Por favor, identifíquese.
Los asiduos a
este blog sabéis que tuve una sección hace un par de años donde, a modo de
terapia de desintoxicación, liberaba tensiones mientras redactaba mi Tesis Doctoral.
Aquella sección se llamaba “Doctoranda al borde de un ataque de nervios”.
Una vez
concluido el proceso de doctorarme, y dado que dejé de ser doctoranda para
convertirme en doctora, esa sección terminó, como no podía ser de otra manera.
Pero nunca digas de este agua no beberé, ni este cura no es mi padre, porque
yo, como algunos toreros que se habían cortado la coleta, vuelvo a los ruedos
de aquella sección.
“Doctoranda al borde de un ataque de nervios”
regresa, pero que no cunda el pánico porque lo hace en forma de una única
publicación, es una Edición Especial.
Esta edición
extraordinaria no sé cómo calificarla, secuela, apéndice o qué. Quizás la
expresión más adecuada sea “déjà vu”. Y es que de nuevo me he sentido igual que
cuando escribía aquellas publicaciones: he vuelto a perder las ganas de vivir.
El nerviosismo, la histeria, el desasosiego y la neurosis que me invadieron
durante aquellos meses, han regresado otra vez y esta situación está
directamente relacionada con aquel doctorado.
Esas
sensaciones han regresado porque he tramitado mi expediente académico para
acreditarme como profesora universitaria en ANECA, un organismo autónomo del
Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades. Este organismo se dedica a
evaluar la capacitación de quienes quieren impartir docencia en la Universidad.
ANECA es el acrónimo de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y la
Acreditación, aunque para mí es el sinónimo de martirio chino.
Ya he dado
clases con anterioridad y nunca hubo que lamentar desgracias personales —tan
solo una cabezada por parte de un alumno que a punto estuvo de golpearse con el
pupitre— así que creo que he demostrado que puedo impartir docencia. Pero
quiero hacerlo de manera permanente y con un contrato fijo, así que a
acreditarse toca.
He de reconocer
que, previamente a este paso y cuando anuncié a algunos colegas lo que iba a
hacer, ya me avisaron que el proceso sería tortuoso y difícil. Tendría que
haberme alarmado especialmente cuando una compañera a la que le caracteriza una
paciencia infinita y que nunca pierde la compostura, me dijo:
—¿Te vas a
acreditar en ANECA? ¡Madre mía! Cuando lo hice yo creí que me daba algo. Fue
espantoso, me puse de los nervios.
Que te diga
alguien que es muy tranquilo que se ha puesto de los nervios no augura nada
bueno. Pero yo, insensata e inconsciente, no hice caso de la advertencia y así
me fue.
Los
procedimientos burocráticos siempre son engorrosos, todo el mundo alguna vez ha
tenido que hacer algún trámite y sabe de lo que hablo. Pero si a esto se le
añade mi “amistad” con el simpático de Murphy, ya sabéis, el de la ley de ídem,
la tragedia está asegurada.
Durante varios
meses me dediqué a introducir mi currículum en la web habilitada para inscribirse
y optar al visto bueno de los acreditadores. El proceso fue largo y laborioso
pues cada mérito había que registrarlo con todo lujo de detalles. Recabar toda
la información que se me pedía fue arduo y me llevó mucho tiempo.
Por ejemplo,
para reseñar que había dado una ponencia en un congreso tenía que informar del
lugar, del día, de la hora, de la duración de la exposición oral, de la página
de la publicación de dicha ponencia, de la ciudad donde se realizó la edición
del libro resultante con todas las intervenciones y su ISBN correspondiente.
Esos eran los campos obligatorios, luego había una sección titulada “Otros
datos” y ahí estuve a punto de poner el número de toses escuchadas mientras
disertaba en público o las veces que tomé aire antes de seguir hablando, porque
después de todo lo que se me había pedido no se me ocurría qué más podía
añadir.
Uno de los
méritos más importantes a la hora de capacitar a un profesor universitario es el número de publicaciones científicas. A este respecto una servidora está, hablando en
términos futboleros, en la Primera División pero de colista, casi a punto de
bajar a Segunda. Con solo once artículos publicados no gano la Liga ni de coña,
ni juego campeonatos de postín, pero me codeo con algunos grandes de vez en
cuando. El caso es que mientras añadía mis datos en la web del ministerio, un nuevo
artículo mío fue aceptado por una buena revista norteamericana. Incluir esa
publicación en el currículum supondría un puntazo en cuanto a méritos y me
haría subir algunos puestos, así que decidí esperar a que el artículo saliera a
la luz para añadirlo.
