Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

17 de marzo de 2022

El trabajo del abuelo

 


Mamá, ¿por qué el abuelo vuelve a trabajar?

Tu padre y yo nos hemos quedado en el paro y no tenemos ingresos, pero el abuelo sí ha conseguido trabajo y así contribuye a los gastos.

¿Y tiene que trabajar en nuestra casa precisamente?

Bueno, salió un puesto de ascensorista aquí y… lo aprovechamos.

Es que no hace nada, mamá. Solo está sentado dentro del ascensor y dormido, cuando le digo “al tercero” no me hace caso, siempre tengo que darle yo al botón.

Estaba, digo… está sordo, ya lo sabes. Pero tampoco pasa nada si pulsas tú el piso.

—Además, el abuelo huele mal.

—Al abuelo no le gustaba… no le gusta mucho ducharse, lo sabes también. Deja de quejarte y date prisa que llegamos tarde al cole.

Mientras el niño fue a su habitación por la mochila del colegio, su madre pensó cómo podría solventar lo del olor del cadáver de su suegro. La mala situación económica familiar les impedía declarar el fallecimiento del abuelo cuya pensión era la única fuente de ingresos.

Los vecinos no se habían quejado del nuevo ascensorista porque en el inmueble todos estaban en una situación similar, de hecho, el cadáver de la suegra de la del sexto era la nueva portera, y el del padre del vecino del quinto era el nuevo vigilante de trasteros.

Pero ese olor… Quizás habría que ir pensando en cambiar de trabajo al abuelo y ponerle como jardinero, con el tiempo podría convertirse en abono para las plantas.







12 de marzo de 2022

Espiritualidad natural

 


«Si sirves a la naturaleza, ella te servirá a ti» Lavinia tenía muy presente esa frase. Ella nunca había sido mucho de naturaleza, pero sí sabía buscar que todo a su alrededor le sirviera para algo. Casi siempre conseguía lo que quería y en este momento lo que quería era llevarse al huerto a su profesor de yoga. 

Se apuntó a meditación ante la insistencia de su amiga Rita empeñada en que dejara de fumar, un vicio que, según su amiga, era fruto del estresante trabajo de Lavinia en un bufete de alto copete.

Defender a políticos corruptos tiene un precio, Lavinia. Tu salud se resiente. Vente a yoga, te hará bien. Además, te gustará. El maestro Yogananda es un fenómeno, está solicitadísimo. Somos muy afortunadas de tenerlo como gurú en el centro.

Yogananda, con ese nombre Lavinia se imaginó a un venerable anciano de barba larga y túnica igualmente larga hasta los pies, pero el profesor de yoga resultó ser un macizo de treinta años vestido con mallas ajustadas y camiseta de tirantes que mostraban, con todo lujo de detalles, su musculosa anatomía. En cuanto vio al profesor, Lavinia se convirtió en su más rendida admiradora y en una fanática del yoga.

Durante semanas se implicó con seriedad y pulcritud en aprender los asanas que el musculoso profesor enseñaba. Bakasana, kakasana y muchas otras posturas más se convirtieron en algo cotidiano para Lavinia la cual, antes de conocer a Yogananda, creía que “asana” era el nombre de una infusión.

Yogananda era aficionado a acompañar sus ejercicios con frases de pensadores donde Confucio era su preferido. También le gustaba mucho la naturaleza.

La comunión con nuestra madre naturaleza nos proporciona la paz del útero anterior al nacimiento; antes de ser lo que somos, fuimos silencio y en la naturaleza encontraremos la ausencia de ruido que necesitamos para alcanzar el equilibrio dijo el macizo antes de terminar una de sus clases Namasté añadió haciendo una reverencia con las manos unidas a la altura del fornido pecho.

Tanta insistencia con lo de comulgar con la naturaleza acabó convirtiéndose en varias clases al aire libre en El Retiro. A Lavinia no le hizo mucha gracia eso de tumbarse en el húmedo césped en lugar de hacerlo en el seco y caliente parqué de la sala de clases, pero con tal de estar cerca del maestro se fue a ese céntrico parque de Madrid a practicar yoga. Durante varios días tuvo que combinar la postura del guerrero con las fotos que los paseantes les hacían al grupo, aunque la mayoría enfocaban sus teléfonos móviles al profesor, especialmente las mujeres.

Lavinia era una de las alumnas más aplicadas y Yogananda acabó fijándose en ella. Primer objetivo conseguido.

He decidido incluirte en un selecto grupo de alumnas aventajadas. Tengo grandes planes para ti le dijo a Lavinia nada más terminar una de las clases en el parque y mientras una señora se hacía un selfie con el profesor de fondo. Si puedes disponer de un fin de semana entero para mí, alcanzarás el nirvana. Namasté.

Yogananda no añadió nada más, pero Lavinia llegó a su casa flotando en una nube. Mientras se duchaba para quitarse el sudor provocado por los asanas, y el olor de una meada de perro donde se había sentado, especuló cómo sería llegar al nirvana con Yogananda y se puso como una moto: la ducha le duró un buen rato.

Tras una tremenda discusión con su jefe, la devota alumna consiguió un fin de semana libre de trabajo, nada de correos electrónicos ni llamadas intempestivas de algún concejal en apuros. El teléfono móvil quedó desconectado. Para alcanzar el nirvana había que estar libre de pensamientos negativos y hablar con ediles metidos en líos no era nada positivo.

Por desgracia el nirvana del que hablaba Yogananda no tenía nada que ver con el que se imaginó Lavinia. El fin de semana prometido consistió en una especie de aislamiento espiritual en una casa rural en los Pirineos navarros.

Nada más llegar vino la primera decepción: su escapada con el yogui la compartía con otras tres alumnas tan aventajadas como ella. Además, también tuvo que compartir la habitación con sus compañeras si habitación se podía llamar a cuatro esterillas tiradas en una sala grande con una chimenea que no daba calor porque no tenía madera con la que alimentarse. Para más incomodidad, el baño era un antiguo corral de gallinas. La única habitación de la casa con cama y aseo propio estaba ocupada por el maestro ya que necesitaba aislarse para poder luego transmitir sabiduría a sus pupilas, o eso es lo que dijo Yogananda.

El primer día unas campanillas la mar de molestas la despertaron a las cuatro de la mañana, hora de levantarse. En el exterior de la casa y envueltos en una espesa niebla meditaron en silencio, tan solo roto por los bostezos de Lavinia. Después se dispusieron a desayunar, esta vez ya en el interior. El condumio consistió en un cuenco con copos de avena y bebida de soja.

Después de lavarse someramente en una palangana con agua helada que hubieron de compartir por turnos las cuatro alumnas aventajadas, se fueron todos a un hayedo cercano. Allí buscaron el árbol con pinta de ser más viejo e hicieron un corro a su alrededor para rendir homenaje a la sabiduría de la ancianidad o algo así, Lavinia no se enteró muy bien qué objetivo tenía aquello; la birria de desayuno que habían tomado le impedía prestar atención porque la hipoglucemia mermaba sus facultades. Tras permanecer una media hora agarrados por las manos en torno al haya anciana abrazaron, uno a uno, el tronco del árbol. Lavinia hubiera preferido abrazar al profesor, pero, en lugar del cuerpo musculoso y terso del yogui, tuvo que conformarse con rodear con sus brazos un tronco lleno de musgo y bichos. Estaba claro que aquella escapada de fin de semana no se iba a parecer de ninguna manera a lo que ella deseaba.

 Varios asanas después y cuando el sol ya empezaba a esconderse, regresaron a la casa donde les esperaba un plato de tofu y un vaso de zumo de papaya como cena. Una vez que terminaron de comer, algo que les llevó muy poco tiempo, todos se fueron a dormir: en el suelo ellas, en un mullido colchón él.

La decepción y el hambre impidieron que Lavinia conciliara el sueño, aunque puede que la dureza del suelo algo tuviera que ver también. Mientras daba vueltas en su esterilla pensó que un fin de semana en una academia militar hubiera sido más reconfortante que ese viaje para alcanzar el nirvana. También maldijo no haber incluido en su escueto equipaje un cartón de tabaco porque, además de hambre, tenía unas ganas locas de fumar.

Al siguiente día, y tras el mismo ritual de meditación, desayuno paupérrimo y abluciones monacales, Lavinia se dispuso a pasar otra mañana haciendo el moñas en el bosque, pero Yogamanda la sorprendió.

Hoy, queridas mías, deberéis encontraros a vosotras mismas. Buscad en la soledad del bosque vuestro yo más profundo, sondead en vuestro interior y hallad la verdad que no sabéis ver entre el bullicio de la ciudad. Id cada una por vuestra cuenta y no regreséis hasta haber alcanzado el fin.

—Pero, maestro, ¿no nos vas a guiar tú? —interrumpió la beatífica arenga una de las alumnas.

—El viaje de introspección es algo muy íntimo que cada uno debe hacer solo, sin más compañía que su alma.  Yo os espero meditando en la casa y os acompañaré en espíritu. No temáis, no os dejo desamparadas, tomad estos japa malas*. Namasté.

Lavinia, tras caminar un buen rato y ya lejos de las miradas de sus compañeras, se sentó en una roca dispuesta a dejar pasar el día. No le apetecía andar sin ton ni son, además no estaba segura de saber volver si se alejaba demasiado de la casa donde, al abrigo y sin moverse, estaba acompañándolas espiritualmente Yogamanda.

Sentada en la piedra, Lavinia acarició las cuentas de madera del japa mala pensando que habría preferido que el gurú le diera un bocadillo de chorizo antes que un rosario budista. Intentó concentrarse en los mantras que tan fielmente había ido aprendiendo desde hacía meses: «Deja que tu práctica de yoga sea una celebración de la vida», «El cuidado de no herir es la forma más hermosa de respeto».

De repente sintió algo por su pierna, se subió la pernera de su pantalón harem* y vio cómo una araña subía hacia la rodilla; se levantó de golpe y tras sacudírsela la pisoteó con saña. La violencia de su reacción se llevó por delante unas cuantas setas y algún que otro bicho minúsculo más. Tras observar el estropicio pensó en Confucio cuando dijo aquello de «No hagas a otros aquello que no te gustaría que te hicieran a ti» y sintió un hondo arrepentimiento, aunque en seguida recordó que también dijo «No importa lo que hagas en la vida, hazlo con todo tu corazón» y debía reconocer que se había cargado a la araña con mucho interés.

Cuando se disponía a regresar pensando que se acercaba el ocaso, unos negros nubarrones empezaron a tronar para, sin casi solución de continuidad, descargar un chaparrón que le empapó todo el cuerpo y el japa mala. Llegó a la casa antes que sus camaradas de yoga.

—¿Ya te has encontrado a ti misma? —preguntó Yogamanda nada más verla.

—He encontrado la casa, lo que no es poco —respondió Lavinia mientras a sus pies se formaba un charco de agua—. Discúlpame, pero tengo algo que hacer.

—¿Vas a seguir meditando mientras llegan tus compañeras?

—No, voy a conectar el móvil que tengo en la mochila, voy a pedir un Uber y en cuanto llegue a mi casa me voy a fumar un paquete entero de tabaco —contestó mientras se representaba mentalmente el nirvana en forma de nicotina—. Namasté.






 

Japa mala: sarta de cuentas esféricas, generalmente de madera, usada en el hinduismo, el budismo y el sijismo para recitar mantras o el nombre o los nombres de una deidad.

Pantalón harem: pantalón holgado hasta los tobillos o las rodillas.


Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores