Nunca lo
conseguiría. No tenía capacidad para hacer todo lo que ella le exigía por mucho
que su madre dijera que ese era su destino. Le resultaba muy difícil aprender
aquello. Eran demasiadas cosas. Saber las propiedades de todas esas plantas era
muy complicado, apenas entendía en qué consistían las dolencias que sanaban; si
los nombres de las enfermedades ya le resultaban en la mayoría de los casos
extraños, más aún cómo se curaban. Tan solo conocía unas pocas dolencias, como
el mal del pecho, ese que se llevó a su padre cuando ella era una niña, o el
garrotillo ―aún recordaba con pavor la muerte de su hermano Unai cuando su
garganta llegó a hincharse tanto que el pobre bebé acabó ahogado―. Por lo demás
poco sabía de las causas por las que se moría la gente, porque esas cosas poco interesan
cuando se tienen doce años.
Tampoco podía
diferenciar esos malditos hongos tan parecidos, mucho menos memorizar sus
enrevesados nombres. Ni siquiera era capaz de distinguirlos entre las hojas del
suelo; más de una vez los había pisado deambulando por el monte en su busca y
cuando esto ocurría ella la regañaba sin compasión.
Por eso
prefería ir sola al bosque, aunque se desorientara porque su inutilidad era tal
que en cuanto se alejaba de las cercanías de su casa se perdía fácilmente.
―Águeda,
siempre estás con la cabeza en las nubes, no prestas atención por dónde vas y
por eso te pierdes ―le solía reprender con dulzura su madre.
Su nefasta
capacidad para orientarse fue la responsable de que acabara en el lugar en el
que se hallaba, con esa maldita mujer. El día que se perdió en Irati fue el
inicio del desastre.
Una de las
ovejas que cuidaba se adentró en el bosque y Águeda fue en su busca para
reintegrarla al rebaño ―el dueño era capaz de matarla si regresaba con la
manada incompleta―, así que, a pesar del temor que la zona le inspiraba, se introdujo
en la floresta para encontrar el animal perdido. Al final la oveja supo salir
de allí por sus propios medios, pero Águeda no. Pasar la noche en aquel lugar
siniestro fue un mal trago: la humedad, la oscuridad, los crujidos de los
árboles que al mecerse con el viento parecía que le hablaban, todo la aterró. Águeda
supuso que fue producto del miedo, pero creyó entender frases murmuradas por
las hayas que, en cierta medida, la reconfortaron. En su cabeza sonaron voces
diferentes, algunas dulces, otras infantiles; había una muy grave que cada vez
que se oía parecía enfadada, en cambio había otra más aguda que solo decía
impertinencias, se dedicaba a ridiculizarla y a llamarla panoli.
Cuando estaba a
punto de amanecer apareció un hombre muy alto, con una larga y brillante
cabellera rubia. Sin dirigirle la palabra la tomó de la mano y la condujo fuera
del bosque hasta las cercanías de su aldea. Si no llega a ser por él hubiera
muerto sola en aquella selva de hayas y abetos.
Fue una
experiencia terrible, pero lo peor aún estaba por llegar. Lo malo no fue perderse,
peor fue contarlo. Cuando le dijo a su madre, y a las vecinas reunidas en su
casa alrededor de la lumbre, que por la noche las hayas le habían hablado y que
un hombre extraño acudió en su ayuda, todas las mujeres que la escucharon se
persignaron y comenzaron a murmurar. En pocos días el rumor se extendió por toda
la aldea y cada vez que Águeda paseaba por las embarradas calles, los vecinos
la señalaban con el dedo y más de uno escupía a su paso.
Una madrugada,
cuando un tibio sol apuntaba entre las montañas, su madre la despertó y se la
llevó al bosque con un pequeño hatillo donde había guardado unas pocas prendas.
―¿Dónde vamos,
madre?
―A un lugar
seguro para ti ―fue la escueta respuesta de su progenitora.
Caminaron
durante horas entre árboles centenarios. Cuando llegaron a un pequeño claro del
bosque donde discurría un río, divisaron una cabaña. Una anciana salió de la
choza a recibirlas.
―Aquí tienes a
mi hija. Tiene el don, es contigo con quien debe estar ―dijo la madre de Águeda.
La anciana miró
a la niña y, después de un severo escrutinio, sonrió mostrando una reluciente
dentadura, algo que asombró a Águeda porque nadie de la aldea con los mismos
años tenía una boca tan sana como la de aquella mujer.
Antes de irse
la madre de Águeda abrazó a su hija con lágrimas en los ojos.
―Aquí estarás
bien. Créeme, este es tu lugar. Obedécela ―señaló a la anciana―, con ella
aprenderás cosas increíbles.
Y así empezó su
calvario. Su madre le dijo que ahí estaría bien, pero no era cierto. Se
levantaba al alba para limpiar y ordenar el siempre desordenado habitáculo de
la vieja, lleno de hierbas secas y frascos con líquidos de distintos colores.
Las pocas palabras que la anciana le dirigía eran para darle órdenes. El resto
del día lo ocupaba en aprender lo que ella le quería enseñar, invariablemente
con frases secas y concisas.
―Hongo yesquero
―señalaba con un dedo artrítico un cestillo lleno de setas marrones y
esponjosas―. Crece en la corteza de los árboles. Bueno para taponar heridas que
sangran mucho.
Águeda,
angustiada, intentaba memorizar todo mientras la anciana seguía con sus
lecciones.
―Oreja de
Judas, para la hinchazón de la piel y la irritación de los ojos. Pulmonaria, se
recoge en verano; para la tisis y los catarros. Genciana, para los problemas
del estómago. Acedera, suelta las tripas y la vejiga.
Tan solo en
algunas ocasiones se explayaba más en sus explicaciones, como cuando le enseñó
el pebrazo.
―Para la
gonorrea ―dijo tomando en sus manos sarmentosas una seta ―. Esta la pide con
frecuencia el cura ―sonrió con ironía―, aunque nunca viene él, claro, siempre
manda a algún chiquillo.
Casi todos los
días iban juntas al bosque, a recolectar plantas y hongos. De regreso a la
cabaña elaboraban emplastos, ungüentos y todo tipo de preparados que guardaban
en una alacena, protegidos de la luz y de la humedad que todo lo impregnaba. De
vez en cuando alguna aldeana se acercaba a la choza para llevarse una de las
pócimas que la vieja y ella hacían. A cambio, recibían una gallina, una hogaza
de pan o un buen trozo de queso. De todas las visitantes esporádicas que hasta
allí se acercaban, Águeda nunca reconoció a ninguna. No eran sus antiguas vecinas;
su nuevo hogar estaba muy lejos de la casa de su madre, y constatar eso la
entristecía porque sabía que nunca volvería allí.
No era feliz.
Se agobiaba con tanto nombre y tantas cosas que aprender. Ella nunca había sido
muy espabilada ―estaba allí por tonta, por haberse perdido en Irati y, encima,
contar lo que le ocurrió―. La anciana le decía, de tarde en tarde, que tenía el
don. Como la vieja no era precisamente dicharachera, Águeda no consiguió
averiguar a qué se refería. Por lo que a ella le constaba, no era capaz de
hacer nada bien.
Siete lunas
después de su llegada, la anciana le dijo a Águeda que preparara un zurrón con
comida, que iban a hacer un viaje de varios días.
―¿Dónde vamos?
―A ver unas
amigas ―respondió secamente la vieja.
Águeda se
limitó a obedecer sin indagar más, pero en su interior se preguntó qué amigas podía
tener esa mujer tan hosca que vivía en lo más profundo del bosque sin más
compañía que los árboles, el agua del río y, desde hacía unos meses, una
chiquilla torpe.
Caminaron
durante varias jornadas entre bosques y montañas, siempre esquivando los
lugares poblados. Cuando se hacía de noche, buscaban el refugio de algún árbol
hueco o se cobijaban en las hojas amontonadas entre rocas cubiertas de musgo. Al
cumplirse el quinto día de viaje divisaron desde una loma una población en
medio de un valle cubierto de praderas de color esmeralda.
―Zugarramurdi
―exclamó la vieja con una sonrisa de satisfacción.
―¿Es a ese
pueblo donde vamos?
―No
exactamente.
Bajaron en
dirección a la aldea, pero antes de llegar se desviaron hacia una zona boscosa
y, tras atravesar un claro, llegaron a una cueva enorme. Águeda había visitado
con otros chiquillos las grutas de su pueblo natal, pero eran pequeñas
oquedades excavadas en la roca donde apenas cabían unas pocas personas. Sin
embargo, la cueva en la que se encontraban era grandísima, en algunas zonas el
techo era más alto que el de la iglesia de su aldea.
Mientras Águeda
miraba embobada a su alrededor se oyeron voces femeninas. Del fondo de la cueva
surgieron varias mujeres de edades diferentes. Todas se acercaron a las recién
llegadas.
―Ane ¡Por fin
has venido, amiga! ¡Cuántos años sin verte! Será un placer volver a charlar
contigo y compartir vivencias ―dijo una mujer de tez muy blanca y con una larga
cabellera roja al tiempo que abrazaba a la anciana.
Con esas pocas
frases Águeda obtuvo más información de su mentora que en todos los meses que
había pasado con ella: se llamaba Ane, era capaz de charlar y, lo más
asombroso, ¡tenía amigas!
El asombro y
los descubrimientos para Águeda no habían hecho más que comenzar.
CONTINUARÁ…