Desde que una
editorial acepta un artículo hasta que se ve editado definitivamente no suelen
pasar más de uno o dos meses. En este caso, y gracias a mi amigo Murphy, mi
artículo guay tardó casi medio año. El motivo no lo sé, cosas de los editores y
sus plazos de impresión. Mientras yo me mordía las uñas esperando la publicación
de mi artículo, ANECA y el currículum se vieron aparcados. Incluso llegué a
pensar que la revista se lo había pensado dos veces y había decidido no
publicarme finalmente. Por fortuna, no fue así.
Pero mientras
yo esperaba, Murphy no estuvo ocioso, porque en el ínterin el ministerio había cambiado
la aplicación donde había introducido mis datos y cuando fui a añadir ese
artículo a mi currículum, y debido a la actualización de la web, me dio error.
No podía acceder a mi expediente.
Fue aquí cuando
inicié un penoso y largo recorrido con una cadena de numerosos correos
electrónicos. Desde todas las instancias a las que recurrí los mensajes eran de
apoyo y tranquilidad. Que no me preocupara, que era una incidencia informática,
que a veces se dan errores, que patatín que patatán… Pero cada vez que yo
intentaba acceder a mi cuenta me salía el mismo mensaje:
Usuario no
registrado
Después de
mucho bregar y preguntar y volver a preguntar di con el problema. Con la nueva
actualización debía registrarme con un nivel superior de accesibilidad y eso
requería otra tanda de trámites entre los que se encontraban pedir una clave
digital. Para los que no habéis tenido que realizar algo parecido —dichosos
vosotros— os contaré que es un galimatías de la leche pues hay diferentes
opciones. Hay una clave pin que solo da acceso unas horas, hay una clave
permanente, hay certificado digital y también hay una firma en la nube; esta
última me gustó mucho, por lo poético y porque, en mi delirio burocrático, me
vi firmando rodeada de angelitos celestiales.
Tras devanarme
los sesos, pues no sabía qué modalidad elegir, me decanté por una clave
permanente después de utilizar el riguroso método de selección del Pinto Pinto
Gorgorito. Dicha clave tuve que solicitarla vía internet aunque el código de
autentificación me lo enviaban por correo normal —el del cartero y el buzón—.
Tras esperar varios días y cuando ya tuve entre mis manos el dichoso código
volví a intentarlo y conseguí acceder. ¡Bien!
Había cantado
victoria antes de tiempo, porque accedí pero no conseguía introducir más datos.
Pinché con el ratón en todas las pestañas que se me pusieron a tiro pero no
sirvió de nada.
Volví a recurrir
a las instancias del ministerio y estas me enviaron enlaces con instrucciones
que no me sirvieron de nada, básicamente porque no entendía un pimiento. Fue en
este paso donde me deprimí mucho: era incapaz de comprender el lenguaje
administrativo ministerial.
Para animarme
(infructuosamente) yo me decía a mí misma:
—Vamos a ver,
hija mía. Has realizado una Tesis Doctoral y has leído a Góngora, ¿no vas a ser
capaz de desentrañar las instrucciones de un manual para usuarios de la sede
electrónica del Estado?
Por lo visto,
resultó que no.
Desesperada acudí
a un departamento del ministerio donde me humillé y pedí ayuda por caridad. Ahí
se apiadaron de mí —los funcionarios también tienen su corazoncito— y me
enviaron un PDF con instrucciones más detalladas donde aparecían las imágenes
de las pantallas que debería ver en mi navegación por la sede y con flechas que
indicaban dónde picar con el ratón. Se trataba de un manual para torpes y que,
supongo, tienen reservado para casos extremos de ineptitud como el mío.
Una vez
recuperado mi expediente y cuando conseguí que se volcaran los datos
introducidos de la aplicación antigua a la nueva, Murphy volvió a aparecer en
forma de mensaje de error.
¡Atención, error!
El campo ‘apellido 2’ no coincide con los datos registrados en el DNI
Mi
segundo apellido, Rodríguez, en la aplicación antigua estaba sin tilde en la
“i”. Sé escribir mi nombre y dos apellidos sin faltas de ortografía pero la
antigua aplicación tenía una característica que consistía en que pusieras lo
que pusieras, al validar lo transformaba todo en mayúsculas y se merendaba los
acentos.
