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Llevaban
más de una semana vagando por zonas insalubres y llenas de mosquitos. La fuente
no aparecía y los hombres ya estaban hartos de tanto vagar y rascar las
picaduras. El terreno enfangado hacía muy penoso el caminar. Por si fuera poco,
en el agua vivían unas violentas criaturas —Sequene las llamaba caimanes— que,
de vez en cuando, salían a tierra para atrapar con sus fauces poderosas las
piernas de algún desgraciado y llevárselo entre alaridos del infortunado y la
impotencia del resto de los compañeros.
—¿Dónde
se encontrará esa maldita fuente? —refunfuñó el de Quexo.
—Si
nos hubiéramos puesto a buscar oro seguro que ya habríamos terminado —añadió
Antón.
De
repente, un grupo de indios aparecieron entre unos matorrales. No iban
ataviados como los que se habían encontrado al desembarcar y Sequene albergó la
ilusión de que fueran de una tribu con una lengua parecida a la suya. Antes de
que nadie se lo ordenara se acercó a ellos para intentar parlamentar.
—¿Habláis
arawak? —preguntó Sequene en dicha lengua al indio que se había adelantado de
su grupo.
El interpelado
no hizo amago de comprender, pero Sequene insistió.
—Yo,
arahuaco. De Cuba —añadió señalándose a sí mismo—. ¿Tú? —señaló a su interlocutor.
—Mayiami[1] —contestó
el aludido señalándose primero y luego haciendo un gesto hacia sus compañeros.
«Bonito
nombre, y bonitas mujeres», se dijo Sequene viendo las féminas que integraban
el grupo de indígenas. «Si algún día en Cuba no me encuentro a gusto, podría
venir aquí a vivir»[2].
—¿Hay
por aquí alguna fuente? —preguntó Sequene haciendo el gesto de beber y sin
entrar en detalles sobre propiedades milagrosas pues a él, a estas alturas, con
encontrar un lugar de donde brotara agua ya le era suficiente.
—Mayiami
[3]—repitió
su dialogante.
—Fuente.
Beber —insistió Sequene reiterando el mismo gesto.
—Mayiami.
Tras
insistir con diferentes gestos y recibir la misma contestación de «Mayiami», Sequene
se dio por vencido.
—¿Te han dicho dónde se encuentra la fuente? —preguntó Ponce de León.
—En
Miami —contestó Sequene—. Un poco más adelante —mintió.
Decidieron
pernoctar por la zona aprovechando que en ese lugar el agua no olía mal mientras
que los indígenas prosiguieron su camino.
—¡Qué
bonitas se ven las estrellas! —exclamó Antón mirando el cielo.
—Estamos
perdidos rodeados de cieno y mosquitos y tú te pones a ver las estrellas. ¡Válgame
Dios, no os presentía tan insensato, pardiez! —le reconvino el de Quexo.
—Es
que se ven tan bien, y tantas. Este sería un buen sitio para observar el
firmamento, e incluso para lanzar naves en busca de otros mundos allá en los
cielos[4].
—Dejad
de decir sandeces y poned a resguardo la pólvora, estas aguas seguro que nos
han de estropear la munición.
Mientras
Antón miraba embobado el cielo cuajado de estrellas, Ponce se acercó donde el
indígena arahuaco estaba comiendo su ración de rancho.
—¿Sequene, te has enterado bien dónde se encuentra ese lugar… Miami?
Sequene
hizo un vago gesto de asentimiento. Lo cierto es que no tenía ni idea de dónde
estaba. Era consciente de que tantos días dando tumbos estaban acabando con la
paciencia de Ponce de León, de hecho, ya le había apeado el "don" delante de su nombre y le tuteaba. Y si, además, por el camino empezaban a desaparecer
sus hombres por culpa de los caimanes, la cosa iba a peor. Contrito, decidió
confesar a su superior su impostura.
—Veréis,
en realidad…
—¡Señor
Ponce! —Nuño, uno de los grumetes, interrumpió la confesión del indígena—. He salido
del campamento a… explorar y he descubierto una roca donde mana un líquido extraño.
Puede que esa sea la fuente que tanto ansiáis.
—¡Voto
a Dios! ¡Sabía que tenía razón! Mañana, al alba iremos hasta allí. Bien hecho,
Sequene —palmeó la espalda del intérprete.
¿Sequene?
Había sido Nuño quien había descubierto la fuente, bien era cierto que no
estaba explorando sino buscando un lugar donde evacuar las tripas, pero al fin
y al cabo la había visto él. El grumete se fue mirando esquinadamente al indio que
internamente agradecía a sus dioses la protección que le estaban procurando
porque la interrupción de Nuño había sido un golpe de buena suerte.
En
el lugar que Nuño les mostró, entre unos árboles que enraizaban en el agua del
pantano, había una roca de la que manaba un líquido blancuzco.
—¡Alabado
sea Dios! —dijo Ponce de León rascándose la barbilla—. Nuño, bebe.
—¿Yo?
¿Por qué?
—Has
sido tú quien la ha encontrado, tuyo será el honor de beber el primero —contestó
Ponce.
—Bueno…
en realidad… hemos llegado hasta aquí gracias a Sequene. Que beba él, le cedo
mi turno gustosamente —añadió Nuño dando un paso atrás. Lo que salía de aquella
roca no parecía agua.
Todos
miraron con expectación al intérprete. Este se dijo que había agradecido
demasiado pronto a sus dioses la buena suerte porque en ese momento se había
terminado. Si no quería que el engaño se descubriera no tenía más remedio
que beber. Con gesto dudoso acercó la mano y tomó un pequeño buche de agua. Lo
que fuera aquello blanquecino, no sabía mal, de hecho, no sabía a nada, igual
sí era agua… aunque blanca.
Inmediatamente
después, y sin dar tiempo a reaccionar a nadie, Ponce bebió también, tan
convencido estaba de que aquello era la fuente buscada, además, tenía prisa
porque la urticaria le estaba volviendo loco. Si era tan milagrosa como decían,
esperaba que el picor de la barba desapareciera, las demás virtudes se verían
con el tiempo.
—¡Ea!
Ya podéis beber los demás.
Nadie
se movió de su sitio.
—Yo
es que no tengo mucha sed —dijo uno.
—A
mí el agua… como que no. Prefiero el vino —dijo otro.
—Estoy
con la tripa revuelta, no creo que beber me venga bien ahora mismo —añadió otro
más.
Sequene,
obligado, y Ponce de León, convencido, fueron los únicos que bebieron. Los
demás esperaron a ver qué les pasaba. Según transcurrieron las horas ninguno mostró
síntomas ni de bien ni de mal. El picor de la barba no desapareció y Ponce empezó
a sospechar que lo de la fuente era una leyenda más de tantas como se contaban.
—Ya
os dije que esas historias sobre una fuente mágica eran cuentos de estos salvajes
—le dijo el piloto de Quexo en un aparte—. Mejor volvamos a La Española y demos
cuenta de estas nuevas tierras. Dejemos la búsqueda de lugares fantásticos para
otros.
—Tenéis
razón. He sido un ingenuo, pero estaréis conmigo que hubiera sido fabuloso
encontrar la fuente de la eterna juventud.
EN LA ACTUALIDAD
—En
estos parajes Ponce de León arribó por primera vez a la península de La Florida,
aunque él pensaba que era una isla. En un primer viaje se dedicó a explorar la
supuesta isla. Varios años después intentó colonizarla, pero un ataque de los
indios calusa hirió de gravedad al conquistador en una pierna, cuando esta se
gangrenó regresó a La Habana donde falleció.
—Por
lo que se ve no encontró la fuente de la eterna juventud —interrumpió al guía
turístico una mujer ataviada con un espantoso vestido de flores.
Los
demás turistas rieron la gracia de su compañera y el guía asintió:
—Parece
ser que no —contestó el guía riéndose también—. De todas formas, muchos historiadores
ponen en duda que Ponce de León buscara algo así, le consideran un conquistador
con suficiente criterio y sensatez para no dar crédito a lo que no dejaba de
ser una fábula. Él lo que realmente buscaba era oro, como todos los demás.
Todo
el grupo rio nuevamente.
—Bien,
acompáñenme al autocar. Ya es hora de regresar a sus hoteles.
Cuando
todos los turistas se acomodaron en sus asientos, el guía se sentó al lado del
conductor.
—¿Qué
tal este grupo de japoneses? —preguntó el conductor en español y con un fuerte
acento cubano.
—Sin
problema, tienen un buen nivel de inglés, así que me he defendido bastante bien—contestó
el guía igualmente en español.
—Ya
sabes que, si tienes problemas con algún idioma, puedes recurrir a mí. Soy un
fenómeno con las lenguas desconocidas.
Conductor
y guía se echaron a reír a carcajadas mientras los demás ocupantes del autocar
asistían a la escena sin comprender lo que parecía una broma íntima entre los
dos hombres.
—¿Estos
también te han preguntado por la fuente de la eterna juventud?
—¿Tú
qué crees?
—Hay
que ver lo cándida que es la gente —respondió el conductor riéndose de nuevo.
—Sí,
hay mucho incauto por ahí —dijo el guía guiñándole un ojo mientras se rascaba
con fuerza debajo de la barbilla—. ¡Maldita urticaria!
—Tienes
que afeitarte esa barba, Juan —le reconvino el conductor—. Te lo llevo diciendo
desde hace un montón de años.
NOTAS
[1]
Nombre de la etnia que
habitaba la zona donde actualmente se encuentra la ciudad de Miami.
[2] Tras la revolución cubana
un alto porcentaje de la población emigró a Miami.
[3]
Mayiami significa «agua
grande» posiblemente referido a un gran lago que se encuentra en la zona.
[4] Parece ser que el
desembarco se produjo en un punto próximo a cabo Cañaveral donde, actualmente,
se ubican las actividades espaciales de EE. UU.