Dicen que vivir
es perder cosas que has ido ganando. A medida que vives más, más cosas pierdes:
ley de vida. Perder nos enseña, a algunos más pronto que tarde, que la vida es desgaste
y que cuando tenemos algo o a alguien lo debemos disfrutar porque no hay nada
eterno.
Ni siquiera los
afectos se libran de la pérdida. Citando a mi adorado Sabina, hay amores
eternos que duran lo que dura un corto invierno. Nada permanece, todo pasa.
Perder a
alguien querido es lo más grave y por supuesto lo que más nos afecta; perder
algo material parece más llevadero porque uno tiene la sensación de que casi siempre
está la posibilidad de reemplazarlo. Sin embargo, hay cosas que no se pueden
sustituir, no porque no haya algo parecido, sino porque los sentimientos que suscitaron
son únicos.
Si me he puesto
así de sensiblera es porque hace poco he perdido algo que me ha provocado mucha
tristeza y ese algo puede parecer extraño para muchos. Hace unas semanas
desapareció el mercado de mi barrio.
Qué tontería,
puede pensar más de uno. Puede que lo sea, pero ver el solar vacío donde estaba
el edificio me ha deprimido y me deja una tristeza amarga.
El edificio en
cuestión no es que fuera ninguna maravilla de la arquitectura, ni mucho menos;
de hecho era bastante feo ―más o menos como cualquier mercado―. Lo que me
gustaba de esa construcción no era su forma sino lo que simbolizaba y lo ligado
que estaba a muchos recuerdos de mi vida, especialmente de mi niñez.
El «Comercial La
Elipa» ―el Mercado a secas para los elipeños― inició su andadura a principios
de los años 60 del siglo pasado, cuando el barrio apenas empezaba a emerger. Aunque
algunas calles no estaban asfaltadas o carecían de alumbrado público, el barrio
estaba bien abastecido de alimentos. En ese mercado se ofrecían a precios
asequibles para los vecinos, verduras, hortalizas, frutas, carnes y pescados de
muy buena calidad. Los puestos de aquella galería fueron las únicas tiendas de
comestibles durante muchos años y por tanto centro de reunión del vecindario.
Allí, además de
hacer la compra, se ponía uno al corriente de cuanto suceso y/o cotilleo acontecía
en el barrio. La Paqui ha tenido gemelos, el marido de Asun está en el hospital
con apendicitis, el hijo de Antoñita se ha ido de casa, ayer se rompió una
tubería en Marqués de Corbera y está todo inundado desde el puente hasta el
pinar. Antes de que se inventaran los periódicos de barrio con las noticias
locales, el mercado aquel era un estupendo centro de información.
Mientras
nuestras madres hacían la compra y se ponían al día de lo que había sucedido,
los niños correteábamos por los pasillos. Había una zona que a mí me gustaba
especialmente; se encontraba al lado de la escalera que comunicaba las dos
plantas del edificio, junto al puesto donde Merceditas arreglaba las medias de nailon
y se hacían copias de llaves. En las losetas de aquel rincón hemos jugado al
tejo mis amigas y yo muchas veces, e incluso a la goma, sobre todo en verano pues
se estaba muy fresquito.
Me acuerdo de
muchos de los puestos y sobre todo me acuerdo de quienes los atendían. Recuerdo
el puesto de ultramarinos de Lucas, ahí podías comprar desde chorizo de
Cantimpalos hasta macarrones; también recuerdo el puesto de aceitunas y
encurtidos de Eusebio, cuando mi madre paraba allí él me regalaba una berenjena
de Almagro que yo me iba comiendo por el camino hasta casa mientras me
chupeteaba los dedos. O el puesto de Fermín, siempre contando chistes mientras
ponía en un cucurucho de papel gris la fruta que las clientas le pedían.
También estaba Nicolás, el de la pollería, allí vi por primera vez una perdiz
muerta, con plumas y todo, colgada del mostrador ―allí también, mi hija, muchos
años después, comprobó que la carne que nos comemos pertenece a animales al ver
cómo descuartizaba un conejo―.
Uno de los puestos que recuerdo con añoranza y con saliva en la boca es el de Pedro, el de los churros y las porras. Era el único, junto con la panadería, que abría también los domingos. Esos domingos era mi padre el que se acercaba al mercado, compraba el pan y una docena de churros calentitos que traía ensartados en un junco verde. Solo de recordarlos me relamo de gusto.
También estaba
Manoli, la de la floristería, la suministradora de plantas de todo el
vecindario y también la que se encargaba de trasmitir las defunciones y
casorios de la zona pues a ella le encargaban tanto las coronas para los
fallecidos como los ramos de novia para las bodas.
En aquel
microcosmos pasé muchas horas de mi vida. La relación con los tenderos era
estrecha y cercana. Si un puesto cerraba un día, se preguntaba a los de al lado
qué había pasado: hoy Fermín no ha venido porque tiene a la suegra pachucha en
el pueblo, Lucas se cayó ayer arreglando una ventana y se ha torcido un
tobillo.
Según fueron
pasando los años, los tenderos se jubilaron y pasaron el testigo a sus hijos, aunque
la mayoría de las veces el resultado fue que el puesto se cerraba
definitivamente o lo traspasaban a otros dueños que delegaban a su vez en dependientes
contratados temporalmente y que no permanecían más de dos o tres meses ―cosas
de la precariedad laboral y de los contratos basura―.
Incluso la
clientela fue cambiando. Los vecinos de toda la vida se jubilaron también y se retiraron
a la casita del pueblo, o fallecieron. Sus hijos, mis compañeros de juegos, se
fueron a vivir a otros barrios más modernos, con viviendas más adaptadas a los
nuevos tiempos, pero también más alejadas del centro urbano. Tan solo una
minoría resistió y permaneció en el barrio, aunque no siempre fiel a comprar en
el mercado; la oferta y los precios ya no eran los de antes y los cotilleos
tampoco eran un acicate, entre otras cosas porque la mayoría de los nuevos
vecinos eran unos perfectos desconocidos, así que poco importaba lo que les ocurriera
o dejara de ocurrir.
Hace varios
años saltó la bomba: resulta que el mercado que estaba funcionando desde hacía
más de medio siglo no tenía licencia. Cosas de la España cañí y de unos ediles
pasotas que miraron para otro lado. Un juez dijo que eso no podía ser y dictaminó
el cierre. Como las cosas de palacio van despacio ―y las de los juzgados aún
más― el cierre se fue posponiendo durante más de una década hasta que un
político con ganas de darse el pisto le dio por remover el expediente y ponerlo
en funcionamiento. Hubo protestas vecinales, se pidió algo de comprensión y
flexibilidad, pero las autoridades se mostraron rigurosas; para nuestro viejo
mercado no hubo indulto ―el buen rollito y la convivencia se reservan para otros
lugares de más enjundia y con más peso que un simple barrio obrero―.
El caso es que el
mercado se cerró y hace unos meses lo derruyeron. El nuevo dueño, una cadena
alemana de supermercados, no quiere que nada recuerde al viejo mercado y ha
optado por construir desde cero. No sabemos cómo será la nueva edificación, pero
supongo que se diferenciará muy poco ―más bien nada― de otros establecimientos de
la cadena y resultará un clon más de los miles de tiendas que proliferan por
media Europa. Seguramente, el nuevo súper ―se acabó lo de mercado a secas― será
más funcional, e incluso tendrá productos más variados y más baratos, pero la
cercanía y la familiaridad que se daban en aquel mercado de mi niñez, eso nunca
lo podrán ofertar. Eso se fue con el viejo edificio y para no volver.
Vivir es perder
cada día algo, mi barrio ha perdido para siempre un lugar emblemático lleno de
recuerdos entrañables. Un amigo se nos fue.
NOTA: Con esta
publicación yo también me voy, pero solo por unas semanas. Los calores y cierto
agotamiento pandémico-bloguero-laboral me dificultan mucho la concentración
para escribir, así que será mejor dejarlo por una temporada y volver en
septiembre con fuerza renovada. Pasad un buen verano y cuidaos mucho.