El relato que viene a continuación corresponde a un ejercicio donde había que buscar dos palabras pertenecientes a dos universos distintos, es decir, que nada tuvieran que ver la una con la otra. Una vez elegidas esas dos palabras había que escribir una historia extraña.
La elección de esas dos palabras se hizo de la siguiente manera: cada alumno escribió en sendos papeles dos palabras y luego se juntaron todas en una bolsa. Una mano inocente, la del profesor, fue extrayendo las papeletas para cada alumno. Una vez más, mi amigo Murphy y su ley vinieron a visitarme y las dos palabras que me tocaron en suerte (en negrita y rojo al final del relato) dieron lugar al texto más disparatado que he escrito hasta ahora (y eso que ya llevo unos cuantos en mi haber).
Estoy sala’o.
Todo se empezó
a torcer con aquella piñacera entre Louis y yo. No llevó nada bien que me
negara a servir de plato en la mesa principesca. Sé que quería lucirse con su
especialidad “Cangrejo relleno” pero yo no me sentí muy entusiasmado, eso de
que quisiera rebozarme y ponerme al fogón no me pareció buena idea. En aquella
tremenda bronca el chef real acabó con una mano escaldada y yo en ese momento
me dije “Sebastián, bróder, este verraco te lo hará pagar”.
Y así fue. Sus
constantes chismorreos acerca de mí hicieron mella en Ariel que sucumbió a la
lengua viperina del estúpido francés chupasalsas. Tantos años como acompañante
de la princesa, aguantando sus lloriqueos de “me quiere, no me quiere”, solo
sirvieron para que me conmutaran la pena de muerte por otra de destierro en el
mercado.
Una jebita muy
guapa —demasiado maquillada para mi gusto— me compró, y sentí cierto alivio cuando
le dijo al tendero que era vegetariana, lo que me hizo suponer que no quería
comerme. Aunque el uso que pensaba darme no me lo hubiera imaginado ni en un
millón de vidas oceánicas.
Los primeros
días anduve algo despistado, la casa de Marieta —así se llamaba aquella linda jeba—
era muy peculiar. La habitaban muchas jóvenes de edades parecidas a la de mi
nueva ama y obedecían a un hombre al que todas llamaban Igor. Era este sujeto
un varón malencarado, musculoso y lleno de tatuajes —el que llevaba en el
antebrazo derecho me recordaba a mi primo el alacrán Renato—.
La rutina
diaria de Marieta siempre era la misma. Las mañanas las empleaba en holgazanear
en la cama, se levantaba bien entrada la tarde, comía algo y esperaba con la
misma poca ropa que usaba para dormir, sentada en una banqueta de la barra de
un bar muy mal iluminado y con olor a tabaco rancio. Marieta solía llevarme
enganchado en el tirante de su combinación, y desde ese lugar me enteraba de
todo lo que ocurría.
Allí, en ese
bar, y con la misma actitud indolente, el resto de sus socias se sentaban
también. Pero Igor no, él se dedicaba a contar el dinero de la caja y a
platicar con los hombres que en el garito entraban. Estos, además de echarse
unos tragos, solían emparejarse con una jebita para irse después con ella a
alguna de las habitaciones que se encontraban en un largo y estrecho pasillo. Aventuré
mucho sobre qué pasaría en aquellos dormitorios pues los gritos y suspiros, que
a través de las finas paredes se podían oír cuando la música del bar no era
demasiado fuerte, me dejaban algo confuso y desorientado.
Marieta casi siempre
era la última en abandonar la apestosa barra, sobre todo cuando llegaba un hombre muy
delgado, completamente vestido de negro y con unos lentes ahumados que no se
quitaba nunca. El hombre de negro se acercaba a mi ama y entonces, sin quitarme
el ojo de encima, nos íbamos los tres a la habitación de ella.
Una vez allí se
repetía siempre el mismo ritual: Marieta se desnudaba mientras el hombre de
negro se sentaba en una butaca, luego ella se tumbaba en la cama y posándome en
su vientre me hacía pasear por su cuerpo. Desde el cuello hasta los pies iba
recorriendo el voluptuoso contorno de mi ama. Cuando pasaba entre las tetas, el
señor de negro se incorporaba ligeramente para ponerse completamente de pie
cuando me acercaba a la chocha —monte de Venus lo llamaba de manera socarrona Igor—.
Mi repetitivo paseo terminaba cuando el hombre de negro emitía un ronco jadeo
y empezaba a convulsionar. Entonces, Marieta me dejaba encima de una mesa, se
volvía a vestir con sus ligeras ropas y recibía unos billetes del tipo vestido
de oscuro que solo en ese momento sonreía siniestramente.
Mi vida con
Marieta aunque no era igual de lujosa que cuando vivía en palacio, tampoco era
demasiado dura. Cuando la visitaban otros hombres yo me dedicaba a mirar desde
la mesilla cómo se ponían a quimbar. A mí solo me tocaba trabajar cuando el
hombre de negro acudía. Pero como, generalmente, al segundo o tercer recorrido por
Marieta el paseo terminaba, reconozco que no tenía que esforzarme mucho.
Así pasaban las
jornadas, hasta que mi mala suerte reapareció. Estoy sala’o.
Ayer el hombre
de negro no se levantó cuando yo caminaba por la papaya de Marieta, a pesar de pararme
allí un rato intencionadamente. Después de hacer el recorrido unas diez veces,
y ante la falta de respuesta por parte del siniestro individuo, este le sugirió
a mi ama que ¡me comiera una pata!
¡¿Qué tú dise?!
¡Casi me da un chungo!
Marieta le
contestó que era vegetariana y que no podía hacer eso, pero cuando el
comemierda le puso sobre la cama unos cuantos billetes más, ella se olvidó de
sus costumbres alimenticias y accedió.
¡No me jodas! ¡Jinetera
malparida!
Vuelta a las andadas. Otra vez volvía a ser objeto de
los apetitos más lascivos de los humanos. La cara de Louis, el maldito chef, se
me apareció riéndose a carcajadas. Me quedé paralizado hasta que la sabrosona
boca de mi ama se acercó a mí. No sé si fue el instinto de supervivencia o
comprobar de cerca que esa linda bemba despedía un aliento fétido, pero una
furia insospechada me invadió y utilicé una de mis pinzas para atrapar con saña
la lengua de Marieta. Aunque mi intención era asesina solo conseguí que gritara
e insultara —esto último no lo puedo asegurar porque mi pinza en su boca le
impedía vocalizar adecuadamente—. El hombre de negro se abalanzó sobre los dos,
y fue entonces cuando yo solté mi presa para caer al suelo.
Y aquí sigo,
sin una triste alga que llevarme a las pinzas, partío del hambre y esperando
que la inanición acabe conmigo. ¡Manda pinga! ¡Qué peligrosa es la vida de un cangrejo en un puticlub, bróder!
Quiero agradecer a Ángel Guzmán su asesoramiento, y su paciencia, a la hora de orientarme por el "lenguaje cubano". Gracias, Ángel.