventarme los nombres del piloto y muchos otros datos. Siento el poco rigor. Lo que sí es cierto es que el dominico Fray Tomás de Berlanga era obispo de Panamá cuando acudió a intermediar en un tema de lindes de territorios entre los pendencieros Pizarro y Almagro, se perdió en el mar y acabó en las Islas Galápagos (el origen del nombre parece ser el que cuento en el relato)*.

Los marineros llamaron a esas tierras «Las Encantadas» por la “costumbre misteriosa” de aparecer y desaparecer cuando la niebla irrumpía intermitentemente, dando la sensación de que era la tierra la que se desplazaba y no el barco. Estas islas se harían famosas cuando Darwin encontró allí datos para desarrollar su teoría de la evolución de las especies.

*Galápago (R.A.E.) 9. m. Equit. Silla de montar, ligera y sin ningún resalto, a la inglesa.


Hada verde:Cursores
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