“Exageraba su miedo por coquetería, poseía
en alto grado esa gracia femenina tan apreciada por los hombres. Le encantaba
ser protegida. Le gustaba exagerar sus miedos y sus debilidades.”
Anna
Leffler
Todos somos
víctimas de la época que nos toca vivir, pero algunos parece que acusan este
estigma de manera más pronunciada. El personaje que hoy traigo para
protagonizar Demencia, la madre de la
Ciencia, es un producto del siglo XIX en el que vivió, el siglo del romanticismo
por antonomasia. Porque esta protagonista alternó una mente brillante en el
campo de las matemáticas con una personalidad melancólica donde la dependencia
emocional le impidió desarrollar todo su potencial (o quizás ocurrió al revés).
Además, los sucesos que jalonaron su vida sentimental la marcaron y la
convirtieron en un personaje de novela romántica.
Sofia
Vasílievna Kovalévskaya (Sofia Kovalevsky en términos occidentales y para
abreviar) nace en Moscú el 15 de enero de 1850 pero su infancia discurre en
Bielorrusia. Su padre era un teniente general de artillería que detestaba a las
mujeres cultas aunque, paradójicamente, él mismo se casó con una ya que la
madre de Sofia era la hija de un eminente matemático y astrónomo que le procuró
una buena educación.
Sofia se
inicia en el mundo de las matemáticas de un forma bastante original. Cuando
estaban tapizando las paredes de la casa que la familia tenía en Bielorrusia
hubo un error de cálculo y se quedaron sin tapiz para forrar todas las
estancias, entonces se decidió que la habitación de juegos de los niños se empapelara
con hojas de conferencias de Ostrogradsky, un célebre matemático ucraniano de
la época, y que andaban por ahí en un cajón pues al padre de Sofia le gustaban
mucho las matemáticas. Así la pequeña Sofia, en lugar de dedicarse a jugar con
muñecas, se tiraba las horas muertas tratando de descifrar los textos que
adornaban las paredes.
Con catorce
años estudia trigonometría de manera autodidacta con un libro de su vecino
Tirtov —un matemático que vivía en la casa de al lado— y desarrolla el concepto
de “seno” sin ayuda de nadie. Esto deja patidifuso al propio Tirtov y convence
al padre de Sofia (recordemos que a este señor no le gustaban las mujeres
instruidas) para que reciba clases especiales de matemáticas.
Cuando Sofia
tiene dieciocho años, la familia se va a vivir a San Petersburgo. Con
preceptores privados se adentra en la geometría analítica y el cálculo. Pero
Sofia no quiere estudiar en el ámbito doméstico, quiere compartir experiencias
y debates con otros estudiantes: quiere asistir a la Universidad. Sin embargo
hay un gran problema para que el deseo de Sofia se cumpla ya que es una mujer
rusa, y las mujeres rusas no pueden ingresar en la Universidad.
En Rusia, a
mediados del siglo XIX, las mujeres que querían acceder a estudios superiores
debían hacerlo en el extranjero, y para esto se necesitaban dos requisitos:
dinero para pagar el estipendio y el permiso de un varón para pasar la
frontera —el permiso del esposo si la viajera estaba casada o el permiso del
padre si estaba soltera—. Sofia sí tenía dinero pero era soltera y su padre no
estaba por la labor de que la niña se educara tanto.
Con este
panorama a la joven Sofia solo le cabe una salida: casarse. El elegido es Vladimir
Kovalevsky (del que toma su apellido Kovalévskaya como es preceptivo en Rusia).
Vladimir aunque estudia leyes se interesa mucho por las ciencias y dedica sus
ratos libres a traducir obras de Darwin, Huxley y otros naturalistas.
Sofia realiza
un matrimonio de conveniencia con Kovalevsky en el que los dos cónyuges no
comparten lecho y que Sofia considera la más pura muestra de amor imbuida por
sus lecturas novelescas (estamos en el siglo romántico por excelencia). El
matrimonio cambia sucesivamente de domicilio en diferentes ciudades europeas:
San Petersburgo, Viena, Londres, Heidelberg.
En Heidelberg,
Vladimir se pone a estudiar paleontología y Sofia asiste a clases de
matemáticas y física gracias a una dispensa especial. Sofia también quiere
estudiar química, pero el departamento de esta materia lo dirige un tal Bunsen
(descubridor del elemento químico cesio e inventor del mechero que lleva su
nombre). Este señor además de ser un buen químico es un misógino de tomo y
lomo, y proclama a los cuatro vientos que ninguna mujer va a entrar en su
laboratorio. Sofia habla con él y le convence para que la acepte como alumna
(dicen que años después Bunsen alegó que Sofia le había engañado con sus
encantos y que era una mujer muy peligrosa).
Mientras
Vladimir se convierte en un reputado paleontólogo, Sofia se va a Berlín a
estudiar más matemáticas con Weiterstrass, un célebre matemático y tan misógino
como Bunsen, por lo que le impide asistir a sus clases. Una vez más Sofia recurre
al contacto directo entrevistándose con él para hacerle cambiar de opinión,
pero el alemán es un hueso duro de roer y para quitársela de encima le plantea
una serie de problemas de difícil solución y así alegar que no tiene nivel. Sin
embargo Sofia los resuelve y el terco profesor queda tan impresionado que le da
clases particulares completamente gratuitas ante la negativa de la propia
universidad para que ella asista a clase. El contacto directo con Sofia hace
que Weiterstrass no solo cambie su opinión sobre las mujeres sino que se convierta
en un defensor de sus derechos, al menos de los derechos de Sofia pues se pelea
con media universidad para que le concedan el doctorado a su alumna preferida
que le tenía completamente sorbido el seso (se rumoreó que la relación entre
ellos dos traspasó los límites estrictamente académicos).
Y es que la
‘frágil’ Sofia era tímida, o eso decía ella, pero le proporcionó buenos
resultados aprovechar la idea de que las mujeres son lánguidas y quebradizas
florecillas (estamos en el siglo romántico por excelencia). Se mostraba
insegura ante los varones haciendo que su desvalimiento despertara el afán
protector en el sexo contrario. En el caso de su profesor le convenció de que
su timidez y su mal dominio de la lengua alemana unidos a su condición femenina
le supondrían un impedimento para conseguir el doctorado si tenía que exponerse
a un examen oral. Sus razonamientos calan y a cambio de no defender su grado presenta
tres trabajos (ni uno, ni dos, sino tres) como tesis doctoral. Al final, con
veinticuatro añitos consigue su grado de doctora in absentia y summa cum laude
por la Universidad de Göttingen, siendo así la primera mujer en obtener un
doctorado en matemáticas.
Con su título
de doctora en matemáticas bajo el brazo, Sofia vuelve con su marido de
conveniencia a Rusia. Allí se emplea como maestra de aritmética para niñas
bien, pero enseñar las tablas de multiplicar no es su ambición. Solicita ser
profesora en la universidad pero si en Rusia no permiten que las mujeres estudien en las universidades menos van a consentir que impartan clase, así que el propio ministro de Educación en persona le deniega la solicitud.
Decepcionada y
melancólica (estamos en el siglo romántico por excelencia), Sofia abandona las
matemáticas y se dedica a escribir reseñas teatrales y artículos científicos en
un periódico. El tiempo libre que le concede dejar de estudiar matemáticas
parece que lo emplea en consumar, por fin, su matrimonio de conveniencia con
Vladimir. Queda embarazada de su hija Fufú (qué nombre más propio del siglo XIX,
ese que es el romántico por excelencia) y ante la insistencia de su querido
profesor Weiterstrass retoma la labor matemática. Da una conferencia sobre
integrales abelianas en un congreso de médicos rusos y deja a todos con la boca
abierta (no me pararé a explicar qué es una integral abeliana porque ya me
resulta complicado explicar qué es una integral a secas).
Pero mientras
la estrella de Sofia empieza a brillar con fuerza, la de Vladimir se empieza a
apagar, las deudas los acosan y deben cambiar su modo de vida y alojarse en un
pequeño apartamento de Moscú. Vladimir no levanta cabeza y Sofia, en un acto de
amor propio de las novelas románticas que gusta leer, estudia geología e
historia natural para alentar a su marido en su trabajo. Pero no sirve de nada,
Vladimir anda triste y cabizbajo (estamos en el siglo romántico por excelencia).
Sofia deja a su hija con una amiga y se va a Berlín para continuar sus
investigaciones en 1880 a petición de Weiterstrass que anda tentándola con
nuevos campos de estudio. Tras unos pocos meses vuelve a Moscú para
reconciliarse con Vladimir pero él no colabora mucho pues sigue sumido en su
tristeza y melancolía. Entonces Sofía se marcha a París y esta vez se lleva a
su hija.
En París la
eligen miembro de la Sociedad Matemática y ya es una reputada científica. Sin
embargo siguen sin permitirle impartir clases como profesora en ninguna
universidad. Mientras, Vladimir sucumbe a la desesperación y acaba suicidándose
(estamos en el siglo romántico por excelencia). Sofía se queda viuda a la edad
de treinta y tres años.
Al año
siguiente se va a Estocolmo con el objetivo de convertirse en profesora de su
universidad. Allí la reciben de manera muy diversa, algunos la califican de
princesa de la ciencia y otros de bruja perniciosa que quiere aprovecharse de
la galantería que caracteriza a los suecos para conseguir un puesto que puede
ostentar mucho mejor cualquier matemático varón. Sofía se enfada pero no porque
la llamen bruja, ni perniciosa, sino porque quiere que le demuestren que hay
algún varón en Suecia que sea mejor matemático que ella. La ‘frágil’ Sofia
tenía su genio, y redaños.
Pero Sofia
consigue su propósito y la nombran profesora de matemáticas, aunque con unas
condiciones que nada tienen que ver con las de sus colegas masculinos: da
clases tres veces por semana sobre los temas más novedosos del momento (algo
que la obliga a actualizarse continuamente), supervisa el trabajo de gran
cantidad de estudiantes y se dedica a investigar también.
Con un curriculum espléndido vuelve a Berlín
para asistir como estudiante y una vez más comprueba, atónita, que le deniegan
el ingreso.
Menos mal que
en Estocolmo no son tan obtusos como en Berlín y, cuando tiene treinta y cinco
años, la hacen también profesora de mecánica.
Sin embargo
Sofia es una mente inquieta y una vez que resuelve un problema se desentiende
de él, o lo que es lo mismo: una vez que consigue su objetivo, este le resulta
aburrido. Las matemáticas ya no son un desafío para ella y dar clases en la
universidad tampoco. La etérea Sofia (estamos en el siglo romántico por
excelencia) busca su realización interior en la literatura y se pone a escribir
en sueco, francés y ruso. Escribe obras de teatro de corte feminista que
publica bajo pseudónimo. También escribe cuentos, poemas, novelas y hasta una
autobiografía que se convierte en el best
seller del momento (Recuerdos de
infancia).
Sumergida en su
labor como escritora le regresa el prurito investigador cuando se entera de que
la Academia de Ciencias francesa ofrece un premio (el Prix Bordin) a quien haga
el mejor trabajo sobre la rotación de un cuerpo rígido alrededor de un punto
fijo, un problema que intentaban solucionar sin éxito varios físicos y
matemáticos de aquella época. Como Sofia había tratado ya ese tema previamente,
decide presentarse y gana tan preciado galardón en 1888. Además, lo hace tan requetebién
que el jurado decide aumentar la dotación económica del premio como una muestra
de la gran calidad de su trabajo.
Al año
siguiente consigue un puesto vitalicio en Estocolmo como profesora, pero ella
quiere vivir en París o en Rusia, Suecia no le gusta nada. Además, hay otras
pasiones que la desvían de su pasión matemática. A Sofia le gusta que la cuiden
y la mimen, busca que un enamorado caballero se encargue de sus intereses pues
ella se siente incapaz de llevar esas cuestiones prácticas —puede resolver
complejos problemas matemáticos pero no sabe llevar las cuentas de la casa—. Entonces
aparece en su vida otro Kovalevsky pariente lejano de su marido y llamado
Maxim, un eminente sociólogo e historiador ruso que la enamora y que a punto
está de alejarla de las matemáticas. La relación pasa por altibajos donde las
rupturas se alternan con reconciliaciones. En una de esas reconciliaciones se
va a Niza a hacer senderismo con su amante y allí le da un infarto. El susto le
hace tomar una drástica decisión, se casará con Maxim y por amor abandonará su
profesión de profesora (estamos en el siglo romántico por excelencia). Pero el
destino no le permite llegar a realizar ni el casamiento ni el abandono de la
docencia porque empeora y fallece el diez de febrero de 1891 en Estocolmo.
Tiene cuarenta y un años.
He comentado
que Sofia es un producto de la época que le tocó vivir y no pudo desprenderse
de los clichés que predominaban en el siglo donde la mujer era un delicado
objeto que había que proteger y cuidar. Ella misma alentó esa supuesta fragilidad
con mucha destreza y eso le permitió poder acceder a lugares que de antemano le
estaban vedados por su condición femenina, para al llegar allí (ya superados
los impedimentos impuestos por las convenciones sociales) demostrar su verdadera
naturaleza y su valía.
Algunos
historiadores creen que si no hubiera sido tan emocionalmente dependiente habría
podido llegar más lejos. Yo creo que esa dependencia era puro artificio para defenderse de una sociedad hostil y que, además, supo manejar muy bien para que le procurara más
beneficios que daños. Consiguió manipular una situación adversa para obtener
resultados positivos. Todo un ejemplo de que no sobrevive el más fuerte, sino quien mejor
sabe adaptarse al entorno.
Para Sofía*.
Ojalá alcances todo lo que te propongas y espero que nunca encuentres tantos obstáculos
como los que tuvo que salvar tu tocaya.
*Esta
entrada se la dedico a mi sobrina Sofía por compartir nombre con la
protagonista y por estar ligada a las matemáticas desde que nació.