Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

19 de noviembre de 2019

Carissia, la ondina llorona - Crónicas bercianas (II)


(Para leer la primera parte clica AQUÍ)

Con las carcajadas de Ruxa en la cabeza aún resonando y lamentándome por no haberme quedado a su reunión entre colegas, llegué a mi albergue, una casa emplazada a los pies de las minas de oro romanas.
Estaba tan cansada que, nada más quitarme el calzado teñido con el polvo ocre de la montaña, me tiré cuan larga era en la cama y allí me quedé dormida en un santiamén.
Soñé con brujas danzando alrededor de una hoguera y con pócimas que sabían a orujo y que me calentaban haciéndome flotar para sentir que volaba. Cuando sobrevolaba la comarca en una especie de nube con forma de escoba un ruido metálico me despertó. Medio adormilada abrí los ojos para comprobar que no me encontraba en mi habitación sino en un catre tirado en el suelo. Las paredes de ladrillo que caracterizaban mi cuarto habían sido sustituidas por una lona oscura zarandeada por el viento.
Creyendo que aún estaba bajo los efectos del sopor del sueño me incorporé restregándome los ojos. Al volverlos a abrir, y con la mente algo más despejada, constaté que mi primera apreciación era cierta: me encontraba en el interior de una tienda de campaña.
Extrañada me levanté del catre y al hacerlo algo me rozó la pierna derecha arañándomela. De pie miré hacia la herida y vi que me la había provocado mi propio calzado, una sandalia de cuero de la que salía una especie de espinillera metálica. Atónita volví a mirarme de arriba abajo para comprobar, aún más asombrada, que todo mi atuendo era de lo más peculiar.
 En lugar de los pantalones y el forro polar con los que me había acostado, llevaba una túnica de tonos granates y de un tejido basto. Por encima una coraza de láminas metálicas protegía el torso y la cadera, además hacía un ruido que reconocí como el causante de mi despertar. Al echar una mirada más exhaustiva a mi alrededor me fijé en que al lado del camastro se encontraban un casco, una espada corta y un escudo de madera. Me agaché a tomar la espada pues me recordaba a algunas que había visto en el Museo Arqueológico, pesaba bastante pero cuando la tuve en mis manos no tuve ninguna duda, la empuñadura de hueso y la hoja de doble filo era la seña de identidad de las gladius.
«¿Una espada romana? ¿Pero esto qué hace aquí?» pensé, al mismo tiempo que me palpaba todo el cuerpo para corroborar con el tacto lo que había visto con los ojos.
Cuando miraba extrañada la espada que tenía en las manos, entró un individuo en la tienda, vestía de manera similar a como lo hacía yo y con gesto perentorio me miró y dijo:
―¡Vamos, Quinto! ¡No te retrases! Es ya la hora secunda, ¿no has oído la corneta?
Miré a mi alrededor por si el tal Quinto se encontraba en aquella estancia y yo no me había percatado, pero allí solo estábamos ese hombre tan extraño y yo. Como yo no reaccioné, mi nuevo acompañante se acercó a mí y, dándome un empujón, me sacó de la tienda al tiempo que cogía el casco y el escudo que estaban en el suelo.
―¡Por Júpiter, Quinto! ¡Espabila! Hoy el propio Publio Carisio va a pasar revista, como no estemos en formación nos va a tocar limpiar las letrinas hasta que a Mercurio le salgan tetas ―me espetó mientras me colocaba el casco en la cabeza y me entregaba el escudo.
Aturdida le seguí hasta una pequeña explanada donde otros hombres vestidos con las mismas trazas se disponían en filas y columnas con aire marcial. Antes de llegar hasta ellos me paré y observé detenidamente.
¿Aquello era una legión romana? Creyendo que aún estaba soñando sacudí la cabeza, un ruido metálico resonó en mis oídos cuando el casco se bamboleó dejándome unos segundos más aturdida de lo que ya estaba.
Segura de que estaba soñando me dispuse a colocarme junto a mis compañeros de indumentaria. Tras unos cuantos infructuosos intentos, pues no daba con el lugar que me correspondía, me situé al lado de un fornido legionario con un recio mentón cuadrado, una piel curtida por el sol y unos limpios ojos azules que no escondían la fiereza de su mirada.
―¿Esto es una legión romana? ―volví a preguntarme, esta vez en voz alta sin darme cuenta.
―Pues claro que no, somos la centuria de Máximo Nono, de la Legio X Gemina. Quinto, mira que eres duro de mollera, después de tantos años ya deberías saber en qué unidad combates ­―me contestó mi compañero de al lado, el de los ojos azules―. ¿Cuánto vino bebiste anoche? ―añadió con tono burlón.
«Anoche no bebí nada de alcohol» respondí mentalmente, pero empecé a sospechar que Ruxa había echado algo a la fogata con la que calentó la cueva confiriéndole al humo poderes psicotrópicos que, al inhalarlo, me había producido el estado de alucinación del que ahora era víctima.
Esperando que el efecto alucinógeno pasara pronto decidí dejarme llevar por mi ensoñación.
Mientras esto cavilaba apareció un hombre que no superaba la treintena y que iba ataviado con una brillante armadura plateada. El penacho de su casco estaba compuesto de unas preciosas plumas blancas que daban majestuosidad a su ya de por sí imponente figura. Era bastante alto y a través del yelmo se podían apreciar unos rasgos muy atractivos. Cuando llegó hasta nosotros todos los soldados se callaron. Un respetuoso silencio invadió la explanada mientras pasaba revista el solemne oficial ―yo no tenía ni idea de rangos militares, pero aquel hombre seguro que era un mandamás, y de los gordos―.
―¿Todo en orden, general? ―le preguntó uno de los legionarios que revisaba la tropa junto a él pero unos pasos por detrás.
―Todo en orden, centurión. Refuerza la vigilancia en la parte alta de la montaña y forma tu centuria con la otra del manípulo en el valle. Al otro lado se encuentra la caballería esperando órdenes. Me voy a hablar con uno de los jefes tribales, si las cosas no salen como yo espero, habrá lucha. Debéis estar preparados.
―A tus órdenes, Carisio ―contestó el aludido levantando con aire marcial el brazo derecho tras golpearse previamente el pecho.
Cuando el general se marchó acompañado de lo que parecía su guardia personal, el centurión que había recibido las órdenes se acercó hasta el lugar donde me encontraba yo.
―Flavio, Tito, Lucio, Marco y Quinto. Subid a aquel altozano ―señaló hacia una colina cercana― y vigilad si hay movimiento de tribus. El general se reúne esta mañana en Lucerna con un jefe de los astures, no sabemos si esos traicioneros salvajes nos prepararán una emboscada, avisad si veis algo sospechoso, ¿entendido?
―Entendido, centurión ―contestó el legionario de ojos azules y que resulta se llamaba Flavio.
Dicho esto, mis cuatro compañeros y yo nos dispusimos a subir donde el oficial nos había ordenado. Cuando llegamos arriba, el tal Flavio nos distribuyó por diferentes lugares de la cima.
―Quinto, ponte en aquel risco, si ves algo raro, silba.
Hay muchas cosas que se me dan regular, algunas mal y otras rematadamente fatal, entre estas últimas se encuentra silbar. Cada vez que intento hacerlo me sale un sonido como de fuelle roto que en nada se parece a un silbido.
―Perdona, Flavio, si necesito pedir ayuda… ¿puedo hacer alguna otra cosa que no sea silbar?
Según le planteaba esa pregunta a mi compañero, me vino a la mente que lo mismo me pedía que imitara el sonido de algún pájaro, tarea completamente imposible porque si no soy capaz de silbar menos lo soy para imitar a ningún ave, empezando porque ni siquiera sé distinguir el canto de un jilguero del de una urraca. Por eso añadí:
―Qué sé yo… podría… ¿chillar?
Flavio se me quedó mirando con sus acerados ojos azules y tras hacer una mueca despectiva me dijo:
―En serio, Quinto, ¿cuánto vino bebiste anoche?
Llegué al risco señalado por Flavio y la vista que se extendía ante mí era realmente preciosa. Entre colinas de diferentes alturas se extendían multitud de prados donde las aulagas, el brezo y las jaras salpicaban la sábana esmeralda de las praderas. A lo lejos se divisaba un poblado de cabañas de adobe donde los techos de cañizo despedían finos hilos de humo. Justo en ese momento una comitiva a caballo se internaba en el castro y entre los jinetes destacaba uno que portaba un casco adornado con plumas blancas. El castro debía de ser Lucerna, el lugar donde nuestro general iba a parlamentar con los astures.
Entre la quietud del lugar y el sol que ya había ascendido sobre las montañas y que empezaba a calentar, el sopor se adueñó de mí. Cuando di una cabezada un llanto me despertó del todo. Alguien estaba llorando. Me incorporé y miré alrededor, cerca de donde yo estaba se encontraba una mujer que, a juzgar por el movimiento de sus hombros, era la que lloraba desconsoladamente.
―Perdona, ¿te encuentras bien?
La muchacha se sobresaltó al oírme y dio un respingo, pero siguió llorando igualmente a pesar de que mi imagen no era nada tranquilizadora ―al menos a mí no me parece que llevar una espada y un escudo sea algo que dé sosiego ―.
Como yo seguía allí delante esperando algún tipo de contestación, ella comenzó a hablarme entre hipidos y sollozos.
―He sido una tonta, me dejé engañar por sus palabras zalameras, me creí todas sus mentiras, pensé que me quería y lo único que buscaba era reírse de mí. Solo he sido una distracción para él.
―¡Ah, vale! Has sufrido un desengaño amoroso. Tranquila, esas cosas pasan, al principio piensas que es el fin del mundo, pero luego te das cuenta que no es para tanto. A veces, con los años, hasta agradeces que te hayan dejado cuando ves qué mal trata el tiempo a algunos ―le dije recordando a mi amor imposible de la adolescencia por el que suspiraba y que me dio calabazas; me lo encontré veinte años después para comprobar, no sin cierta malicia, que el pibón de mi adolescencia se había convertido en un señor calvo, obeso y con unas venitas en la nariz que delataban su querencia por el alcohol.
―¡Pero yo le amo! ¡No puedo vivir sin él! Necesito ver su rostro, tenerlo cerca, oír su voz ―añadió llorando a moco tendido.
Mientras se lamentaba me percaté que a los pies de la muchacha se estaba formando un pequeño reguero de agua que descendía colina bajo, camino del poblado. Estupefacta comprobé que el agua procedía de sus lágrimas. «Pero, ¿cuánto tiempo lleva llorando esta mujer?» me pregunté.
―Sé que nuestros pueblos son enemigos, pero nuestro amor podría evitar la guerra, si nuestras estirpes se unieran el enfrentamiento no sería necesario. Tú que eres de su ejército, ¿no podrías interceder ante él? ―me dijo sin dejar de llorar y mientras el torrente de lágrimas descendía por su cara para incorporarse al reguero que cada vez era más caudaloso.
―¿Interceder ante quién? ¿A qué te refieres?
―Por favor, dile a tu general que yo le amaré siempre, que nuestra unión sería beneficiosa para todos. Mi padre está muy enfadado, se ha enterado de lo que ha pasado entre nosotros dos y quiere una reparación o la guerra será inevitable.
―¿Mi general? ¿Es Publio Carisio de quien te has enamorado? La verdad es que te entiendo, porque el tío está bastante bueno ―contesté recordando la facha que se gastaba aquel hombre cuando nos pasó revista.
Sin dejar de llorar, la mujer me miró suspicaz ante mi último comentario.
―¿A ti te gustan los hombres?
―Sí, claro, y si son guapos, más aún. Y el general de marras está como un queso ―añadí guiñándole un ojo.
―Nos habían dicho que en la legión se castigaba a los homosexuales ―argumentó ella siempre llorando.
―Pero si yo no soy…
No terminé la frase porque enseguida me di cuenta de que, en aquel momento, en aquella ensoñación, era un hombre, un soldado romano que se llamaba Quinto.
―Bueno… intento disimular ―rectifiqué para salir más o menos del paso―. ¿Y dices que tu padre está enfadado y va a declarar la guerra? ―añadí para cambiar de tema― ¿Quién es tu padre?
―El jefe de Lucerna ―respondió llora que te llora.
¡Madre mía! La muchacha era la hija del jefe de los astures y se había encamado con el general, este la había despreciado y el padre de la chica sabía del ultraje. Encima, el general estaba reunido ahora con el jefe que era el padre y que estaba cabreado. Se mascaba la tragedia.
Me llevé los dedos a la boca en un vano intento de silbar y dar la alarma. En lugar de un silbido salió una especie de resoplido apenas audible. Tras intentarlo varias veces desistí porque no solo no conseguía silbar, encima me estaba ahogando.
―¿Tienes asma? ―me preguntó solícita la chica sin parar de llorar. Era increíble cómo podía hablar sin dejar de derramar lágrimas a raudales.
Ni siquiera contesté acuciada por la necesidad de avisar del peligro. Miré hacia el poblado y pude ver que la comitiva romana salía del castro al galope. El penacho de plumas blancas destacaba otra vez entre todos los jinetes. «Al menos ha salido con vida de allí» pensé aliviada.
Al mismo tiempo que veía la comitiva romana alejarse del poblado me di cuenta de que el regato de agua provocado por las lágrimas de la muchacha, había alcanzado el castro y se estaba formando un pequeño estanque en las inmediaciones al estar ya en terreno llano. El torrente lacrimoso se estaba estancando al verse libre de pendiente por la que bajar.
Volví a fijarme en mi interlocutora para cerciorarme de que aquella agua que se veía abajo procedía de sus lagrimales, y así era. Volví a menear la cabeza en un desesperado intento de despertarme o de quitarme de encima la alucinación, pero de nuevo el casco ―que me estaba un poco grande― me volvió a golpear las sienes.
Iba a decirle a la muchacha que se serenara y que dejara de llorar porque si seguía así, sus vecinos iban a tener que ponerse a achicar agua de sus casas, pero en ese instante un toque de corneta se oyó en la lejanía.
―¡Quinto! ¡Debemos bajar! Tocan para la formación. Entramos en batalla.
Era la voz de Flavio que me llamaba desde unos metros más abajo. Me dispuse a reunirme con mis compañeros, pero antes quise despedirme de aquella chica. Sin embargo, cuando me giré, había desaparecido. Antes de descender definitivamente eché un último vistazo al poblado y vi cómo el agua cubría la mitad de las viviendas.
En el campamento la actividad era frenética y todos nos preparábamos para la inminente batalla. Yo estaba muy asustada y no hacía más que calcular cuánto tiempo llevaría en esa situación haciendo cábalas sobre el efecto más o menos duradero de ciertos estupefacientes que seguramente eran los responsables del estado de alucinación en el que me encontraba, ya que participar en una batalla, aunque fuera el fruto de una ensoñación, no me apetecía nada.
Mientras nos reuníamos todos los soldados oí carcajearse a mi compañero Flavio.
―Los dioses nos apoyan ―me dijo palmeándome la espalda―, dicen que Lucerna ha sido tragada por las aguas. Eso es obra de Júpiter.
