La Semana Santa ya no es lo que era. Ha cambiado mucho, al menos para mí.
Durante mi niñez-adolescencia solía pasarla en casa de mis abuelos paternos, en un pueblecito de Burgos con muy pocos habitantes, unos cincuenta aunque en esa semana se triplicaban, es decir, ciento cincuenta (hay más gente en mi comunidad de vecinos). Recuerdo que pasar allí esos días suponía para mí una Penitencia, algo que por otra parte era muy apropiado dado el significado religioso de esas fechas.
Pueblo de mi padre |
Mi abuela era la sacristana “de facto” del pueblo; el cargo oficial de sacristán lo ejercía un hombre, pero como la casa de mis abuelos estaba pegada a la iglesia era ella la que tenía las llaves y la que se encargaba de preparar la mayoría de los oficios y ceremonias que establecía la liturgia. Además, y aún no sé por qué, de todos sus nietos a quien elegía para que la ayudara era a mí.
De todas las tareas la que más me incomodaba era la de destapar las imágenes de la iglesia durante la Vigilia Pascual. Desde el Domingo de Ramos todas las pinturas y esculturas del templo estaban tapadas con unos lienzos morados en señal de luto y dolor, en las horas previas al día de la Resurrección se procedía a retirarlos. La tarea en sí no era desagradable, lo que me molestaba era que lo hacíamos la madrugada del sábado-domingo en un edificio del siglo XVII y con una iluminación escasa. Es decir, pasaba mucho miedo; en esas condiciones contemplar de cerca las escenas que aparecen en algunos cuadros -de dudoso buen gusto- daba bastante canguelo.
Entrada de la iglesia y altar menor |
Cuando veo en Cuarto Milenio reportajes donde osados reporteros pasan una noche en una casa abandonada haciendo alarde de valentía yo me pregunto si serían capaces de pasar la noche del Sábado Santo en la iglesia del pueblo de mi padre, ahí les querría yo ver.
Por supuesto también había procesiones. Muy sencillas y nada tumultuosas pero procesiones al fin y al cabo. Como mi abuela era la sacristana y yo su ayudante oficial siempre íbamos las primeras; bueno en realidad los primeros eran los Pasos y el cura, después ya íbamos nosotras. Vamos, que no podía escaquearme de ninguna de las maneras. Recuerdo que toda mi atención se centraba en que el cirio que portaba entre las manos no se apagara; parecerá una tontería pero en Burgos y en el mes de marzo hace un viento de aúpa y llevar una vela encendida por la calle tiene su mérito.
Me gustaría aclarar que las procesiones castellanas no tienen nada que ver con las, mucho más célebres, de Andalucía. Tuve la oportunidad de conocer la Semana Santa en Córdoba y en Sevilla y eso es otra cosa. En Castilla todo es más sobrio -en todos los sentidos- y por tanto bastante más aburrido. Los días transcurrían entre misas, oficios y rosarios. Siempre me pregunté dónde estaba la Pasión, porque mis vacaciones muy apasionantes no eran.
Otra cosa que asocio con la Semana Santa son los atascos de tráfico. Tanto el Jueves Santo por la mañana como el Domingo de Resurrección por la tarde el tapón de vehículos en los accesos de Madrid era monumental. Entonces no había DVD en los coches ni aparatos electrónicos para pasar el rato. Lo único que se podía hacer era leer un libro pero si la luz natural escaseaba la lectura era imposible. El viaje era un auténtico Calvario, suponía también otro tipo de penitencia.
Por todo esto mi recuerdo de las Semanas Santas de mi niñez no es muy divertido. Quizás porque me ha quedado un trauma de aquello o simplemente porque la experiencia da sabiduría ahora paso estos días de asueto de manera muy distinta.
Paseo de la Castellana, Jueves Santo, 19.30 h. ¡Sin tráfico! |
Podría decirse que hago otro tipo de turismo, yo lo llamo cultural-gastronómico, lo que se traduce en ir de museos y ponerme morada de comida.
De hecho esta Semana Santa he aprovechado para ver una exposición de Chagall que, dicho sea de paso, me decepcionó un poco. También aproveché estos días de menos aglomeración para almorzar en un restaurante argentino al que le tenía ganas -he intentado comer allí varias veces y nunca había mesas libres-. El Sábado de Gloria en lugar de destapar santos me fui a dar un paseo por Toledo con mariscada incluida, porque a esa ciudad famosa por ser el lugar al que acudieron judíos, cristianos y musulmanes, también se fue a vivir un gallego que puso un restaurante donde se degusta un marisco excelente.
Por cierto, la gastronomía argentina y la gallega tienen un punto en común: los postres son auténticas bombas calóricas pero tan ricos que no se puede resistir la tentación.
Dulce de leche y panacota |
Filloa y helado |
Para eliminar tanta caloría y grasa saturada este Domingo de Resurrección por la mañana me fui a hacer un poco de ejercicio que lo cortés no quita lo valiente.
Ahora, ya de vuelta de mi personal Vía Crucis -he ganado algo de peso- me reincorporo a la rutina, al bullicio urbano y a los cafés con los compañeros que me contarán sus fabulosos viajes y sus vivencias procesionales. Mientras, yo recordaré con nostalgia qué ricos estaban el lomo alto argentino y el bogavante gallego-toledano.
Por cierto, hoy es día de regocijo y contento pues Cristo ha resucitado y vuelve a estar con nosotros. Brindemos por ello:
Por cierto, hoy es día de regocijo y contento pues Cristo ha resucitado y vuelve a estar con nosotros. Brindemos por ello: