—¿Seguro
que esta es la ruta, Antón?
—Que
sí, mi señor. He recorrido este mar de los caribes muchas veces y he tenido el mejor
maestro, nuestro gran almirante.
—Que
formarais parte de la tripulación de don Cristóbal cuando hizo uno de sus
viajes no os da ningún título especial. Yo también participé y piloté una de sus
naos.
—Nadie
os discute eso, señor, pero ahora mismo soy yo el que lleva el timón de esta
embarcación.
—De
nada nos ha de servir si vais sin orden ni disciplina. Llevamos más de un mes
de un lado a otro según sopla el viento, eso no es navegar, es errar como almas
en pena.
—Por
favor, señores, no discutan más. Allí parece que se ve costa, cojamos un bote e
intentemos desembarcar, este calor y esta humedad me están matando —objetó un tercer hombre
rascándose la barba debajo del mentón.
La pequeña embarcación arribó a una playa de fina
arena blanca. Varios hombres desembarcaron mientras miraban a su alrededor.
—Bueno,
pues ya hemos llegado a otra isla —dijo
el que comandaba la expedición, un hombre de unos cincuenta años, alto y con aspecto
distinguido.
—¿Estáis
seguro de que esto es una isla[1]?
—Eso
lo deberíais saber vos, don Antón, pues hasta aquí nos habéis traído —contestó el piloto refunfuñón.
—Señor
de Quexo, dejad las pullas para otro momento, no ha lugar ahora mismo —intercedió el jefe con gesto
cansado—. Soy yo el que
digo que esto es una isla, pues islas es lo que hay en este mar Caribe.
—Podría
ser una península.
—¿Una
qué? Dejaos de sutilezas. Vamos a explorar.
—¿Señor
Ponce, no deberíamos antes ponerle nombre a esto? El almirante es lo primero
que hacía después de tomar tierra en un nuevo lugar —sugirió Antón que, diez años después de compartir nave
con Colón en su cuarto viaje al Nuevo Mundo, recordaba al genovés con añoranza—. Busquemos a algún nativo y
le preguntamos cómo se llama este sitio.
—No,
mejor nos lo inventamos nosotros que por estos lares suelen utilizar sonidos
harto rebuscados. Le pondremos un nombre del santoral, así que llamaré a
este lugar… ¿Antón qué día es hoy?
—Dos
de abril de mil quinientos y trece, día de San Abundio.
Ponce
de León se rascó la barba mientras pensaba cómo sería el gentilicio de
los que nacieran en un lugar llamado San Abundio pues ya se imaginaba en aquel sitio
una ciudad poblada por mucha gente. El jefe de la expedición era un hombre con
una gran visión de futuro, pero también pragmático y supo que recurrir al
santo que se celebraba el día del descubrimiento, como se hacía en otras ocasiones, para nominar un nuevo enclave no
era buena idea en este caso.
—Hoy
también es la festividad de la Pascua Florida —añadió Antón como si le hubiera leído el pensamiento a
su jefe.
—¡Florida!
¡Hemos llegado a la Florida! —exclamó
con alivio Ponce—. Y
ahora, sí, vamos a explorar.
Cuando
todos los hombres desembarcaron de las tres naves que hasta la costa habían
arribado, se internaron tierra adentro.
Llevaban
media jornada caminando cuando se encontraron con un grupo de cazadores nativos,
iban vestidos con ropas multicolores cosidas con cuero y llevaban el pelo trenzado
adornado con plumas.
Con
gestos amistosos los expedicionarios se acercaron a ellos.
—Don
Sequene, parlad con estos indígenas y que sepan que venimos en son de paz —le
dijo Ponce a uno de sus hombres.
Sequene
era un indio arahuaco de la isla de Cuba, iba como intérprete pues suponían que
en las islas de la zona todos hablaban una lengua similar.
El
que parecía comandar el grupo de cazadores se acercó a los visitantes.
—Venimos
en son de paz —dijo Sequene en su lengua natal[2].
El
nativo contestó en una jerga ininteligible para los expedicionarios españoles y
también para Sequene que no se enteró de nada. Por lo que se veía, en esa “isla”
no hablaban nada parecido a las otras islas del Caribe, qué mala suerte. Sin embargo,
el arahuaco no dejó traslucir su ignorancia porque desde que le habían incluido
en ese viaje para hacer de intérprete había estado viviendo a cuerpo de rey. Un
plato de comida diario con una jarrilla de vino, como cualquier otro tripulante,
y nada de latigazos ni malos tratos, todo lo contrario, el jefe de la
expedición le hablaba con deferencia y hasta le ponía el “don” delante de su
nombre y todo. Si ahora confesaba que no servía para su cometido se acabaría la
buena vida, así que decidió fingir mantener una conversación con su supuesto
vecino isleño.
