Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

14 de junio de 2019

CERRADO POR REFORMAS

Hace más de seis años inicié una aventura que me supondría un vuelco en mi ocio. Hace más de seis años me impliqué en una actividad que me supuso una de las mayores satisfacciones en muchos sentidos. Hace más de seis años abrí este blog: Leer, el remedio del alma.
El 26 de abril de 2013 publiqué mi primera entrada, se trataba de la reseña de un libro muy especial, La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero. Aquella primera reseña, muy, muy corta, apenas un párrafo, fue mi primera incursión en el mundo bloguero. Y ese fue el principio de una actividad que me reportaría muchas alegrías.
Nunca hubiera podido imaginar aquel 26 de abril de hace seis años que con esa tímida reseña iniciaría una andadura que me llevaría a tener multitud de sensaciones.
Son muchas las alegrías que he recibido. Al placer de escribir, de contar las impresiones de una lectura se añadió el compartir esas sensaciones con otros lectores —aunque esto tardó algo en llegar—. Recuerdo con una sonrisa que las primeras entradas no conseguían ningún comentario, tuve la sensación durante varios meses de que nadie me leía, aunque yo escribía con ilusión, y al menos sí podía disfrutar del placer de escribir.
Poco a poco se fueron incorporando comentaristas, generalmente otros blogueros, que me dejaban su opinión sobre un libro o sobre una lectura. Ese círculo se fue haciendo más grande hasta conformar una familia muy particular. La que tengo con vosotros, los más fieles seguidores.
También se amplió el círculo de mis actividades en el blog y nuevas secciones aparecieron en él. Empecé a escribir no solo reseñas, también opiniones particulares sobre algún tema de actualidad (Las cosas de Kirke). Más tarde añadiría otras secciones sobre poesía y sus poetas (Poemas y Cantares), sobre científicos (Demencia, la madre de la Ciencia) y sobre viajes (Do you speak English?). En aquella sección de viajes, además desarrollé un género con el que me siento muy bien, el humor. La redacción de mi tesis también dio lugar a otra sección (Doctoranda al borde de un ataque de nervios) y hasta llegué a experimentar lo bien que se siente uno al trabajar en equipo cuando el colaborador es una excelente persona y una buena compañera, eso es lo que me pasó con Chelo (Alalimón).
Pero el remate llegó cuando me animé a escribir relatos. Sonrío al recordar el primero (La puerta abierta), fue una propuesta de otra bloguera que nos mostraba cuadros y nos invitaba a escribir una historia sobre ellos. Luego seguí otras propuestas porque había sido inoculada con el virus de la escritura de ficción. El Edén de los Novelistas Brutos, Edupsique, El Tintero de Oro, son algunos de los espacios que se encargaron de extender la infección y me animaron a participar en sus eventos. Me presenté a varios concursos (no muchos) y hasta me llevé algún premio y todo.
Con tanta sección nueva y tanta variación, el blog dio muestras de ser un ente vivo, que cambiaba según yo misma iba cambiando. Esta evolución se ha mostrado con cambios tenues, graduales. Después de más de quinientas publicaciones, seis años, un mes y veinte días, ha llegado el momento de que el cambio sea más drástico.
Este blog que tanto quiero ha sido el causante de que mis actividades literarias trasciendan los muros de su espacio y vuelen más lejos. Dos proyectos sumamente tentadores me han surgido gracias al escaparate que supuso el blog.
Uno de ellos surgió como consecuencia de mi manera tan peculiar de contar la ciencia, desde estamentos universitarios, y conociendo esa forma mía de escribir temas científicos, me han ofrecido participar en un libro de texto ciertamente original y rompedor, algo que me ha seducido inmediatamente —me pirra lo diferente, lo que se sale de la norma—.
El otro proyecto también tiene que ver con la escritura aunque es más personal. Una vez más el blog es el responsable y al mismo tiempo la causa de que me desligue de él. En el blog, y con vuestro incondicional apoyo, he ido adentrándome en el género de los relatos. He disfrutado muchísimo pero siento que me he estancado, que he quemado una etapa y que ya es hora de dar un paso más, uno más ambicioso. El cambio, que a mí me parece signo inequívoco de evolución, ha llamado a mi puerta y he decidido seguir su llamada. Voy a adentrarme en escribir historias más largas, unas historias con más trayectoria donde pueda profundizar en los personajes. Historias que dada su longitud no tienen cabida ya en el blog.
Este cambio en la deriva de mis intereses literarios hace que el destino de Leer, el remedio del alma sea incierto. Creo que es momento de parar y reflexionar qué quiero hacer. Tengo presente que el blog necesita una reforma profunda, nada de darle una mano de pintura. La reforma afectará a las cañerías y a la instalación eléctrica, cuando entren los albañiles tirarán paredes haciendo que algunas estancias desaparezcan para que otras tengan más espacio y así lucir más.
La verdad es que aún no tengo muy claro cómo voy a rediseñar el blog. Sobre la mesa hay varios planos, tengo que estudiarlos detenidamente y pensarlo bien.
De momento, y para poder elegir adecuadamente voy a tomarme un largo respiro aprovechando que el verano ya está aquí. Este periodo estival lo dedicaré a descansar, a airearme y a viajar. Pero no estaré ociosa, pues tengo pensado implicarme con ahínco en esos nuevos proyectos que me alejarán del blog y que, supongo, también me ayudarán a dilucidar el futuro de Leer, el remedio del alma.
Cuando el otoño llegue os mostraré el resultado de tanta cavilación y cómo la reforma ha afectado al blog.
Sé que os echaré mucho de menos, pero he decidido abandonar la seguridad de una senda cómoda y transitada para adentrarme en un bosque cuyos frondosos árboles me despiertan temor pero que me atraen también porque estoy segura que en esos parajes desconocidos se esconden maravillosos tesoros.
Un abrazo enorme a todos los que me visitáis asiduamente y dejáis elaborados mensajes aportando vuestras impresiones siempre enriquecedoras. Nos volveremos a ver en otoño.

No hay evolución sin cambio





10 de junio de 2019

El coste de la ignorancia


Dicen que las buenas historias bien contadas remueven la conciencia. Es verdad. Yo lo he comprobado hace unos días cuando me contaron una historia que ya conocía de antemano pero que no me la habían contado bien hasta ese momento. La historia en cuestión es el desastre de Chernóbil, y quien me la contó (bien) es la serie de televisión Chernobyl.
Muchos jóvenes parece ser que se han enterado de aquel “accidente” por esta serie televisiva que es trending topic en redes sociales. Mi hija, por ejemplo, se animó a verla por esa difusión social (y porque tanto su padre como yo se la recomendamos) aunque ella ya sabía más o menos lo que había pasado en aquel lugar (más menos que más).
Yo también creía que sabía más o menos lo que había pasado y eso que lo viví pero viendo lo que se cuenta en la serie, resulta que no me había enterado de casi nada. Si no me enteré fue porque hubo cierto oscurantismo (por no decir encubrimiento) a la hora de dar la información, y también porque no quería saber, porque preferí esconder la cabeza como los avestruces cuando se acerca el peligro, porque preferí cerrar los ojos como hacen los niños cuando ven algo que les da miedo en la (absurda) creencia de que aquello que no se ve, no existe. En fin, que seguí el refrán ancestral de «Ojos que no ven, corazón que no siente».
Pero antes de profundizar en esta reflexión empezaré a contar cómo me enteré del “accidente”.
Corría el año 1986, yo era una tierna veinteañera universitaria. De hecho, el día que apareció la noticia en los periódicos yo me encaminaba a mi facultad. Cuando iba en el tren que me llevaba al campus, un hombre sentado enfrente de mí estaba leyendo su periódico. Por aquel entonces sentarme cerca de alguien que llevara prensa era una técnica que solía emplear yo para enterarme de las noticias aprovechando esos momentos de cercanía en el transporte público que me permitían leer “de gorra” (en los años ochenta yo era una tierna veinteañera universitaria y pobre).
Aquel día ese hombre llevaba el periódico desplegado completamente por lo que la portada se mostraba con claridad. Recuerdo qué periódico era, El Mundo, aunque no recuerdo el titular exacto, pero era algo relativamente suave como «Accidente en la central nuclear de Chernóbil». Lo que sí recuerdo con nitidez fueron las dos ideas que acudieron a mi mente y que me impactaron como fogonazos. Una fue «accidente-nuclear» que me provocó un regusto amargo de bilis en la garganta, la otra idea fue «¿Chernóbil? ¿eso dónde está?»
Me incorporé, sin cortarme ni un pelo, para acercarme más al papel, ver la letra pequeña del artículo y así saber dónde estaba exactamente esa central nuclear que había tenido un “accidente”. Entonces comprobé que se hallaba en Ucrania, en la URSS. Y ahí me relajé, porque la Unión Soviética estaba a tomar viento de España y ese “accidente” me pillaba lejos. ¡Qué tonta fui! En mi ignorancia no supe ver que para las partículas radioactivas no existen las distancias, al menos como las concebimos los mortales ignorantes.
Con la inconsciencia que dan los veinte años y la estúpida tranquilidad que sobreviene a quienes queremos sentirnos seguros a toda costa, me olvidé del asunto y a otra cosa mariposa. Las noticias que se fueron dando los días sucesivos vinieron a afianzar mi creencia de que el “accidente” no era tan grave y además, la Rusia comunista estaba muy, pero que muy lejos. Algunas voces dieron la alarma pero la mayoría de los mandamases europeos enseguida las acallaron por agoreros y porque quienes así protestaban eran ecologistas desaforados y antinucleares, lo que era sinónimo de melenudos barbudos (estábamos en los locos años ochenta) y tocapelotas.
En aquellos años ochenta había un movimiento significativo en contra de la energía nuclear. Yo misma me apunté a manifestaciones de Greenpeace en contra de ese tipo de energía, pero desde aquí confieso que lo hice más por pura pose moderna y rebelde que por una seria convicción pues de los efectos negativos de la radioactividad sabía más bien poco. Mis conocimientos al respecto se reducían a saber que Marie Curie murió de cáncer por ese tipo de radiación (pero es que esta mujer llevaba tubos con polonio radiactivo guardados en los bolsillos y así no hay manera) o que las radiografías no se debían hacer a tontas y a locas donde en embarazadas además podían producir malformaciones en los fetos. Y ahí se centraba lo que sabía. Sobre centrales nucleares, sistemas de seguridad y potencia en megavatios mi ignorancia era mayúscula.
Y es que la ignorancia es el peor compañero que uno puede tener para afrontar la realidad, y el mejor aliado que los gobiernos pueden tener para manipular a la población. La falta de información por parte de las autoridades soviéticas, que no querían poner de manifiesto su ineptitud para manejar una catástrofe mayúscula, contribuyó a que esa ignorancia imperara y, lo que es peor, que mucha población se expusiera más tiempo del necesario a una radiación que les costó la salud y, en la mayoría de los casos, la vida.
Ignorar el problema, restar importancia a lo ocurrido fue la guinda de un pastel que se convirtió en un veneno con consecuencias catastróficas. Mientras, una Europa confiada era testigo y víctima del mayor desastre medioambiental de la Historia y que afectó a la salud de millones de personas.
No entraré en detalles de por qué estalló el núcleo de un reactor nuclear en la “lejana” URSS. El que tenga curiosidad que vea la serie pues ahí se explica muy bien cómo funcionan algunos reactores nucleares y los riesgos que se pueden dar según qué condiciones. Sin destripar nada para quienes no saben o no han visto la serie, solo añadiré que el motivo fundamental de aquel “accidente” fue el COSTE. Siempre se ha considerado a este tipo de energía como barata y cuando se trata de ahorrar dinero los gobiernos se centran en ese aspecto y se olvidan de todo lo demás. «Poderoso caballero es don dinero».
Pero el coste de algunas cosas es relativo, lo que se ahorra por un lado se gasta por el otro. Nuestro refranero tiene una sentencia que vaticina lo que en aquel remoto lugar de la URSS ocurrió en 1986: «Al final, lo barato sale caro».
Porque hay otro tipo de costes, los que no se miden con cantidades monetarias tradicionales, sino con otras monedas de mucho más valor que las de curso legal. El coste de una energía barata escondió el coste de una energía peligrosa. ¿Cuánto cuesta una vida humana? ¿Cuánto cuesta el sufrimiento de un enfermo? ¿Cuánto costó la ignorancia de la población? Mucho, tanto que no se puede ni cuantificar. Y la energía barata resultó ser muy cara. Y ese coste lo acabamos pagando todos.
Tras ver la serie mi conciencia se removió, pero también mi curiosidad y me puse a ver documentales al respecto —algo que debería haber hecho hace años, pero «Más vale tarde que nunca»—. Ahí averigüé cómo la nube radioactiva sobrevoló casi toda Europa —España se salvó por los pelos aunque a mí me quedaron dudas— y cómo algunos países siguieron negando la mayor —Francia nunca reconoció que su límpido cielo galo estuvo oscurecido por partículas de cesio, polonio y un largo etcétera de isótopos radioactivos—. Una vez más, ignorar, mirar para otro lado, fue la manera de afrontar un problema que nadie sabía resolver.
Sin embargo, había muchas señales alrededor. El cáncer de tiroides y los casos de leucemia aumentaron alarmantemente en muchos países, especialmente los escandinavos. Las malformaciones congénitas eran elevadísimas al otro lado del telón de acero. El número de abortos espontáneos se elevó a cotas insospechadas y los varones soviéticos estériles se multiplicaron sin necesidad de vasectomías. El “accidente” estaba dando sus frutos, y el coste se estaba mostrando mucho más elevado de lo esperado.
En un plano más personal yo también tuve mi epifanía particular. Un par de años después del “accidente”, una amiga mía se puso a trabajar en la extinta Junta de Energía Nuclear (ahora se llama Consejo de Seguridad Nuclear). Mi amiga, recién licenciada en Ciencias Químicas, había sido reclutada junto a un mogollón de nuevos químicos pues en la junta estaban desbordados y tenían que cubrir bastantes plazas. Su labor consistía en analizar y medir la radiación en muestras de alimentos procedentes de diversos lugares europeos y que se comercializarían en España. Sujeta a un secreto profesional que le hicieron firmar, no podía dar información detallada sobre sus investigaciones, pero en un aparte y por lo bajini, me avisó que no consumiera cierta marca de puré de patatas pues estaba elaborado con patatas polacas que rozaban el máximo permitido de radiación. Le pregunté por qué una marca española utilizaba patatas polacas cuando en nuestro querido país, hortícola por excelencia, había patatas a cascoporro. Por una razón muy simple, fue su respuesta, las patatas polacas (radioactivas) son más baratas. Otra vez el coste.
Nunca he consumido puré precocinado, siempre que lo he comido ha sido el que mi madre hacía a mano, por el método tradicional de cocer las patatas y luego triturarlas, pero desde entonces detesto ese plato. Cosas de la aprensión y del impacto negativo de las malas noticias.
Dicen que como consecuencia de este “accidente” la URSS cavó su propia tumba y como consecuencia tres años después se disolvió con la caída del muro de Berlín. No soy politóloga y no puedo opinar, pero si eso es cierto, daremos razón a otros refranes nuestros populares, «No hay mal que por bien no venga» o «El que no se consuela es porque no quiere». No obstante, de ser así, tirar ese muro fue extremadamente costoso.
Más de treinta años después aún seguimos pagando el coste, aunque los que deberían pagar realmente las consecuencias de sus actos han pagado más bien poco. A esos sí que les salió barato su mala profesionalidad y su ignorancia.
La factura aún está pendiente, hay muchos recibos por pagar y los iremos liquidando durante cientos de años, es una deuda que nuestros descendientes tendrán que asumir en una herencia envenenada. El coste de nuestra ignorancia tiene unos intereses muy altos. Esperemos que no caigamos en quiebra.
Por cierto, si entrecomillo la palabra “accidente” es porque me parece un término completamente inadecuado, ya que aquello que pasó en la remota URSS no fue tal, fue un acto deliberado y provocado por la soberbia que da la ignorancia de un puñado de estúpidos que no tenían ni idea de lo que estaban haciendo. Ese “accidente” fue el coste de la ignorancia.







6 de junio de 2019

"Absurdamente" (Antología del absurdo III)-Pedro Fabelo


Este es el tercer volumen de un antología del absurdo que cierra (espero que solo por el momento) una serie donde el ABSURDO es el protagonista por excelencia de los relatos que en ella se encuentran.
De nuevo las risas están aseguradas, de nuevo el absurdo impera por doquier y de nuevo la denuncia soterrada (a veces no tan soterrada) se encuentra en las historias que Pedro Fabelo nos cuenta. Cabría pensar que si vuelven el absurdo, el humor y la denuncia, nuevo, lo que se dice nuevo, el tema no lo es. Puede, pero cuando un libro te hace reír y pensar y divertirte, no importa insistir por triplicado como es el caso de esta trilogía.
Una vez más, los temas son muy variados y las situaciones absurdas se dan en diferentes lugares y épocas, demostrando así que el absurdo es atemporal y universal. En este tercer volumen viajamos a Estocolmo para visitar a un abuelo muy sabio (El consejo), o a Alemania a conocer los entresijos de la gala de premios “Goethe ist die hostien” (El premio). También vamos al futuro, al año 2070 (El futuro en la medicina), o al pasado, al año 398 a conocer a Atila cuando es un niño y su madre le cuida (Atilita, el huno).
Una vez más, la retranca que se gasta el autor es de traca e hila muy fino con alguna de sus ironías. Un ruiseñor llamado Atticus Finch, un descendiente de Drácula contagiado de SIDA,  un practicante del deporte del ajedrez con el colesterol elevado o una vidente llamada Cristal de Bohemia porque su nombre de pila es Cristal y nació en Bohemia. Delirante.
Una vez más, la denuncia implícita en casi todos los relatos es de una ironía exquisita. Fabelo nos hacer reír, sí, pero también nos deja cierto regustillo amargo porque en el fondo alguna de las cosas son para pararse y reflexionar de verdad.
Como un aditamento más en este tercer volumen sobre el absurdo, Pedro se nos presenta como una persona agradecida y lo demuestra y muestra dando las gracias a quienes son parte indispensable en esto de escribir: los lectores.
Este tercer volumen me ha hecho reír de nuevo (sí, de nuevo aunque ya sea habitual con este autor) y me ha hecho disfrutar con las historias disparatadas que tan bien cuenta Pedro Fabelo (las cuenta bien porque escribe muy bien, esto tampoco es nuevo). Pero sobre todo esta trilogía me ha permitido conocer a un excelente escritor y, lo que es más importante, a una excelente persona. A través de varios correos electrónicos he compartido impresiones varias con Pedro, al principio con temas relacionados con su obra, donde me enteré cómo se lo ha currado a base de bien pues al autopublicarse ha tenido que maquetar los libros y hasta diseñar las portadas con sus propios dibujos. Poco a poco empezamos a charlar de otras cosas, de nuestros respectivos blogs, de las rarezas de la RAE o de las redes sociales. En fin, charlamos virtualmente de lo terrenal y de lo celestial, y siempre he sentido a un ser muy humano y cercano. Esto ha sido lo mejor de la trilogía.
Y como una muestra más de lo buena gente que es, Pedro me ha mandado vía email unas dedicatorias manuscritas y personalizadas. Un detallazo.


Pero volviendo al libro que nos ocupa, tan solo reseñar que el final vuelve a ser muy personal, el autor nos muestra un poquito de sí mismo a través de una supuesta entrevista que le hacen, ahí nos expone detalles de su forma de ser como que tiene una voz interior sumamente divertida que le inspira y que al conocerla uno se explica perfectamente el porqué del humor tan bueno que se gasta Fabelo.
El libro y la trilogía terminan así, con esa entrevista. Pero yo quiero terminar la reseña con un párrafo que se encuentra en uno de los relatos, El consejo, porque creo que lo que ahí se cuenta refleja muy bien el espíritu de esta colección de libros. Las palabras que a continuación aparecen son toda una declaración de intenciones por parte del autor y el mejor broche para terminar una antología entrañable y divertida.

La vida, en esencia, es lo suficientemente estúpida en sí misma como para no tomársela demasiado en serio. Reíd mientras podáis. Todos los días de vuestra vida. Reíros de todo. Incluso de vuestras desgracias. Especialmente de vuestras desgracias.  Cuando la muerte os visite, reíros de ella en su cara. Que sepa que no la teméis, aunque por dentro os estéis cagando de miedo.
Mienten quienes dicen que la verdad os hará libres. Lo que de verdad nos hace libres es nuestro sentido del humor, nuestra capacidad de poder reírnos de las cosas horribles que nos ocurren a lo largo de nuestra vida. Por eso ni a las religiones ni al poder les gusta el humor. Lo temen. Porque saben que si eres capaz de reír jamás podrán someterte bajo sus estúpidas leyes, sus estúpidas normas ni sus estúpidas reglas.
No sé si hay vida después de la muerte. Lo ignoro. Pero de lo que sí estoy seguro es que, si la hay, me estaré riendo de todo y de todos allí donde esté.

Amén.



1 de junio de 2019

Sofia Kovalevsky: la matemática romántica.


“Exageraba su miedo por coquetería, poseía en alto grado esa gracia femenina tan apreciada por los hombres. Le encantaba ser protegida. Le gustaba exagerar sus miedos y sus debilidades.”
Anna Leffler

Todos somos víctimas de la época que nos toca vivir, pero algunos parece que acusan este estigma de manera más pronunciada. El personaje que hoy traigo para protagonizar Demencia, la madre de la Ciencia, es un producto del siglo XIX en el que vivió, el siglo del romanticismo por antonomasia. Porque esta protagonista alternó una mente brillante en el campo de las matemáticas con una personalidad melancólica donde la dependencia emocional le impidió desarrollar todo su potencial (o quizás ocurrió al revés). Además, los sucesos que jalonaron su vida sentimental la marcaron y la convirtieron en un personaje de novela romántica.

Sofia Vasílievna Kovalévskaya (Sofia Kovalevsky en términos occidentales y para abreviar) nace en Moscú el 15 de enero de 1850 pero su infancia discurre en Bielorrusia. Su padre era un teniente general de artillería que detestaba a las mujeres cultas aunque, paradójicamente, él mismo se casó con una ya que la madre de Sofia era la hija de un eminente matemático y astrónomo que le procuró una buena educación. 
Sofia se inicia en el mundo de las matemáticas de un forma bastante original. Cuando estaban tapizando las paredes de la casa que la familia tenía en Bielorrusia hubo un error de cálculo y se quedaron sin tapiz para forrar todas las estancias, entonces se decidió que la habitación de juegos de los niños se empapelara con hojas de conferencias de Ostrogradsky, un célebre matemático ucraniano de la época, y que andaban por ahí en un cajón pues al padre de Sofia le gustaban mucho las matemáticas. Así la pequeña Sofia, en lugar de dedicarse a jugar con muñecas, se tiraba las horas muertas tratando de descifrar los textos que adornaban las paredes.
Con catorce años estudia trigonometría de manera autodidacta con un libro de su vecino Tirtov —un matemático que vivía en la casa de al lado— y desarrolla el concepto de “seno” sin ayuda de nadie. Esto deja patidifuso al propio Tirtov y convence al padre de Sofia (recordemos que a este señor no le gustaban las mujeres instruidas) para que reciba clases especiales de matemáticas.
Cuando Sofia tiene dieciocho años, la familia se va a vivir a San Petersburgo. Con preceptores privados se adentra en la geometría analítica y el cálculo. Pero Sofia no quiere estudiar en el ámbito doméstico, quiere compartir experiencias y debates con otros estudiantes: quiere asistir a la Universidad. Sin embargo hay un gran problema para que el deseo de Sofia se cumpla ya que es una mujer rusa, y las mujeres rusas no pueden ingresar en la Universidad.
En Rusia, a mediados del siglo XIX, las mujeres que querían acceder a estudios superiores debían hacerlo en el extranjero, y para esto se necesitaban dos requisitos: dinero para pagar el estipendio y el permiso de un varón para pasar la frontera —el permiso del esposo si la viajera estaba casada o el permiso del padre si estaba soltera—. Sofia sí tenía dinero pero era soltera y su padre no estaba por la labor de que la niña se educara tanto.
Con este panorama a la joven Sofia solo le cabe una salida: casarse. El elegido es Vladimir Kovalevsky (del que toma su apellido Kovalévskaya como es preceptivo en Rusia). Vladimir aunque estudia leyes se interesa mucho por las ciencias y dedica sus ratos libres a traducir obras de Darwin, Huxley y otros naturalistas.
Sofia realiza un matrimonio de conveniencia con Kovalevsky en el que los dos cónyuges no comparten lecho y que Sofia considera la más pura muestra de amor imbuida por sus lecturas novelescas (estamos en el siglo romántico por excelencia). El matrimonio cambia sucesivamente de domicilio en diferentes ciudades europeas: San Petersburgo, Viena, Londres, Heidelberg.
En Heidelberg, Vladimir se pone a estudiar paleontología y Sofia asiste a clases de matemáticas y física gracias a una dispensa especial. Sofia también quiere estudiar química, pero el departamento de esta materia lo dirige un tal Bunsen (descubridor del elemento químico cesio e inventor del mechero que lleva su nombre). Este señor además de ser un buen químico es un misógino de tomo y lomo, y proclama a los cuatro vientos que ninguna mujer va a entrar en su laboratorio. Sofia habla con él y le convence para que la acepte como alumna (dicen que años después Bunsen alegó que Sofia le había engañado con sus encantos y que era una mujer muy peligrosa).
Mientras Vladimir se convierte en un reputado paleontólogo, Sofia se va a Berlín a estudiar más matemáticas con Weiterstrass, un célebre matemático y tan misógino como Bunsen, por lo que le impide asistir a sus clases. Una vez más Sofia recurre al contacto directo entrevistándose con él para hacerle cambiar de opinión, pero el alemán es un hueso duro de roer y para quitársela de encima le plantea una serie de problemas de difícil solución y así alegar que no tiene nivel. Sin embargo Sofia los resuelve y el terco profesor queda tan impresionado que le da clases particulares completamente gratuitas ante la negativa de la propia universidad para que ella asista a clase. El contacto directo con Sofia hace que Weiterstrass no solo cambie su opinión sobre las mujeres sino que se convierta en un defensor de sus derechos, al menos de los derechos de Sofia pues se pelea con media universidad para que le concedan el doctorado a su alumna preferida que le tenía completamente sorbido el seso (se rumoreó que la relación entre ellos dos traspasó los límites estrictamente académicos).
Y es que la ‘frágil’ Sofia era tímida, o eso decía ella, pero le proporcionó buenos resultados aprovechar la idea de que las mujeres son lánguidas y quebradizas florecillas (estamos en el siglo romántico por excelencia). Se mostraba insegura ante los varones haciendo que su desvalimiento despertara el afán protector en el sexo contrario. En el caso de su profesor le convenció de que su timidez y su mal dominio de la lengua alemana unidos a su condición femenina le supondrían un impedimento para conseguir el doctorado si tenía que exponerse a un examen oral. Sus razonamientos calan y a cambio de no defender su grado presenta tres trabajos (ni uno, ni dos, sino tres) como tesis doctoral. Al final, con veinticuatro añitos consigue su grado de doctora in absentia y summa cum laude por la Universidad de Göttingen, siendo así la primera mujer en obtener un doctorado en matemáticas.
Con su título de doctora en matemáticas bajo el brazo, Sofia vuelve con su marido de conveniencia a Rusia. Allí se emplea como maestra de aritmética para niñas bien, pero enseñar las tablas de multiplicar no es su ambición. Solicita ser profesora en la universidad pero si en Rusia no permiten que las mujeres estudien en las universidades menos van a consentir que impartan clase, así que el propio ministro de Educación en persona le deniega la solicitud.
 Decepcionada y melancólica (estamos en el siglo romántico por excelencia), Sofia abandona las matemáticas y se dedica a escribir reseñas teatrales y artículos científicos en un periódico. El tiempo libre que le concede dejar de estudiar matemáticas parece que lo emplea en consumar, por fin, su matrimonio de conveniencia con Vladimir. Queda embarazada de su hija Fufú (qué nombre más propio del siglo XIX, ese que es el romántico por excelencia) y ante la insistencia de su querido profesor Weiterstrass retoma la labor matemática. Da una conferencia sobre integrales abelianas en un congreso de médicos rusos y deja a todos con la boca abierta (no me pararé a explicar qué es una integral abeliana porque ya me resulta complicado explicar qué es una integral a secas).
Pero mientras la estrella de Sofia empieza a brillar con fuerza, la de Vladimir se empieza a apagar, las deudas los acosan y deben cambiar su modo de vida y alojarse en un pequeño apartamento de Moscú. Vladimir no levanta cabeza y Sofia, en un acto de amor propio de las novelas románticas que gusta leer, estudia geología e historia natural para alentar a su marido en su trabajo. Pero no sirve de nada, Vladimir anda triste y cabizbajo (estamos en el siglo romántico por excelencia). Sofia deja a su hija con una amiga y se va a Berlín para continuar sus investigaciones en 1880 a petición de Weiterstrass que anda tentándola con nuevos campos de estudio. Tras unos pocos meses vuelve a Moscú para reconciliarse con Vladimir pero él no colabora mucho pues sigue sumido en su tristeza y melancolía. Entonces Sofía se marcha a París y esta vez se lleva a su hija.
En París la eligen miembro de la Sociedad Matemática y ya es una reputada científica. Sin embargo siguen sin permitirle impartir clases como profesora en ninguna universidad. Mientras, Vladimir sucumbe a la desesperación y acaba suicidándose (estamos en el siglo romántico por excelencia). Sofía se queda viuda a la edad de treinta y tres años.
Al año siguiente se va a Estocolmo con el objetivo de convertirse en profesora de su universidad. Allí la reciben de manera muy diversa, algunos la califican de princesa de la ciencia y otros de bruja perniciosa que quiere aprovecharse de la galantería que caracteriza a los suecos para conseguir un puesto que puede ostentar mucho mejor cualquier matemático varón. Sofía se enfada pero no porque la llamen bruja, ni perniciosa, sino porque quiere que le demuestren que hay algún varón en Suecia que sea mejor matemático que ella. La ‘frágil’ Sofia tenía su genio, y redaños.
Pero Sofia consigue su propósito y la nombran profesora de matemáticas, aunque con unas condiciones que nada tienen que ver con las de sus colegas masculinos: da clases tres veces por semana sobre los temas más novedosos del momento (algo que la obliga a actualizarse continuamente), supervisa el trabajo de gran cantidad de estudiantes y se dedica a investigar también.
Con un curriculum espléndido vuelve a Berlín para asistir como estudiante y una vez más comprueba, atónita, que le deniegan el ingreso.
Menos mal que en Estocolmo no son tan obtusos como en Berlín y, cuando tiene treinta y cinco años, la hacen también profesora de mecánica.
Sin embargo Sofia es una mente inquieta y una vez que resuelve un problema se desentiende de él, o lo que es lo mismo: una vez que consigue su objetivo, este le resulta aburrido. Las matemáticas ya no son un desafío para ella y dar clases en la universidad tampoco. La etérea Sofia (estamos en el siglo romántico por excelencia) busca su realización interior en la literatura y se pone a escribir en sueco, francés y ruso. Escribe obras de teatro de corte feminista que publica bajo pseudónimo. También escribe cuentos, poemas, novelas y hasta una autobiografía que se convierte en el best seller del momento (Recuerdos de infancia).
Sumergida en su labor como escritora le regresa el prurito investigador cuando se entera de que la Academia de Ciencias francesa ofrece un premio (el Prix Bordin) a quien haga el mejor trabajo sobre la rotación de un cuerpo rígido alrededor de un punto fijo, un problema que intentaban solucionar sin éxito varios físicos y matemáticos de aquella época. Como Sofia había tratado ya ese tema previamente, decide presentarse y gana tan preciado galardón en 1888. Además, lo hace tan requetebién que el jurado decide aumentar la dotación económica del premio como una muestra de la gran calidad de su trabajo.
Al año siguiente consigue un puesto vitalicio en Estocolmo como profesora, pero ella quiere vivir en París o en Rusia, Suecia no le gusta nada. Además, hay otras pasiones que la desvían de su pasión matemática. A Sofia le gusta que la cuiden y la mimen, busca que un enamorado caballero se encargue de sus intereses pues ella se siente incapaz de llevar esas cuestiones prácticas —puede resolver complejos problemas matemáticos pero no sabe llevar las cuentas de la casa—. Entonces aparece en su vida otro Kovalevsky pariente lejano de su marido y llamado Maxim, un eminente sociólogo e historiador ruso que la enamora y que a punto está de alejarla de las matemáticas. La relación pasa por altibajos donde las rupturas se alternan con reconciliaciones. En una de esas reconciliaciones se va a Niza a hacer senderismo con su amante y allí le da un infarto. El susto le hace tomar una drástica decisión, se casará con Maxim y por amor abandonará su profesión de profesora (estamos en el siglo romántico por excelencia). Pero el destino no le permite llegar a realizar ni el casamiento ni el abandono de la docencia porque empeora y fallece el diez de febrero de 1891 en Estocolmo. Tiene cuarenta y un años.

He comentado que Sofia es un producto de la época que le tocó vivir y no pudo desprenderse de los clichés que predominaban en el siglo donde la mujer era un delicado objeto que había que proteger y cuidar. Ella misma alentó esa supuesta fragilidad con mucha destreza y eso le permitió poder acceder a lugares que de antemano le estaban vedados por su condición femenina, para al llegar allí (ya superados los impedimentos impuestos por las convenciones sociales) demostrar su verdadera naturaleza y su valía.
Algunos historiadores creen que si no hubiera sido tan emocionalmente dependiente habría podido llegar más lejos. Yo creo que esa dependencia era puro artificio para defenderse de una sociedad hostil y que, además, supo manejar muy bien para que le procurara más beneficios que daños. Consiguió manipular una situación adversa para obtener resultados positivos. Todo un ejemplo de que no sobrevive el más fuerte, sino quien mejor sabe adaptarse al entorno.



Para Sofía*. Ojalá alcances todo lo que te propongas y espero que nunca encuentres tantos obstáculos como los que tuvo que salvar tu tocaya.

*Esta entrada se la dedico a mi sobrina Sofía por compartir nombre con la protagonista y por estar ligada a las matemáticas desde que nació.

Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores