Ya estamos en otoño y yo ya comienzo a ponerme nostálgica. Empiezo a rememorar anécdotas, paisajes y personas del pasado; episodios medio olvidados que como un fogonazo regresan a mi memoria y me hacen revivir aquello que ya fue y nunca más será. Qué gran poder el de los recuerdos.
El caso es que hace unos meses nos reunimos un grupo de compañeros de estudios de la universidad. Algunos llevábamos sin vernos más de veinticinco años. El reencuentro fue entrañable y muy alegre; besos, abrazos, risas y también alguna lágrima de emoción.
Fue encantador volver a ver a amigos con los que compartí muchas y diferentes vivencias: partidas de mus, juergas –las fiestas de la primavera eran apoteósicas y las de la patrona de la facultad divertidísimas– momentos duros y esforzados –la época de exámenes era un martirio chino– y sobretodo compañerismo.
Una vez pasado el primer momento de euforia por el reencuentro, después de los ‘Qué tal estás’ ‘No has cambiado nada’ ‘Por ti no pasan los años’ o ‘Ahora a qué te dedicas’ etc, etc, vinieron las conversaciones más profundas y sinceras.
A algunos la vida les había tratado relativamente bien, profesional y personalmente, con sus altibajos como es natural. A otros la vida laboral no les había reportado los laureles que en su juventud esperaban: en este grupo había dos a los que se les vaticinaba un esplendoroso futuro profesional por sus cualidades intelectuales y sin embargo la fortuna –o alguna otra diosa con ganas de incordiar– les dio la espalda y el resultado final fue menos resplandeciente de lo esperado. Por último –y esto fue lo más doloroso– a otros la vida les había tratado muy mal; en todos los terrenos.
En este último grupo estaba L., un compañero que cuando estudiábamos era de los más populares de la clase; no había fiesta ni sarao en el que él no tuviera un papel protagonista, nadie hacía una convocatoria –del tipo que fuera– sin consultarle previamente, su presencia en cualquier reunión aseguraba una velada entretenida. Todos sabíamos que llegaría lejos y que allá donde ejerciera sería el mejor –al menos el más aplaudido–. Yo le veía metido en política o siendo el “public relations manager” de una gran multinacional porque tenía labia y gracejo a espuertas.
Bien, nada de esto sucedió. Un divorcio difícil, una posterior relación sentimental muy tortuosa y la crisis económica le tumbaron hasta dejarlo prácticamente KO pasando períodos oscuros que le llevaron a terapias de desintoxicación.
Mi relación personal con él nunca fue muy fluida. Suelo huir de los oropeles y las aclamaciones –propias y ajenas– cuando algo no me gusta lo digo y si me lo callo se me nota en la expresión corporal, o sea que entre su séquito de admiradores yo no estaba. Por lo tanto L. nunca me incluyó en sus círculos más íntimos aunque sí pertenecíamos a la misma ‘panda’.
En esa reunión, al final de la cena y ya tomando unas copas –cuando las mentes están más relajadas por la digestión en curso y por el alcohol que se va acumulando– nos pusimos a charlar L. y yo solos. Creo que en los cinco años de carrera que compartimos nunca tuvimos una conversación a solas y desde luego ninguna con la profundidad de la de aquella noche. El caso es que me habló de sus tres hijos adolescentes, de lo difícil que era para él mantener una relación paterno-filial adecuada al verlos muy de tarde en tarde (L. trabaja en una empresa ubicada en Chile), lo solo que se sentía al tener que cruzar un océano para aceptar un trabajo mal pagado pero el único que había para él. Me hizo partícipe de sentimientos que en los años de la carrera yo hubiera jurado que no tenía –siempre le vi como el ídolo perfecto al que las adversidades no le afectan, entre otras cosas porque para él no existen– y sin embargo aquella noche expuso su lado más vulnerable.
Puede parecer que soy una persona cruel si digo que este L. me gusta más que el de juventud. No lo digo por crueldad, lo digo porque sin ese barniz de éxito, sin la máscara de perfección que siempre le adornó L. ahora se muestra más humano.
El tiempo sí que es cruel. Cuando somos jóvenes y tenemos toda una vida por delante –hasta esto es engañoso pues en el grupo faltó una persona que falleció tempranamente– creemos que haremos todo lo que soñamos, que alcanzaremos cualquier meta propuesta. Esa ilusión está bien –soñar es maravilloso– pero también debemos ser conscientes de los factores fuera de nuestro control que pueden frustrar esas ambiciones.
En cualquier caso si nuestros sueños se cumplen o no sólo lo podremos saber con el paso del tiempo.
Kirke