—¿Qué
ha dicho? —preguntó Ponce tras la parrafada del cazador.
—Estoooo…
dice que… que bien, que mejor que vengamos en son de paz y no de guerra —inventó
Sequene.
—Pregúntale
dónde hay oro —le dijo Antón.
—Don
Antón, si no os importa, aquí las preguntas las hago yo que para algo soy el
jefe —reprendió Ponce de León al timonel—. Sequene, preguntadle si sabe dónde
hay una fuente mágica con poderes curativos y que proporciona la eterna
juventud.
—¡Por
Dios, señor Ponce, con esas estáis! Os creía más sensato —protestó el piloto Juan
de Quexo—. Esas fábulas sobre fuentes con aguas sanadoras son invenciones de
los salvajes. ¿Dónde se ha visto que haya una fuente de tal índole en un lugar
pagano? Esos milagros solo pueden darse en enclaves santificados por nuestros
sacerdotes —añadió el de Quexo recordando la fuente con fama de curar los
sabañones que se encontraba cerca de su pueblo natal.
Ponce
de León hizo caso omiso a la reconvención de su piloto y animó a Sequene a que
hiciera lo que le había pedido.
—¿Hay
por aquí una fuente mágica cuyas aguas curan todas las enfermedades y dan larga
vida a quien de ellas bebe? —dijo Sequene en su lengua.
—No
te entiendo —contestó el otro nativo en la suya abriendo los brazos—. Tú no
eres seminola, ¿verdad?[3]
—Dice…
que sí, que por aquí cerca —tradujo Sequene esquivando la mirada de Ponce de
León no fuera a verle en los ojos que estaba mintiendo descaradamente.
Ponce
sonrió y se rascó la barba por debajo del mentón (esa maldita barba le estaba
molestando cada vez más, el calor le había provocado una especie de urticaria
debajo de la barbilla, debería rapársela).
Así
que era cierto, la fuente de la eterna juventud existía; y él daría con ella. Sus
cincuenta y tres años de vida azarosa y agitada le estaban pasando factura.
Luchar en la toma de Granada, conquistar Puerto Rico y, sobre todo, administrar
sus muchas plantaciones de yuca, le habían dado experiencias y buenos dineros,
pero tanto quebranto le había minado la salud. Ponce se sentía viejo, tenía
muchos achaques a los que ahora se añadía la molesta urticaria de la barba. Añoraba
levantarse por las mañanas sin que nada le doliera, montar a caballo sin
resentirse a las pocas millas de viaje, o poder beber hasta la madrugada sin
luego tener dolor de cabeza. Quería volver a ser joven. Y ese sueño estaba ya a
su alcance.
—Preguntadle
dónde se halla la tal fuente —insistió con gesto perentorio a Sequene.
—¿Dónde
está? —preguntó Sequene en su lengua arawak[4] con
desgana y por decir algo porque ya sabía que sus palabras no iban a ningún lado.
—Que-no-te-en-tien-do
—exclamó en su lengua creek[5] el nativo separando mucho las palabras y gesticulando aún más.
—Dice
que… por allí… debajo de unas palmeras —mintió de nuevo Sequene preguntándose
cómo iba a salir del embrollo.
Encabezados
por un ilusionado Ponce de León, los exploradores retomaron la marcha mientras
los cazadores observaban cómo se internaban en la espesura.
—¿Dónde
van? —preguntó uno de los cazadores al que había estado hablando (infructuosamente)
con Sequene.
—No
sé. Pero hacia allí solo hay rocas y pantanos. Ellos sabrán. Son gente muy
rara. ¿Te has fijado que casi todos tenían pelos en la cara? ¡Qué feos!
—Debe
de ser muy incómodo eso de llevar pelo ahí. ¿Te has fijado tú que el más alto
no hacía más que rascarse la barbilla?
—Sí
que me he fijado. Tienes razón, debe de ser molesto tener pelo en la cara.
Continuará…
[1] Cuando Ponce de León llegó a la península de La Florida creyó que era una isla, el error no se subsanó hasta bastantes años después.
[2] Me hubiera gustado transcribir lo que dijo Sequene en su lengua natal, la de los nativos de Cuba, pero mi formación al respecto no llega a tanto. Lo siento.
[3] Etnia de la península de la Florida.
[4] Lengua de los arahuacos.
[5] Lengua de los seminolas.