Ante esta
eventualidad no me preocupé pues me dije:
—No pasa
naaaada. Lo cambio y ya está.
A veces, a
pesar de lo vapuleada que estoy, puedo ser muy ingenua. De cambiar nada, las
casillas del nombre y los apellidos estaban bloqueadas y no se podían
modificar.
¡Pues qué bien!
Tras renegar en varios idiomas y tirarme de los pelos, decidí procrastinar. Me
salí de la web y lo dejé para otro día mientras pensaba a quién podría darle la
lata con este nuevo impedimento. Barajé la posibilidad de recurrir al Defensor
del Pueblo o llamar al teléfono de la Esperanza.
Al día
siguiente, y tras persignarme, me introduje en la sede electrónica y, no sé si
por intercesión de los duendes informáticos o porque rezar sirve para algo a
fin de cuentas, mi Rodríguez aparecía con el acento puesto y el error ya no
estaba. Cosas de la cibernética.
Cuando por fin completé
mi currículum añadiendo toda la información que se me pedía di por terminada la
primera fase de mi calvario burocrático particular.
Ya solo quedaba
enviar toda la documentación; el paso final. Y, cómo no, Murphy vino a verme —qué
pesado es este tío, de verdad—. La clave permanente que tenía para visitar la
sede electrónica no tenía el nivel de acreditación adecuado para entregar mis
datos. Debía acudir presencialmente a una oficina de la Seguridad Social a
enseñarles la jeta con mi DNI y así
saber que era yo quien decía ser yo. De nuevo, solicité vía online cita para que me atendieran y
acudí a una de las oficinas de atención al ciudadano con el DNI en la boca para
identificarme. Por si acaso, y en previsión de contratiempos, me llevé también
el libro de familia, el testamento de mi madre y un álbum con fotos familiares
en las que aparezco en diferentes fases de mi vida, desde mi bautizo hasta las
últimas vacaciones con unos primos míos en Galicia.
Una vez acreditada
mi identidad y con otro código de activación me fui a mi casa a ver si ya
terminaba de una puñetera vez con el trámite de marras.
Delante del
ordenador y con evidentes signos de ansiedad me dispuse a finiquitar el
papeleo virtual. Aún tuve que introducir diferentes números de seguridad que se me iban
enviando a mi móvil vía SMS y dependiendo de los pasos que iba realizando en la
web. Cada pantalla que conseguía pasar era un escollo superado que me acercaba
más a mi meta. Cuando llegué a la última pantalla donde aparecía un icono con la
palabra “Firmar”, y le di con el ratón juro que tenía una taquicardia
importante. Con el alma en vilo y conteniendo la respiración esperé la
respuesta del ministerio al envío de datos que había realizado. Aquellos segundos
en que la web me mantuvo en espera se me hicieron eternos. Al final, apareció
un mensaje en la pantalla de mi ordenador:
Solicitud
registrada con éxito
En ese momento
me levanté de la silla con los dos brazos en alto y empecé a dar botes por toda
la habitación. Mi marido que había asistido a estos últimos momentos del parto
burocrático como buen sufridor —ya se lo dijo el cura cuando nos casamos, para
lo bueno y para lo malo— también comenzó a vitorear y mi hija se unió a la
fiesta. Ni los goles del Madrid en la Champions han sido tan celebrados en mi
hogar. Si no salí al balcón a tocar la vuvuzela fue porque no tengo una.
Una vez pasada la prueba ando noqueada; todos
los contratiempos sufridos me están pasando factura en forma de suspicacia.
Además, tantas preguntas como tuve que contestar me han convertido en una
paranoica de la información personal y estoy registrando compulsivamente datos
de toda índole: el número de escalones que hay en mi edificio, el tiempo que
tarda el ascensor en llegar a mi planta, la frecuencia con que el jardinero riega el césped de la propiedad, cuántas veces me asomo a la ventana y muchas más
cosas. Ya llevo tres libretas, me las estoy guardando por si en un futuro la Administración
me requiere alguno de esos datos.
De todas
formas, voy a bucear en la red a ver dónde puede ser útil alguna de las cosas
que he anotado. Tengo ganas de contarle a alguien con qué frecuencia voy al
baño.