«Si sirves a la
naturaleza, ella te servirá a ti» Lavinia tenía muy presente esa frase. Ella
nunca había sido mucho de naturaleza, pero sí sabía buscar que todo a su
alrededor le sirviera para algo. Casi siempre conseguía lo que quería y en este
momento lo que quería era llevarse al huerto a su profesor de yoga.
Se apuntó a
meditación ante la insistencia de su amiga Rita empeñada en que dejara de fumar,
un vicio que, según su amiga, era fruto del estresante trabajo de Lavinia en un
bufete de alto copete.
—Defender a políticos
corruptos tiene un precio, Lavinia. Tu salud se resiente. Vente a yoga, te hará
bien. Además, te gustará. El maestro Yogananda es un fenómeno, está
solicitadísimo. Somos muy afortunadas de tenerlo como gurú en el centro.
Yogananda, con
ese nombre Lavinia se imaginó a un venerable anciano de barba larga y túnica
igualmente larga hasta los pies, pero el profesor de yoga resultó ser un macizo
de treinta años vestido con mallas ajustadas y camiseta de tirantes que mostraban,
con todo lujo de detalles, su musculosa anatomía. En cuanto vio al profesor,
Lavinia se convirtió en su más rendida admiradora y en una fanática del yoga.
Durante semanas
se implicó con seriedad y pulcritud en aprender los asanas que el musculoso
profesor enseñaba. Bakasana, kakasana y muchas otras posturas más se
convirtieron en algo cotidiano para Lavinia la cual, antes de conocer a
Yogananda, creía que “asana” era el nombre de una infusión.
Yogananda era
aficionado a acompañar sus ejercicios con frases de pensadores donde Confucio
era su preferido. También le gustaba mucho la naturaleza.
—La comunión con nuestra
madre naturaleza nos proporciona la paz del útero anterior al nacimiento; antes
de ser lo que somos, fuimos silencio y en la naturaleza encontraremos la
ausencia de ruido que necesitamos para alcanzar el equilibrio —dijo el macizo antes de
terminar una de sus clases—
Namasté —añadió haciendo
una reverencia con las manos unidas a la altura del fornido pecho.
Tanta
insistencia con lo de comulgar con la naturaleza acabó convirtiéndose en varias
clases al aire libre en El Retiro. A Lavinia no le hizo mucha gracia eso de
tumbarse en el húmedo césped en lugar de hacerlo en el seco y caliente parqué
de la sala de clases, pero con tal de estar cerca del maestro se fue a ese
céntrico parque de Madrid a practicar yoga. Durante varios días tuvo que
combinar la postura del guerrero con las fotos que los paseantes les hacían al
grupo, aunque la mayoría enfocaban sus teléfonos móviles al profesor,
especialmente las mujeres.
Lavinia era una
de las alumnas más aplicadas y Yogananda acabó fijándose en ella. Primer
objetivo conseguido.
—He decidido incluirte en un
selecto grupo de alumnas aventajadas. Tengo grandes planes para ti —le dijo a Lavinia nada más
terminar una de las clases en el parque y mientras una señora se hacía un selfie
con el profesor de fondo—.
Si puedes disponer de un fin de semana entero para mí, alcanzarás el nirvana. Namasté.
Yogananda no
añadió nada más, pero Lavinia llegó a su casa flotando en una nube. Mientras se
duchaba para quitarse el sudor provocado por los asanas, y el olor de una meada
de perro donde se había sentado, especuló cómo sería llegar al nirvana con
Yogananda y se puso como una moto: la ducha le duró un buen rato.
Tras una tremenda
discusión con su jefe, la devota alumna consiguió un fin de semana libre de trabajo,
nada de correos electrónicos ni llamadas intempestivas de algún concejal en
apuros. El teléfono móvil quedó desconectado. Para alcanzar el nirvana había
que estar libre de pensamientos negativos y hablar con ediles metidos en líos
no era nada positivo.
Por desgracia
el nirvana del que hablaba Yogananda no tenía nada que ver con el que se
imaginó Lavinia. El fin de semana prometido consistió en una especie de
aislamiento espiritual en una casa rural en los Pirineos navarros.
Nada más llegar
vino la primera decepción: su escapada con el yogui la compartía con otras tres
alumnas tan aventajadas como ella. Además, también tuvo que compartir la
habitación con sus compañeras si habitación se podía llamar a cuatro esterillas
tiradas en una sala grande con una chimenea que no daba calor porque no tenía
madera con la que alimentarse. Para más incomodidad, el baño era un antiguo
corral de gallinas. La única habitación de la casa con cama y aseo propio
estaba ocupada por el maestro ya que necesitaba aislarse para poder luego
transmitir sabiduría a sus pupilas, o eso es lo que dijo Yogananda.
El primer día unas
campanillas la mar de molestas la despertaron a las cuatro de la mañana, hora
de levantarse. En el exterior de la casa y envueltos en una espesa niebla
meditaron en silencio, tan solo roto por los bostezos de Lavinia. Después se
dispusieron a desayunar, esta vez ya en el interior. El condumio consistió en
un cuenco con copos de avena y bebida de soja.