―¡Qué va! ―contesté yo―. Eso es cosa de una chica que está llorando en la montaña y que con sus lágrimas ha anegado el poblado.
Entonces, Flavio se volvió hacia mí y con el ceño fruncido me espetó:
―Quinto, ¿cuánto vino bebiste anoche?
Cuando la centuria se reunió al completo, el oficial al cargo nos ordenó formación en tortuga para atacar al contingente enemigo que se había organizado en tropel a unos cientos de metros de nuestra posición.  Mientras el centurión daba la orden yo intenté recordar las clases de latín del bachillerato y me maldije por no prestar más atención a la profesora cuando nos explicó el orden de batalla de los romanos, porque el caso es que no sabía cómo diantres era aquella formación. Menos mal que mis compañeros sí sabían su oficio y yo solo me dejé llevar.
Recorrimos unos cuantos metros sin saber muy bien hacia dónde iba pues la formación en tortuga consiste, básicamente, en cubrir a un grupo de legionarios con escudos por los lados y por arriba para no ser alcanzados por los proyectiles enemigos, lo que se traduce en que no se ve un pimiento, tan solo pies y la espalda del compañero de delante.
De repente, un toque de corneta dio el aviso y los escudos que nos protegían se movieron, dejándonos al descubierto. Se iniciaba otro tipo de ofensiva mucho más peligrosa: el combate cuerpo a cuerpo. Ahí sí que empecé a angustiarme, porque yo soy muy cobarde y tengo muy poca tolerancia al dolor. De todas formas, la ansiedad tuvo poco tiempo para anidar en mi ánimo ya que enseguida se abalanzó sobre mí un tío enorme armado con un hacha gigantesca que me arreó tremendo porrazo en toda la frente y que me hizo ver las estrellas momentos antes de que todo se convirtiera en negro.
Abrí los ojos angustiada. En mi retina prevalecía la imagen de un energúmeno atacándome con saña y el corazón me latía frenético. Me incorporé bruscamente y comprobé que me hallaba en una confortable cama. Miré mis ropas y noté aliviada que llevaba el forro polar y los pantalones con los que me había acostado hacía una eternidad. Más sosegada vi cómo, a mi lado, se hallaba mi marido durmiendo apaciblemente. Volví a recostarme con un resoplido de alivio. Todo había sido un sueño.
Cuando me giré de lado noté un dolor agudo en la frente, me llevé la mano hacia allí y comprobé que tenía un enorme y doloroso chichón. No conseguía recordar dónde o cómo me había golpeado antes de tumbarme en la cama, entonces me asaltó una duda y me pregunté: «¿Cuánto vino bebí anoche?»




NOTA: El lago Carucedo se encuentra en la comarca de El Bierzo, cerca de las Médulas. Cuenta la leyenda que ese lago es el fruto de las lágrimas derramadas por la hija de un jefe tribal astur. Parece ser que la muchacha se enamoró del general romano Publio Carisio encargado de conquistar la zona. La pobre se dejó engatusar por el galán ―cuentan que era un joven muy atractivo― y después de poseerla, el militar dio la espantada. Abandonada y engañada, la hija del jefe se puso a llorar sin control y tanto lloró que se formó un lago donde estaba precisamente su poblado, Lucerna. Ella, después de tanto llorar y de anegar su propio hogar, se convirtió en una ondina y tomó el nombre del amado que la despreció.
P.D. Si queréis saber el origen real del lago Carucedo leed el comentario de Rosa Berros, ella lo explica muy bien.



7 de noviembre de 2019

La Encantada - Crónicas bercianas (I)


Tras un parón de varios meses volví al blog anunciando ciertos cambios en el mismo (Renovarse o morir). Entre otras cosas, avisé que escribiría algún relato basado en mi viaje de vacaciones. Bueno, aquí os presento el primero de ellos que formará parte de una serie llamada “Crónicas bercianas”, una especie de diario de viaje por una comarca idílica y entrañable: El Bierzo. Espero que os gusten si decidís leerlas. Al igual que pasó con las “Crónicas astures”, aparecen algunos personajes muy curiosos.



El sol empezaba a declinar y la hora me pareció perfecta para ir en busca de la ansiada soledad. Necesitaba reflexionar y para ello debía estar sola. Tras argumentar una pobre excusa, me despedí de mis acompañantes de viaje y me encaminé hacia la cueva que había visitado esa misma mañana con un grupo de excursionistas.
Nada más ver aquel recinto horadado en el interior de la montaña por la ingeniería romana muchos siglos atrás, supe que ahí encontraría el reposo y la tranquilidad que andaba buscando desde que partí de vacaciones. En aquel primer contacto, la cueva estaba ocupada por una veintena de personas que en su interior nos maravillábamos con los colores de sus paredes: naranjas, amarillos y ocres de muchas tonalidades. Pero a pesar del bullicio producido por tanta gente, pude intuir la paz que se respiraría allí una vez que los visitantes se hubieran ido, y en ese instante me propuse volver con la caída del sol, esa vez en solitario y esperando que nadie más tuviera la misma idea.
Y allí estaba por fin, constatando que no me equivocaba en mi apreciación de la mañana. La cueva estaba silenciosa e invitaba a recogerse en su interior con una penumbra acogedora que prometía sosiego y paz. Lo que yo quería para mis cavilaciones.
Si estaba tan necesitada de reflexión era porque un problema me venía rondando desde hacía meses y quería solventarlo. Mis cuitas se centraban en una actividad que durante mucho tiempo me había reportado mucho gozo pero que últimamente me resultaba insatisfactoria y hasta tediosa: administrar un blog.
Necesitaba pensar qué hacer con él, qué nuevo rumbo tomar, cómo repartir mi ocio y no agobiarme por no poder dedicarle todo el tiempo necesario. En fin, eran muchas las preguntas que me hacía y que quería responderme.
Relajada, me recosté en una de las paredes de la cueva y me dispuse a cavilar. Mientras observaba embelesada cómo el sol en su ocaso daba tonalidades cambiantes a la tierra arcillosa y cómo las sombras en movimiento retorcían aún más los troncos de los castaños, oí un carraspeo.
«Vaya» ―pensé― «al final resulta que no estoy sola. A la porra la soledad y la tranquilidad». Me incorporé para ver quién se había acercado hasta allí fastidiándome el momento zen, pero en principio no vi a nadie. Creyendo que habían sido imaginaciones mías, retomé mis meditaciones, pero entonces una piedra pequeña rodó hasta mí. Cuando seguí con la mirada la dirección por la que había llegado vi unos pies descalzos llenos de mugre y callosidades. Atónita seguí mirando hacia arriba para tener una visión completa del poseedor de aquellas extremidades y así comprobar que se trataba de una mujer desaliñada de bastante edad.
Tenía el pelo alborotado con signos de no haber visto ni un peine ni el champú en meses. En su cara destacaba una enorme nariz ganchuda en la que afloraba, como una roca en medio del inmenso océano, una verruga gorda y peluda que competía en tamaño con la propia nariz. Vestía una especie de túnica suelta llena de lamparones y rasgaduras.
«¡Una sintecho!» me dije, porque la pinta que presentaba mi nueva acompañante parecía la de una vagabunda en toda regla. Cuando me disponía a saludarla y pedir perdón por invadir su hogar ―supuse que aquella cueva era su morada, aunque no había rastros de que nadie viviera allí― ella empezó a gesticular exageradamente.
―¡Estoy harta! Qué digo harta, hartíiiiiisima. ¡Por el falo de Belcebú y sus efluvios!
Creyendo que su enfado se debía a mi intromisión quise disculparme, pero ella siguió con su diatriba sin mirarme siquiera.
―Cuando me necesitan bien que se acuerdan de mí, pero cuando ya no les hago falta, entonces me ignoran. Hasta tienen el descaro de despreciarme. ¡A mí! ¡¿Cómo se atreven?!
Viendo que su cabreo nada tenía que ver conmigo y que la buena mujer estaba al borde del colapso por la rabieta, decidí hablar.
―Cálmese, no sé a qué es debido su disgusto, pero seguro que no merece la pena que se lleve ese sofoco ―dije con el tono más conciliador del que fui capaz.
―«Ruxa, hazme el bebedizo». «Ruxa, ayúdame». «Ruxa, cuida por mi fillo que no levanta». «Ruxa, mira por las cabras que no las lleve el lobo». Ruxa, Ruxa, Ruxa. Así se les cayera un diente por cada vez que dicen mi nombre ―siguió ella, haciendo caso omiso de mi intervención a la vez que hacía extraños signos con las manos, como si dibujara en el aire.
Me acerqué para hacerme ver mejor. Hasta ese momento no parecía que aquella mujer se hubiera percatado de mi presencia y la penumbra de la cueva, que empezaba a convertirse en oscuridad, podía ser la causante.
Pero sí me había visto pues, cuando estaba a menos de medio metro, ella levantó la mano para detenerme, gesto que yo agradecí mucho porque su falta de higiene provocaba un hedor francamente desagradable.
―¿Y tú? ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
―Verá, estaba dando un paseo por la zona, me alojo en la aldea que está abajo y…
En cuanto cité la aldea, el rostro de mi acompañante se arrugó como si fuera papel y adquirió un tono ceniciento que me dio muy mala espina. Viendo que le sobrevenía otro acceso de cólera intenté mediar, pero ella me lo impidió.
―¡Aldeanos del demonio! ¡Que todos los engendros del infierno se los lleven a un agujero inmundo y apestoso para no salir jamás! ―espetó airada y volviendo a hacer los mismos signos extraños en el aire de unos momentos antes.
Estaba claro que esa mujer andaba muy enfadada así que, por si le daba por volverse violenta y descargar su ira conmigo, decidí marcharme de allí y dejar mis reflexiones blogueras para otra ocasión más propicia. Cuando vio que me disponía a salir de la cueva, la mujer me interceptó el paso.
―¿Tú también me abandonas? ―me dijo con una mirada triste en unos ojos que entonces aprecié eran de un bellísimo color gris―. Eres igual que ellos ―añadió cabeceando y mirando al suelo.
