No me gusta
conducir. Lo confieso abiertamente. No me da miedo el volante, no me importa
desplazarme por carreteras secundarias llenas de curvas ni circular por autovías
a buena velocidad; pero no disfruto conduciendo. Si encima hay atasco, mi
aversión se vuelve enfado y sufro hasta transformaciones fisiológicas muy
parecidas a las que tenía el doctor Jekyll cuando se convertía en míster Hyde.
Si al engorro de dirigir un coche y al fastidio de estar en un atasco se añade la
posibilidad de que me pueda perder porque no atino con el camino correcto,
entonces mi transformación deja a míster Hyde en una hermanita de la caridad.
Este nuevo
curso empecé a impartir clases en una universidad distinta a la que acostumbraba
―a la que acudía en metro, como una reinona―. Ahora, mi nuevo lugar de trabajo
se encuentra en un sitio que es idílico para estudiar ―al lado de la Sierra de
Guadarrama, rodeado de naturaleza, aire limpio y tranquilidad ― pero que es un
incordio para llegar hasta allí pues mi domicilio está a cincuenta kilómetros
de distancia y el transporte público que me podría acercar es bastante malo,
tirando a desastre. Total, que tengo que utilizar el coche.
Como el itinerario
es algo complicado ―tengo que cambiar de carretera varias veces― encima necesito usar el GPS para asegurarme de que llego a la universidad y no me voy derechita
a Segovia que anda por las cercanías del campus.
Nunca me he
llevado bien con mi GPS, ya lo conté en una ocasión con detalle (
El GPS y yo) y por
eso procuro no relacionarme con él con frecuencia, pero ahora no tengo más
remedio que utilizarlo casi todos los días y esa convivencia me ha hecho
reflexionar sobre nuestra relación y me hace dudar, porque no sé si me aprecia
cuando me avisa de que hay un atasco y me ofrece otra vía alternativa, o me
tiene una manía horrible cuando me mete por sitios imposibles y de difícil
acceso.
¿Me quiere? ¿No
me quiere?
Supongo que ÉL
―aunque la voz que me habla es la de una mujer, yo lo considero masculino
porque esta relación amor/odio entre nosotros no la concibo con alguien de mi
mismo sexo― pretende asegurarse de que llegue sana y salva a mi destino, sin
incidencias ni problemas. Es decir, quiere hacerme el viaje más llevadero y “fácil”.
Pero, viendo la manera que tiene de mostrarme su “amor” yo tengo mis dudas.
¿Me quiere? ¿No
me quiere?
Algunas expresiones
que me dice no tienen ningún sentido y más que ayudar, despistan. Por ejemplo,
cuando me dice «Mantente a la izquierda para seguir por la derecha». Vamos a
ver, ¿en qué quedamos, izquierda o derecha? Porque si voy por la izquierda, no
entiendo lo de seguir por la derecha. ¿Es que hay una izquierda menos izquierda
y que, por tanto, es como la derecha? ―que conste que no estoy hablando de
política, sino de rutas de carreteras―. Cuando me dice esa frase siempre me
repito lo mismo: «Uno de los dos (el GPS o yo) deberíamos volver a ver el
capítulo de Barrio Sésamo en el que se explica dónde está la derecha y dónde la
izquierda».
Otro punto en
el que “ÉL” y yo solemos discrepar es sobre los distintos conceptos que tenemos
de algunos términos, como ‘vía rápida’ o ‘vía cómoda’. No sé qué entiende “ÉL”
por vía rápida y/o cómoda, pero desde luego no es lo mismo para mí. Hace unos
meses me fui con mi familia al pueblo de mi padre, en la provincia de Burgos. El
lugar se encuentra a unos veinte kilómetros de la capital burgalesa y para
llegar hasta allí, viniendo desde Madrid, hay que atravesar el centro de la
ciudad. Es un recorrido que he hecho muchas veces, pero aquel día mi queridísimo esposo quiso ahorrar tiempo y semáforos y se le ocurrió “consultar” con el GPS. Este,
todo educado, nos preguntó previamente si preferíamos una vía cómoda o rápida.
Ahí yo me mosqueé, de hecho, sugerí ir por donde siempre y dejarnos de moñadas,
pero mi querido maridito decidió que no, que “probáramos” nuevas rutas y eligió
“la más cómoda”.
Bien, decidimos
hacerle caso al GPS y, en vista del itinerario que nos hizo, resulta que, para ÉL,
es mucho más cómodo pasar por pueblos donde las casas dejan el ancho de la
carretera justito para que pase un coche no demasiado grande (y metiendo los
espejos retrovisores para dentro), que circular por un trayecto con unas pocas
curvas ―nos evitó un pequeño puerto con cuatro curvas mal contadas y sin
demasiada dificultad, a cambio de atravesar aldeas donde las casas invadían,
literalmente, la calzada―. En aquella ocasión ÉL nos llevó por sitios que ni mi
padre, ni una prima que viajaba con nosotros y que se crio en la zona, habían
visto en su vida, algo que ellos celebraron enormemente por el placer de descubrir
parajes desconocidos de su tierra natal mientras yo juraba alternativamente en arameo y en latín
por lo bajini.
En este rollo insano que me traigo con mi GPS,
hay situaciones en las que sencillamente estoy convencida de que me toma el
pelo. ÉL, por el tono de voz tan amable, hace como que me avisa porque me
estima y quiere cuidarme, pero ya os digo yo que se cachondea de mí. Porque a
ver qué sentido tiene que en un atasco de tomo y lomo con el coche circulando a
10 km/hora, me salte una alarma para avisarme de que hay un radar de control de
velocidad en las cercanías. Encima del embotellamiento, pitorreo. Demasiado.
Antes comenté
que algunas alocuciones llevan al despiste, pero otras llevan al espanto.
A veces le consulto
antes de empezar la ruta, la situación del tráfico, y ÉL, todo solícito me
sugiere alternativas si en mi itinerario habitual hay algún percance, como un
accidente y cosas así. Un día de lluvia ―algo que en Madrid siempre es sinónimo
de atasco multiplicado por diez ― y cuando me disponía a salir de clase, le pregunté
cómo estaba el tema. ÉL me dijo: «Parece que el tráfico por tu ruta
habitual está algo más complicado de lo normal», lo que traducido viene a decir
«Te vas a cagar, morena, hoy llegas a las mil y monas a tu casa» porque, eso sí, ÉL es
muy educado y no quiere alarmar por lo que recurre a eufemismos que a mí no me
engañan.
Resignada
arranqué el coche bajo un aguacero de mil demonios y me dispuse a soportar
estoicamente el súper atasco que se me venía encima. Normalmente, con tráfico
fluido mi recorrido es de 45 minutos, pero ya sabía que aquel día iba a tardar mucho
más. Para no deprimirme demasiado, no quise mirar la hora estimada de llegada a
mi domicilio. Sin embargo, como soy algo masoquista, al final miré de reojo el
tiempo aproximado de duración del viaje y fue cuando vi que ponía ¡7 horas y
media!
Lo primero que
pensé es que, en lugar de poner la dirección de mi casa, le había puesto la de
algún sitio de Francia, o de Italia, pero tras revisar el destino introducido,
comprobé que la dirección estaba correcta. ¿7 horas y media para recorrer 50
kilómetros? Casi me da un ataque, y juro que pensé dar media vuelta y pedir
asilo en la residencia de estudiantes de la universidad para que me acogieran y
poder pernoctar allí. Bajo la lluvia y con los cinco sentidos
centrados en la carretera porque no se veía un carajo del agua que caía, no
dejaba de darle vueltas al asunto, hasta que llegué al primer punto caliente (o
sea, donde todos los coches estábamos completamente parados) y pude manipular bien la
aplicación para averiguar que ÉL, en un alarde de crueldad infinita, había
elegido una ruta para ¡ir andando! en lugar de ir en coche. ¡Será capullo! ¡Qué
susto!
Como ya
reconocí en su día cuando me quejé de ÉL, sé que me ha sacado de apuros más de
una vez, pero otras lo que ha conseguido es sacarme de quicio. Es un amor
difícil el que nos traemos. Pero para que no se me enfade, y para que vea que
yo pongo de mi parte, termino esta publicación dedicándole unos versos de Machado:
Ni contigo ni
sin ti tienen mis males remedio