—Estas conchas
marinas valen mucho más de lo que me estás ofreciendo, no pretendas estafarme,
que mi aspecto extranjero no te engañe, sé muy bien lo que te estoy vendiendo.
El cherokee hizo un gesto de rendición ante la reprimenda del mercader.
Ese barbudo era un gran regateador y conocedor de la mercancía que canjeaba, resultaba
difícil engañarle. El indígena entregó con gesto de fastidio un fardo de pieles
de lobo mientras el mercader extranjero le entregaba un cargamento de conchas
marinas y caracolas tan apreciadas por los pueblos del interior para obtener un
buen abono en los cultivos.
Álvar contó detenidamente el número de pieles que el cherokee le había
entregado ante la mirada furibunda de este, pero no estaba dispuesto a que le
estafaran otra vez, ya estaba harto de bregar con la mala intención de esos
indios que creían que por ser extranjero era más fácil de engañar.
La verdad es que ya estaba harto de muchas cosas. Sentado a la sombra de
un frondoso pacano[1]
recordó cómo había llegado hasta ese lugar dejado de la mano de Dios, rodeado
de indígenas y sin un alma cristiana en miles de kilómetros a la redonda.
Mientras fumaba de su pipa, regalo de un cacique carancagua[2], Álvar cerró
los ojos y se dejó llevar por los recuerdos.
Entre la bruma del humo del tabaco se vio a sí mismo embarcando en
Sanlúcar de Barrameda rumbo a América. Aquella expedición para conquistar La
Florida, que había descubierto Ponce de León, estaba gafada desde sus inicios.
Pero, claro, ir bajo el mando de un individuo que se llamaba Pánfilo no era un
buen augurio. La ineptitud del gobernador Narváez se puso de manifiesto nada
más desembarcar en la costa de Florida. Decidir abandonar los barcos y
proseguir andando fue una auténtica estupidez.
—Por todos los
santos, señor Narváez, seguir a pie es harto peligroso —le advirtió Álvar—.
Estamos en territorio hostil, los indios de aquesta zona son hábiles con los
dardos y sus disparos consiguen atravesar nuestras corazas, no tenemos
provisiones, no tenemos…
—Don Álvar —le interrumpió Pánfilo de
Narváez—, si no os veis
capaz de afrontar peligros podéis quedaros aquí, guardando los barcos.
Nadie en su sano juicio podía poner en entredicho el honor de la familia
Núñez Cabeza de Vaca, así que Álvar guardó sus reproches y acató las órdenes.
Los presagios del avezado soldado se cumplieron. Varios ataques de los apalache
con su endemoniada puntería al
disparar flechas mataron a casi todos los expedicionarios. Y los que no
sucumbían bajo los flechazos lo hacían víctimas de las aguas pantanosas. Tras
comerse para subsistir los caballos de los ahogados, un huracán y dos tormentas pusieron
final a la expedición.
Dando una nueva bocanada a la pipa, Álvar recordó con un estremecimiento
cómo los pocos supervivientes construyeron cinco barcazas para poder navegar
malamente por la costa bajo los certeros flechazos de los indios que hirieron a
todos los pasajeros; Álvar, en un gesto instintivo, se llevó la mano a la cara
para recorrer la cicatriz que una de aquellas flechas le dejó.
Navegaron durante semanas hasta que llegaron a la desembocadura de un
gran río[3] donde la
corriente separó a las barcazas disgregando la ya exigua compañía de
expedicionarios. Álvar terminó en una isla.
—Yo te nombro
isla Malhado[4]
—dijo al aire nada más
poner pie en tierra en un triste remedo de toma de posesión— pues mala suerte es la que me
ha llevado hasta aquí. ¿Y ahora qué hago? —añadió rascándose la cabeza.
Aquella isla resultó que no daba mala suerte porque los indios que le
recibieron eran amistosos, y por amistad se entendía que no le mataron a las
primeras de cambio, sino que lo tomaron como esclavo.
Habían sido unos años muy duros, se dijo Álvar, dando otra bocanada a la
pipa, pero también productivos: aprendió el lenguaje de las tribus de la zona,
aprendió a camuflarse entre el follaje con las pinturas que tan virtuosamente
sabían utilizar los indios de la isla, y también aprendió el uso de las plantas
curativas gracias a que estuvo al servicio de Kawana, el chamán del poblado.
Esto último fue lo que más rentable le resultó de todo lo aprendido, sobre todo
cuando la fortuna quiso que se muriera Kawana (fortuna para Álvar, no para el
chamán) y él ocupó su lugar porque no había otro para sustituirlo.
—¡Que me lleven mil
demonios al averno! —exclamó
una voz en español—.
¿Eres tú, Álvar? ¿Alvarito?
Álvar abrió los ojos y se incorporó. Enfrente de donde él se hallaba
sentado estaban otros tres barbudos como él mirándole con expectación y unas
grandes sonrisas en la cara.
—¡Andrés!
¡Alonso! ¡Estebanico! —gritó
con lágrimas en los ojos Álvar al reconocer a sus antiguos compañeros de
expedición—. Creía que estabais
en el fondo del mar, dando de comer a los peces.
—Pues ya ves que
no —exclamó el más joven,
Estebanico, y el que había descubierto a su perdido compañero.
—Nos dijeron que
un hombre con unas trazas parecidas a las nuestras andaba comerciando por este
lugar y quisimos averiguar qué había de cierto en ello.
Quien así había hablado era Alonso del Castillo Maldonado, otro integrante
de la malhadada expedición de Narváez a La Florida.
—Nosotros
también creímos que habías muerto ahogado en aquella maldita desembocadura de
ese río del diablo. ¿Qué fue de ti? —preguntó
Alonso.
—Acabé de
esclavo de un chamán, con él aprendí algunas cosas que luego me sirvieron para
recuperar la libertad cuando sané al hijo del cacique de la tribu en la que estuve
preso. El padre, agradecido, dejó que me fuera de allí.
—¿Y ahora que
eres libre te dedicas a mercadear?
—No tengo
recursos ni medios para intentar volver a La Española, así que malvivo
como puedo —respondió
Álvar encogiéndose de hombros—.
¿Y vosotros?
—Pizca más o
menos como tú. Nos apresaron los seminole[5] e igualmente nos esclavizaron —respondió
Estebanico—, pero
Alonso, que fue monaguillo en su pueblo, consiguió cristianizar a algunos
incluido el jefe de la tribu y este nos regaló la libertad también. Como tú,
andamos buscando la manera de volver a casa, pero no hay forma.
Los cuatro compañeros se abrazaron y se dispusieron a departir más detalladamente
cuanto habían vivido durante esos largos años en que la compañía se había
dispersado. Cuando estuvieron al día de sus vicisitudes y ya más serenos por la
intensidad del reencuentro, el más cerebral de todos, Andrés Dorantes de Carranza
propuso intentar volver a La Española o a Cuba, ahora que ya eran cuatro y
podían aunar esfuerzos.
—Buena idea,
Andrés —secundó Álvar—. Tan solo una cosita… ¿tú sabes
dónde estamos?
—No —contestó el aludido—. Pero sé dónde quiero
llegar.
—Ya, pero para
llegar a un sitio hay que saber de dónde partes y estos lugares son complejos de
explorar. Yo llevo más de cinco años vagando por estos lares y hoy es la
primera vez que hablo con otros cristianos. Además, hay que tener mucho
cuidado, algunos nativos no reciben muy bien a gente como nosotros, ya lo
sabéis, sobre todo los que viven en la costa.
—Pues no vayamos por la costa. Vayamos al interior —añadió Estebanico—. ¿Por qué no construimos
una buena barca y navegamos por el río que hay aquí cerca? Lo mismo hasta
encontramos oro y todo, no estaría mal porque eso es lo que yo buscaba cuando
salí de mi aldea.
Los cuatro amigos decidieron hacer caso al más joven y riéndose a
carcajadas, contentos por el reencuentro, se dispusieron a construir una barca.
—Me place navegar
de nuevo con vosotros —dijo
un exultante Álvar—. A
buen seguro que hemos de tener un trayecto feliz, ya es hora de que se acaben
las penalidades.
Así de animados iniciaron la travesía para remontar el río que por allí
discurría; un caudal que sería bautizado más adelante con el nombre de Río Bravo por
su dificultad para navegarlo ya que está lleno de obstáculos y peligros.
Continuará…
[1]
Árbol caducifolio nativo de América del Norte (Texas y México) de gran porte.
[2]
También karankawa, fueron un grupo de pueblos nativos americanos, ahora
extinto, que desempeñó un papel fundamental en la temprana historia de Texas.
[3]
Río Misisipi.
[4]
Isla de Galveston, en la costa de Texas.
[5]Indios
agricultores y cazadores que habitaban parte del golfo de México y Florida.