Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

25 de febrero de 2019

Doctoranda al borde de un ataque de nervios. Edición Especial.

Por favor, identifíquese.


Los asiduos a este blog sabéis que tuve una sección hace un par de años donde, a modo de terapia de desintoxicación, liberaba tensiones mientras redactaba mi Tesis Doctoral. Aquella sección se llamaba “Doctoranda al borde de un ataque de nervios”.

Una vez concluido el proceso de doctorarme, y dado que dejé de ser doctoranda para convertirme en doctora, esa sección terminó, como no podía ser de otra manera. Pero nunca digas de este agua no beberé, ni este cura no es mi padre, porque yo, como algunos toreros que se habían cortado la coleta, vuelvo a los ruedos de aquella sección.

 “Doctoranda al borde de un ataque de nervios” regresa, pero que no cunda el pánico porque lo hace en forma de una única publicación, es una Edición Especial.

Esta edición extraordinaria no sé cómo calificarla, secuela, apéndice o qué. Quizás la expresión más adecuada sea “déjà vu”. Y es que de nuevo me he sentido igual que cuando escribía aquellas publicaciones: he vuelto a perder las ganas de vivir. El nerviosismo, la histeria, el desasosiego y la neurosis que me invadieron durante aquellos meses, han regresado otra vez y esta situación está directamente relacionada con aquel doctorado.

Esas sensaciones han regresado porque he tramitado mi expediente académico para acreditarme como profesora universitaria en ANECA, un organismo autónomo del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades. Este organismo se dedica a evaluar la capacitación de quienes quieren impartir docencia en la Universidad. ANECA es el acrónimo de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y la Acreditación, aunque para mí es el sinónimo de martirio chino.

Ya he dado clases con anterioridad y nunca hubo que lamentar desgracias personales —tan solo una cabezada por parte de un alumno que a punto estuvo de golpearse con el pupitre— así que creo que he demostrado que puedo impartir docencia. Pero quiero hacerlo de manera permanente y con un contrato fijo, así que a acreditarse toca.

He de reconocer que, previamente a este paso y cuando anuncié a algunos colegas lo que iba a hacer, ya me avisaron que el proceso sería tortuoso y difícil. Tendría que haberme alarmado especialmente cuando una compañera a la que le caracteriza una paciencia infinita y que nunca pierde la compostura, me dijo:

—¿Te vas a acreditar en ANECA? ¡Madre mía! Cuando lo hice yo creí que me daba algo. Fue espantoso, me puse de los nervios.

Que te diga alguien que es muy tranquilo que se ha puesto de los nervios no augura nada bueno. Pero yo, insensata e inconsciente, no hice caso de la advertencia y así me fue.

Los procedimientos burocráticos siempre son engorrosos, todo el mundo alguna vez ha tenido que hacer algún trámite y sabe de lo que hablo. Pero si a esto se le añade mi “amistad” con el simpático de Murphy, ya sabéis, el de la ley de ídem, la tragedia está asegurada.

Durante varios meses me dediqué a introducir mi currículum en la web habilitada para inscribirse y optar al visto bueno de los acreditadores. El proceso fue largo y laborioso pues cada mérito había que registrarlo con todo lujo de detalles. Recabar toda la información que se me pedía fue arduo y me llevó mucho tiempo.

Por ejemplo, para reseñar que había dado una ponencia en un congreso tenía que informar del lugar, del día, de la hora, de la duración de la exposición oral, de la página de la publicación de dicha ponencia, de la ciudad donde se realizó la edición del libro resultante con todas las intervenciones y su ISBN correspondiente. Esos eran los campos obligatorios, luego había una sección titulada “Otros datos” y ahí estuve a punto de poner el número de toses escuchadas mientras disertaba en público o las veces que tomé aire antes de seguir hablando, porque después de todo lo que se me había pedido no se me ocurría qué más podía añadir.

Uno de los méritos más importantes a la hora de capacitar a un profesor universitario es el número de publicaciones científicas. A este respecto una servidora está, hablando en términos futboleros, en la Primera División pero de colista, casi a punto de bajar a Segunda. Con solo once artículos publicados no gano la Liga ni de coña, ni juego campeonatos de postín, pero me codeo con algunos grandes de vez en cuando. El caso es que mientras añadía mis datos en la web del ministerio, un nuevo artículo mío fue aceptado por una buena revista norteamericana. Incluir esa publicación en el currículum supondría un puntazo en cuanto a méritos y me haría subir algunos puestos, así que decidí esperar a que el artículo saliera a la luz para añadirlo.

Desde que una editorial acepta un artículo hasta que se ve editado definitivamente no suelen pasar más de uno o dos meses. En este caso, y gracias a mi amigo Murphy, mi artículo guay tardó casi medio año. El motivo no lo sé, cosas de los editores y sus plazos de impresión. Mientras yo me mordía las uñas esperando la publicación de mi artículo, ANECA y el currículum se vieron aparcados. Incluso llegué a pensar que la revista se lo había pensado dos veces y había decidido no publicarme finalmente. Por fortuna, no fue así.

Pero mientras yo esperaba, Murphy no estuvo ocioso, porque en el ínterin el ministerio había cambiado la aplicación donde había introducido mis datos y cuando fui a añadir ese artículo a mi currículum, y debido a la actualización de la web, me dio error. No podía acceder a mi expediente.

Fue aquí cuando inicié un penoso y largo recorrido con una cadena de numerosos correos electrónicos. Desde todas las instancias a las que recurrí los mensajes eran de apoyo y tranquilidad. Que no me preocupara, que era una incidencia informática, que a veces se dan errores, que patatín que patatán… Pero cada vez que yo intentaba acceder a mi cuenta me salía el mismo mensaje:

Usuario no registrado

Después de mucho bregar y preguntar y volver a preguntar di con el problema. Con la nueva actualización debía registrarme con un nivel superior de accesibilidad y eso requería otra tanda de trámites entre los que se encontraban pedir una clave digital. Para los que no habéis tenido que realizar algo parecido —dichosos vosotros— os contaré que es un galimatías de la leche pues hay diferentes opciones. Hay una clave pin que solo da acceso unas horas, hay una clave permanente, hay certificado digital y también hay una firma en la nube; esta última me gustó mucho, por lo poético y porque, en mi delirio burocrático, me vi firmando rodeada de angelitos celestiales.

Tras devanarme los sesos, pues no sabía qué modalidad elegir, me decanté por una clave permanente después de utilizar el riguroso método de selección del Pinto Pinto Gorgorito. Dicha clave tuve que solicitarla vía internet aunque el código de autentificación me lo enviaban por correo normal —el del cartero y el buzón—. Tras esperar varios días y cuando ya tuve entre mis manos el dichoso código volví a intentarlo y conseguí acceder. ¡Bien!

Había cantado victoria antes de tiempo, porque accedí pero no conseguía introducir más datos. Pinché con el ratón en todas las pestañas que se me pusieron a tiro pero no sirvió de nada.

Volví a recurrir a las instancias del ministerio y estas me enviaron enlaces con instrucciones que no me sirvieron de nada, básicamente porque no entendía un pimiento. Fue en este paso donde me deprimí mucho: era incapaz de comprender el lenguaje administrativo ministerial.

Para animarme (infructuosamente) yo me decía a mí misma:

—Vamos a ver, hija mía. Has realizado una Tesis Doctoral y has leído a Góngora, ¿no vas a ser capaz de desentrañar las instrucciones de un manual para usuarios de la sede electrónica del Estado?

Por lo visto, resultó que no.

Desesperada acudí a un departamento del ministerio donde me humillé y pedí ayuda por caridad. Ahí se apiadaron de mí —los funcionarios también tienen su corazoncito— y me enviaron un PDF con instrucciones más detalladas donde aparecían las imágenes de las pantallas que debería ver en mi navegación por la sede y con flechas que indicaban dónde picar con el ratón. Se trataba de un manual para torpes y que, supongo, tienen reservado para casos extremos de ineptitud como el mío.

Una vez recuperado mi expediente y cuando conseguí que se volcaran los datos introducidos de la aplicación antigua a la nueva, Murphy volvió a aparecer en forma de mensaje de error.

¡Atención, error! El campo ‘apellido 2’ no coincide con los datos registrados en el DNI

Mi segundo apellido, Rodríguez, en la aplicación antigua estaba sin tilde en la “i”. Sé escribir mi nombre y dos apellidos sin faltas de ortografía pero la antigua aplicación tenía una característica que consistía en que pusieras lo que pusieras, al validar lo transformaba todo en mayúsculas y se merendaba los acentos.

Ante esta eventualidad no me preocupé pues me dije:

—No pasa naaaada. Lo cambio y ya está.

A veces, a pesar de lo vapuleada que estoy, puedo ser muy ingenua. De cambiar nada, las casillas del nombre y los apellidos estaban bloqueadas y no se podían modificar.

¡Pues qué bien! Tras renegar en varios idiomas y tirarme de los pelos, decidí procrastinar. Me salí de la web y lo dejé para otro día mientras pensaba a quién podría darle la lata con este nuevo impedimento. Barajé la posibilidad de recurrir al Defensor del Pueblo o llamar al teléfono de la Esperanza.

Al día siguiente, y tras persignarme, me introduje en la sede electrónica y, no sé si por intercesión de los duendes informáticos o porque rezar sirve para algo a fin de cuentas, mi Rodríguez aparecía con el acento puesto y el error ya no estaba. Cosas de la cibernética.

Cuando por fin completé mi currículum añadiendo toda la información que se me pedía di por terminada la primera fase de mi calvario burocrático particular.

Ya solo quedaba enviar toda la documentación; el paso final. Y, cómo no, Murphy vino a verme —qué pesado es este tío, de verdad—. La clave permanente que tenía para visitar la sede electrónica no tenía el nivel de acreditación adecuado para entregar mis datos. Debía acudir presencialmente a una oficina de la Seguridad Social a enseñarles la jeta con mi DNI  y así saber que era yo quien decía ser yo. De nuevo, solicité vía online cita para que me atendieran y acudí a una de las oficinas de atención al ciudadano con el DNI en la boca para identificarme. Por si acaso, y en previsión de contratiempos, me llevé también el libro de familia, el testamento de mi madre y un álbum con fotos familiares en las que aparezco en diferentes fases de mi vida, desde mi bautizo hasta las últimas vacaciones con unos primos míos en Galicia.

Una vez acreditada mi identidad y con otro código de activación me fui a mi casa a ver si ya terminaba de una puñetera vez con el trámite de marras.

Delante del ordenador y con evidentes signos de ansiedad me dispuse a finiquitar el papeleo virtual. Aún tuve que introducir diferentes números de seguridad que se me iban enviando a mi móvil vía SMS y dependiendo de los pasos que iba realizando en la web. Cada pantalla que conseguía pasar era un escollo superado que me acercaba más a mi meta. Cuando llegué a la última pantalla donde aparecía un icono con la palabra “Firmar”, y le di con el ratón juro que tenía una taquicardia importante. Con el alma en vilo y conteniendo la respiración esperé la respuesta del ministerio al envío de datos que había realizado. Aquellos segundos en que la web me mantuvo en espera se me hicieron eternos. Al final, apareció un mensaje en la pantalla de mi ordenador:

Solicitud registrada con éxito

En ese momento me levanté de la silla con los dos brazos en alto y empecé a dar botes por toda la habitación. Mi marido que había asistido a estos últimos momentos del parto burocrático como buen sufridor —ya se lo dijo el cura cuando nos casamos, para lo bueno y para lo malo— también comenzó a vitorear y mi hija se unió a la fiesta. Ni los goles del Madrid en la Champions han sido tan celebrados en mi hogar. Si no salí al balcón a tocar la vuvuzela fue porque no tengo una.

 Una vez pasada la prueba ando noqueada; todos los contratiempos sufridos me están pasando factura en forma de suspicacia. Además, tantas preguntas como tuve que contestar me han convertido en una paranoica de la información personal y estoy registrando compulsivamente datos de toda índole: el número de escalones que hay en mi edificio, el tiempo que tarda el ascensor en llegar a mi planta, la frecuencia con que el jardinero riega el césped de la propiedad, cuántas veces me asomo a la ventana y muchas más cosas. Ya llevo tres libretas, me las estoy guardando por si en un futuro la Administración me requiere alguno de esos datos.

De todas formas, voy a bucear en la red a ver dónde puede ser útil alguna de las cosas que he anotado. Tengo ganas de contarle a alguien con qué frecuencia voy al baño.



20 de febrero de 2019

"Absurdamente" (Antología del absurdo I) - Pedro Fabelo


Este es el primer volumen de una antología de relatos sobre un tema poco tratado (por desgracia) en la literatura: el absurdo.

Soy una persona que no suele dejarse llevar por la primera impresión. En el caso de la lectura no valoro un libro hasta que llevo por lo menos la mitad del mismo leído (a no ser que el libro sea un coñazo de campeonato y tenga que abandonar antes por una cuestión de salud mental). Pero hay excepciones. A veces, ya en las primeras páginas adivino que ese libro me va a gustar. Un primer párrafo muy bien escrito y original o un inicio intrigante suelen ser la clave para despertar mi curiosidad y hacerme saber que voy a disfrutar mucho con una historia.

Algo parecido me ocurrió con "Absurdamente", pero más exagerado. E inaudito. Porque supe que me iba a gustar mucho no ya en el primer párrafo sino antes de iniciar la lectura propiamente dicha; fue en las citas iniciales. Esto no me había pasado nunca. Y es que nada más abrir la portada aparecen estas dos citas:

Todo el universo es una gran broma. Frank Zappa.
Ya te digo. Pedro Fabelo.

Con semejante arranque yo me dije: esto promete. Y así fue.

Pero si ya esas dos citas auguraban una buena lectura, el primer relato me enganchó por completo, y en este caso fue porque me tocó la fibra sensible-laboral. Muchos de vosotros sabéis que soy farmacéutica y si hay algo a lo que un boticario no puede sustraerse es a conocer nuevos fármacos y a leer un buen prospecto. A mí, esas cosas me ponen; será deformación profesional. Bien, pues este primer volumen de "Absurdamente" comienza en una consulta donde una doctora prescribe humor absurdo a un paciente aquejado de sobreexposición a la realidad y es entonces cuando se muestra un prospecto entrañable con todos los elementos (indicaciones, modo de empleo, presentación, efectos adversos, etc.) para conocer las virtudes y los inconvenientes en caso de sobredosis de tan original remedio. Flipé en colores.

Una vez que el lector se informa de que el humor absurdo es una de las mejores terapias contra el malestar general, ese que deviene tras enfrentarse a la cruda realidad, todo lo que aparece a continuación son diferentes dosis de tan fantástico medicamento en distintas variantes (formas farmacéuticas en lenguaje boticario).

Esas variantes pueden ser en forma (farmacéutica) de historias entrañables como el cariñoso homenaje a Robin Williams tras su desaparición (En memoria de Robin Williams) o como la descripción de la sala de espera de una consulta en un ambulatorio (Sala de espera); en forma de historias desternillantes, como la de un taxista que un día descubre qué son los intermitentes y para qué sirven (Diario de un taxista en Nueva York); en forma de historias picantonas (Polvo de estrellas, yo no tenía ni idea de lo que realmente significaba ese término); o en forma de diálogos delirantes (e inquietantes) como el que se da entre dos agentes del KGB y un usuario de Facebook (Grotesco e inquietante).

Diferentes formas (farmacéuticas) pero un mismo principio activo: el humor absurdo.

Hay algunos relatos que se adentran en la filosofía, y a este respecto hay uno en concreto (Romanticismo) que me ha dejado perpleja y sumamente preocupada. No me gustaría destripar la historia pero en él, a modo de deducción lógica, se llega a una conclusión espeluznante: “Todos los jefes son unos románticos”. He revisado coma a coma cada paso de esa deducción y no le encuentro fisuras. ¡Estremecedor!

Otros relatos se internan en la prosa poética donde las comparaciones, además de acertadas, son preciosas. Y para muestra esta estupenda píldora:

“La ignorancia es como un laborioso operario que trabaja día y noche sin descanso colocando ladrillo sobre ladrillo levantando un muro imaginario que sirve para marcar las diferencias; mientras que el conocimiento es como una potente excavadora que se encarga de derribar ese mismo muro con la facilidad que le otorgan el entendimiento y la inteligencia.”

Pero no solo hay diversión y risas en estos relatos. En casi todos ellos subyace una crítica feroz al orden establecido y ahí es donde, a mi modo de ver, reside el mayor valor de este libro.

Utilizando el humor absurdo, Pedro Fabelo se ríe de todo y de todos, pero también denuncia. Deja al descubierto, a través de situaciones delirantes, la realidad que nos toca vivir, acreditando toda la falacia que nos rodea. Nos movemos en un mundo lleno de hipócritas de todo tipo, de fariseos que vigilan con minuciosidad el comportamiento de los demás, mientras que se relajan descaradamente con el suyo propio. El autor se ríe de todo pero con una risa agridulce porque pone en evidencia qué mal está el cotarro.

Además de un sentido del humor absurdo (con juegos de palabras de una agudeza exquisita) el autor hace gala de una gran erudición. Las alusiones a muchos referentes de la cultura en diferentes campos (del cine, de la literatura, de la música, etc.) son magníficas y muy variadas. Kubrick, Kafka (indirectamente), Frank Zappa, Kiarostami, Joyce, son algunos de los aludidos pero no siempre de manera positiva, y si no que se lo pregunten a la pobre de Danielle Steel (no me gusta nada esta escritora pero me dio un poco de penita porque Fabelo es inmisericorde con ella, algo que, por otra parte, se merece).

Y por si esto no fuera suficiente para engancharse a la lectura de este primer volumen, el estilo narrativo es más que impecable. Con sencillez, pero sin caer en la simpleza (como a él le gusta la escritura), relata historias de manera fluida y entretenida. Los diálogos —esa herramienta tan poderosa y tan peligrosa pues no es fácil de manejar— son excelentes y contribuyen a la fluidez de la lectura, facilitando que el libro se lea casi de una sentada.

Si al principio de esta reseña hablaba del fantástico inicio del libro, el final no le va a la zaga. Para terminar, Fabelo nos explica por qué escribe, entre múltiples motivos se encuentran estos:

“Me gusta escribir para mostrar mi enfado o mi decepción con algunas personas, o para denunciar algo mediante la burla o la crítica despiadada.”

“Me gusta sentir el afecto de la gente que me lee y que le gusta lo que escribo y cómo lo escribo.”

Suscribo al cien por cien sus motivos pues yo misma he experimentado lo mismo al escribir. Yo misma he utilizado la escritura para liberar la impotencia y la decepción que me reportan algunas situaciones. En esto me siento identificada con el autor pues he sentido lo mismo que él. Bueno… lo mismo, lo mismo… no, porque el lugar donde manifiesta este tipo de sentimientos yo nunca lo he visitado. Si queréis saber a qué lugar me refiero tendréis que leer el libro, así veréis satisfecha vuestra curiosidad y de paso os divertiréis con una lectura entretenida, muy buena y completamente recomendable.



15 de febrero de 2019

Tirar del carro


—¡Qué mal rollo! ¡Ya llegó el sábado!

—Y a ti qué más te da que sea sábado que domingo que lunes, ¿tienes algún plan diferente al de todos los días?

—Hoy es la final de fútbol y tengo un mal pálpito, me da que van a ganar y vendrán aquí otra vez. ¡Qué ful!

—Está encapotao, con un poco de suerte llueve y no vienen.

—Como si a esos les importara la lluvia. Vendrán y montarán la gorda hasta las tantas, así no hay manera de descansar. La última vez me pisaron una oreja y aún me duele.

—No te quejes, a mí me dieron con una lata en todo el hocico y tuve la melena pringosa durante semanas por la espuma esa que echaron.

—¡Eh!, que la oreja estuvieron a punto de arrancármela, y luego pegarla duele mazo.

—Me vas a comparar un poco de cemento en la oreja a un golpe en todos los morros, ¡venga ya, Hipo!

—¡Que no me llames Hipo! Sabes que no me gusta ese diminutivo. Con lo bonito que es mi nombre: Hipómenes. De verdad, Atalanta, cómo te encanta tocarme los bigotes.

—¡Qué quejica eres! ¡Tooodo el día lamentándote! No sé en qué estaba pensando cuando me enrollé contigo, mira cómo hemos acabao por tu culpa.

—Pues no me decías lo mismo cuando te llevé a aquel lugar apartado del templo. Y lo que fardabas de ser mi chorba ¿qué? ¿eh? Pero ahora no, ahora yo soy el julai, el culpable de este marrón. Tú, como siempre, echando balones fuera y escurriendo el bulto.

—Y tú, como siempre, chinchando. No te soporto. Y déjate de balones que atraes el mal fario, aunque si esta noche vienen los del fútbol espero que te pisen las dos orejas y el rabo.

La plaza estaba muy concurrida, numerosos transeúntes circulaban por sus amplias aceras y el tráfico era intenso. Entre tanto bullicio era difícil escuchar la conversación que mantenían airadamente Hipómenes y Atalanta. Tan solo una mujer, sentada cerca de ellos, asistía a la discusión sin intervenir pero con gesto adusto. Su porte era majestuoso, iba vestida completamente de blanco y en el serio rostro se adivinaba cierto hartazgo que parecía ser provocado por los dos pendencieros.

—¡Maldita cazadora! ¡Vete al Hades! Ojalá me hubiera fijao en tu jefa y no en ti. Qué puntería tenía la tía y qué pibón, toda una diosa la Artemisa, sí señor. Esa sí que levantaba suspiros por donde pasaba —dijo Hipómenes evocador.

—¡Ja! Me parto y me mondo. Que te crees tú que te habría hecho caso de haberlo intentao, no te habrías comío una rosca. Ni de coña, vamos. Mi señora siempre fue mu casta y mu virgen.

—No como tú —replicó Hipómenes con mucha sorna.

—Oye, no te consiento que me hables así, un día de estos… Como me dé el pronto es que no respondo, mira lo que te digo… No me toques las napias que te…

—¿Qué de qué? ¿qué me vas a hacer? ¿eh? Venga, ¡dímelo! Tú, mucho fú, fú, fú y poco mili quiqui. ¡Bocas, que eres mu bocas!

—¡¿Os queréis callar ya?! Yo sí que no os aguanto, a ninguno de los dos. Por todos los dioses del Olimpo, esto es insufrible. Estáis así todo el día y toda la noche. ¡Sois insoportables!

Quien así hablaba era la mujer que había estado asistiendo a la discusión. Sin perder ni un ápice de su majestuosidad dedicó una mirada airada y cargada de resentimiento a los dos personajes que estaban delante de ella. Nada más hablar, tanto Hipómenes como Atalanta enmudecieron en un acto de respeto, y también temor, hacia quien así les estaba reprendiendo.

Una vez que los dos litigantes se callaron, la dama de blanco se sumió en sus pensamientos. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?. Más de dos siglos. No mucho si se comparaba con toda la eternidad, pero demasiado si se comparaba con una vida humana.

Nada más llegar a la ciudad se sintió como en casa y desde la privilegiada atalaya en la que la situaron había sido espectadora de desfiles, de bodas reales, de verbenas, de fiestas populares de todo tipo pues los habitantes de su patria de adopción eran amigos del jolgorio y la francachela.

También tuvo que presenciar enfrentamientos enconados entre diferentes bandos. La dama comprobó que los humanos eran igual de beligerantes y tan caprichosos como los parientes de ella, los dioses. Aún resonaba en su cabeza el zumbido de los obuses de aquella guerra fratricida; un sonido amortiguado por los sacos terreros que la taparon durante toda la contienda, así ni ella ni sus compañeros de carruaje sufrieron daños pero, por desgracia, no pasó lo mismo con muchos de sus conciudadanos que dejaron la vida en aquellos crueles bombardeos.

Desde su trono de piedra vio crecer a la urbe que la acogió como una habitante más y siempre se sintió querida. Más de dos siglos llevaba compartiendo con sus vecinos las alegrías y las penas. Con ellos compartía risas como en la fiesta del desfile del orgullo gay —toda una manifestación de tolerancia y convivencia—. También lloraba con ellos en los momentos duros, como en aquella marcha triste cuando, bajo un cielo que lloraba lágrimas de lluvia, más de dos millones de sus convecinos desfilaron noqueados por el ataque brutal y sanguinario en unas vías de tren.

 Ella prefería recordar los buenos momentos, aunque no todos los disfrutaba por igual. Que se subieran a su carro ciertos aficionados al fútbol siempre que su equipo ganaba algún trofeo no le hacía mucha gracia. Al menos, desde hacía unos años solo se subían los jugadores, pero seguía siendo un incordio. Ahí les daba la razón a Hipómenes y a Atalanta, pero solo en eso. Y precisamente cuando su pensamiento se centró en sus dos compañeros, fueron ellos los que rompieron la concentración de la diosa al iniciar una nueva discusión.

—Que nooo. Que la culpa de ese choque la ha tenido el pelas. Se ha tirao en plancha a por un viajero y le ha endiñao un golpe al de las pizzas —dijo Hipómenes mientras se formaba un tapón de coches en la esquina de dos de las calles que daban a la plaza debido al accidente entre un taxi y un repartidor de comida rápida a resultas del cual el motorista había acabado tirado en el suelo.

—Si el de la moto no hubiera ido haciendo zigzag no se habría golpeao, pero como iba to loco s’ha dao el piñazo. ¡Natural!—replicó Atalanta.

—Claro, tú siempre defendiendo al sector público. Si el buga hubiera sido de Cabify seguro que le echarías la culpa al conductor —contraatacó Hipómenes con retintín.

—Qué duda cabe que el transporte público es la mejor garantía para asegurar un buen servicio —añadió Atalanta toda docta recordando las consignas que había oído hacía unas semanas en una de las avenidas aledañas a su emplazamiento.

—Cuando te pones a hablar en plan reivindicativo no hay quien te aguante.

—A ti no hay quien te aguante ni cuando no hablas.

—Por lo menos yo sé dejar de hablar, no como tú que no te callas ni debajo del agua.

—¿Y por qué debería callarme? ¡No te amuela! ¡Cállate tú!

Mientras Hipómenes y Atalanta seguían discutiendo, la diosa deseó poder mover los brazos para atizarles con el cetro de piedra que llevaba en la mano derecha, o con las llaves que tenía en la izquierda.

Aunque, bien mirado, solo ella era la responsable de lo que estaba pasando. Maldijo el día que decidió convertir a esos dos en leones, pero cuando vio que los impertinentes amantes estaban copulando en su templo se dejó llevar por la ira y, en un ataque de indignación, los condenó por toda la eternidad a tirar de su carruaje en forma felina. De haber sabido lo que le esperaba los hubiera convertido en gusanos, de esos que viven bajo tierra, fuera de su vista y mudos a ser posible.

Por culpa de esos dos imbéciles su estancia allí era cada vez más penosa. Hacía tiempo que pensaba en la jubilación, después de tantos años estaba cansada de tirar del carro. El trono en el que llevaba sentada desde hacía dos centurias empezaba a ser demasiado duro y los inviernos de la villa eran muy gélidos, por no hablar de los veranos donde hasta ella, de fría piedra, se ponía a sudar bajo un sol de (in)justicia. Quería volver al Olimpo, pero sin sus dos molestos compañeros. Es verdad que allí tendría que aguantar a sus congéneres que también eran bastante especiales.

Hera se ponía insoportable con sus aires de dueña y señora, no era capaz de reconocer que su estatus se lo debía a estar casada con Zeus, que si no… Afrodita era una vanidosa estúpida y engreída, todo el día saliendo en cueros de las fuentes y los estanques para presumir de tipazo. Apolo tenía demasiada mala leche y por cualquier tontería se enfadaba y lanzaba plagas y pestes por doquier. Claro, que para belicoso, Ares; ese sí que tenía un pronto muy violento y te montaba una guerra por un quítame allá esas pajas. En cambio Eros le caía muy bien, recordaba de él su sonrisa picarona y su constante filtreo, era un conquistador nato y muy simpático. A Artemisa le tenía algo de manía, por no vigilar bien a una de sus discípulas estaba ella como estaba, si su cofrade cazadora hubiera sabido controlar mejor a Atalanta, en lugar de dos leones impertinentes ella tendría dos elegantes caballos y no se estaría planteando jubilarse y retirarse de la vida activa.

Quizás regresar al Olimpo no fuera buena idea. Rememoró sus verdaderos orígenes, y viajó con la mente a una remota región de Anatolia. Allí, cuando aún no se veneraban a los dioses del Olimpo, ella nació de la tierra, de los fértiles campos de cultivo. Ella se encargaba de dar vida en forma de frutos y alimentos. Debería regresar a donde empezó todo.



Pero le daba pena dejar de convivir con los ciudadanos que diariamente pasaban por su lado. Echaría de menos sus conversaciones casi siempre alegres, y a gritos, o sus selfies con ella al fondo. O los colores con que la adornaban con ocasión de alguna fiesta; de todos ellos su preferido era el morado, le recordaba el color del cielo al caer el sol. Esos crepúsculos también los iba a echar en falta, en ningún otro lugar podría disfrutar de una gama de colores tan bonita, desde el rosa pálido al violeta pasando por diferentes tonos de naranja. Unos atardeceres siempre acompañados por la melancólica melodía de la trompeta que sonaba con el arriado de la bandera en un cuartel cercano: el heraldo musical anunciando la llegada de la noche al son de retreta.

 Cómo iba a añorar todo eso. Pero estaba decidida, tenía que irse.

A pesar del ruido ambiental o de la sempiterna discusión entre sus leones, y mientras cavilaba sobre su situación, escuchó con nitidez el rumor del manantial que discurría debajo de ella. El quedo susurro del acuífero subterráneo era un bálsamo, su cantarina voz le proporcionaba paz y le recordaba aquellas lejanas tierras de su Anatolia natal.

Mecida por el relajante sonido del agua empezó a notarse cada vez más ligera. Apenas sentía los brazos y las piernas, todo su cuerpo estaba perdiendo consistencia. Los ruidos del tráfico sonaban cada vez más lejanos y el rumor del agua se había convertido en estruendo.  Notó cómo se diluía en un líquido cristalino que la arrastraba hacia el interior de la Tierra en un torbellino de burbujas.

Fundida en agua y tierra viajó por el subsuelo, recorrió ríos subterráneos, acarició las raíces de los árboles, respiró la oscuridad y olió las rocas. Se disolvía, y no era nada y lo era todo. Se sintió libre.



El atasco que se formó fue monumental. El tapón de coches afectaba a la plaza y a todas las avenidas que desembocaban en ella, extendiéndose como una infección por las calles colindantes.

El tremendo embotellamiento había sido producido por diez accidentes simultáneos, algo inaudito. Después de bregar con unas calles colapsadas, un par de policías motoristas consiguió llegar al núcleo del atasco y allí vieron cómo todos los transeúntes y los conductores que se encontraban en la plaza miraban asombrados hacia la fuente que estaba situada en el centro de la misma. Muchos de ellos señalaban con el dedo hacia allí. Estupefactos, los policías comprobaron de dónde venía el aturdimiento y el origen de los choques múltiples: la diosa Cibeles había desaparecido. El famoso carro tirado por dos leones no llevaba a su pasajera.

—Se ha ido por tu culpa, pedazo mendrugo —dijo Atalanta compungida.

—No, se ha ido por ti, que eres una petarda —replicó con la voz entrecortada Hipómenes.

—Que no, que has sido tú con tus lloriqueos y tus quejas.

—¡Fuiste tú!

—¡No! ¡Es culpa tuya! —contestó Atalanta sollozando—. No te pienso hablar más en la vida.

—Pues mira qué bien. Ya ves tú, qué disgusto. ¡Fetén!

—¡Es que ni una palabra te voy a decir!

—Pues ya estás tardando.

—Hipo… ¡Que te den!

—¡Que no me llames Hipo!



NOTA HISTÓRICO-MITOLÓGICA
La diosa Cibeles era adorada ya en el Neolítico en la región turca de Anatolia. Simboliza la fertilidad y la Naturaleza, se la considera también la Diosa Madre. Los griegos, muchos años después, se encapricharon de ella y se la llevaron al Olimpo con el resto de sus dioses. A la capital de España llegó en forma de fuente a finales del siglo XVIII y de la mano de Carlos III, el rey considerado el mejor alcalde de Madrid (con perdón de don Enrique Tierno Galván).
Hipómenes era un guapo mozo griego que se ligó a una cazadora llamada Atalanta y seguidora del culto a Artemisa, que también era cazadora y además diosa. Atalanta tenía la casta intención de permanecer virgen por estar consagrada a la citada diosa, pero el guaperas de Hipómenes se la cameló mediante una apuesta en la que el griego hizo trampas (para más información consultar la Wikipedia). El caso es que se hicieron amantes y un día se lo montaron en el templo de Cibeles, cuando la diosa los pilló en plena faena, ésta se agarró un buen cabreo por tamaña blasfemia y los transformó en leones a la vez que los condenaba a tirar eternamente de su carro, con las consecuencias fatales que se han podido comprobar en este relato.



11 de febrero de 2019

"El rey recibe" - Eduardo Mendoza


La última creación de Eduardo Mendoza tiene como protagonista a Rufo Batalla, un periodista en ciernes que al final de la década de los sesenta del siglo pasado intenta hacerse un hueco en su profesión. Como novato que es, sus primeros trabajos son de poca monta y le encargan que cubra la información sobre un evento social: el rey sin corona de un país satélite soviético (Livonia) se casa con una rica heredera. Por casualidad el joven reportero traba amistad con ese rey sin trono y es el punto de partida de esta “novela”.

Siguiendo los pasos de Rufo Batalla, donde yo veo bastantes similitudes con la vida personal del escritor, nos adentramos en la situación social de los años sesenta de Europa en general y de España en particular. El radio de acción de esta “novela” se extiende más allá de nuestro continente cuando el protagonista viaja a Estados Unidos para trabajar allí.

Si entrecomillo el término novela es porque para mí este libro no es tal. Es una crónica. La historia del encuentro relativamente fortuito con el rey destronado es solo una excusa para analizar diferentes temáticas y de diversa índole.  Y todo contado excelentemente.

En esta crónica se hace referencia a sucesos decisivos que marcaron una época convulsa en muchos ámbitos: la primavera de Praga, la muerte del Che Guevara y de Luther King, la guerra del Vietnam, la revuelta francesa de mayo del 68 y muchas cosas más se cuentan de manera sucinta en esta “novela”.

Se habla de política en general:

La política carece de validez y futuro. El patriotismo es un engaño, la democracia es una estafa.”

También se habla de la falta de democracia y de cómo se la anhela en aquellos países donde una ideología quiere imponerse por encima de las demás. A raíz de un viaje a Praga el protagonista puede comprobar que el sistema comunista al otro lado del telón de acero no es el paraíso que sus compañeros izquierdistas universitarios creían, pues allí tienen las mismas carencias de libertad que en la España de Franco.

Más allá de cualquier ideología o sistema, aquellas personas anhelaban la misma libertad que nosotros y que, pese a todas las diferencias, luchaban contra el mismo enemigo.”

Es a este respecto donde se muestra el lado más derrotista del escritor/protagonista. Rufo al viajar y salir de la urna de cristal donde está instalado,va comprobando que el asidero al que se agarran sus compañeros tiene una base muy endeble y solo es una quimera.

“La fe inquebrantable en una ideología que prometía revolución, justicia y libertad era nuestra única certeza.”

Con gran precisión, y siempre a través de los ojos del protagonista, se relata la evolución de un régimen obsoleto que se consume y se apaga, el de Franco, ya en los estertores  pero que no termina de extinguirse.

Después de la guerra, los militares habían administrado el país como un cuartel, ahora tocaba a los civiles administrarlo como una empresa.”

Pero no solo se habla de política, también de otros temas de calado social. Temas que aún siguen vigentes y que Mendoza trata con su mordacidad habitual poniendo el dedo en la llaga y sin pelos en la lengua.

“El servilismo es una virtud en declive. Y sin la humillación de los de abajo ¿cómo van a exaltarse los de arriba?”

Otra característica de Mendoza es su fino sentido del humor, ese que utiliza con ironía (o sarcasmo) y que en esta “novela”, fiel a su estilo, no falta.

—¿Universitario?
—Licenciado en Filosofía y Letras.
—Peor para usted”

En lo personal me ha gustado especialmente la definición que el autor hace de los madrileños:

“La gente de Madrid me pareció más desenvuelta, más independiente y mucho menos convencional que la de Barcelona.”

Mendoza se basa, para hacer esta apreciación, en la procedencia tan variada de los madrileños venidos de todos los puntos del país y en el desapego que eso provoca. Todo esto se traduce en que, al no tener que rendir cuentas ante ninguna dinastía linajuda, tenemos más confianza en nosotros mismos (confianza que deriva normalmente en chulería) y acabamos haciendo lo que nos da la gana.

Por otra parte y entre tanto tema tratado, se insertan frases o párrafos enteros que no tienen nada que ver con lo que se cuenta. A mí esto me descolocó porque no sabía qué era “eso”. Luego, al terminar, leí por ahí que eran citas de otras obras (de Herodoto, de Edgar Rice Burroughs, etc) pero que al no ir entrecomilladas y al no tener yo una gran cultura literaria no supe identificarlas.

Eduardo Mendoza es uno de mis escritores preferidos. Todo lo que he leído de él me ha gustado en mayor o menor medida, porque si hay algo que caracteriza a este autor es que escribe muy bien y eso siempre es de agradecer. El argumento ya es otro cantar, pero al menos la narrativa es excelente.

Y aquí, en el argumento, encuentro uno de los escollos del libro. Básicamente argumento hay muy poco, todo son ideas sueltas, múltiples personajes que aparecen, cuentan sus historias y se van de la (supuesta e inexistente) trama. Se habla de todo pero en realidad no se cuenta nada.

Por si esto no fuera suficiente, encima el libro se termina abruptamente, tanto que creí que mi ejemplar estaba defectuoso y le faltaban páginas. Cuando me acerqué a una librería y comprobé que todas las copias estaban igual, fue cuando indagué y comprobé, estupefacta y bastante cabreada, que la “novela” es la primera parte de una trilogía y que los otros dos volúmenes aún no están editados, algo que me saca de mis casillas. Aunque esto último solo es culpa mía porque debería haberme informado más antes de adquirir la “novela” y así me habría ahorrado el disgusto.

Por otra parte, si me hubiera documentado previamente también me habría evitado el cabreo por esa falta de argumento pues en alguna crítica literaria ya lo estaban avisando:

“No aspira a conducirnos a ningún lugar concreto, simplemente va avanzando porque no queda otra, y desemboca en un cierre melancólico que, de hecho, apenas es un cierre.”

Si yo hubiera leído esto no habría comprado el libro, o al menos aún no; habría esperado a que estuviera la trilogía al completo y así comprobar si la cosa tiene cierre o no, o se queda in albis. Pero esto solo lo sabré dentro de unos meses, o años, porque no sé qué plazo tiene pensado la editorial a la hora de emitir lo queda de la obra.

Valga, al menos, esta reseña como aviso a navegantes. Si yo supiera lo que ahora sé no me habría gastado los veinte euros del ala que me cobraron por un librito, que esa es otra, con trescientas páginas mal contadas pues la letra es apta para gente con presbicia que ha perdido las gafas y con márgenes de más de dos centímetros. Una auténtica burla desde el punto de vista monetario.

Además, de haber sabido lo que ahora sé, también me habría ahorrado las pastillas contra la acidez, esa que se me forma en el estómago cuando tengo la sensación de que me han estado tomando el pelo.



4 de febrero de 2019

Henry Cavendish: la soledad del excéntrico.

"Fue un opulento y neurótico genio que vivió y murió en una soledad casi completa, pero que realizó algunos de los experimentos más interesantes en la historia de la Ciencia."
Isaac Asimov.

Como ya avisa el nombre de esta sección, muchos de los personajes que por ella pasan tienen en común la demencia en forma de diversas extravagancias. El protagonista de hoy creo que se lleva la palma en cuanto a rarezas y manías, puede que solo superado por Nikola Tesla (este también tenía lo suyo, como ya conté hace tiempo AQUÍ)

Henry Cavendish nace en Niza el diez de octubre de 1731. En aquellos años la ciudad pertenecía al reino de Cerdeña, aunque él era hijo de británicos, pero su madre se encontraba allí por motivos de salud cuando la sorprendió el parto. Sus padres además de británicos eran aristócratas pues los dos eran hijos de duques.

Cuando Henry cumple dieciocho años ingresa en Peterhouse, uno de los colleges más antiguos de la Universidad de Cambridge. Allí se comporta como un alumno aplicado aunque muy poco comunicativo pues apenas se relaciona con nadie. El joven Henry ya empieza a dar muestras de una timidez enfermiza que le aislará de todo y de todos para bien y para mal, pues ese aislamiento si bien le hizo una persona huraña también consiguió que se dedicara por completo a sus investigaciones científicas.

Con poco más de cuarenta años hereda una gran fortuna de un tío suyo y se convierte en uno de los hombres más ricos de la época. Pero esta riqueza no le supone ningún cambio en sus hábitos. Dicen que iba vestido con una casaca morada raída y que llevaba siempre el mismo sombrero de tres picos desfasado y nada acorde con la moda. También se cuenta que un día, en el banco donde tenía depositado su dinero, un empleado le sugirió invertir parte del capital en lugar de tenerlo estancado, a lo que el científico muy enfadado reaccionó amenazando con llevarse toda la pasta a otro banco si tanto molestaba que estuviera en aquel.

El único dispendio que se permite Cavendish consiste en comprar libros y material para sus investigaciones científicas. Llega a reunir una importante biblioteca que ubica en una casa aparte y presta muchos de sus volúmenes a otros colegas apuntando minuciosamente cada ejemplar prestado, incluso apunta los que él mismo se lleva.

La escrupulosidad y la obsesión por el detalle es otra de las características de este científico, algo que redundaría en la calidad de su trabajo por mucho que pudiera parecer extraño a ojos de los demás. Esa minuciosidad estuvo presente hasta el final de sus días: el veinticuatro de febrero de 1810, Cavendish se dirige a uno de sus criados para comunicarle que en unos minutos se va a morir. Y así fue, fallece en su domicilio con setenta y ocho años.


Las investigaciones de Cavendish abarcaron diferentes campos, algo muy común en los científicos del siglo XVIII, aunque se centraron sobre todo en la química y en la física. La minuciosidad en su vida también se trasladó a sus logros pues la exactitud de sus cálculos es objeto de admiración hoy en día, más de doscientos años después.

En el campo de la física se dedicó a medir la masa de la Tierra. Para ello empleó una máquina que había ideado un párroco rural llamado John Michell. Este religioso creó una especie de balanza que permitía medir la fuerza de la gravedad en objetos situados en un laboratorio; lamentablemente murió antes de experimentar con ese artilugio y cuando, por cosas del destino, la máquina cayó en manos de Cavendish, este sí hizo uso del aparato consiguiendo calcular el peso “aproximado” de la Tierra para “equivocarse” solo en un 1% respecto a las mediciones actuales realizadas con los más modernos, y precisos, aparatos de la ingeniería reciente.

En el campo de la química fue el primero en aislar el hidrógeno, y también en formar agua en el laboratorio a partir de sus componentes (oxígeno e hidrógeno). Averiguó algunas claves importantes para que, más adelante, se descubrieran los elementos químicos llamados gases nobles (elementos sumamente complejos que no suelen formar parte de las reacciones químicas).

También experimentó con la electricidad. Es en este campo donde se comportó como un auténtico lunático: al no haber aparatos que midieran la fuerza de una corriente eléctrica no se le ocurrió otra cosa que someterse él mismo a crecientes descargas eléctricas, y así apuntar su intensidad atendiendo al dolor experimentado, hasta niveles donde no podía ya ni sujetar la pluma para hacer las anotaciones o simplemente perder el conocimiento.

Descubrió muchas cosas más pero no se le atribuyeron a él porque, entre sus múltiples excentricidades, tenía una que fue un grave impedimento para ser reconocido en el mundo de la ciencia: no le gustaba compartir sus estudios. De hecho, la mayoría de sus investigaciones no fueron conocidas hasta muchos años después de su muerte cuando un profesor de Cambridge recopiló sus escritos y comprobó los descubrimientos de este peculiar científico. Pero a esas alturas todos sus hallazgos ya se los habían atribuido a otros que habían llegado a las mismas conclusiones.

Cavendish fue un personaje muy peculiar, y uno de los más claros exponentes de “científico loco”. El retraimiento y la poca comunicación con sus semejantes le convirtieron en un ser solitario y arisco. Odiaba el contacto físico no soportando que lo tocaran ni que le dirigieran la palabra, sobre todo si su interlocutor le miraba a los ojos.

Cuentan que una vez llegó hasta su casa un admirador procedente de Viena. El austriaco, en cuanto le vio en el umbral de la puerta, emocionado comenzó a alabarlo. Cavendish aguantó los cumplidos como si le estuvieran torturando hasta que no pudo soportarlo más y huyó de su propia casa dejando la puerta abierta. Tras varias horas de insistir consiguieron que volviera al domicilio.

También padecía una grave misoginia que obligaba a las criadas de su servicio a no dirigirle la palabra y comunicarse con él a través de notas escritas. Ni que decir tiene que ni se casó ni tuvo hijos.
 
Las pocas veces que asistía a las veladas científicas, que tan de moda estuvieron en la segunda mitad del siglo XVIII, quienes querían “departir” con él debían evitar mirarle a los ojos y hablar al vacío lanzando los comentarios como al azar cuando estaban cerca de él. Si había suerte, el comentario hecho así podía recibir una respuesta de Cavendish en forma de susurro, aunque la mayoría de las veces el resultado consistía en un agudo chillido al mismo tiempo que el científico huía a refugiarse en algún rincón de la sala.

Recuerdo que cuando un compañero de laboratorio me comentó esta manera de actuar yo pensé que Cavendish debía de padecer algún tipo de autismo. Al documentarme para preparar esta publicación averigüé que un psiquiatra, Oliver Sacks, publicó un artículo argumentando que posiblemente Cavendish podría haber padecido el síndrome de Asperger. No soy médico pero parece que me acerqué bastante al diagnosticar al maniático de Herny.

Cavendish no vio reconocida gran parte de su labor por no divulgarla, pero la sociedad científica ha intentado paliar en cierta medida esta injusticia. En la Luna, un lugar donde él se encontraba muchas veces —metafóricamente hablando—, hay un cráter con su nombre y un tocayo suyo en forma de asteroide anda recorriendo el firmamento.

 Que su nombre se encuentre en la Luna o pululando por el cosmos me parece una buena alegoría para este lunático que tan poca afinidad sentía hacia sus congéneres terrícolas.






Hada verde:Cursores
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