Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

22 de febrero de 2022

Mamá cumple cien años

 


Hace tiempo que quiero escribirte, pero hasta ahora no me he decidido. Sé que debería haberlo hecho mucho antes porque este tipo de carta se escribe cuando hace poco que la persona a la que va dirigida se acaba de marchar y tú te fuiste hace ya mucho tiempo. También es cierto que esos mensajes suelen ser despedidas y yo no me quise despedir de ti en un estúpido intento de no aceptar que te habías ido.

Muchos afrontan la pérdida de un ser querido conjurando la tristeza con palabras en recuerdo del ausente, yo no. Cuando te fuiste no sabía qué escribir, no tenía ganas. Me dije que algún día lo haría, que el momento llegaría por sí solo y así fue. El momento ha llegado, diez años después de tu marcha.

Hace unas semanas fue tu cumpleaños, si aún estuvieras aquí la tarta tendría cien velas: si aún estuvieras aquí habrías cumplido cien años. La cifra es redonda y no sé cómo lo habríamos celebrado porque a ti ese tipo de fiestas no te gustaban demasiado. Tu coquetería era incompatible con decir tu edad. Es cierto que siempre pareciste más joven de lo que eras en realidad y tú lo llevabas a gala; cuando hacían apuestas sobre los años que tenías, y al ver que nadie acertaba y todos daban cifras muy por debajo de la real, sonreías ufana y te negabas rotundamente a sacar a nadie de la duda.

Sí, eras muy coqueta. En todos los sentidos. No recuerdo haberte visto nunca con un chándal, ni siquiera con pantalones ni zapato plano; por eso, cuando yo era una niña, me resultaban tan extrañas unas fotos donde aparecías muy joven montada en la moto del entonces tu novio el que después sería mi padre, vestida con unos pantalones pitillo y calzada con unas bailarinas. No podía creer que fueras tú. Más me extrañó averiguar que ese atuendo tan rompedor, en los años de tu juventud, te impidió entrar en una catedral famosa por su sobriedad gótica y por la rigidez de sus normas. Sonrío recordando esto, aún te oigo decir «La culpa fue de tu padre. Si tuviera un coche llevaría falda y no me habría quedado fuera».

Quizás como consecuencia de aquella anécdota el día de tu boda también quisiste llevar un atuendo original para entrar en otro templo —no era una catedral, pero sí una majestuosa iglesia del barrio de Salamanca—. En los felices años sesenta las mujeres se casaban de blanco y con un vestido largo, lo más largo posible y que arrastrara una suntuosa cola por el suelo. Tú no. Tú decidiste ir de blanco, sí, pero el vestido llegaba hasta media pantorrilla y el velo apenas cubría los hombros. En aquella ocasión nadie te impidió acceder al templo, cómo hacerlo si eras la elegancia personificada. Las fotos de tu boda también sorprendieron mi niñez.

La verdad es que tu sencillez a la hora de vestir en realidad era buen gusto siempre llamó la atención de propios y extraños.

Sabías ir a la contra. Si todas se casaban de largo, tú de corto. Si todas a los cuarenta ya tenían cuatro o cinco hijos, tú eras madre primeriza y, encima, con cesárea (algo que te trajo muchos problemas y al médico que te trató también).

Otra cosa que llamaba la atención era tu habilidad cocinando y la presentación de los platos que elaborabas. Esto último, a mí, me sorprendía más. No solo hacías unos platos riquísimos, además los colocabas en la mesa con detalles que hacían aún más apetecible el guiso. Antes de que los chefs de la tele nos dieran lecciones de estética culinaria, tú ya nos tenías acostumbrados en casa a poner una ensaladilla rusa adornada con pimientos de piquillo y alcaparras sobre una cubierta, perfectamente uniforme, de mahonesa casera. O cuando nos preparabas filetes empanados, que todos nos preguntábamos cómo diantres te salían todos exactamente iguales, parecían clones, ni uno más hecho que otro ni con más pan rallado, idénticos. O la tortilla de patata, ni poco cuajada ni muy seca. O las croquetas hechas a mano y, como los filetes empanados, idénticas entre sí.

También se te daba estupendamente calibrar la calidad de un buen café. Clasificabas las zonas cercanas a nuestra casa en función del café que servían en los establecimientos de hostelería. «Ahí ponen un café aguado» «Allí el café es pasable» «Aquí el café es muy bueno, se nota que lo muelen en el momento ¿notas el aroma?» Aún hoy entro en las cafeterías que a ti te gustaban y me pido un café, aunque yo no tengo el mismo paladar exquisito que tú.

Estuve en tu pueblo natal hace un par de años. De vuelta de un viaje a las Rías Bajas decidimos abandonar la autovía para hacer una breve parada allí. Qué cambiado está, no sé si te gustaría cómo la pequeña ciudad donde diste tus primeros pasos se ha convertido en un reclamo para turistas que hacen el camino de Santiago y que quieren degustar el mejor pulpo del mundo. Sí, en los últimos años el pulpo a feira le ha dado mucha notoriedad, y no, yo tampoco entiendo cómo un lugar de tierra adentro, alejado de la costa, se ha ganado la fama de preparar un plato así.

Ahora todo está lleno de hoteles y albergues para peregrinos. Me acuerdo de un día que nos topamos, cerca de la casa de tu madre, con un grupo de diez personas que estaban haciendo el camino. Como era lógico iban sucias de polvo y sudorosas por el esfuerzo y por el sol de justicia que en verano puede castigar Galicia. Desde tu pueblo a Santiago hay dos jornadas andando, y ante la inminencia de llegar a su destino con esa presencia tan lamentable tú exclamaste: «Ya buscarán algún sitio donde asearse porque con esa pinta no se puede visitar al Santo».  Lógica tu observación, si a ti en otra catedral no te dejaron entrar con pantalones menos deberían franquear el paso a quien huele a choto. Aunque es cierto que el templo compostelano ya tiene en cuenta la posibilidad de olores desagradables y para ello poseen un incensario de proporciones asombrosas.

Recuerdo un día que asistimos a misa mayor en la catedral. El recinto estaba a rebosar de fieles y como era día litúrgico especial se usaría el botafumeiro. Nunca lo había visto y quise estar lo más cerca posible colocándome con tu hermano justo debajo donde el armatoste iba a “volar”, tú en cambio te quedaste en la nave central, alejada del crucero. Desde tu posición apenas se veía el balanceo impresionante del botafumeiro y cuando te lo hicimos ver, te encogiste de hombros y no te moviste de tu sitio; nosotros nos fuimos al transepto dispuestos a disfrutar en primera línea del espectáculo. Cómo me acordé de ti cuando aquello empezó a balancearse. En pocas ocasiones he pasado tanto miedo y nunca he rezado tanto (algo que, dado el lugar, era lo más adecuado). Cada vez que ese mastodonte de plata pasaba a centímetros sobre mi cabeza, yo no hacía más que pedirle al Santo que por lo que más quisiera los engranajes soportaran el peso y no se soltara porque de lo contrario allí iban a rodar más cabezas que en la Revolución Francesa.

Aún recuerdo cómo sonreías con cierta malevolencia al verme pálida tras acabar la misa: «¿Qué? ¿Disfrutaste?» Creo que te eché en cara que deberías habérmelo avisado, pero tú me dijiste con la misma sonrisa maliciosa que era muy seguro y que los tiraboleiros eran gente seria y responsable. No lo dudé, pero el caso es que ahora ya no se permite que haya público justo debajo, por algo será.

Gallega de pro, pero madrileña de elección. Amabas tu tierra natal, aunque preferías Madrid. Disfrutabas mucho de la urbe, te encantaba ir a lugares llenos de gente. Y amabas la diversidad. Cuántas veces te oí decir: «En Madrid todo el año es carnaval. Te sientas en una terraza y en media hora has visto a gente vestida de mil maneras a cuál más rara».

Tu acento gallego lo adquirías nada más entrar a Galicia por Piedrafita, pero te desprendías de él, como un abrigo cuando se va de un clima frío a otro caluroso, en cuanto llegabas a Madrid. Nadie sospechaba que eras gallega si no lo decías, y cuando se enteraban muchos se asombraban para decir inmediatamente: «No pareces gallega», algo que tú (y yo también) no sabías cómo interpretar, como si ser de Galicia se notara en la cara. Hablabas de tu tierra con nostalgia comedida, la que da el recuerdo de un tiempo y un pasado que se fueron y a los que tampoco hay que dar demasiadas vueltas.

Algunas amigas paisanas tuyas, que también se establecieron en la capital, deseaban (y llegado el momento lo hicieron) volver a sus pueblos cuando ellas y sus maridos envejecieran. Te preguntaban a menudo si tú harías lo mismo y sin dudarlo ni un segundo contestabas con un escueto y rotundo no.

Eras de pocas palabras, pero las pocas que decías eran auténticas sentencias. Frases lapidarias y llenas de sentido común. Siempre concisa, siempre directa al grano. A veces adornabas tus frases con cierta socarronería y humor ácido, algo que muchos no sabían detectar porque cuando hacías eso ponías tu semblante más serio y, quien no te conocía, no sabía si estabas de broma o no. Esto es algo que, me temo o me congratulo, yo he heredado de ti, pero en una versión más suave porque la maestra eras tú. Cuando me dicen qué retranca me gasto siempre pienso que si fueras tú aún sería peor, o mejor, según se mire.

Aunque siempre presentabas un semblante serio, te gustaban mucho las bromas. La abuela me contó que un día, siendo novios, le ofreciste un vaso de orujo gallego a mi padre, haciéndole creer que era agua. Él, confiado, le dio un trago largo que le hizo lagrimear más de media hora.

Recuerdo el día que unos compañeros de universidad vinieron a casa a estudiar y tú, al abrirles la puerta les dijiste, toda seria, claro, que yo no estaba pero que si querían les ponías algo para comer. Fueron las carcajadas que solté desde el lugar donde yo me hallaba escondida las que sacaron de su estupor a mis colegas universitarios. Menuda cara de pánfilos se les quedó. Cuánto nos reíamos tú y yo recordando aquel día.

Recuerdo todo esto y pienso en ti, te veo, te escucho. Disfruto rememorando y recreando estas situaciones pasadas porque lo hago con una sonrisa, con nostalgia comedida, la que tú tenías hacia tu tierra, la que se siente por algo que sabemos que se fue, que no tiene vuelta atrás y que, por mucho que nos rebelemos, no podemos cambiar. Así asumo la pérdida y la hago más llevadera: recordándote con humor, con ese humor que heredé de ti.

Aunque estés presente en multitud de ocasiones sin necesidad de escribir nada, este mes cumplirías cien años y te recuerdo con esta carta. Así siento que, en cierta manera, no te has ido, al menos no te has ido del todo.

 











 

 

 


8 de febrero de 2022

Igualdad de condiciones

 

Regina se había preparado a conciencia. Ese puesto iba a ser para ella.

Era disciplinada, tenía muy claras las ideas y lo que quería en la vida. Desde adolescente sabía que lo suyo eran las ciencias, también sabía que le gustaba el lujo, sobre todo desde que conoció a Susanita, la hija pequeña de la familia a cuya casa su madre iba a limpiar.

Un día, tendría unos catorce años, acompañó a su madre al chalé donde vivían los Recuero García de Peñalara y Vivancos. El casoplón se encontraba en una urbanización de alto copete situada en una loma llena de mansiones similares. Hasta aquel día Regina pensaba que los ascensores solo se ponían en los edificios de muchas plantas y en los que vivían, o trabajaban, gran cantidad de personas. Sin embargo, en aquella vivienda habitada solo por cuatro personas, el matrimonio Recuero García de Peñalara y Vivancos y sus dos hijos, Susanita y Gonzalito, tenía cuatro plantas contando el sótano y las buhardillas y para moverse de un piso a otro había un elevador de reducidas dimensiones que evitaba a los inquilinos subir tanta escalera cuando se querían mover por la casa. Regina, cuando lo vio, alucinó en colores.

Aquella no fue la única sorpresa que tuvo Regina el día que conoció a la familia que le daba empleo a su madre. En el garaje había cuatro coches «¿Para qué tantos?», se preguntó ella, «Si solo hay dos adultos que pueden conducir», dos todoterrenos más grandes que la furgoneta de su tío Pepe que se dedicaba al reparto de pan en un pueblo de la provincia de Burgos, y dos deportivos que le recordaron a los del Scalextric de su hermano Juan, pero a escala natural.

Las estancias eran amplias, la habitación más pequeña tenía el doble de superficie que el salón donde comían Regina, sus padres y sus dos hermanos en su minúsculo piso de Carabanchel. La profusión de cuadros valiosos, jarrones con flores y muebles robustos también asombraron a la entonces adolescente Regina.

Sí, Regina tenía muy claro que se dedicaría a la ciencia, pero también a ganar mucho dinero para vivir como esa familia.

Se hizo amiga de Susanita, de la misma edad que ella, y la diferencia de clase social con todo lo que conllevaba (barrios distintos, diferentes ambientes de ocio, etc.) no fue un impedimento para que las dos niñas congeniaran.

Estudiaron juntas en la universidad. La pasión de Regina por la ciencia en general y por la biología en particular, fue contagiada a su amiga Susanita Susi desde que cumplió los dieciocho años. Aunque, en honor a la verdad, la amiga rica de Regina se apuntó a la carrera de Ciencias Biológicas más por estar con ella que por convicción; a Susi le daba un poco igual lo que estudiara. En realidad, le daba igual casi todo.

Regina, durante su periodo universitario, se esforzó por obtener un buen expediente. Encerrada durante semanas en su minúscula habitación de Carabanchel estudiaba con ahínco. Al final su currículo académico era la admiración de profesores y estudiantes donde las asignaturas se contaban por sobresalientes o matrículas de honor. Susi también terminó la carrera, pero sus notas eran más corrientes: algún que otro notable aislado y todo lo demás aprobado por los pelos.

Cuando las dos amigas se graduaron, Regina decidió hacer un máster, tuvo que optar a una beca y pagarse el resto que no cubría la subvención con el dinero que obtuvo dando clases de química y de inglés a los hijos de algunos vecinos de Susi.

Una vez más Susi siguió los pasos de su inseparable amiga y también se apuntó al mismo máster que Regina, aunque sin necesidad de beca ni de obtener dinero extra con ninguna actividad; los diez mil euros que costaba la matrícula se los dio su padre firmando un cheque en un descanso de un partido de pádel (practicar ese deporte le servía para mitigar el estrés de su trabajo como concejal en el ayuntamiento).

Fueron muchas más las actividades que Regina realizó para formarse y preparar su entrada en alguna empresa de prestigio. Su expediente académico iba creciendo en cantidad y calidad. Cuando supo de la oferta de empleo en una multinacional farmacéutica para formar parte del equipo de investigación de una nueva vacuna, su especialidad en virología la hacía la candidata perfecta. Ese puesto le daría un buen trabajo y una nómina nada desdeñable y suficiente para adquirir todo lo que ella deseaba. No obstante, había más personas interesadas en el puesto y habría de competir contra ellas. Otra vez, y como ya era habitual, Susi hizo lo mismo que Regina y se presentó al puesto, más por acompañar a su amiga del alma que por interés en trabajar; a Susi trabajar no le gustaba, ni en una industria farmacéutica ni en ninguna otra cosa. Ganarse el pan no iba con su forma de ver la vida, más que nada porque el pan que se comía se lo ganaban otros por ella.

Llegó el día de la entrevista, los candidatos fueron convocados con una diferencia de media hora entre sí para hablar con los directores del proyecto y así evaluar la capacidad de cada uno de ellos.

Susi y Regina acudieron a la vez por aprovechar el viaje: la sede de la empresa farmacéutica estaba a las afueras de la ciudad y Regina no tenía vehículo propio, así que se fueron las dos en el descapotable que el padre de Susi le había regalado con ocasión de su reciente cumpleaños.

¿Qué es ese paquete? preguntó Regina a su amiga nada más subir en el coche y al ver un bulto envuelto en papel de regalo sobre los escuetos asientos traseros.

Nada, un detallito que me ha dado mi madre para que se lo entregue a uno de los directivos de la empresa a la que vamos. Parece ser que su mujer acude al mismo club de hípica que ella y yo.

¿En serio? Vaya. ¡Qué casualidad! respondió Regina achicando los ojos.

Sí que es casualidad, sí. Además, mi padre también conoce a otro jefazo de allí, es el director de proyectos de… no sé qué.

¿Y también le llevas un detallito? preguntó Regina con cierto retintín.

No, a ese no le llevo nada. Me ha dicho mi padre que ya hablará con él este fin de semana, cuando jueguen juntos al pádel respondió Susi sin captar la ironía de su amiga.

La primera en entrevistarse fue Regina. Durante más de media hora estuvo sometida a un exhaustivo examen. Preguntas de genética viral, metodología puntera y muchas otras cuestiones más fueron el tema de la entrevista. A pesar de la dificultad Regina salió contenta, sabía que había respondido a todas y cada una de las preguntas con diligente eficacia y acierto. Era una campeona.

Después le tocó el turno a Susi. Apenas estuvo diez minutos dentro del despacho. Dada la brevedad de la entrevista, Regina pensó que no había salido la cosa bien, algo, por otra parte, esperable porque Susi no tenía apenas preparación en virología, no se le daba bien esa especialidad. En realidad, no se le daba bien nada de lo que había estudiado porque su implicación no era precisamente destacable. Para Susi, todo lo que carecía de interés no se le daba bien, y a Susi solo le interesaba la moda y los caballos por lo que siempre iba muy bien vestida y había ganado algún que otro premio de equitación.

¿Qué tal te ha ido, Susi? le preguntó su amiga.

Bueeeeno… yo creo que bien. Para un puesto tan específico yo creía que me preguntarían cosas más difíciles, la verdad.

¿Te ha resultado fácil la entrevista? preguntó incrédula Regina.

Pues la verdad es que sí contestó Susi sonriendo satisfecha.

¿Qué te han preguntado? inquirió su amiga recordando cuando a ella misma le pidieron que expusiera la secuencia genética de un rotavirus.

Me pidieron que les explicara qué tipo de silla de montar es más adecuada para el salto y cuál es mejor para carrera. También que les dijera qué tipo de raza es mejor para que los niños aprendan equitación. Me resultó algo raro, si te soy sincera. ¿Es posible que las vacunas esas que van a investigar las prueben en caballos?  

Regina no contestó, se le había formado un nudo en la garganta y no podía hablar. Gruesas lágrimas empezaron a correr por su rostro.

Sin ser consciente de la decepción de su amiga, Susi añadió:

—¡Ah! También me preguntaron a qué hora juega mi padre al pádel.

 


Hada verde:Cursores
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