Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

20 de julio de 2022

Bilogía DONDE MUEREN LOS DRAGONES DE JADE

 

Bilogía DONDE MUEREN LOS DRAGONES DE JADE – Luisa Ferro

El pozo de las luciérnagas

Marzo de 1279, en la desembocadura del río Perla se desarrolla una batalla naval, las tropas de Kublai Kan dan un serio varapalo a los chinos, tan serio que derroca a la dinastía Song y los mongoles serán los nuevos gobernantes de China.

Akame asiste al final de esa dinastía y se pierde en sus recuerdos. La historia retrocede unos años para trasladarnos al hogar de esta mujer, hija de un médico que regenta una botica en la capital del imperio Song del Sur. Rodeada de plantas medicinales y remedios de toda clase, aprende junto a su padre el arte de sanar.

La historia la cuenta ella, Akame, y nos relata cómo es su vida, la vida de una mujer en la China del siglo XIII. Una vida rodeada de otras mujeres, todas relegadas al papel que la sociedad de la época les asigna: obedecer y procrear. Una mujer que no da descendientes varones a su familia es un ser inútil.

«Supe entonces que, por el mero hecho de haber nacido mujer, mi sino sería el sufrimiento y la obediencia.»

Pero algunas mujeres, como Akame, aspiran a algo más e intentan rebelarse a su manera.

En el mundo femenino en el que se desenvuelve no siempre reina la paz. Si los hombres luchan por el poder económico, político y social, las mujeres luchan entre ellas también por el poder. Las concubinas por ganarse el favor de su señor, la primera esposa por ser la que gobierne sin cortapisas el acotado, pero no exento de intrigas, hogar familiar.

En este primer libro de la bilogía nos adentramos en ese mundo femenino sujeto a las convenciones de la época: el torturador proceso del vendado de pies para frenar su crecimiento, la contratación de casamenteras que ponen en contacto a las familias para concertar un matrimonio, etc.

Con un preciosismo digno de admiración Luisa Ferro nos muestra el hogar de Akame. Es tal el detalle y está tan bien contado, que olí las flores del jardín, oí el roce de la seda de los vestidos y sentí las emociones de la protagonista. Fue como vivir allí. Toda la exuberancia y el exotismo de Oriente plasmados con el verbo excelente de Ferro, con un lenguaje cuidado libre de pedantería.

Pero a mí lo que más me gustó fue el “otro” mundo de Akame: la botica donde aprende a preparar remedios para diferentes dolencias. Luisa Ferro cuenta con detalle, pero sin caer en el abuso, las diferentes prácticas de medicina de la época. Akame, rodeada de mujeres, atiende los problemas exclusivos de las féminas: asiste a partos, cuida de los neonatos, regula menstruaciones, palía los efectos de la menopausia.

A la luz de lo que cuento, cabría pensar que esta novela es feminista. A mí no me lo ha parecido. Es mucho más, es una novela femenina, donde las mujeres y su particular mundo son los protagonistas. Sujetas a la mentalidad de la época, y actuando acorde al momento en el que les ha tocado vivir, cada mujer de esta historia reacciona según su forma de ser. Algunas, como Akame, se preguntan por qué no pueden aspirar a algo más que a obedecer a un marido impuesto y a parir sucesores. A lo largo de la historia de la Humanidad siempre ha habido seres que han querido ir más allá, ellos (en este caso, ellas) son los que han hecho que este mundo cambie a mejor.

La sanadora del emperador

En la segunda novela de la bilogía, asistimos al ascenso de Akame como sanadora. Su reducido mundo se amplía cuando, por avatares del destino que se cuentan en la primera novela, recala en la Ciudad Imperial para asistir a una de las concubinas del emperador. En la vida de Akame no solo aparece el éxito profesional, también entra el amor encarnado en Cao Ren, un personaje que forma parte de ese preciado elenco de seres que quieren ir un paso por delante de los demás (esos que mejoran el mundo). Su mentalidad abierta para la época hará que Akame caiga rendidamente enamorada. Así que en esta historia maravillosa también hay romanticismo y pasión. A este respecto he de remarcar que Luisa Ferro no recurre a la ñoñería ni al almíbar para contarnos el romance entre los dos personajes, algo que yo le agradezco de corazón porque suelo ser demasiado sensible con el azúcar y algo intolerante también.

Pero no nos olvidemos que Kublai Kan está acosando el imperio. El ejército mongol va ganando poco a poco terreno y esa amenaza condiciona todo lo que pasa en esta segunda novela. En «El pozo de las luciérnagas» la narración es más pausada, pero en «La sanadora del emperador» impera más la acción. Este cambio de ritmo también me encantó y demostró que quien hace algo así es alguien que sabe escribir muy bien: Luisa Ferro. La autora no solo domina el lenguaje, también los tiempos y el ritmo de la narración haciendo que el lector se enganche a la historia, o quizás sería mejor decir historias, porque varios personajes nos muestran aquí sus antecedentes y pasado.

El exotismo propio del escenario y la época, en esta segunda novela también está presente. Una delicia.

Por otra parte, la labor de documentación de la autora es de aplausos y hasta de reverencias. El rigor y el detalle caracterizan la forma de trabajar de Luisa Ferro y en estas novelas lo demuestra: Historia, farmacopea, costumbres sociales, ritos de todo tipo y muchos temas más los aborda con seriedad y profesionalidad, pero sin aburrir con datos innecesarios. Da información sin pasarse; así es como se debe escribir novela histórica y esa es la novela histórica que a mí me gusta, porque aprendo y también me divierto.

Una bilogía para leer y para releer. Es de esas historias que sabes que volverás a ellas releyendo y que yo, cuando me ocurre esto, suelo hacer adquiriendo el libro en papel, algo que en este caso no podrá ser porque solo está disponible en versión digital, una pena. En fin, nada es perfecto.

Este verano aún no me he ido de vacaciones, pero en realidad leyendo esta bilogía sí que lo he hecho. He viajado a la China imperial, he visitado lugares exóticos y he conocido personajes de lo más interesantes, además he tenido también acción porque había un ejército de invasores pisándonos los talones. Una gozada de viaje.

 



11 de julio de 2022

Sana, sana, colita de rana (Segunda Parte)


 Pater noster, qui es in caelis, sanctificetur Nomen Tuum. Adveniat regnum tuum, fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra.

Mientras Álvar posaba las manos sobre la cabeza del indígena que yacía en un catre, el resto de los habitantes del pequeño poblado guardaba un silencio reverencial tan solo roto por la voz del barbudo curandero rezando en latín.

Tras terminar la oración, Álvar se incorporó y se dirigió a la compañera del enfermo.

Hierbe en agua las hojas de esta planta dos veces al día y dale de beber la infusión, verás cómo irá mejorando. Yo vendré a rezar mañana. No temas, mujer.

Gracias, sanador, desde que estás aquí el ritmo del corazón se ha apaciguado. Que los dioses te acompañen siempre respondió ella bajando la cabeza y besando las manos de Álvar.

—Son la Virgen y Nuestro Señor quienes lo consiguen replicó él haciendo la señal de la cruz sobre la indígena—. Yo solo soy su humilde instrumento.

Tras dejar a la mujer al cuidado del enfermo, el jefe de la tribu se acercó a Álvar.

—No sé qué mal hemos hecho, pero hay varios enfermos en el poblado. Gracias por recalar en nuestro pobre hogar para sanarnos. Pídeme lo que quieras y te lo daré si está en mi poder.

—Un mapa cristiano no estaría mal como pago —respondió en español Estebanico que, junto a Alonso y Andrés, había asistido a la escena final.

—Calla de una vez —le reconvino también en español Álvar—. Gracias a las atenciones de esta buena gente estamos vivos, no seas quejica. Acércate a la choza de la izquierda y rézales una avemaría, luego iré yo y prepararé una tisana para la tos de la anciana que desde aquí la oigo toser.

—Sabes que los rezos no hacen nada, ¿verdad? —intervino Alonso—. Si no fuera por tus conocimientos de las plantas que por aquí crecen, esta gente estaba más que muerta de sus achaques.

—Claro que lo sé, Alonsillo. Pero debemos hacernos valer; que crean que nuestros rezos tienen poderes curativos nos procura una calidad especial sobre los demás curanderos. Parece mentira que después de tantos años no te hayas dado cuenta. Jefe Nitchuá, no te preocupes por nosotros —se dirigió al indígena volviendo a la lengua náhualt[1]—, con que nos proporciones un lugar tranquilo para reponer fuerzas es suficiente.

—Y algo de oro —replicó Estebanico otra vez en español.

Tras acomodarse en una de las mejores chozas que la tribu tenía, los cuatro expedicionarios comieron fruta que los nativos les habían servido en unos cuencos.

—Está buena esta… cosa —dijo Andrés mientras daba cuenta de un fruto oleaginoso con un gran hueso en su interior.

—Se llama ahuacatl[2] —respondió Alonso—. Sí que está bueno, sí. Deberíamos cultivarlo.

—¿Antes o después de irnos de aquí? —rezongó malhumorado Estebanico—. Lo que deberíamos es pensar en regresar con los nuestros. Ya estoy harto de vivir entre salvajes.

—Pues yo no echo en falta nada —contestó Alonso—. Desde que este —señaló a Álvar— curó de esa herida tan fea a aquel guerrero pima [3]nos reciben a cuerpo de rey por donde vamos: tenemos comida, alojamiento, mujeres… y todo por rezar en latín, igual que si fuéramos curas.

Las sonoras carcajadas de Alonso sacaron de su ensoñación a Álvar que estaba rememorando el momento al que aludía su compañero. La punta de flecha que tenía clavada aquel pima estaba alojada muy cerca del corazón, extraerla sin matar al herido casi fue un milagro, puede que los rezos algo tuvieran que ver porque ni él mismo creía que su pericia fuera tan buena. La noticia corrió como la pólvora y su fama de curandero era conocida en miles de millas a la redonda.

 Antes de aquello, tuvieron que vivir momentos muy duros. El río por el que ascendieron resultó ser un lugar peligroso lleno de corrientes profundas y fuertes, con remolinos que succionaban todo lo que se ponía a su alcance. Realmente era un río muy bravo. Afortunadamente consiguieron escapar de una muerte segura cuando se desviaron en uno de sus afluentes, los nativos lo llamaban Sinaloa, donde la corriente era menor, aunque tampoco nada desdeñable.

 Ocho años llevaban recorriendo aquel vasto territorio que no tenía fin. Álvar nunca pudo imaginar que vería lugares y gentes tan asombrosos: indígenas ataviados de las formas más llamativas que uno pudiera pensar, con costumbres y ritos variopintos que él iba anotando en un cuaderno de viaje[4]; praderas infinitas donde los pastos llegaban hasta donde la vista alcanzaba, sin una sola montaña alrededor, y donde pacían unos animales imponentes y majestuosos parecidos a los toros, pero con una joroba en el lomo[5].

Realmente Álvar había descubierto muchos pueblos y lugares, su afán de conocer había sido más que saciado, pero añoraba su tierra, estar rodeado de gente afín, no solo de Alonso, Andrés y Estebanico. Sí, ya era hora de pensar en volver.

—Puede que tengas razón, Estebanico. Es hora de regresar a casa.

—Pero, hasta ahora no hemos encontrado una ruta que nos lleve a Nueva España, y mira que lo hemos intentado —replicó Alonso al que la idea de volver no le hacía demasiada gracia porque su mirada azul y su largo pelo rubio hacían estragos entre las nativas que le dedicaban mejores y más intensos favores que al resto de sus compañeros.

—Tendremos que prestar más atención a lo que nos dicen los pobladores de esta zona. ¿Os habéis fijado que hace unas semanas, en aquel poblado a la orilla del río Sinaloa, sus gentes no se extrañaron al vernos? Normalmente se asustan cuando ven nuestras barbas y los ojos claros de Alonso, pero allí no. Eso demuestra que han visto a alguien parecido a nosotros. Deberíamos tirar por ahí.

—Eso en realidad no demuestra nada —insistió Alonso mientras daba una calada a su pipa.

—A ti lo que te pasa es que te has aficionado a fumar, el humo no te deja pensar con claridad. Esa planta no puede ser buena —dijo Estebanico al que las objeciones de Alonso ya le estaban empezando a fastidiar.

—¿Esto? —respondió el aludido señalando su pipa—. Esto no es malo. Al contrario, esto quita todos los males —aspiró el humo cerrando los ojos.

—No lo parece cuando toses por las mañanas —recalcó Andrés al que, al igual que a Estebanico, le parecía que Alonso estaba demasiado pendiente de su pipa, de hecho, cuando se le terminaba el tabaco se ponía de muy mal humor.

—Descansemos esta noche y mañana emprendemos camino al poblado del río —zanjó la discusión Álvar.

Al día siguiente y después de rezar el avemaría prometido al nativo con problemas cardiacos y tras asegurarse que las tisanas de moyotli[6] le estaban haciendo efecto, se despidieron del jefe Nitchuá y embarcaron río arriba.

Cerca del poblado al que había hecho referencia Álvar, encontraron un indígena que llevaba puesto un morrión.

—¡Por las barbas de mi abuelo! —dijo Estebanico saltando de alegría—. ¿Dónde has conseguido eso? —añadió en náhualt.

El indio les indicó un lugar cercano, al otro lado del río. Según sus explicaciones por ahí estaban acampados más barbudos como ellos.

—No nos hagamos ilusiones, lo mismo son más almas perdidas como nosotros… —añadió sin mucha convicción Alonso que ya empezaba a añorar la buena vida que tenía y que, probablemente, no mantendría cuando estuviera rodeado de compatriotas.

En el lugar que el nativo les indicó encontraron un campamento de expedicionarios españoles procedentes del asentamiento de Culiacán[7]. Tras ser recibidos como los náufragos perdidos que eran, y con el asombro debido por tantos años de vagar por tierras desconocidas, los cuatro compañeros se volvieron a vestir con las ropas que ya les parecía pertenecían a otra vida.

El capitán de la expedición acogió en su tienda a Núñez Cabeza de Vaca.

—Vive Dios que vuestra odisea es digna de ser registrada en los libros de historia.

—Bien creí que nunca nadie sabría de mis vivencias pues más de una vez pensé que entregaría mi alma rodeado de extraños y sin dar fe de lo vivido a alguien que pudiera contarlo a mis iguales —respondió Álvar saboreando la copa de vino tinto que el capitán le había ofrecido.

—Seguro que el rey, nuestro señor, os dará prebendas y buenos dineros para que descanséis en vuestro Jerez natal, porque ya se os habrán quitado las ganas de explorar —rio el capitán brindando con su invitado.

—No sé si daros la razón, señor. La verdad es que vi tan grandes cosas y tan singulares que… puede que mi Jerez natal me resulte demasiado pequeño. Ahora que ya he visitado el norte tengo curiosidad por saber qué hay al sur.

—¿Estáis seguro de querer seguir pasando penalidades? Hay muchos peligros en estas tierras dejadas de la mano de Dios.

—Bueno, si vienen mal dadas… siempre puedo dedicarme a ser curandero. Y a rezar.


FIN



Recorrido de Núñez Cabeza de Vaca en su primer viaje a América.

 


NOTA: Álvar Núñez Cabeza de Vaca regresó a España y fue nombrado adelantado. Tres años después se volvió a América; su segundo viaje le llevó al sur del continente.

 

 




[1] Lengua del noroeste de México.

[2] Aguacate en náhualt.

[3] Grupo indígena de Sonora (México).

[4] Álvar Núñez Cabeza de Vaca recogió las primeras observaciones etnográficas sobre las poblaciones indígenas del golfo de México, escribiendo una narración titulada Naufragios, considerada la primera narración histórica sobre los territorios que hoy corresponden a Estados Unidos.

[5] Bisontes o búfalos americanos.

[6] Planta con propiedades cardiotónicas.

[7] Noroeste de México.

Hada verde:Cursores
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