Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

28 de mayo de 2019

"Canción de Hielo y Fuego"-George R.R.Martin


   Hace unos días terminó una serie televisiva que ha dado mucho que hablar, tanto entre los seguidores como incluso entre quienes no la llegaron a ver nunca, me estoy refiriendo a la serie «Juego de Tronos». Las maniobras de la productora para que no se filtrara ningún dato del argumento fueron noticia incluso en los telediarios, y las especulaciones sobre qué iba a pasar con algunos personajes incendiaron las redes sociales.
   Pero esta serie está basada en una saga literaria, al menos en su mayor parte pues cuando se empezó a rodar la primera temporada dicha saga aún no estaba terminada, y ocho años después tras otras siete temporadas más, el escritor aún no ha finiquitado la historia, de manera que los guionistas tomaron las riendas haciendo lo que les vino en gana.
   Con semejantes premisas creo que esto no va a ser una reseña al uso porque para hablar de los libros a mí se me hace muy complicado no hacer referencia a la serie televisiva.
   He sido una incondicional de la serie desde sus inicios, allá por el año 2011. Si me animé a verla fue porque ya había leído un par de libros de la saga y sabía que el argumento era muy interesante. 
   Trasladar a la pantalla los personajes que ya conocía literariamente me resultó atractivo y no me defraudó porque las primeras temporadas eran un calco de los libros en los que estaban basados todos los episodios.
   Pero poco a poco empezaron los problemas. El principal escollo fue que el escritor y creador de la saga no se decidía a terminarla. Las temporadas se sucedían, más o menos a una por libro, pero llegó un momento en que ya no había más argumento del que tirar. Mientras se rodaba una de las temporadas se publicó el quinto libro de una serie de siete. Aún faltaban (faltan) dos libros para acabar, pero no estaban escritos. 
   Cuando salió este quinto volumen (Danza de dragones) los guionistas ya empezaban a sacar los pies del tiesto y a cambiar cosas de la obra literaria. Esto puede ser razonable, pero algunas de esas cosas cambiadas rompían el derrotero de ciertos personajes cruciales e incluso de la historia global. A mí eso no me gustó nada.
   Entonces hubo sus dimes y diretes entre la productora y el escritor y al final rompieron las relaciones. La verdad es que no sé muy bien cómo acabaron entre ellos realmente y si llegaron o no a algún acuerdo. El caso es que los guionistas se pusieron a la tarea y siguieron la historia que George R.R. Martin dejó a medias. Y, a mi modo de ver, aquí se torció la cosa completamente.
   Cuando los encargados del guion televisivo se pusieron a inventar del todo (por falta de argumento literario ante la inhibición del escritor) no pude ni objetar ni recriminar pues ya no tenía con qué comparar.
   Pero una vez acabada la serie definitivamente creo que se puede hacer balance. 
   Se han quedado muchos flecos pendientes y cosas sin aclarar, algo que me esperaba porque el autor se dedicó a abrir muchos frentes y la historia se había complicado demasiado. 
   Pero lo que más me ha molestado ha sido el cambio de ritmo en la recta final. Si las cinco primeras temporadas fueron bastante lentas —cosa comprensible porque los libros son igualmente lentos— el ritmo va acelerándose en las siguientes para acabar en un sprint agónico en la octava y última temporada. 
   Suceden tantas cosas y tan deprisa que creo no ha dado tiempo a que el espectador asimile todo lo que ocurre, de manera que la historia pierde fuerza y cuando al fin se desvela quién ocupará el trono de hierro uno se queda como flojo, como rumiando con cierto pasmo qué ha pasado. 
   Además, el personaje que acaba reinando es uno de los que más incógnitas me dejaron tras leer los libros, su trayectoria está llena de misterio y fue con el que más me perdí. Y esas incógnitas no se me despejaron en ningún momento en la trama televisiva, así que mal, muy mal.
   No quiero insistir más porque acabaría haciendo spoiler y no sé si algún seguidor de la serie va a animarse a leer los libros. Por si alguno se decide aquí dejo la reseña exclusivamente literaria que escribí hace ya seis años. Luego no digáis que no os avisé.


     Esta saga que está arrasando por todo el mundo, y más ahora que su fama ha aumentado con la emisión de la serie televisiva, es para mí un compendio de sensaciones encontradas.

    Por un lado la historia es apasionante. George R.R.Martin recrea un mundo de fantasía y realidad con múltiples personajes que reflejan todo lo bueno y malo que puede albergar el ser humano. El ritmo de la narración es trepidante en muchos momentos y no se hace aburrido.

    Por otro lado según he ido leyendo los cinco libros que de momento comprenden la saga, mi adhesión a la historia ha ido cambiando.

   En Juego de tronos, el primer libro, nos introducimos en las intrigas de los Siete Reinos. Invernalia, Desembarco del Rey, el Muro, Stark, Lannister, Targaryen, son nombres con los que nos familiarizamos y que ya no nos abandonarán en toda la saga. Desde el primer momento la trama engancha y cuando se acaba este libro la única idea que permanece es seguir con el siguiente.

    En Choque de reyes se sigue desarrollando el argumento iniciado en el primer libro. Sin embargo en éste el ritmo se ralentiza y aunque sigue siendo una lectura entretenida uno empieza a tener la sensación de que las páginas se suceden unas a otras sin que se den cambios significativos. Si se analiza en qué situación se encuentran los principales personajes al inicio del libro es la misma en la que están al final del mismo.

   Tormenta de espadas me reconcilió de nuevo con las vicisitudes de los Siete Reinos. La historia vuelve a ponerse al rojo vivo dando giros inesperados. Aunque para que esos giros imprevistos se den hay que esperar al final, a las últimas cincuenta páginas, y teniendo en cuenta que el librito tiene casi mil trescientas, a mí eso me mosqueó mucho.

   Festín de cuervos y Danza de dragones, me han resultado los libros más flojos de toda la colección. La lectura se hace entretenida por la fluidez con la que el escritor muestra la acción, pero lo que para algunos son libros de transición para mí ha sido una vuelta más de tuerca en una historia que ya se empieza a embrollar demasiado y, lo que es peor, que no avanza.

    Lo que empezó como una saga épica y muy interesante, con acción, intriga y aventura, se está convirtiendo en un culebrón de tomo y lomo. ¿Llegaremos a ver el final algún día?

(publicada el 28 de mayo de 2013)
Kirke


   Retomando la pregunta que dejé planteada en esa publicación de mayo de 2013, está claro que el final llegó a la tele, pero no a los libros. La lentitud del señor Martin a la hora de escribir es exasperante y creo que una estafa para sus lectores. Quizás no sea cosa de ser lento, puede que aún no se haya gastado el dineral que le pagaron los de HBO por los derechos de autor y no tenga necesidad, ni ganas, de ponerse a la tarea. 
   De momento nos quedaremos con ese final de los guionistas, que puede gustar o no, como todos los finales, pero que es un final después de todo. 
   Quién sabe, quizás George R. R. Martin consiga terminar la saga y podamos comparar qué final nos gusta más, yo no pierdo la esperanza. Cosas más raras se han dado.



23 de mayo de 2019

El bosque


Paula al fin se había decidido, buscó un hueco entre su apretada agenda laboral y se tomó un par de días libres para escaparse al bosque. La vieja cabaña de pastores encaramada en un monte y que su madre había habilitado en homenaje a los abuelos ya fallecidos sería el lugar idóneo para pasar unos días alejada de todo y de todos.
Recordando a su profesor de yoga pensó que el silencio y la tranquilidad de aquel bosque, donde sus abuelos vivieron tantos años, le restablecerían una paz interior que había perdido hacía ya demasiado tiempo cuando aceptó aquel apetitoso y deseado cargo como directora de ventas de una empresa muy bien situada en el sector inmobiliario.
Nada más llegar a su destino le llamó la atención el silencio, la ausencia total de sonidos estridentes. Tan solo se oía el leve rumor de las hojas de los álamos que jalonaban un riachuelo el cual añadía a su vez un run run de agua en movimiento. Los árboles, mecidos por un suave viento, parecían comunicarse entre sí en un lenguaje solo comprensible para ellos. De vez en cuando el canto de alguna oropéndola se añadía al coro conformado por los álamos y el río. La quietud del lugar transmitía sosiego; había sido una buena idea ir allí.
Una vez instalada en la pequeña cabaña salió al exterior para poder disfrutar del idílico paisaje y de su tranquilidad.
No se le ocurría mejor manera de disfrutar de esa paz que realizando una sesión de yoga en la pradera que se encontraba a los pies de la cabaña. Cuando estaba en la posición del loto y con los ojos cerrados, el suave rumor de los árboles empezó a subir en intensidad hasta convertirse en un estruendo. Abrió los ojos y miró extrañada a su alrededor, levantó la vista hacia el cielo pues creyó que se avecinaba una tormenta y el viento hacía agitar violentamente las hojas de los álamos. Sin embargo, comprobó que el cielo se presentaba diáfano y libre de nubes. Pero el rumor de los árboles seguía aumentando de volumen y las copas se balanceaban cada vez con más violencia. Al mismo tiempo, pudo ver que entre los arbustos, que formaban parte de la vegetación que rodeaba a la cabaña, había una gran agitación, como si algo o alguien se estuviera moviendo entre ellos pero sin dejarse ver.
Alarmada y consciente de su propia indefensión corrió al interior de la cabaña y cerró con el endeble cerrojo la puerta de acceso. Una vez dentro siguió escuchando el bullicio de los árboles y de los arbustos. Cada vez se agitaban más violentamente, el ruido del viento se colaba entre las rendijas de la puerta produciendo un silbido amenazante mientras que en las ventanas los cristales vibraban añadiendo más ruido aún.
Paula empezó a asustarse y no se explicaba cómo la paz y el silencio que había sentido tan solo unos instantes antes se había podido trocar en violencia y estrépito. Cuando el viento entró por la chimenea en un remolino de cenizas que lo cubrieron todo con una pátina gris, Paula estaba a punto de entrar en pánico.
No sabía qué estaba pasando, no había nubes, nada hacía presagiar una tormenta, pero el bosque estaba agitándose como si algo lo hubiera molestado, como si algo lo estuviera instigando. Entonces recordó viejas leyendas que su abuelo le contaba en noches de invierno para asustarla cuando era una niña. Historias de aparecidos, de seres mitológicos, señores del bosque que lo manejaban a su antojo para engullir a los desaprensivos que se aventuraban a internarse solos en él. Justo cuando rememoraba aquellos cuentos para asustar niños, dos fuertes golpes en la puerta le hicieron dar un brinco.
Paula no pudo ahogar un grito y se retiró al rincón más alejado de la puerta para aovillarse mientras temblaba de la cabeza a los pies. Entonces los golpes se volvieron a repetir. ¿Quién o qué podía andar por ahí? Quizás alguien que deambulaba por el bosque y que se había visto sorprendido por esa especie de tormenta sin nubes. Intentando ser lo más racional posible, Paula se incorporó y decidió abrir la puerta alejando con una sacudida de la cabeza esas fábulas de superchería que no tenían ningún fundamento. Sí, seguro que era alguien necesitado de ayuda.
Decidió abrir aunque, en previsión, tomó un leño de la chimenea a modo de posible defensa. Cuando abrió se encontró con el umbral desierto. Allí no había nadie. «Qué extraño», pensó. Pero lo más extraño fue comprobar que el ruido ensordecedor que unos momentos antes atronaba había desaparecido por completo.
Los álamos permanecían apacibles, tan solo una leve brisa mecía las hojas de las copas, y el rumor del riachuelo se dejaba oír con su run run cadencioso. El trino de una oropéndola cercana se escuchó de nuevo. Paula, sin saber muy bien qué había pasado y aún atónita, decidió volver a su esterilla para reanudar su sesión de yoga. Al salir de la cabaña cerró la puerta tras de sí, sin percatarse de que dos ojos brillaban agazapados en un rincón de la chimenea. 






19 de mayo de 2019

"Ahora que nadie nos oye" - Varios autores


"Ahora que nadie nos oye" es una antología de relatos de la primera edición del concurso "El Tintero de Oro" que gestiona de manera impecable David Rubio a través de su blog.
En esta antología se pueden encontrar diferentes historias, de muchos géneros y muchos estilos narrativos, tan variados como el origen de sus autores. 
Autores aficionados con maneras distintas de contar historias pero con una misma virtud: la ilusión por escribir.
A muchos de estos escritores los conocía previamente por seguirlos en sus respectivos blogs, a otros los he conocido con esta antología. Y con todos he disfrutado leyéndolos.
Gracias a esa variedad de historias y temas, con esta antología me he emocionado, he vivido el suspense, he sonreído, he tenido múltiples sensaciones. 
Pero con un relato en concreto he tenido una sensación inquietante, he sentido una conexión con el personaje y con la autora que me ha hecho pensar en fenómenos paranormales. Según leía ese relato tenía la impresión de que ya lo conocía. El relato se titula 'Muerte en los canales' y lo firma una tal Paloma Celada Rodríguez (me suena mucho ese nombre y no sé de qué). 
Algo parecido me ocurrió con otra antología de relatos escritos por autores aficionados que ya reseñé en su día y con una historia de la misma autora precisamente. Por eso, esta segunda vez tuve esa sensación de "a-mí-esto-ya-me-ha pasado" (creo que los franceses lo llaman déjà vu ).
Como esta sección no se trata de hablar sobre el libro sino de mostrar imágenes dejo mis impresiones extrasensoriales para otro momento y os invito a ver el vídeo, pero antes una explicación.
Prometí cuando inauguré esta parte del blog que la música tendría relación con el libro. En este caso el tema musical de fondo es "The children" que forma parte de la B.S.O. de la serie televisiva 'Juego de Tronos'. Podría explicar que mi elección se basa en que el argumento de esa serie (y los libros que la provocaron) se centra en la lucha por alcanzar el trono de hierro, haciendo un símil con la lucha por ganar el podio en El Tintero de Oro, pero no sería adecuado porque los participantes de ese concurso no son enemigos entre sí como en la serie, sino todo lo contrario: el buen ambiente es estupendo entre los contrincantes. 
También podría argumentar que elegí ese tema porque suena cuando Arya (mi personaje favorito) llega a Braavos y allí aprende los conocimientos necesarios para llevar a cabo su venganza deseada. Si cambiamos 'venganza' por 'publicar', el símil estaría fundamentado.
Pero nada de eso es cierto. He elegido ese tema porque me gusta mucho, al igual que este libro que hoy traigo. No hay que darle más vueltas.
Y ahora sí, sin más rodeos, aquí está la vídeo reseña.


15 de mayo de 2019

La erótica del examen


No me gusta cuidar exámenes, es una de las tareas que más detesto de mi labor docente. Esas horas interminables, delante de un montón de alumnos en el trance de sacudirse una asignatura de encima, me parece la máxima expresión del aburrimiento y de perder el tiempo. Cada vez que me toca vigilar una de esas pruebas me pongo de un mal humor insoportable producido por saber que voy a malgastar dos o tres horas de mi vida.
Además, las aulas preparadas para realizar los exámenes están bajo la influencia de corrientes electromagnéticas perniciosas porque allí se da un fenómeno poco estudiado pero sumamente peculiar: el tiempo transcurre mucho más despacio dentro de las aulas que fuera de ellas. Es una versión retorcida de la teoría de la relatividad de Einstein: cuanto más ganas tienes de que acabe el examen más largo se te hace. Una perspectiva que cambia si es un estudiante el que observa el fenómeno, porque entonces cuando menos quiere que se acabe el examen (debido a que no tiene ni pajolera idea de las respuestas) más corto se le hace el tiempo del que dispone para realizar la prueba.
Pero cuidar un examen puede ser aún peor cuando a un alumno o alumna le da por copiar. Entonces mi animadversión con la tarea se troca en un gran enfado. Tengo muy poca tolerancia con los copiones; pasar por alto este tipo de infracciones es una injusticia para aquel alumno que ha estudiado y se ha esforzado. Además, siempre me cayeron mal los jetas que pretenden vivir del cuento y del fraude. Total, que alumno que veo copiando, alumno al que se le cae el pelo.
He pillado a bastantes con mi ojo avizor e intransigente, de manera que me he granjeado la antipatía y animadversión de algunos estudiantes. Lo sé y lo tengo en cuenta, sobre todo cuando voy a cruzar las calles aledañas a la facultad o estoy esperando el metro en la estación de la Universidad. En esos lugares siempre miro muy bien no estar cerca de mis alumnos por si sienten la necesidad de atropellarme o empujarme a las vías del tren.
Reconozco que las triquiñuelas de algunos para aprobar sin dar ni chapa son verdaderas obras de arte y ahí se lo curran un montón. Aunque yo me pregunto por qué todo el trabajo que emplean en preparar una buena chuleta no lo invierten en estudiar. Pero se ve que a algunos les va la marcha o que les mola más vivir en el filo de la navaja.
Algunas técnicas de fraude/copia pueden poner al profesor en un apuro. Eso es lo que me ocurrió en un examen de tercero de Farmacia. La prueba se realizaba en un aula magna, de esas escalonadas de tal manera que cada fila está en un nivel superior a la de delante y donde vigilar se convierte también en una sesión de ‘cardio-step’ por lo de subir y bajar escaleras.
Resulta que estaba yo vigilando desde la parte más alta del aula con una visión a lo “dron” donde observaba a todos los examinandos desde arriba y por detrás de ellos. Me fijé en que un alumno estaba escribiendo muy rápido, casi frenéticamente, pero que no miraba hacia el papel donde escribía sino hacia “otro sitio”. Esta maniobra suele ser un signo evidente de estar copiando. La experiencia me ha enseñado que cuando en un examen alguien no mira donde escribe es porque está mirando a lo que copia.
Esto no era nada nuevo para mí, ya he comentado que se me da bien pillar a los infractores. Pero en este caso había un elemento perturbador ya que el “otro sitio” al que miraba el alumno se encontraba en su entrepierna. Reconozco que me pilló desprevenida.
Cuando vi el lugar donde el alumno se afanaba en mirar me dije: «Este chico o es un obseso sexual (por lo de no poder apartar la mirada de sus atributos) o está copiando, de dónde no lo sé y mejor, porque prefiero no saberlo». Pero no podía pasar por alto mis sospechas con una infracción de tamaño calibre (me refiero al calibre de la infracción, que quede claro). Sin embargo, para corroborar lo que hasta ese momento solo eran temores, debía tener pruebas. Y ahí estaba lo difícil, a ver cómo miraba yo hacia donde el susodicho estaba mirando sin que se notara que yo también lo miraba para que no se pensara nadie que estaba mirando lo que no debía mirar. Menudo berenjenal.
Pero estaba resuelta y me dispuse a mirarle la entrepierna al sospechoso para ver qué tenía ahí. La resolución no estaba exenta de peligro porque se podía volver en mi contra. Aunque mi intención era pillar a un infractor, podía acabar siendo yo la acusada de infracción por acoso sexual ya que mirarle el paquete a un alumno es totalmente inapropiado.
Como me encontraba a espaldas del alumnado y desde mi posición más alta, que me permitía ver sin ser vista, arriesgué y me incliné bastante para obtener una visión más amplia del regazo del estudiante y así averiguar lo que se traía entre las piernas.
Pero cuando me incliné, resbalé y perdí el equilibrio, entonces el ruido que hice provocó que unas veinte cabezas de estudiantes se giraran hacia donde yo estaba, perdiendo con esta torpe acción mi pretendida ventaja de estar en un lugar donde podía ver sin que se me viera.
Fue entonces cuando decidí cambiar de estrategia. Bajé los escalones hacia la fila donde estaba el sospechoso e intenté mirar por el rabillo del ojo hacia la zona delicada (y también sospechosa) pero la tenía tapada con la mano que no usaba para escribir. Entonces pensé: «A ver si en lugar de un copiador es un onanista compulsivo al que hacer exámenes le pone», porque hay gente para todo.
Mi desconcierto fue tal que llegué a la conclusión de que todo era fruto de mi imaginación desbocada y del aburrimiento. Me dispuse a abandonar, pero entonces el alumno hizo otra cosa que suele disparar las alarmas a los que cuidamos exámenes: dejó de escribir en cuanto yo me acerqué para retomar enseguida la escritura en cuanto me alejé. Esta manera de actuar siempre es muy sospechosa, que la inspiración se vea interrumpida por la llegada del profesor solo puede ser indicativo de que dicha inspiración es de origen fraudulento, es decir, se está copiando.
Entonces me decidí a no moverme de allí para al menos evitar que siguiera copiando (ya estaba segura de que lo hacía). Sin embargo entre las tareas de cuidar un examen se encuentra la de contestar las dudas que puedan surgir con el enunciado de la prueba. La mayoría de esas dudas no son tales, suelen ser burdos e inocentes intentos por parte de los alumnos para que les contestes tú la pregunta que no saben responder ellos.
Un par de tales dudas por parte de sendos alumnos me obligó a abandonar mi puesto vigilante al lado del sospechoso que en seguida fue aprovechado por el mismo para reanudar su labor delictiva.
Ya harta de este juego del ratón y el gato decidí cambiar al alumno de sitio para colocarlo en otra mesa donde tener una visión más amplia de toda su persona, incluida su entrepierna. Fue entonces cuando al levantarse, para obedecer mi orden, se cerró la bragueta. Me quedé alelada, con la boca abierta y sin poder apartar la vista de salva sea la parte, menos mal que otra compañera que estaba al quite supo reaccionar y le espetó: «¡Eh, tú! ¿Qué llevas ahí?» al mismo tiempo que le señalaba sin rubor los genitales y con un descaro propio de quien se pasa la ley de género por el forro.
Y entonces el alumno manipuló la bragueta para sacar una cosa muy larga, y muy grande: el tema enterito de ‘Recomendaciones nutricionales e ingestas dietéticas’, escrito en una estrecha tira de papel enrollada sobre sí misma. Con un pañuelo de papel tomé la prueba del delito (por higiene y por los gérmenes que pueden encontrarse en el sitio donde estuvo escondida) y la guardé en una bolsa de plástico mientras que el alumno se llevaba puesto un cero.
A pesar del apuro pasado aprendí mucho de aquella experiencia. Ahora, si puedo elegir aula, me voy donde haya profesores de ambos sexos por si hay que cachear a alguien (que no lo descarto) y además me meto en el bolsillo un par de guantes de látex por si la chuleta incautada sale de algún otro lugar poco recomendado higiénicamente. Todo puede pasar.





9 de mayo de 2019

El coronel no tiene quien le comprenda


Nadie le comprendía. No entendían nada. Nunca se sintió arropado ni siquiera por quienes compartían con él vocación y riesgos. Él estaba hecho de otra pasta, siempre lo supo.
El padre Gabriel fue el primero en darse cuenta de que aquel chiquillo taciturno y siempre con el ceño fruncido, era especial. Ese sacerdote español que recaló en una aldea perdida del Valle de Aburrá supo percatarse de que él era distinto a los demás. En la mirada de ese niño había una determinación que el cura nunca vio en los otros críos de la escuela más sumisos, vencidos de antemano por un destino que los tenía abocados a la miseria perpetua o a la violencia, casi siempre a las dos cosas.
Pero él no. Él nunca se dio por vencido, siempre fue un combatiente. Luchaba incluso cuando sabía que la pelea estaba perdida. Como aquella vez que el negro Jarrogrande insultó a su madre, le sacaba dos cabezas pero aun así arremetió contra el negro y a pesar de acabar con la nariz partida, moretones por todo el cuerpo y una costilla fracturada, se necesitó la fuerza del padre Gabriel y de dos compañeros más para separarlo de aquel comemierda que ponía en duda la honestidad de su madre. 
Con una sonrisa perversa y sentado en su despacho del cuartel, el coronel Horacio Carrillo recordó aquellas peleas de su infancia. Jarrogrande no fue el único con el que repartió puñadas, el feo Gurre y Pechoelata fueron también objeto de la rabia de Carrillo.
Recostado y con los pies encima del escritorio, recordó cómo, desde la calamitosa casucha en la que habitaba con su madre y sus cinco hermanas, miraba el verde valle que se extendía hacia el sur mientras que al norte la majestuosidad de las montañas andinas le hacían sentir aún más insignificante. Aquellos paisajes eran lo único que recordaba de su infancia con nostalgia. Al atardecer, el verde de la montaña se confundía con el añil del cielo allá en el horizonte, y entonces él sentía la quietud que precedía al ocaso, cuando el sol se ocultaba tras las verdes laderas. Una quietud tan solo interrumpida por el áspero trino de algún sirirí*, ese pájaro que a nadie gustaba, tan solo a él porque a pesar de su pequeño tamaño, y con tal de defender su territorio, conseguía ahuyentar a aves mucho más grandes. El atardecer desde su casa en el valle era el mejor momento de la jornada. Solo esa mezcla de colores imposibles conseguía hacerle sonreír y olvidar la paupérrima vida en una aldea que no le reportaba nada satisfactorio.
Soñaba con escapar de allí, huir de aquella miseria, de los lamentos constantes de su madre siempre llorando la ausencia del esposo que murió ahogado en el río. Horacio la quería pero sentía mucho resquemor hacia ella cuando esta añoraba a su padre, no entendía cómo podía echarlo de menos. Lo único que había recibido de ese desgraciado habían sido palizas, desprecio, insultos y una decena de embarazos que en más de una ocasión a punto estuvieron de acabar con su vida.
Habían pasado más de treinta años, pero el coronel aún recordaba con asombro cómo le recibió su madre la noche que llegó a casa y le comunicó que la jornada de pesca en el río había terminado trágicamente. Un paiche había picado en la rudimentaria caña de su padre y al jalar la humedad le hizo resbalar cayendo al agua y golpeándose antes la cabeza con una roca. Él, con solo once años, no pudo hacer nada y su padre se ahogó enseguida arrastrado por la corriente. Cuando, con el semblante serio pero sin atisbo de tristeza, terminó de darle la noticia a su madre, esta comenzó a llorar y a gritar desesperada por la muerte de su maltratador. Incluso le lanzó reproches a él, al único de los hombres de esa casa que se había preocupado por ella y por sus hermanas.
Aquella decepción le supuso un acicate más para escapar de allí.
El padre Gabriel le ayudó a ingresar en la academia de policía a pesar de sus humildes orígenes. Los buenos informes del generoso cura le abrieron las puertas de la Escuela de Cadetes de Policía General Santander. Se adaptó enseguida al ambiente castrense y a la disciplina. Nunca le importó acatar órdenes, siempre le gustó el orden. Odiaba el caos, la desidia y la molicie, esas con las que había crecido y que le recordaban su mísera niñez.
Se aplicó con interés en los estudios y se graduó con muy buenas calificaciones. Su primer destino fue una remota población en el departamento de Putumayo. Pero no estuvo mucho tiempo allí, el talante férreo y enérgico que le caracterizaba fue alabado por sus superiores que le promocionaron enseguida. Mitú y Popayán fueron los siguientes destinos. Su ascensión fue rápida y alcanzó el rango de coronel recién cumplidos los cuarenta años de edad.
La fama de su honestidad y de su implicación en el establecimiento del orden allá donde había altercados y delincuencia le hicieron el candidato perfecto para ocupar el puesto de Jefe de Policía en una ciudad donde el narcotráfico se había asentado como una lacra. Desde aquel lugar los narcos daban material a los noticiarios nacionales con asesinatos diarios. La corrupción y la violencia se habían enseñoreado de la localidad hasta el punto que los dirigentes políticos ya no sabían qué hacer.
El coronel Horacio Carrillo fue elegido para dirigir el recién creado Bloque de Búsqueda, una unidad especial de policías cuyo único fin era capturar al jefe de los narcos, un malparido que se burlaba de la ley. Acabar con el Monstruo era el objetivo y eso solo se podía conseguir eliminándolo en su propia guarida.
El encargo era arduo, pero las adversidades nunca supusieron para el coronel un impedimento. Aceptó sin dudar la difícil misión por varios motivos. Aquella ciudad estaba cerca de la aldea donde nació, y muchos de sus compañeros de juegos infantiles habían sido captados como sicarios al servicio de los capos pues la posibilidad de ganar dinero fácil a cambio de hacer lo que mejor sabían, ejercer la violencia, era una tentación difícil de evitar.
Carrillo también conocía a muchas de las víctimas de esa violencia. Algunos de los que habían caído en emboscadas o asaltados en sus propios domicilios fueron compañeros en la academia de policía o antiguos colegas con los que compartió destinos anteriores. Había asistido a demasiados entierros y funerales, había consolado a demasiadas viudas y huérfanos; las primeras veces como camarada del finado, últimamente como oficial al cargo de la unidad.
Para el coronel aquella misión era más que una orden de sus superiores, era también una cuestión personal. Esos pendejos no se iban a salir con la suya.
Lo primero que hizo en su nuevo destino fue purgar su propia casa, el cuartel era un nido de confidentes de los narcos. Algunos lo hacían movidos por la codicia y así aumentar sus pobres salarios con los sustanciosos sobornos, otros lo hacían por el miedo; la mayoría lo hacía por los dos motivos: el amor a la plata y el miedo al plomo.
Carrillo no podía pretender atrapar a la Víbora si mucho antes de acercarse a su cubil los cientos de ojeadores que andaban desperdigados por la ciudad ya avisaban a la Alimaña y esta escapaba con antelación, algunas veces escondiéndose delante de sus propias narices pero con la connivencia de toda la población. Porque el Monstruo era querido por los habitantes del lugar; para esos pobres infelices era un salvador, el benefactor que se preocupaba por ellos. No entendían nada esos miserables. La pretendida benevolencia era puro teatro, con sus presuntuosos donativos la Víbora solo quería comprar con migajas la fidelidad de unos desgraciados que solo habían cambiado un señor por otro. Algunos solo valían para la servidumbre.
Pero el coronel no, él siempre fue un combatiente, luchaba incluso cuando sabía que la pelea estaba perdida. Llegaría hasta la guarida del Monstruo allá donde se encontrase y acabaría con él. Ni la plata ni el plomo le alejarían de su objetivo.
Después de rodearse de hombres leales provenientes de zonas remotas del país con una recia catadura moral e inmunes a las amenazas por tener sus familias alejadas de la ciudad, el coronel se dedicó a seguir la huella de la Fiera. Como un sabueso olfateó el mínimo rastro dejado por la Bestia, con la paciencia de un cazador pertinaz se empleó a fondo en capturarla.
Cientos de horas de escuchas telefónicas, seguimientos de soplos —la mayoría de las veces falsos y encaminados a alejar al perseguidor de su perseguido—, interrogatorios a sospechosos en los que no escatimó ninguna herramienta por muy cruel que fuera para obtener la información  deseada, cualquier arma era buena para el coronel con tal de cumplir con su misión.
Muchos cómplices de la Bestia empezaron a aparecer muertos en callejones y en las cunetas con signos de palizas o con un tiro de gracia en el entrecejo. Y la expeditiva manera de actuar del coronel empezó a dar resultados. En dos ocasiones la Víbora estuvo a punto de ser atrapada, se sintió hostigada y tuvo que huir ante el acoso del sabueso. 
Desde las altas esferas políticas se cuestionó al coronel y se pusieron en duda sus métodos poco ortodoxos. Pero al coronel esas críticas le importaban un culo. ¡Qué sabrán esos huevones! La única violencia que conocían era la que veían delante de una película bélica en el living de sus casas sentados en sus cómodos sillones. Qué podían saber del sudor frío que recorre la espalda cuando aparece entre la correspondencia un sobre con una bala dentro. Qué iban a saber del gusto amargo de la bilis que sube hasta la garganta cuando un sicario amenaza a tus hijos en la escuela. No sabían nada. No comprendían nada.
Cuando algunos dirigentes del gobierno probaron la metralla, el sabor metálico, provocado por el miedo y que se enquista en el paladar, les hizo olvidarse de sus objeciones; entonces decidieron, si no apoyarle, mirar para otro lado dejando las sutilezas para otros menesteres. No aprobaban lo que hacía pero sabían que no había otra opción.
El criticado coronel en las reuniones sociales y en las cenas de gala era el único que podía acabar con la Bestia. Todos lo sabían, también el Monstruo.
Primero le ofrecieron plata: jugosos sobornos que le harían un hombre rico, que le permitirían quitarse de una vez la miseria que se le quedó prendida en la piel tras quince años en aquella aldea del valle. Podría viajar, irse a vivir a cualquier lugar lejos de allí. También le ofrecieron ascensos imposibles para alguien de origen tan humilde como él —el Monstruo tenía secuaces en las esferas militares porque ahí donde hubiera mugre la Víbora conseguía llegar con facilidad— podría disponer de un lindo despacho en la capital donde lucir sus relumbrantes medallas.
Pero el brillo de la plata no cegó al coronel. Entonces le ofrecieron plomo. Dos balazos, uno en un brazo y otro en una pierna, daban cuenta de la generosidad de la Alimaña para con sus enemigos. En aquel ataque en el restaurante donde almorzaba, el coronel envió a la morgue a cinco sicarios.
Muchos colegas le avisaron de que no se implicara tanto, que no traía cuenta. «¡Ay, no se me coloque así!», «A qué pues arriesgar, man, si lo único que va a sacar es un pijama de madera», «Le van a poner a chupar gladiolo, m’hijo».
   Pero el coronel siempre fue un combatiente, luchaba incluso cuando sabía que la pelea estaba perdida.
Aquella tarde las nubes barruntaban tormenta al norte, en las montañas. Un viento gélido y violento azotaba los árboles y electrizaba la piel. Un chivatazo le puso sobre aviso, la Alimaña andaba muy cerca. Al igual que un sabueso olisquea el rastro de su presa, el coronel se subió al jeep con la certidumbre de que la caza estaba presta. Al doblar una calle estrecha, un camión le bloqueó el paso, intentó retroceder pero otro vehículo se había interpuesto entre su coche y el resto de la comitiva, entonces empezaron a salir francotiradores de muchas ventanas de las casas aledañas. En medio de la balacera el coronel salió del jeep y vació el cargador de su fusil y el de su pistola; en ese viaje al infierno no se iría solo.
Tirado en el suelo, con el pecho encharcado de sangre, aún tuvo tiempo de mirar hacia el norte, hacia las montañas. Lamentó que los nubarrones le impidieran verlas, pero entonces cerró los ojos y pudo observar el verde de la montaña confundiéndose con el añil del cielo. Con una sonrisa volvió a sentir la misma quietud de su infancia cuando contemplaba los atardeceres. Antes de dejar de respirar creyó oír el canto de un sirirí.




NOTA: Mi protagonista está basado en uno de los pocos personajes de ficción de la serie televisiva Narcos. Desde el primer momento en que salió en pantalla me pareció un personaje muy atractivo, y no me refiero al físico (que también). Ese querer acabar “como sea” con “el malo” cuando la ley impone trabas que los delincuentes se saltan, me pareció valiente, muy creíble y ante todo pragmático. Esto no quiere decir que yo comparta sus ideas, pero a veces hay que saber contra qué o quién se lucha, cuál es el peaje a pagar y si el fin justifica los medios.
Dado que el coronel Carrillo de Narcos no fue real me he permitido la licencia de crearle una infancia y unos inicios de los que nada se dice en la serie de televisión, aunque sí he respetado el final que los guionistas le dieron (para mi disgusto), y perdón si con esta información he reventado el desenlace de este peculiar coronel.


(*) El sirirí (Tyrannus melancholicus) es un pájaro que habita en gran parte de América. Es muy agresivo, incluso con especies más grandes que él. Debido a esa agresividad en Colombia se utiliza la expresión popular "Todo gavilán tiene su sirirí" indicando que hasta el más fuerte tiene alguien que puede molestarlo.


6 de mayo de 2019

"Las vacas de Stalin" - Sofi Oksanen


Esta es la historia de Anna, y de su madre, y de la familia de su madre.

Katariina, la madre de Anna, es estonia; se casó con un finlandés en la década de los setenta y se fue a Finlandia con su esposo antes de la Perestroika, cuando la URSS aún tenía agrupados bajo su manto de ocupación muchos países que, la mayoría de quienes vivíamos al otro lado del telón de acero (el lado no comunista), llamábamos en nuestra ignorancia y simpleza “rusos”.  Por aquel entonces, esa parte de la URSS, Estonia, anhela formar parte del mundo occidental donde las patatas tienen el color de las patatas y saben a patatas. Ese mundo occidental y moderno está encarnado en su vecina de al lado: Finlandia.

A través de las palabras de Anna se nos cuenta la historia de Kateriina antes de salir de Estonia, y la que ocurre cuando llega a Finlandia; allí es una inmigrante “rusa”, pero ella no es rusa, es estonia. Ese mundo idílico que se intuye al otro lado del muro resulta que no lo es. Además, cuando Katariina vive en Finlandia añora Estonia, no puede romper con su familia, ni siquiera con la que no aprecia demasiado. Alejarse de su entorno hace que eche de menos lo que antes se le presentaba odioso.

A través de las palabras de Anna nos enteramos de la complicada relación del inmigrante con su pasado y con su presente. El difícil equilibrio entre la tradición familiar y las nuevas condiciones de un país extraño que nunca llega a ser un hogar se manifiesta en la propia relación de Katariina con su hija.

También, a través de las palabras de Anna, sabemos la propia historia de Anna, porque Anna tiene un problema añadido al de ser hija de una mujer estonia en Finlandia, y es un problema grave, muy grave: es bulímica. En esta parte de la historia, las descripciones de las diferentes fases por las que pasa una enferma bulímica son estupendas. El trastorno alimentario de Anna es un impedimento para sus relaciones con los demás, incluida su madre, pero al mismo tiempo es la esencia de Anna. La complicada relación de Anna con la comida está detrás de todo lo que hace, de todo lo que dice, de todo lo que piensa; está detrás de todo.

Estos serían los dos grandes bloques sobre los que se asienta la novela, dos historias diferentes pero ligadas entre sí por los personajes. Desde mi punto de vista son dos historias que en sí mismas darían para sendas novelas pues lo que se cuenta en cada una de ellas es muy interesante. Sin embargo, juntarlas en un único libro “para mí” ha sido contraproducente. Contar tantas cosas hace que no profundice en ciertos aspectos de los que me hubiera gustado saber más, tanto de Katariina como de Anna (especialmente de Anna por ese trastorno alimentario que a mí me interesa mucho).

Al conocer la trayectoria vital de la autora se podría considerar este libro como una biografía, al menos en su mayor parte, pues la propia Sofi Oksanen ha reconocido padecer bulimia. Además, la madre de la escritora también es una estonia casada con un finlandés con el que se fue a vivir a Finlandia.

Saber que la escritora vivió una situación parecida a la de la protagonista le da un valor añadido que por un lado confiere rigor a lo que se cuenta, pero por otro le resta cohesión. Porque cohesión es lo que he echado en falta en este libro. No sé si el recordar hechos de su propia experiencia ha sido la razón para que se dé una narración caótica, sin relación en muchos pasajes, con un estilo deslavazado y sumamente confuso, por lo menos “para mí”. Recalco lo de “para mí”, porque esta autora es alabada por la crítica entendida.

No suelo leer mucho la llamada literatura nórdica porque las pocas veces que me he acercado a ella los resultados no han sido satisfactorios. No sé si el estilo literario que se da por esos países es peculiar y nada acorde con mis gustos o es que hay pocos traductores —de finés en este caso— y no son buenos. Lo que sí sé es que la lectura de esta novela se me hizo muy engorrosa. En algunos párrafos Anna habla de sí misma en tercera persona para seguidamente, y sin solución de continuidad, pasar a hablar en primera persona, utilizando los posesivos indistinta e independientemente del modo empleado. Hubo momentos en que creí que se había colado en la narración otro narrador que era a la vez hija de la madre de Anna y le pasaba lo mismo que a Anna pero no era Anna. Un follón.

Precisamente esa forma de narrar es lo que muchos alaban en esta escritora. Parece ser que le da un punto de originalidad y frescura. Será, pero a mí no me ha convencido.

Por si esto no fuera suficiente, hay otra historia más que se intercala casi al final de la lectura entre los avatares de Katariina y los de Anna: la de los padres y tíos de Katariina durante la invasión soviética de Estonia. En un viaje al pasado se nos cuenta cómo la población estonia perdió sus propiedades para ponerlas al servicio de la comunidad y cómo algunos se resistieron e intentaron combatir para recuperar su independencia. Esta parte me resultó muy instructiva porque no sabía nada al respecto, pero me hubiera gustado más si hubiera seguido cierto orden cronológico, o simplemente orden, del tipo que fuera. He de aclarar que los capítulos de esta parte de la historia, (y algunos de la de Katariina), vienen con un apunte sobre el año en que ocurren los hechos, pero aun así me desubiqué mucho pues la mayoría son capítulos de poco más de una página que son seguidos por otros sobre la historia en tiempo presente de Anna, o la del pasado más reciente de Katariina. Un mareo.

La lectura de este libro me ha dejado un sabor agridulce. Las tres historias que se cuentan se presentan atractivas pero pierden el interés al no contarlas de manera medianamente comprensible “para mí”: el ir de una a otra y con cierto desorden me despistó mucho. Los saltos en el tiempo y entre las tres historias, sumados a una utilización voluble del modo narrador hicieron que me perdiera continuamente, teniendo que releer varias veces más de un pasaje.

Tengo la sensación de que si se hubiera empleado una técnica narrativa más convencional habría sido una lectura más agradable “para mí”, puede que le hubiera restado frescura y originalidad pero le habría añadido comodidad, “para mí”. Y es que yo, a veces, soy muy tradicional. O una obtusa con las narrativas modernas.



1 de mayo de 2019

La guerra de los fósiles (Segunda Parte)

Othniel C. Marsh vs. Edward D. Cope


Si en la primera parte de esta guerra de los fósiles el enfrentamiento se dio entre dos científicos británicos, la que hoy traigo se dio entre dos estadounidenses: Othniel Charles Marsh (Nueva York, 1831 – 1899) y Edward Drinker Cope (Filadelfia 1840 – 1897).

Los dos estudiaron sendas carreras de ciencias, uno Geología y Mineralogía, el otro Ciencias Naturales. Mientras Marsh era hijo de granjeros, Cope se crio en el seno de una familia acomodada de Filadelfia; aunque el origen humilde de Marsh no fue un impedimento para reunir una gran fortuna pues un tío suyo, el millonario George Peabody, se encargó de que no le faltara dinero.

Si Marsh y Cope no compartían los mismos orígenes, sí tuvieron algo en común: su pasión por la paleontología. Esa pasión compartida les hizo amigos cuando se conocieron en Berlín, allá por el año 1864. En esos primeros meses de amistad idílica se llegaron a dedicar mutuamente especies que descubrieron. Pero los dos amigos compartían otras cosas además del amor por la paleontología, y es que los dos tenían muy mal carácter. Cope era beligerante y presto a la ira, mientras Marsh era más introvertido y algo huraño. Como rasgo común en su forma de ser, los dos eran pendencieros y envidiosos. Todo esto desembocó en un cambio de los afectos y los antaño colegas amistosos se convirtieron en enemigos irreconciliables cuya rivalidad dio lugar a uno de los sucesos más hilarantes (y bochornosos) de la historia de la Ciencia que tuvo el nombre de “La guerra de los huesos”.

La relación de Cope y Marsh empezó a torcerse cuando se fueron los dos a recoger fósiles a unos pozos de marga en Nueva Jersey. Marsh sobornó a los operarios para que le llevaran a él los fósiles que encontraran y sin decirle ni una palabra a su colega Cope. Cuando Cope se enteró, no le sentó nada bien, como es natural.

En venganza, Cope se fue a buscar fósiles en una zona de Kansas y Wyoming, que se suponía era de exclusividad de Marsh, lo que a Marsh tampoco le hizo ni pizca de gracia.

Entonces, Marsh devolvió el golpe burlándose de Cope en una revista científica: le acusó de ser un mal paleontólogo pues en la reconstrucción de un plesiosauro Cope tuvo un error bastante gordo ya que puso la cabeza en el lugar donde debería estar la cola.

Mientras estos dos andan metiéndose entre sí, en 1870 el oeste de Estados Unidos se está revelando como una fuente inacabable de fósiles de todo tipo. Las condiciones geológicas son adecuadas para que allí se encuentren extensos yacimientos de huesos. Moviendo sus influencias, Cope consigue permiso de Washington para explorar la zona. Pero al llegar a uno de los emplazamientos se encuentra que no hay ningún equipo con el que trabajar, ni vagones, ni caballos, ni material de ninguna clase; nada. Sin embargo, Cope no se desanima, como tiene una buena fortuna contrata por su cuenta a dos carreteros, un guía y tres hombres que aparecen por allí diciendo que están interesados en trabajar con él. Pero de esos tres providenciales trabajadores, dos resultan ser hombres de Marsh que se habían pluriempleado —parece ser que Marsh era algo tacaño con los sueldos y remiso a la hora de pagar—. Cuando Marsh se entera, se mosquea mucho. Para más escarnio, uno de los operarios pluriempleados se hace un lío y le manda unos huesos a Cope que ha encontrado trabajando con Marsh. Es lo que tiene doblar turnos para dos empresas diferentes, que uno ya no sabe ni para quien trabaja. Marsh reclama sus huesos y Cope se los devuelve bastante ofendido.

En otra excavación en Morrison, el científico Arthur Lakes encuentra varios fósiles, les manda sendas cartas a Cope y Marsh junto a muestras para que las estudien. Marsh, reacio a soltar pasta, tarda en contestar pero al final lo hace enviando cien dólares a Lakes con la condición de que no le diga nada a Cope, pero llega tarde ese aviso. No obstante, Lakes acepta el dinero y le pide a Cope que le devuelva lo que le envió. Cope se cabrea mogollón.

Cuando llega el año 1873, Cope y Marsh están abiertamente en guerra. Aunque en Estados Unidos también se libran otras guerras, por ejemplo las que tienen con los nativos de la zona. Excavar en algunos lugares del salvaje oeste tiene sus riesgos, como que te encuentres con tribus beligerantes a las que ver un rostro pálido les pone de muy mal humor. Esto es lo que le pasó a Marsh cuando se fue con un grupo de estudiantes a recoger fósiles en territorio sioux. El pillo de Marsh se cameló al jefe Nube Roja diciéndole que si le dejaba recoger huesos él intercedería en Washington para mejorar el trato a su tribu. Dicen que una vez que se fue con el material, Marsh se olvidó de la promesa hecha y si te he visto no me acuerdo.

Pero dejemos a los pobres indígenas americanos y volvamos a la guerra entre Cope y Marsh cuando alcanza su punto álgido en el yacimiento de Como Bluff.

Cresta de Como Bluff, importante yacimiento donde se encontraron gran cantidad de fósiles de todo tipo, no solo de dinosaurios.
Marsh recibe una carta de dos trabajadores, Cardin y Reed, que participan en la construcción del Ferrocarril Transcontinental en Wyoming. En esa carta le comunican que se están encontrando con gran cantidad de huesos en una zona llamada Como Bluff, que si le interesa. También le informan a Marsh que hay otras personas que merodean por la zona y que están recogiendo algunos de esos huesos. Para Marsh está claro que los merodeadores son gente de Cope. Marsh envía dinero a Carlin y a Reed para que le manden todos los fósiles posibles a la vez que los contrata para que trabajen para él. Pero una vez más Marsh hace gala de su tacañería y descuida los pagos, entonces Carlin se pasa al bando de Cope que no es tan cicatero con la pasta. Reed permanece con Marsh.

Durante los años que se explota el yacimiento de Como Bluff los enfrentamientos entre los equipos de Cope y de Marsh son enconados. Los de un equipo roban los huesos a los del otro. Todos sospechan de todos pues creen que el compañero de al lado es un infiltrado del bando contrario. Marsh obliga a Reed a espiar a su antiguo colega Carlin. Carlin bloquea las vías del tren para que Reed no pueda transportar los huesos encontrados. Reed, hasta la coronilla de tanta tontería, hace el petate y se despide para dedicarse a la cría de ovejas (unos animales menos fascinantes que los dinosaurios pero que no le dan tantos quebraderos de cabeza).

En esta absurda pelea se llegan a dar situaciones rocambolescas. Cuando uno de ellos descubre un yacimiento, el otro construye una cantera cerca de él para así poder agenciarse de extranjis material (dicen que pillaron una vez a Cope abriendo las cajas de Marsh para birlarle algunos huesos). Cuando ya han explotado el yacimiento lo destruyen a dinamitazo limpio para que los restos de fósiles que han podido quedar no sean aprovechados por el otro. Incluso se llegan a enfrentar los dos equipos a pedrada limpia. Una vergüenza.

Pero la guerra de los huesos no solo se dio en los yacimientos. Esa enemistad se trasladó al campo estrictamente científico. La competitividad por ver quién publicaba más hizo que la productividad de estos científicos fuera asombrosa. Cope escribió más de mil cuatrocientos artículos. Y es en este aspecto donde la rivalidad entre los dos paleontólogos tuvo su lado positivo. En la competición por ver quién descubría más, la paleontología experimentó un momento excepcional. Juntos descubrieron ciento cuarenta y dos especies nuevas de dinosaurio.

Pero también tuvo su lado no tan positivo pues esa carrera desenfrenada por encontrar y publicar hizo que se atolondraran y llegaran a “descubrir” varias veces la misma especie. Esto es lo que pasó con el Uintatheres anceps, que fue descubierto veintidós veces entre los dos. Un auténtico desatino.

Además, en esa precipitación, se daban diferentes nombres a una misma especie porque el ritmo frenético no les dejaba memorizar cada nombre nuevo. El lío en la clasificación fue tal que se tardaron años en desfacer el entuerto.

La rivalidad les llevó a que cada uno desprestigiara al otro desluciendo su trabajo. Marsh acusó a Cope de catalogar las especies de manera errónea y lo publicó en un artículo científico. Entonces Cope se dedicó a comprar todos los ejemplares de la revista para que no fueran leídos por los demás colegas. Con prácticas así la fortuna de Cope empezó a mermar hasta quedarse en la más absoluta ruina.

Por otra parte, la racanería de Marsh no solo se limitaba al dinero, también era remiso a compartir los logros de un trabajo en equipo negándose a añadir a sus colaboradores en los artículos que escribía. Esto le granjeó la enemistad de muchos miembros de la comunidad científica. Marsh, entre los sobornos y las costosas exploraciones, también acabó arruinado.

Tanto Cope como Marsh acabaron sus días sin un centavo y retirados de la vida científica pues sus cofrades empezaron a cansarse de tanto rifirrafe.

Cope fue el primero en fallecer, aunque solo dos años antes que su eterno rival. Sin embargo quiso llevar su competitividad hasta después de muerto pues en sus últimas voluntades pidió que se donara su cráneo a la ciencia para que midieran el tamaño del cerebro retando a Marsh a que hiciera la propio para luego compararlos (en aquella época se pensaba que el tamaño del cerebro era directamente proporcional al nivel de inteligencia). Pero con Cope muerto, a Marsh se le enfrió la beligerancia y no aceptó el desafío.

A pesar de que la rivalidad entre Cope y Marsh estuvo plagada de mala praxis y comportamientos casi infantiles, fue la causante de que el trabajo de los dos fuera prolífico y muy positivo en cuanto a resultados; los museos se llenaron de fantásticas reproducciones para asombro de sus visitantes y los libros de texto aumentaron su contenido en conocimientos.

Además, el enfrentamiento propició que esos nuevos especímenes llamados dinosaurios fueran conocidos por el público. Pero, por otra parte, unos científicos con mentes privilegiadas no supieron estar a la altura de su nivel intelectual comportándose como auténticos cretinos. No se puede ser perfecto. 




Hada verde:Cursores
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