Después de
lavarse someramente en una palangana con agua helada que hubieron de compartir
por turnos las cuatro alumnas aventajadas, se fueron todos a un hayedo cercano.
Allí buscaron el árbol con pinta de ser más viejo e hicieron un corro a su
alrededor para rendir homenaje a la sabiduría de la ancianidad o algo así,
Lavinia no se enteró muy bien qué objetivo tenía aquello; la birria de desayuno
que habían tomado le impedía prestar atención porque la hipoglucemia mermaba
sus facultades. Tras permanecer una media hora agarrados por las manos en torno
al haya anciana abrazaron, uno a uno, el tronco del árbol. Lavinia hubiera
preferido abrazar al profesor, pero, en lugar del cuerpo musculoso y terso del
yogui, tuvo que conformarse con rodear con sus brazos un tronco lleno de musgo
y bichos. Estaba claro que aquella escapada de fin de semana no se iba a
parecer de ninguna manera a lo que ella deseaba.
Varios asanas después y cuando el sol ya
empezaba a esconderse, regresaron a la casa donde les esperaba un plato de tofu
y un vaso de zumo de papaya como cena. Una vez que terminaron de comer, algo
que les llevó muy poco tiempo, todos se fueron a dormir: en el suelo ellas, en
un mullido colchón él.
La decepción y el
hambre impidieron que Lavinia conciliara el sueño, aunque puede que la dureza
del suelo algo tuviera que ver también. Mientras daba vueltas en su esterilla
pensó que un fin de semana en una academia militar hubiera sido más
reconfortante que ese viaje para alcanzar el nirvana. También maldijo no haber
incluido en su escueto equipaje un cartón de tabaco porque, además de hambre,
tenía unas ganas locas de fumar.
Al siguiente
día, y tras el mismo ritual de meditación, desayuno paupérrimo y abluciones
monacales, Lavinia se dispuso a pasar otra mañana haciendo el moñas en el
bosque, pero Yogamanda la sorprendió.
—Hoy, queridas mías, deberéis
encontraros a vosotras mismas. Buscad en la soledad del bosque vuestro yo más
profundo, sondead en vuestro interior y hallad la verdad que no sabéis ver
entre el bullicio de la ciudad. Id cada una por vuestra cuenta y no regreséis
hasta haber alcanzado el fin.
—Pero, maestro, ¿no nos vas a guiar
tú? —interrumpió la beatífica arenga una de las alumnas.
—El viaje de introspección es algo
muy íntimo que cada uno debe hacer solo, sin más compañía que su alma. Yo os espero meditando en la casa y os
acompañaré en espíritu. No temáis, no os dejo desamparadas, tomad estos japa
malas*. Namasté.
Lavinia, tras caminar un buen rato y
ya lejos de las miradas de sus compañeras, se sentó en una roca dispuesta a
dejar pasar el día. No le apetecía andar sin ton ni son, además no estaba
segura de saber volver si se alejaba demasiado de la casa donde, al abrigo y
sin moverse, estaba acompañándolas espiritualmente Yogamanda.
Sentada en la piedra, Lavinia
acarició las cuentas de madera del japa mala pensando que habría
preferido que el gurú le diera un bocadillo de chorizo antes que un rosario
budista. Intentó concentrarse en los mantras que tan fielmente había ido
aprendiendo desde hacía meses: «Deja que tu práctica de yoga sea una
celebración de la vida», «El cuidado de no herir es la forma más hermosa de
respeto».
De repente sintió algo por su
pierna, se subió la pernera de su pantalón harem* y vio cómo una araña subía
hacia la rodilla; se levantó de golpe y tras sacudírsela la pisoteó con saña. La
violencia de su reacción se llevó por delante unas cuantas setas y algún que
otro bicho minúsculo más. Tras observar el estropicio pensó en Confucio cuando
dijo aquello de «No hagas a otros aquello que no te gustaría que te hicieran a
ti» y sintió un hondo arrepentimiento, aunque en seguida recordó que también
dijo «No importa lo que hagas en la vida, hazlo con todo tu corazón» y debía reconocer
que se había cargado a la araña con mucho interés.
Cuando se disponía a regresar pensando
que se acercaba el ocaso, unos negros nubarrones empezaron a tronar para, sin
casi solución de continuidad, descargar un chaparrón que le empapó todo el
cuerpo y el japa mala. Llegó a la casa antes que sus camaradas de yoga.
—¿Ya te has encontrado a ti misma? —preguntó
Yogamanda nada más verla.
—He encontrado la casa, lo que no es
poco —respondió Lavinia mientras a sus pies se formaba un charco de agua—.
Discúlpame, pero tengo algo que hacer.
—¿Vas a seguir meditando mientras
llegan tus compañeras?
—No, voy a conectar el móvil que
tengo en la mochila, voy a pedir un Uber y en cuanto llegue a mi casa me voy a
fumar un paquete entero de tabaco —contestó mientras se representaba
mentalmente el nirvana en forma de nicotina—. Namasté.
Japa mala: sarta
de cuentas esféricas, generalmente de madera, usada en el hinduismo, el budismo
y el sijismo para recitar mantras o el nombre o los nombres de una deidad.
Pantalón harem:
pantalón holgado hasta los tobillos o las rodillas.