Con las
carcajadas de Ruxa en la cabeza aún resonando y lamentándome por no haberme
quedado a su reunión entre colegas, llegué a mi albergue, una casa emplazada a
los pies de las minas de oro romanas.
Estaba tan
cansada que, nada más quitarme el calzado teñido con el polvo ocre de la
montaña, me tiré cuan larga era en la cama y allí me quedé dormida en un
santiamén.
Soñé con brujas
danzando alrededor de una hoguera y con pócimas que sabían a orujo y que me
calentaban haciéndome flotar para sentir que volaba. Cuando sobrevolaba la
comarca en una especie de nube con forma de escoba un ruido metálico me
despertó. Medio adormilada abrí los ojos para comprobar que no me encontraba en
mi habitación sino en un catre tirado en el suelo. Las paredes de ladrillo que caracterizaban
mi cuarto habían sido sustituidas por una lona oscura zarandeada por el viento.
Creyendo que
aún estaba bajo los efectos del sopor del sueño me incorporé restregándome los
ojos. Al volverlos a abrir, y con la mente algo más despejada, constaté que mi
primera apreciación era cierta: me encontraba en el interior de una tienda
de campaña.
Extrañada me
levanté del catre y al hacerlo algo me rozó la pierna derecha arañándomela. De
pie miré hacia la herida y vi que me la había provocado mi propio calzado, una
sandalia de cuero de la que salía una especie de espinillera metálica. Atónita
volví a mirarme de arriba abajo para comprobar, aún más asombrada, que todo mi
atuendo era de lo más peculiar.
En lugar de los pantalones y el forro polar
con los que me había acostado, llevaba una túnica de tonos granates y de un
tejido basto. Por encima una coraza de láminas metálicas protegía el torso y la
cadera, además hacía un ruido que reconocí como el causante de mi despertar. Al
echar una mirada más exhaustiva a mi alrededor me fijé en que al lado del
camastro se encontraban un casco, una espada corta y un escudo de madera. Me
agaché a tomar la espada pues me recordaba a algunas que había visto en el
Museo Arqueológico, pesaba bastante pero cuando la tuve en mis manos no tuve
ninguna duda, la empuñadura de hueso y la hoja de doble filo era la seña de
identidad de las gladius.
«¿Una espada
romana? ¿Pero esto qué hace aquí?» pensé, al mismo tiempo que me palpaba todo
el cuerpo para corroborar con el tacto lo que había visto con los ojos.
Cuando miraba
extrañada la espada que tenía en las manos, entró un individuo en la tienda,
vestía de manera similar a como lo hacía yo y con gesto perentorio me miró y
dijo:
―¡Vamos,
Quinto! ¡No te retrases! Es ya la hora secunda, ¿no has oído la corneta?
Miré a mi
alrededor por si el tal Quinto se encontraba en aquella estancia y yo no me
había percatado, pero allí solo estábamos ese hombre tan extraño y yo. Como yo
no reaccioné, mi nuevo acompañante se acercó a mí y, dándome un empujón, me
sacó de la tienda al tiempo que cogía el casco y el escudo que estaban en el
suelo.
―¡Por Júpiter,
Quinto! ¡Espabila! Hoy el propio Publio Carisio va a pasar revista, como no
estemos en formación nos va a tocar limpiar las letrinas hasta que a Mercurio
le salgan tetas ―me espetó mientras me colocaba el casco en la cabeza y me
entregaba el escudo.
Aturdida le
seguí hasta una pequeña explanada donde otros hombres vestidos con las mismas
trazas se disponían en filas y columnas con aire marcial. Antes de llegar hasta
ellos me paré y observé detenidamente.
¿Aquello era
una legión romana? Creyendo que aún estaba soñando sacudí la cabeza, un ruido
metálico resonó en mis oídos cuando el casco se bamboleó dejándome unos
segundos más aturdida de lo que ya estaba.
Segura de que
estaba soñando me dispuse a colocarme junto a mis compañeros de indumentaria.
Tras unos cuantos infructuosos intentos, pues no daba con el lugar que me
correspondía, me situé al lado de un fornido legionario con un recio mentón
cuadrado, una piel curtida por el sol y unos limpios ojos azules que no
escondían la fiereza de su mirada.
―¿Esto es una
legión romana? ―volví a preguntarme, esta vez en voz alta sin darme cuenta.
―Pues claro que
no, somos la centuria de Máximo Nono, de la Legio X Gemina. Quinto, mira que
eres duro de mollera, después de tantos años ya deberías saber en qué unidad combates
―me contestó mi compañero de al lado, el de los ojos azules―. ¿Cuánto vino
bebiste anoche? ―añadió con tono burlón.
«Anoche no bebí
nada de alcohol» respondí mentalmente, pero empecé a sospechar que Ruxa había
echado algo a la fogata con la que calentó la cueva confiriéndole al humo poderes
psicotrópicos que, al inhalarlo, me había producido el estado de alucinación del
que ahora era víctima.
Esperando que
el efecto alucinógeno pasara pronto decidí dejarme llevar por mi ensoñación.
Mientras esto
cavilaba apareció un hombre que no superaba la treintena y que iba ataviado con
una brillante armadura plateada. El penacho de su casco estaba compuesto de
unas preciosas plumas blancas que daban majestuosidad a su ya de por sí
imponente figura. Era bastante alto y a través del yelmo se podían apreciar
unos rasgos muy atractivos. Cuando llegó hasta nosotros todos los soldados se
callaron. Un respetuoso silencio invadió la explanada mientras pasaba revista el
solemne oficial ―yo no tenía ni idea de rangos militares, pero aquel hombre
seguro que era un mandamás, y de los gordos―.
―¿Todo en
orden, general? ―le preguntó uno de los legionarios que revisaba la tropa junto
a él pero unos pasos por detrás.
―Todo en orden,
centurión. Refuerza la vigilancia en la parte alta de la montaña y forma tu
centuria con la otra del manípulo en el valle. Al otro lado se encuentra la
caballería esperando órdenes. Me voy a hablar con uno de los jefes tribales, si
las cosas no salen como yo espero, habrá lucha. Debéis estar preparados.
―A tus órdenes,
Carisio ―contestó el aludido levantando con aire marcial el brazo derecho tras
golpearse previamente el pecho.
Cuando el
general se marchó acompañado de lo que parecía su guardia personal, el centurión
que había recibido las órdenes se acercó hasta el lugar donde me encontraba yo.
―Flavio, Tito,
Lucio, Marco y Quinto. Subid a aquel altozano ―señaló hacia una colina cercana―
y vigilad si hay movimiento de tribus. El general se reúne esta mañana en
Lucerna con un jefe de los astures, no sabemos si esos traicioneros salvajes
nos prepararán una emboscada, avisad si veis algo sospechoso, ¿entendido?
―Entendido, centurión
―contestó el legionario de ojos azules y que resulta se llamaba Flavio.
Dicho esto, mis
cuatro compañeros y yo nos dispusimos a subir donde el oficial nos había
ordenado. Cuando llegamos arriba, el tal Flavio nos distribuyó por diferentes
lugares de la cima.
―Quinto, ponte
en aquel risco, si ves algo raro, silba.
Hay muchas
cosas que se me dan regular, algunas mal y otras rematadamente fatal, entre
estas últimas se encuentra silbar. Cada vez que intento hacerlo me sale un
sonido como de fuelle roto que en nada se parece a un silbido.
―Perdona,
Flavio, si necesito pedir ayuda… ¿puedo hacer alguna otra cosa que no sea
silbar?
Según le
planteaba esa pregunta a mi compañero, me vino a la mente que lo mismo me pedía
que imitara el sonido de algún pájaro, tarea completamente imposible porque si
no soy capaz de silbar menos lo soy para imitar a ningún ave, empezando porque
ni siquiera sé distinguir el canto de un jilguero del de una urraca. Por eso
añadí:
―Qué sé yo…
podría… ¿chillar?
Flavio se me
quedó mirando con sus acerados ojos azules y tras hacer una mueca despectiva me
dijo:
―En serio,
Quinto, ¿cuánto vino bebiste anoche?
Llegué al risco
señalado por Flavio y la vista que se extendía ante mí era realmente preciosa.
Entre colinas de diferentes alturas se extendían multitud de prados donde las
aulagas, el brezo y las jaras salpicaban la sábana esmeralda de las praderas. A
lo lejos se divisaba un poblado de cabañas de adobe donde los techos de cañizo
despedían finos hilos de humo. Justo en ese momento una comitiva a caballo se
internaba en el castro y entre los jinetes destacaba uno que portaba un casco
adornado con plumas blancas. El castro debía de ser Lucerna, el lugar donde
nuestro general iba a parlamentar con los astures.
Entre la
quietud del lugar y el sol que ya había ascendido sobre las montañas y que empezaba
a calentar, el sopor se adueñó de mí. Cuando di una cabezada un llanto me
despertó del todo. Alguien estaba llorando. Me incorporé y miré alrededor,
cerca de donde yo estaba se encontraba una mujer que, a juzgar por el
movimiento de sus hombros, era la que lloraba desconsoladamente.
―Perdona, ¿te
encuentras bien?
La muchacha se
sobresaltó al oírme y dio un respingo, pero siguió llorando igualmente a pesar
de que mi imagen no era nada tranquilizadora ―al menos a mí no me parece que llevar una
espada y un escudo sea algo que dé sosiego ―.
Como yo seguía
allí delante esperando algún tipo de contestación, ella comenzó a hablarme
entre hipidos y sollozos.
―He sido una
tonta, me dejé engañar por sus palabras zalameras, me creí todas sus mentiras,
pensé que me quería y lo único que buscaba era reírse de mí. Solo he sido una
distracción para él.
―¡Ah, vale! Has
sufrido un desengaño amoroso. Tranquila, esas cosas pasan, al principio piensas
que es el fin del mundo, pero luego te das cuenta que no es para tanto. A
veces, con los años, hasta agradeces que te hayan dejado cuando ves qué mal
trata el tiempo a algunos ―le dije recordando a mi amor imposible de la
adolescencia por el que suspiraba y que me dio calabazas; me lo encontré veinte
años después para comprobar, no sin cierta malicia, que el pibón de mi
adolescencia se había convertido en un señor calvo, obeso y con unas venitas en
la nariz que delataban su querencia por el alcohol.
―¡Pero yo le amo! ¡No puedo vivir sin él! Necesito ver su rostro,
tenerlo cerca, oír su voz ―añadió llorando a moco tendido.
Mientras se lamentaba me percaté que a los pies de la muchacha se
estaba formando un pequeño reguero de agua que descendía colina bajo, camino
del poblado. Estupefacta comprobé que el agua procedía de sus lágrimas. «Pero,
¿cuánto tiempo lleva llorando esta mujer?» me pregunté.
―Sé que nuestros pueblos son enemigos, pero nuestro amor podría evitar
la guerra, si nuestras estirpes se unieran el enfrentamiento no sería necesario. Tú
que eres de su ejército, ¿no podrías interceder ante él? ―me dijo sin dejar de
llorar y mientras el torrente de lágrimas descendía por su cara para
incorporarse al reguero que cada vez era más caudaloso.
―¿Interceder ante quién? ¿A qué te refieres?
―Por favor, dile a tu general que yo le amaré siempre, que nuestra
unión sería beneficiosa para todos. Mi padre está muy enfadado, se ha enterado
de lo que ha pasado entre nosotros dos y quiere una reparación o la guerra será
inevitable.
―¿Mi general? ¿Es Publio Carisio de quien te has enamorado? La verdad
es que te entiendo, porque el tío está bastante bueno ―contesté recordando la
facha que se gastaba aquel hombre cuando nos pasó revista.
Sin dejar de llorar, la mujer me miró suspicaz ante mi último
comentario.
―¿A ti te gustan los hombres?
―Sí, claro, y si son guapos, más aún. Y el general de marras está como
un queso ―añadí guiñándole un ojo.
―Nos habían dicho que en la legión se castigaba a los homosexuales
―argumentó ella siempre llorando.
―Pero si yo no soy…
No terminé la frase porque enseguida me di cuenta de que, en aquel momento,
en aquella ensoñación, era un hombre, un soldado romano que se llamaba Quinto.
―Bueno… intento disimular ―rectifiqué para salir más o menos del paso―.
¿Y dices que tu padre está enfadado y va a declarar la guerra? ―añadí para
cambiar de tema― ¿Quién es tu padre?
―El jefe de Lucerna ―respondió llora que te llora.
¡Madre mía! La muchacha era la hija del jefe de los astures y se había
encamado con el general, este la había despreciado y el padre de la chica sabía
del ultraje. Encima, el general estaba reunido ahora con el jefe que era el
padre y que estaba cabreado. Se mascaba la tragedia.
Me llevé los dedos a la boca en un vano intento de silbar y dar la
alarma. En lugar de un silbido salió una especie de resoplido apenas audible.
Tras intentarlo varias veces desistí porque no solo no conseguía silbar,
encima me estaba ahogando.
―¿Tienes asma? ―me preguntó solícita la chica sin parar de llorar. Era
increíble cómo podía hablar sin dejar de derramar lágrimas a raudales.
Ni siquiera contesté acuciada por la necesidad de avisar del peligro.
Miré hacia el poblado y pude ver que la comitiva romana salía del castro al
galope. El penacho de plumas blancas destacaba otra vez entre todos los
jinetes. «Al menos ha salido con vida de allí» pensé aliviada.
Al mismo tiempo que veía la comitiva romana alejarse del poblado me di
cuenta de que el regato de agua provocado por las lágrimas de la muchacha,
había alcanzado el castro y se estaba formando un pequeño estanque en las
inmediaciones al estar ya en terreno llano. El torrente lacrimoso se estaba
estancando al verse libre de pendiente por la que bajar.
Volví a fijarme en mi interlocutora para cerciorarme de que aquella
agua que se veía abajo procedía de sus lagrimales, y así era. Volví a menear la
cabeza en un desesperado intento de despertarme o de quitarme de encima la
alucinación, pero de nuevo el casco ―que me estaba un poco grande― me volvió a
golpear las sienes.
Iba a decirle a la muchacha que se serenara y que dejara de llorar
porque si seguía así, sus vecinos iban a tener que ponerse a achicar agua de
sus casas, pero en ese instante un toque de corneta se oyó en la lejanía.
―¡Quinto! ¡Debemos bajar! Tocan para la formación. Entramos en batalla.
Era la voz de Flavio que me llamaba desde unos metros más abajo. Me
dispuse a reunirme con mis compañeros, pero antes quise despedirme de aquella chica. Sin embargo, cuando me giré, había desaparecido.
Antes de descender definitivamente eché un último vistazo al poblado y vi cómo
el agua cubría la mitad de las viviendas.
En el campamento la actividad era frenética y todos nos preparábamos para
la inminente batalla. Yo estaba muy asustada y no hacía más que
calcular cuánto tiempo llevaría en esa situación haciendo cábalas sobre el
efecto más o menos duradero de ciertos estupefacientes que seguramente eran los
responsables del estado de alucinación en el que me encontraba, ya que participar
en una batalla, aunque fuera el fruto de una ensoñación, no me apetecía nada.
Mientras nos reuníamos todos los soldados oí carcajearse a mi compañero
Flavio.
―Los dioses nos apoyan ―me dijo palmeándome la espalda―, dicen que
Lucerna ha sido tragada por las aguas. Eso es obra de Júpiter.
―¡Qué va! ―contesté yo―. Eso es cosa de una chica que está llorando en
la montaña y que con sus lágrimas ha anegado el poblado.
Entonces, Flavio se volvió hacia mí y con el ceño fruncido me espetó:
―Quinto, ¿cuánto vino bebiste anoche?
Cuando la centuria se reunió al completo, el oficial al cargo nos
ordenó formación en tortuga para atacar al contingente enemigo que se
había organizado en tropel a unos cientos de metros de nuestra posición. Mientras el centurión daba la orden yo
intenté recordar las clases de latín del bachillerato y me maldije por no
prestar más atención a la profesora cuando nos explicó el orden de batalla de
los romanos, porque el caso es que no sabía cómo diantres era aquella
formación. Menos mal que mis compañeros sí sabían su oficio y yo solo me dejé
llevar.
Recorrimos unos cuantos metros sin saber muy bien hacia dónde iba pues
la formación en tortuga consiste, básicamente, en cubrir a un grupo de
legionarios con escudos por los lados y por arriba para no ser alcanzados por
los proyectiles enemigos, lo que se traduce en que no se ve un pimiento, tan
solo pies y la espalda del compañero de delante.
De repente, un toque de corneta dio el aviso y los escudos que nos
protegían se movieron, dejándonos al descubierto. Se iniciaba otro tipo de
ofensiva mucho más peligrosa: el combate cuerpo a cuerpo. Ahí sí que empecé a
angustiarme, porque yo soy muy cobarde y tengo muy poca tolerancia al dolor. De
todas formas, la ansiedad tuvo poco tiempo para anidar en mi ánimo ya que
enseguida se abalanzó sobre mí un tío enorme armado con un hacha gigantesca que
me arreó tremendo porrazo en toda la frente y que me hizo ver las estrellas
momentos antes de que todo se convirtiera en negro.
Abrí los ojos angustiada. En mi retina prevalecía la imagen de un
energúmeno atacándome con saña y el corazón me latía frenético. Me incorporé
bruscamente y comprobé que me hallaba en una confortable cama. Miré mis ropas y
noté aliviada que llevaba el forro polar y los pantalones con los que me había
acostado hacía una eternidad. Más sosegada vi cómo, a mi lado, se hallaba mi
marido durmiendo apaciblemente. Volví a recostarme con un resoplido de alivio.
Todo había sido un sueño.
Cuando me giré de lado noté un dolor agudo en la frente, me llevé la
mano hacia allí y comprobé que tenía un enorme y doloroso chichón. No conseguía
recordar dónde o cómo me había golpeado antes de tumbarme en la cama, entonces
me asaltó una duda y me pregunté: «¿Cuánto vino bebí anoche?»
NOTA: El lago Carucedo se encuentra en la comarca de El Bierzo, cerca
de las Médulas. Cuenta la leyenda que ese lago es el fruto de las lágrimas
derramadas por la hija de un jefe tribal astur. Parece ser que la muchacha se
enamoró del general romano Publio Carisio encargado de conquistar la zona. La
pobre se dejó engatusar por el galán ―cuentan que era un joven muy atractivo― y
después de poseerla, el militar dio la espantada. Abandonada y engañada, la
hija del jefe se puso a llorar sin control y tanto lloró que se formó un lago
donde estaba precisamente su poblado, Lucerna. Ella, después de tanto llorar y
de anegar su propio hogar, se convirtió en una ondina y tomó el nombre del amado
que la despreció.
P.D. Si queréis saber el origen real del lago Carucedo leed el comentario de Rosa Berros, ella lo explica muy bien.
P.D. Si queréis saber el origen real del lago Carucedo leed el comentario de Rosa Berros, ella lo explica muy bien.