Tras oír aquello me sentí fatal y no sabía muy bien la razón. La acababa de conocer y que me comparara con personas que la habían agraviado me parecía una injusticia por su parte. Aun así, me dio lástima y me embargó cierta responsabilidad por su tristeza, así que desistí de marcharme y me dispuse a hablar con ella. Quizás si conseguía saber de dónde venía su enfado pudiera ayudarla en algo. Total, ya que estaba allí…
―Disculpe si la he molestado, pero como la veo tan enojada he creído que mi presencia era un añadido más a su malestar ―normalmente no suelo ser tan redicha, pero, no sabía por qué, aquella mujer me invitaba a utilizar un lenguaje en desuso.
―No tienes nada de qué disculparte, filliña. Perdóname tú. Cuando esos malditos me pagan con tan mala moneda, la cólera me invade y pierdo los estribos. Soy yo la que debo pedirte disculpas ―respondió conciliadora y con un cambio tan drástico, en sus gestos y en el tono de voz, que parecía haberse trasmutado en otro ser.
―Tranquila, no pasa nada ―añadí yo mientras me llevaba las manos a la espalda sonriendo.
«Lo mismo, en lugar de una sintecho, es una desequilibrada que se ha escapado de algún psiquiátrico y yo estoy a punto de convertirme en una de sus víctimas» pensé alarmada y recordando algunos casos de enfermos mentales que acabaron matando a su madre o a su vecina… o a una idiota en busca de soledad en medio del monte al anochecer.
Pero mi extraña acompañante se sentó en el suelo y con gesto abatido comenzó a lamentarse.
―Tú no sabes la impotencia que se siente cuando una comprueba que ha sido utilizada, cuando solo se acuerdan de ti cuando te necesitan, y una vez pasada la necesidad, o cuando has satisfecho sus demandas, se olvidan de ti e incluso te desprecian.
Entonces pensé cuántas veces yo también había experimentado la misma sensación. Siempre ha habido gente interesada que solo trata a los demás en función del provecho que puedan obtener, que utiliza al prójimo como herramienta para conseguir sus egoístas propósitos. Me vinieron a la mente algunas situaciones vividas precisamente en el blog.
―Quizás le sorprendería cuánto la entiendo. A mí me ha pasado algo parecido. Más de una persona en horas bajas de creatividad se ha sincerado conmigo, y yo la he escuchado, la he consolado mientras la fama internauta se mostraba cruel con ella, o no la satisfacía plenamente. Mientras esas personas se quejaban ante mí del estrés de mantener activos sus blogs, de los requerimientos energéticos que supone estar diariamente publicando o contestando comentarios, yo escuchaba y aconsejaba y les dedicaba mi tiempo. En cambio, cuando el bajón pasa, cuando se rehacen y vuelven a sus tareas, superado el bache creativo, entonces quien ha estado apoyando y consolando es solo un recuerdo vago que se acaba ignorando en pos de los oropeles de la fama bloguera, de los “Like” y de las estadísticas de Google.
Según hablaba me di cuenta de que estaba pensando en voz alta, que estaba reflexionando sobre el problema que me había traído hasta allí. También me di cuenta de que mi interlocutora no se estaba enterando de nada a juzgar por la cara de extrañeza que ponía. Aun así, fui incapaz de controlar el torbellino de pensamientos que acudían a mí y, como si hubiera abierto una puerta imposible de volver a cerrar, seguí desahogándome con aquella desconocida.
―A mí también me han buscado cuando querían algo de mí: consuelo, consejo o simplemente un oído amigo donde descargar las penas y luego, cuando ya no me necesitaban tras desaparecer sus males, si te he visto no me acuerdo.
―¡Tú eres una bruja!
―Bueno, tampoco hace falta insultar. Vale que algunas veces digo las cosas bruscamente y con mala baba, pero siempre lo hago desde cierta inocencia…
―No te insulto, filla mía. ¡Te reconozco! Eres una de las nuestras: ¡una bruja!
Aquel plural me descolocó un poco, pero que me reconociera como una bruja me sentó mal porque algo en mi interior me decía que esa mujer tenía razón. De golpe, recordé algunas veces que me habían llamado eso, bruja: el vecino del quinto cuando le mandé a paseo en aquella junta de propietarios tan bronca, un taxista con el que tuve un encontronazo en un ceda el paso, o un noviete al que, para romper, decirle «no eres tú, soy yo» no le convenció en absoluto.
Sí, me han llamado bruja muchas veces, pero en esta ocasión la manera de decirlo llevaba cierta comprensión y algo de compadreo.
―Eres igual que yo ―insistió ella.
Ahí sí que me mosqueé. No soy ninguna belleza, pero compararme con ella… eso era demasiado. Inconscientemente me toqué el pelo, mucho más limpio y cuidado que el de ella y me toqué la nariz, que también es algo grande pero libre de verrugas pilosas. Por último, miré mi indumentaria y, aunque las zapatillas de montaña no estilizan mucho la figura, ni los pantalones multiusos son favorecedores, desde luego no presentaba el mismo aspecto de quien me decía que éramos iguales.
―Mire, señora, con todos los respetos, usted y yo no nos parecemos en nada.
―Dices eso porque no quieres ver. En la superficie no te quedes, en las profundidades has de ahondar, ahí la verdad y la esencia se encuentran.
«Esta mujer no es una vagabunda ni una loca» ―me dije― «¡Es la madre del maestro Yoda!»
Tras recolocar las palabras que había dicho para dar más coherencia a las frases, me di cuenta de que tenía bastante razón.
―Eso que dice tiene mucho sentido, pero no deja de ser demagogia, y yo necesito ahora mismo respuestas, algo tangible para tomar decisiones. No quiero hacerle perder más tiempo, así que, si no le importa, yo me retiro. Buenas noches.
―No encontrarás respuestas ahí fuera. Aquí está lo que buscas. ¿Por qué huyes? ¿Tienes miedo de lo que puedas encontrar?
―Mejor lo dejamos, no tengo ganas de discutir, pero ya le digo que es usted muy impertinente. Un poquito de urbanidad no le vendría nada mal ―le contesté algo enfadada pues además de bruja me estaba llamando gallina.
¿Bruja, yo? ¿Cobarde? Y ella, una borde. ¡No te digo!
―Eres terca, filliña. Estás ciega, quieres ver y te empeñas en cerrar los ojos. Solo aquí la luz encontrarás.
«Estará hablando figuradamente» ―pensé― «porque aquí no se ve un carajo». El sol se había ocultado completamente tras la montaña y el interior de la cueva se encontraba tenuemente iluminado por los débiles rayos de una luna tímida que apenas se dejaba ver entre las nubes.
―La carga de un pesar es más llevadera si se comparte y ¿quién mejor para compartir que alguien que es igual que tú? ―prosiguió―. ¿Por qué no te sientas aquí, conmigo, y me cuentas qué te pasa?
Accedí a su invitación porque el tono de su voz era tan suave que me sentí como hechizada. Mientras yo me sentaba en el suelo, ella se levantó y comenzó a trajinar con unos maderos que habían aparecido por ensalmo porque juraría que allí no estaban cuando yo entré. De un pliegue de su túnica raída sacó un yesquero y prendió la madera. Enseguida se hizo una fogata que templó la cueva y la llenó de una cálida luz. En las paredes se proyectaron sombras que danzaban al son de las llamas.
―La verdad es que no sé muy bien por dónde empezar ―le dije a mi anfitriona una vez que ella se acomodó frente a mí―. Tengo un blog y no sé qué hacer con él porque de un tiempo a esta parte ya no me divierte tanto como cuando lo creé.
―Aquello que lastra el equipaje, mejor es dejarlo en el camino porque si no el viaje será difícil y la meta inalcanzable.
Tras oír esto, ya no sabía si esa mujer era la madre de Yoda o la abuela del maestro de Kung Fu del pequeño saltamontes. Incliné la cabeza como un signo de incomprensión y entonces ella me aclaró:
―Deshazte del bog… del blog, o como se diga.
―¡No! Yo no quiero deshacerme de él.
―Pues quédatelo.
―Pero debería hacer cambios.
―Entonces cámbialo.
―Oiga, no me está sirviendo de mucha ayuda. No sé si se da cuenta.
―Estoy aquí para escuchar. El oído amigo no habla, atiende.
―Vale, está bien. Pues eso, que quiero cambiarlo, pero no sé muy bien cómo.
―Empieza por transformar lo que no te gusta o lo que ya no te ilusiona.
―¡Las reseñas! ―solté sin pensar. Reseñar libros se me hacía muy cuesta arriba últimamente.
―¿Por qué no te gusta eso?
―Mi opinión no suele coincidir con la de la mayoría y eso me hace creer que soy un bicho raro. Encima, escribo sin tapujos, y cuando algo no me agrada no me corto un pelo. Me da igual si el autor es famoso o no, o si me va a leer incluso. Además, si el libro está mal escrito suelo ponerme borde, utilizo un sarcasmo que en algunas ocasiones roza la crueldad. Puedo ser muy hiriente.
―¿Ves cómo sí eres una bruja?
Tanta insistencia con lo de que era una bruja empezaba a cansarme, pero preferí ignorar su último comentario y seguir con el desarrollo de mi idea.
―Bueno, pues me quito de encima las reseñas. Una cosa menos.
―¿Qué más cosas te disgustan en el… blog?
―Los relatos. En realidad, los relatos en sí mismos no. A veces me resulta incómodo tener que acortarlos porque si son muy extensos no se leen. O eso es lo que les pasa a algunos.
―¿Por qué?
―Pues porque vamos acelerados, visitamos muchos blogs y si se dedican demasiados minutos para leer un cuento extenso entonces se pierde tiempo para acudir a otros…
―¿Leer un relato largo es perder el tiempo? 
Si es malo, sí. Bueno, en el caso de ser malo, aunque sea corto, también.
Había supuesto que quien lee por afición ama la lectura. Entonces tus visitantes ¿solo van a tu blog, si van a estar poco rato?
―Podría decirse, sí. Aunque no todos mis seguidores son así, hay un puñado de fieles que leen todo, sin importarles la extensión. Son más majos…
―¿Y tú?
―Y yo, ¿qué?
―¿Que qué prefieres tú? ¿Escribir relatos cortos o largos?
―Pues, depende. Hay historias que no necesitan muchas páginas y otras requieren más espacio para contarse bien.
―Escribe como tú creas que tu historia lo necesita.
―Pero en el blog algunos relatos no tienen cabida.
―¿Seguro? Alguien los leerá, aunque sean largos.
―Tienes razón. Puede que sí.
―Tienes otra opción: no publiques en el blog las historias largas.
―Entonces nadie las leería. Un escritor quiere disfrutar escribiendo, pero también que le lean, que su trabajo sea conocido.
―¿Solo se pueden leer relatos en un… blog? ―a la buena mujer, la palabreja se le atragantaba―. ¿No hay otra manera de conseguir lectores?, aunque solo sean unos pocos, esos que te leen siempre, sin condiciones.
―Bueno, la verdad es que no todo tiene que depender del blog, eso es cierto…
―Pues escribe lo que quieras, como tú quieras, y olvídate del blog. Seguro que encuentras una manera de difundir el resultado. Aunque yo lo primero que haría sería ponerme a escribir.
La recomendación era de lo más sensata y muy sugerente. Llevaba tiempo dándole vueltas a una historia que tenía en la cabeza, con unos personajes que podían dar mucho de sí, pero que necesitaban espacio y tiempo para crecer y desarrollarse.
―¡Una novela! Voy a escribir una novela.
La idea me asaltó como una ola, de esas que aparecen repentinamente cerca de la orilla de la playa con el mar calmado y que de golpe te levantan y te dan la vuelta en un torbellino de agua y arena.
Aturdida por la revelación que había inducido aquella bruja, me levanté de un brinco.
―¡Ay, madre mía! Voy a escribir una novela ―repetí para asegurarme de que aquello no era un pronto pasajero.
―¿Y lo vas a hacer ahora mismo? Siéntate, anda. Te noto agitada.
―Ya, bueno, es que me he puesto nerviosa. Esta decisión es transcendental para mí, porque la tarea va a ser complicada, que yo no soy Cervantes precisamente. Además, es ya muy tarde, en la aldea ―la bruja torció el gesto ante su mención― están mis acompañantes y no quiero que se preocupen por mi tardanza. Ha sido usted de gran ayuda. Gracias por escucharme y por los consejos.
―De nada, filliña. Pero yo poco hice. Solo indiqué con un gesto de la mano el camino que tú misma te habías trazado pero que no sabías, o no querías, ver. Para eso estamos las hermanas, para apoyarnos y ayudarnos. ―Entonces se levantó y se acercó conmigo a la boca de la cueva, añadió: Saberse acompañada y comprendida siempre ayuda. Por eso, de vez en cuando, nos juntamos algunas de nosotras. Precisamente esta noche nos vamos a reunir aquí. ¿Te quedas?
―¡¿Un aquelarre?! ―contesté con los ojos como platos― ¿con cánticos, pócimas, sapos y machos cabríos?
―¿Sapos? ¡Qué dices! ¡Qué asco! El único animal que permitimos es el gato de Gelda que ya está mayor y no le gusta quedarse solo, así que se lo trae. En cuanto a pócimas, elaboramos simplemente una queimada con el orujo que hace Rosaura, ¡está buenísimo! Tienes que probarlo. Y lo de cantar… depende de las tazas de queimada que caigan ―se rio a carcajadas―. No, un aquelarre, no. Solo será una reunión entre colegas para hablar de nuestras cosas ―añadió afable.
La invitación era más que sugerente pero no estaba yo para reuniones brujeriles y, además, a mí el orujo me sienta fatal. Ya era hora de marcharme. Me acerqué a mi compañera y la abracé. Sorprendida comprobé que el mal olor que al principio percibí ya no estaba, en su lugar un suave aroma a brezo impregnaba su pelo.
Cuando estaba a punto de llegar a mi albergue, escoltada por la plateada luz de la luna, me pareció oír el maullido de un gato acompañado de unas carcajadas lejanas, al mismo tiempo percibí el inconfundible olor del orujo quemado. Entonces me arrepentí de no haberme quedado en esa reunión de colegas y pensé: «¡Qué bien se lo deben de estar pasando!»



NOTA
Este verano anduve por el Norte, tras unos días disfrutando del paisaje y la gastronomía gallegos, recalé en El Bierzo, concretamente en Las Médulas. La cueva a la que hago referencia es la de La Encantada, una oquedad de las muchas que se encuentran en las antiguas minas de oro romanas. Según la tradición popular allí reside una bruja y según lo que me ocurrió parece ser que es verdad.
Sé que el texto es muy largo y, precisamente, una de mis reflexiones sobre el futuro del blog se centraba en esta cuestión: la necesidad de acortar las historias porque si no, no las lee casi nadie. A la vista de este relato, se puede concluir que me trae al pairo si el texto no se ajusta a los cánones de aceptación bloguera.
Me lo he pasado pipa escribiendo esto, me encantaría que se leyera, pero si no es así… pues no pasa nada. Gracias a todos los que también pasáis de cánones y de prisas, y habéis leído hasta el final. Sois lo mejor. En cualquier caso, siempre puedo acudir a Ruxa, la habitante de la cueva, ella sí que me escucha y comprende porque las dos somos unas brujas.

Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores