Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

28 de septiembre de 2021

Rendición

 

Ya no me queda nada. Todo lo he perdido. Tan solo me queda este montículo en el que llorarte, en el que lloramos antes los dos, tú y yo, a nuestros hijos. Ellos fueron los primeros en marcharse, al final también te fuiste tú. Aquí estáis, debajo de la tierra por la que luchaste, por la que luchamos todos y que al final nos ha sido arrebatada.

Tanto esfuerzo, tanto sacrificio, no han servido de nada.

Tú y los demás hombres de la aldea, enardecidos por las historias de nuestros antepasados, decidisteis oponer resistencia al invasor. Los jefes de otras tribus ya os avisaron que el nuevo enemigo era poderoso, tenía soldados avezados en la lucha, armas letales, gladius las llamaron. Legionarios curtidos en numerosas batallas, acostumbrados a combatir en todos los terrenos y a enfrentarse a todo tipo de estrategias. Pero vosotros, tú y los demás hombres del clan, quisisteis pelear, a pesar de todo.

Nuestra tierra es nuestra, no podemos someternos al extranjero, nadie nos dirá a qué dioses venerar, nuestras riquezas nos pertenecen, no son de ningún emperador lejano. Diciendo esas proclamas os convencíais de que había que luchar. Con esas arengas enardecíais a los remisos, a los que adivinaban que oponerse a un enemigo tan poderoso era un suicidio. Los ancianos os avisaron: presentar batalla sabiendo que ya está perdida es inútil y solo trae sufrimiento.

Y los ancianos tenían razón. La batalla se perdió, y en ella yo te perdí a ti, aunque antes tuvimos que ver cómo nuestros hijos también se iban. El asedio que nos privó de la comida y luego del agua, cuando envenenaron nuestros pozos, nos debilitó, y los niños y los ancianos fueron los primeros en sucumbir. Ahora, ya sometidos, ya rendidos y humillados, seguimos pasando hambre. Los que ahora son nuestros dueños se vengan en los supervivientes por el esfuerzo añadido de tener que guerrear contra nosotros.

Si no nos rebelamos seremos nada, me decías cuando estábamos a solas en nuestra cabaña, en nuestro hogar, en el lugar donde nacieron y vimos crecer a nuestros hijos. Ahora somos menos que nada.

Tras las jornadas interminables en la mina, agotados y exhaustos de trabajar en las entrañas de la tierra, debemos buscar nuestro propio sustento. Somos menos que esclavos, estos tienen el cobijo de sus amos, pero nosotros no. Trabajamos para el invasor de sol a sol, pero también hemos de procurarnos el alimento. Raíces, bayas, los frutos de un nuevo árbol que los amos trajeron de tierras lejanas y que se llaman castañas, es mi comida. Harapos, pieles podridas remendadas mil veces es mi vestimenta.

Dicen que otras tribus que se rindieron sin oposición, ahora son mejor consideradas; también trabajan para ellos, los amos, pero tienen casas, tienen un plato con comida todos los días. Nosotros no, nosotros nos rebelamos y ahora pagamos el precio de esa rebeldía.

Es mejor morir con honor que someterse, me dijiste la noche antes de partir a la última batalla, la que se perdió y en la que yo te perdí a ti. Tenías razón en parte, ahora lo sé. Es mejor morir, con o sin honor me da igual, eso os lo dejo a vosotros, a los guerreros.

Es mejor morir que vivir así, sometida, humillada, sin ti, sin nuestros hijos. Ya no tengo ni un cuchillo con el que sacrificarme. A ti tu padre te enseñó a combatir, a mí mi madre me enseñó el poder curativo de las plantas, pero también el veneno que se encuentra agazapado en las raíces y en las bayas. Ahora esos conocimientos me ayudarán a pasar al otro lado; allí me reuniré contigo y con nuestros hijos. Ojalá, allí, donde sea que vayamos a estar, no sea necesaria la rebeldía para disfrutar de la eternidad.






21 de septiembre de 2021

Desde mi balcón

 

Asisto fascinada y espantada a partes iguales a las erupciones volcánicas en La Palma. Una isla que adoro y que he visitado en muchas ocasiones.

He paseado por sus senderos, me he internado en sus bosques y en sus cráteres. He recorrido la llamada Ruta de los Volcanes, un camino que discurre muy cerca de la grieta que se ha abierto el pasado domingo. Todas las fotos que aquí aparecen son de esa isla bonita y muchas están tomadas cerca de donde ahora la lava arrasa todo a su paso.

Sufro por las pérdidas y la devastación que están soportando los palmeros. Toda mi solidaridad con los vecinos, gente dura, afable, fuerte, acostumbrada a soportar penalidades y que, una vez más son víctimas de la naturaleza.

Recupero un texto que escribí hace años durante una de mis estancias en La Palma, asomada al balcón de la casa donde me alojé en aquella ocasión. Con este relato pretendí mostrar la orografía y el carácter de los habitantes de una isla especial y muy querida por mí. Con este recuerdo intento paliar la angustia que me generan las imágenes que me llegan de la isla que me robó el corazón desde el primer día que estuve allí.

DESDE MI BALCÓN

Desde mi balcón observo montañas milenarias que nacieron cuando la Tierra vomitó sus entrañas de fuego, cenizas y lava. Cicatrices del nacimiento de una era, cuando la vida no existía. Heridas aún no cerradas, que siguen sangrando debajo de la tierra y que escupen a la superficie, cada cierto tiempo, sangre en forma de lava incandescente.   

Desde mi balcón observo las nubes que sobrevuelan el océano y que al llegar a las cumbres solitarias se demoran en sus cimas regalando el agua que propicia la vida creando bosques de laurisilva, reliquias vivientes de vegetación extinguida en el resto del planeta.

    Desde mi balcón observo las estrellas en una noche oscura donde sólo la luz de astros celestes muy lejanos se deja ver. Luces que nos recuerdan cuán insignificantes resultamos, qué poco somos en la inmensidad de ese cielo cuajado de cuerpos luminosos. Desde mi balcón el cielo estrellado se muestra más limpio y en todo su esplendor.

Desde mi balcón observo el mar que vive un desencuentro perpetuo con las rocas. Se acerca a ellas para luego alejarse enfadado, violento, en continua agitación. Aguas revueltas que, quizás contagiadas del paisaje abrupto de la costa, se muestran amenazadoras.

    Desde mi balcón observo una costa negra, como el corazón de la Tierra, que vierte arena oscura en sus playas. Un constante recuerdo de épocas tenebrosas cuando todo se estaba originando y todo estaba por aparecer. 

   Desde mi balcón observo los pobladores de esta tierra ingrata que los agota y maltrata, que les exige hasta la última gota de sudor para recolectar sus frutos. Habitantes duros, pero dulces en el hablar y en el sentir. Desde mi balcón oigo un acento suave, amoroso, que recuerda al que se oye al otro lado del mar. Oigo palabras con una cadencia que arrulla, que acoge al forastero haciéndole sentirse en casa.

  Desde mi balcón observo el océano que despidió a las tres carabelas de Colón en su última parada en tierra conocida antes de llegar a un mundo nuevo. El mismo océano que durante siglos ha despedido a los habitantes de estas tierras en busca de una nueva vida en ese otro mundo. 

    Desde mi balcón respiro el aire cargado de agua, lluvia horizontal que vuelve la realidad irreal. Desde mi balcón contemplo paisajes únicos de un sitio especial; un lugar privilegiado al que me asomo todos los veranos y cuando regreso a mi rutina, a mi vida diaria, solo deseo asomarme un año más y observar todo otra vez desde mi balcón.

GALERÍA FOTOGRÁFICA















14 de septiembre de 2021

El Señor de los Anillos

 




Anselmo se sentía empoderado.

Mientras caminaba hacia el altar llevando del brazo a su hermana, pensaba que él, como padrino de los novios, era también protagonista y bien mirado el amo y señor del evento al portar los anillos del enlace. Aquellos anillos tenían poder, sin ellos no habría casorio.

Tenía un poco de manía al que se iba a convertir en su nuevo cuñado, un tipo engreído. Llegó a fantasear con perder los anillos y así evitar la boda, al menos retrasarla hasta que se encargaran otros nuevos. El enamoramiento cerril de su hermana hacia su prometido le disuadió, aunque menudo susto se llevaría ese imbécil, pensó con una sonrisa mientras el cura comenzaba a oficiar la ceremonia.

En un gesto instintivo se llevó la mano al bolsillo para comprobar que la cajita de los anillos seguía allí y resultó que no. Alarmado miró en derredor. ¿Se le habrían caído al entrar en la iglesia? Al salir del coche estaban en su sitio. La sonrisita maléfica del niño portador de las arras, sentado a su lado, le alarmó. En los deditos infantiles estaban los anillos.  

―Dame esos anillos ahora mismo ―susurró sin mover demasiado los labios y dándole una colleja flojita.

―¡No! ¡Son míos! Brillan mucho ―contestó el mocoso.

―¡Que me los des!

―¡No! ¡Mi tesoro! ―gritó el niño corriendo para escapar de la iglesia.

Mientras la concurrencia asistía a la escena asombrada, Anselmo pensó que después de todo la boda no se iba a celebrar. Cosas del destino.





11 de septiembre de 2021

Castellano (Reseña kirkeniana)

 

Desde hace unos meses ya no escribo reseñas en el blog, salvo las que yo tildo de reseñas kirkenianas, es decir, reseñas que se salen de lo habitual por algún plus añadido. En la que hoy aparece, el plus consiste en que hablé con el autor del libro.

LA RESEÑA

Este libro es más que un libro, no es un ensayo, pero, desde luego no es tampoco una novela. Es… bueno, no sé muy bien a qué género pertenece, lo que sí sé es que me ha encantado y he disfrutado muchísimo con su lectura.

 En “Castellano” Lorenzo Silva nos cuenta cosas de Castilla y de su propia vida; como hilo conductor utiliza la historia de la revuelta comunera, una historia que en los libros de ídem apenas se cuenta someramente y de la que, la mayoría, si nos atenemos a esos libros de historia, no tenemos ni idea.

Empleando esta revuelta como argumento central, Silva nos muestra qué es realmente Castilla y, lo más importante, qué es ser castellano. En esta segunda faceta radica la chicha de este libro, porque habla del sentimiento de identidad “nacional” como yo nunca había oído hablar y, además, con el que me he sentido plenamente identificada, valga la redundancia.

Silva nació en Madrid, hijo de andaluz y nieto por parte materna de castellanos. Cuando pasaba los veranos en la Málaga natal de su padre, no se sentía andaluz, pero tampoco salmantino cuando visitaba esporádicamente el lugar donde nacieron sus abuelos. Era nacido en Madrid, y ya está. Así creció, así lo sintió durante muchos años.

«Lo que yo fuera, era otra cosa, desdibujada y tal vez sin nombre.»

Pero todo eso cambió cuando tuvo su propia epifanía, y ocurrió a través de la música, oyendo cantar a Nuevo Mester de Juglaría la historia de los comuneros. En el álbum “Los Comuneros”, al son de estilos musicales propios del folklore castellano, se nos relata lo que ocurrió en aquel lejano año de 1521 cuando unos revoltosos súbditos se negaron a pagar más impuestos a un rey advenedizo que además de ser extranjero no le correspondía reinar pues su madre, la castellana, aún estaba viva y, a pesar de lo que se quería hacer creer, muy cuerda. El rey pedigüeño y guiri era Carlos I, y la madre destronada, Juana I de Castilla.

Esta historia también se cuenta en el libro, casi, casi, siguiendo el guion de dicho álbum además de sustentarlo con reflexiones, muy acertadas, del propio autor, y con añadidos históricos muy interesantes sobre la vida, ascendencia y vicisitudes previas de los cabecillas de la rebelión.

Pero el libro es algo más que la historia de los comuneros. Intercala, entre los sucesos de la rebelión, vivencias personales, lugares emblemáticos de Castilla, personajes mostrativos del carácter castellano (Fernán González, el Cid, Francisco de Vitoria, que a pesar de ese nombre era de Burgos). También nos muestra escenarios muy alejados de Castilla, pero donde los castellanos dejaron su impronta y su manera de ser (y su idioma). Mención aparte, en estos interludios de la historia comunera, merece el capítulo dedicado a mi adorado Cervantes.

«El más grande de los hijos de su patria, desbordando los contornos de esta y dejando a una distancia sideral a quienquiera que deba considerarse el segundo, lugar menor que pueden disputarse todos los demás.»

También reparte estopa entre quienes presumieron de entender Castilla y no se enteraron de nada, y en este apartado reciben lo suyo Unamuno (vasco), Azorín (alicantino) e incluso el mismísimo Machado (sevillano). Y lo hace con las palabras de un castellano de pro, Delibes:

«Es la mirada desde fuera, de hombres que, pese a su talento y su vivencia en Castilla, no nacieron en ella, no terminan de penetrar su espíritu y se quedan en la superficie.»

A pesar del desconocimiento general sobre la revuelta comunera, todos conocemos cómo acabó: mal. La rebelión se descabezó, literalmente (los jefes fueron decapitados), y las aguas volvieron a su cauce. Ahora, muchos historiadores están dando la importancia que realmente tuvo aquella insumisión que, a pesar de fracasar, supuso un punto de inflexión. Fue una revuelta revolucionaria, y aunque pueda parecer una redundancia tiene su porqué. Las ideas que la movieron fueron pioneras, en aquel lejano siglo XVI se proponía lo que ahora llamamos monarquía parlamentaria donde el rey estuviera sujeto al parecer del pueblo siendo este representado por los procuradores elegidos en asamblea comunitaria. Esas ideas innovadoras salieron de Castilla.

«La revolución de los comuneros, la primera de la Europa moderna, que no estalló en París, ni en Londres, ni en Berlín, ni en Barcelona, por entonces dóciles a la monarquía absoluta que sobre cada una imperaba, sino en Toledo, a orillas del Tajo, el río que parte en dos el seco páramo castellano.»

Entre reflexiones y avatares comuneros discurre un libro escrito con la perfección narrativa que caracteriza a Lorenzo Silva, convirtiendo la lectura en una auténtica delicia.

EL ENCUENTRO CON EL ESCRITOR

Leí “Castellano” en versión digital, pero me sentí tan identificada con lo que ahí se decía en tantos aspectos que decidí comprar un ejemplar en papel para una siguiente relectura. Como la Feria del Libro se iba a celebrar, por fin, después de más de dos años sin ella por culpa de la pandemia, decidí comprarlo ahí para aprovechar el pequeño descuento que hacen y, de paso, darme un paseo y así quitarme de encima el síndrome de abstinencia provocado por tantos meses esperando este evento. Era tanto el mono que tenía que me fui el mismo día que se iniciaba, o sea, ayer.

Debido al protocolo Covid el aforo este año está muy reducido y ya me sospeché que entrar iba a estar complicado.

Lo bueno de pasear casi a diario por el parque del Retiro es que se conocen lugares que otros paseantes eventuales ignoran. En lugar de acceder por la puerta principal a la Feria del Libro, y por la que entran la mayoría de los visitantes, lo hice por otra menos conocida donde la cola para llegar era mucho menor. Con apenas cinco minutos de espera ya estaba dentro. Además, ese día, o sea ayer, Lorenzo Silva estaba en una caseta firmando ejemplares.

No soy yo mucho de firmas, además de que no me gusta esperar en la fila, cuando llego ante el escritor no sé muy bien cómo comportarme; me encantaría tomarme un café y charlar con muchos autores, pero delante de un mostrador y sabiendo que solo dispones de un par de minutos pues como que se me quitan las ganas. En cambio, ayer hice una excepción; quería transmitir al escritor cuánto me había identificado con él y aunque solo fuera decirle eso me animó a esperar para que me firmara mi recién adquirido ejemplar en papel de “Castellano”.

Ayer mi amigo Murphy no andaba cerca (lo mismo estaba esperando en la larguísima cola que había para entrar por la puerta principal) y tuve mucha suerte. Delante de mí, para la firma, solo había dos personas y en seguida me planté delante de Silva. En un primer momento no supe qué decirle, tan solo un ñoño «Me ha encantado tu libro», menos mal que no añadí eso de «Me gusta mucho cómo escribes», algo que se presupone porque si no te gusta el escritor a santo de qué vas a ir a que te firme nada.

Tras ese titubeo inicial y animada por la sonrisa que adiviné tras la mascarilla por el guiño de sus ojos y con la que me recibió, se me ocurrió comentarle que me había sentido identificada con él y, en un alarde de insensatez temeraria, le dije que éramos muy parecidos. Toma ya. Antes de que Silva pensara que tenía delante a una auténtica cretina, añadí apresuradamente que yo también había nacido en Madrid, que era hija de un castellano y de una gallega y que nunca me sentí de ninguna parte en especial, que “solo” era madrileña, que también conocí la historia de los comuneros a través del Nuevo Mester de Juglaría y que después de leer su libro me había dado cuenta de que me sentía castellana sin yo saberlo. Se lo solté de un tirón, sin anestesia ni nada. Convencida de que me iba a decir un par de frases de cortesía y, tras garabatear algo en el libro, me despacharía con viento fresco pensando, igualmente, que era una auténtica cretina, la sorpresa llegó cuando él me dijo que así se sentía él, que era castellano sin saberlo. Empezamos a hablar de los comuneros, del carácter pragmático de los castellanos, yo le conté cosas de mi abuelo paterno, él cosas del pueblo de los suyos… hablamos y hablamos y cuando terminamos había una cola importante detrás de mí. No me lo podía creer. El par de minutos de rigor que yo creía que tendría como contacto con él fue en realidad mucho más tiempo. Lo siento por los que estaban detrás de mí, supongo que se acordarían de mi abuelo paterno y de toda la parentela materna también, pero yo disfruté como una enana.

Es una gozada comprobar que la persona que está detrás de un escritor al que admiras es muy parecida, o igual, a la que sospechas cuando lo lees. Hasta ahora me habían firmado ejemplares escritores “conocidos” por mí a través de redes sociales o por correos electrónicos; esta es la primera vez que me firma uno del que no había tomado contacto, tan solo el que se da con la lectura, y la experiencia ha sido sumamente agradable. Lo mismo me aficiono y me voy a la caza y captura de firmas, no sé.

Ya para terminar esta extensa y rara reseña, pongo unas líneas de “Castellano”, unas palabras que hago mías porque comulgo completamente con lo que ahí pone y porque es una muestra de hasta qué punto Lorenzo Silva y yo “somos iguales”.

«Elijo con gusto la identidad castellana, no solo como la mejor forma de habitar en mi pellejo de madrileño con pasaporte español, sino como la credencial que prefiero para circular como europeo y ciudadano del mundo.

»No puedo agradecerle (a Castilla) lo bastante que a cambio de tan liviano peaje me haya regalado la lengua en la que vivo y escribo y la voluntad de ser libre, sin someterme a los vasallajes mentales, emocionales y de todo tipo que exigen los nacionalismos.»

 


Galería de imágenes:







 

 


4 de septiembre de 2021

Érase una vez


«Érase una vez un reino en un lugar muy lejano, muy lejano, donde la gente era feliz porque tenían un rey muy bueno, muy bueno. Además, era muy guapo y muy simpático, y muy inteligente y tenía mucha cultura. Sus súbditos le amaban con locura y los demás reyes le tenían envidia por eso.

La gente de ese reino era muy feliz por tener un rey tan molón. A la menor ocasión fardaban de él delante de otros súbditos de los reinos vecinos.

 ―Mi rey y señor es la caña, si supieras lo que ha hecho hoy.

―Ya estás otra vez presumiendo de rey, qué pesado eres cuando te pones en plan monárquico.

El rey era un tipo que se hacía querer, pero sobre todo era un rey excepcional y ahí radicaba el amor que le tenían quienes estaban bajo su mando.

Todos los días, salvo los domingos, de madrugada se iba a trabajar. Como la casa en la que vivía, o sea el palacio, era muy grande y tenía mucha gente a su cargo para que la tuviera bien limpia y ordenada, el pobre rey estaba pluriempleado para poder afrontar todos los gastos que una casa tan enorme ocasionaba. A primerísima hora, aprovechando las horas más frescas del día, se subía a un tractor y marchaba a unos campos que estaban a tiro de piedra de la casa, o sea del palacio, y se ponía a recolectar los frutos que él mismo había sembrado. A media mañana, y dado que estaba en régimen de media jornada por culpa de un ERE en curso, acudía a una fábrica automovilística, se vestía su mono azul de trabajo y se incorporaba en la cadena de montaje a ensamblar las piezas de un modelo híbrido que con patente nacional proporcionaba pingües beneficios. Los viernes por la noche, tras la jornada en la fábrica, los dedicaba a conducir un camión de la basura que hasta bien entrada la madrugada recogía los desperdicios que sus súbditos producían y dejaban en los correspondientes contenedores.

Los fines de semana, en su tiempo de merecido asueto, se dedicaba a colaborar con la ONG de la que era socio principal pues aportaba cuantiosas cantidades de su salario; se trataba de una organización animalista implicada en abolir la denostada, pero aún vigente, fiesta de los toros y en perseguir a los cazadores que se dedicaban a masacrar animales por el simple hecho de divertirse al perseguirlos y abatirlos.

En las vacaciones de Semana Santa y Navidad viajaba como cooperante a países del Tercer Mundo para hacer pozos que pudieran abastecer de agua a paupérrimas aldeas africanas y así conseguir que allí no se murieran de sed los pobres niños que no habían tenido la suerte de nacer en su maravilloso reino.

Este rey tenía muchas carreras, ya te he dicho que era muy, pero que muy listo e inteligente. Además de ser ingeniero (por eso se iba a hacer pozos para los negritos), era abogado, y se había especializado en delitos fiscales; con denodado interés se implicaba en perseguir a los felones que querían evadir sus obligaciones con Hacienda. Entre sus colegas (entre sus colegas abogados, no entre sus colegas reyes, que estos en eso especialmente le tenían un poco de asco); bueno, como te iba diciendo, entre sus colegas abogados era considerado un auténtico perro de presa por su afán en acosar al evasor fiscal y por su impiedad a la hora de presentarlos ante el juez como los sinvergüenzas que eran, consiguiendo penas de cárcel muy duras e inexorables.  

Pero este rey, a pesar de las múltiples virtudes que le adornaban, en su día a día era muy humilde. Acudía a pie a todos los eventos, por lo de hacer ejercicio y no contaminar colaborando con eso de la huella del carbono. Si el lugar al que debía asistir estaba demasiado lejos, entonces utilizaba el transporte público, preferentemente el metro. A este respecto, su personal de seguridad puso algún que otro reparo.

―Majestad, es muy arriesgado ir por ahí mezclándose con el vulgo llano.

―Ese vulgo es mi pueblo y yo existo gracias a él. Además, todos me adoran, tengo un mogollón de seguidores en Instagram y les encanta cuando cuelgo selfies rodeado de súbditos.

El rey estaba casado con la reina que, para no desentonar, también era muy maja. Ella, como no podía ser menos, tenía varias carreras universitarias, porque era también muy lista y muy empollona. Cuando dejaba a los niños en el colegio público que estaba al lado de casa, o sea del palacio, se dedicaba a despachar pan en una panadería; allí, cubierta de harina de la cabeza a los pies, platicaba con los clientes durante su jornada laboral. Por las tardes pasaba consulta en un ambulatorio de la Seguridad Social donde le daban las tantas porque andaban faltos de personal y los pacientes se le acumulaban.

―Tengo que recordarle a mi churri que la próxima partida de impuestos evadidos y recuperados la invierta en contratar a más médicos y enfermeros. Esto está petado y así no se puede tratar a los contribuyentes. ¡La sanidad no se vende, se defiende!

La gente del reino no podía estar más orgullosa de sus monarcas, el rey y la reina, pero también de sus hijos que…»

―¿Ya estás otra vez, Manolo? ¿Cuántas veces te tengo que decir que esos cuentos que te inventas desorientan al niño? Luego lo dice en el colegio y sus compañeros se ríen de él.

―Susana, es un cuento, nada más.

―Pero esas cosas que le dices… no hay quién se las crea.

―¿Por qué? Que una calabaza se convierta en una carroza, que la trenza de una princesa sirva de cordada para escalar una torre o que un lobo se disfrace de abuelita y cuele el engaño ¿eso es más creíble?

―De verdad, qué terco eres. ¿Tanto te cuesta contar los cuentos de toda la vida?

―Está bien, Susana. No lo volveré a hacer más ―claudicó Manolo mientras su mujer salía del dormitorio sonriendo satisfecha de su victoria.

Manolo arropó a su hijo y se acercó para darle un beso de buenas noches, al mismo tiempo, guiñándole un ojo, le susurró al oído para que no le oyera su madre:

―Mañana te contaré la historia de una princesa que dejó plantado en el altar al príncipe azul y fundó un grupo LGTBI con su madrastra.

 




Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores