Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

25 de abril de 2022

Vamos de excursión a la playa

 


Los hombres estaban exhaustos, no podían más. Aquellas tierras eran muy poco hospitalarias. Gonzalo pensó en su pequeña aldea en Cáceres y añoró la vida apacible que allí llevaba, llena de estrecheces y penurias, pero menos peligrosa si se comparaba con lo que estaba padeciendo desde hacía tres semanas.

La humedad calaba hasta las entrañas, los mosquitos eran de dimensiones gigantescas con unos picotazos acordes al tamaño. Aquellas selvas estaban infestadas de animales a cuál más peligroso y mortal y las gentes que poblaban la zona eran belicosas e igualmente mortales, disparaban unos dardos envenenados que paralizaban a quien los recibía en sus carnes para luego morir asfixiado cuando los pulmones se negaban a coger aire. Esos malditos indios de Tierra Firme no eran nada amigables, no señor, desde luego no se parecían en nada a los que recibieron unos años atrás a la tripulación del almirante Colón.

Ir al Nuevo Mundo había sido una estafa. Así lo veía Gonzalo. Le prometieron gloria y riquezas, pero había desembarcado hacía más de un año y seguía siendo tan pobre como en su pueblo cacereño y, además, con grave riesgo de perder la vida de muchas maneras siendo todas ellas terribles.

¡Cuerpo a tierra! Indios entre los árboles gritó una voz detrás de Gonzalo.

El muchacho se tumbó cuán largo era y se intentó cubrir la cabeza sin saber muy bien de dónde venía el peligro que acababan de anunciar. Nada más tirarse al suelo una carcajada se oyó por encima de él.

¡Pardiez, Gonzalillo! Mira que eres asustadizo, solo te ha faltado ponerte a llorar.

Quien así se burlaba era Marcial, un viejo soldado al que le faltaba casi toda la dentadura y le sobraba mala leche. Después de matar indios, lo que más le gustaba era abusar de los novatos de la expedición.

Gonzalo se levantó con el rostro enrojecido por la vergüenza de haber sido, una vez más, el motivo de las bromas de Marcial. Antes de que decidiera qué hacer con ese malnacido que tan amargo le estaba haciendo el viaje (como si no fuera suficiente incomodidad lidiar con los peligros de la selva) una voz autoritaria se oyó por encima de las risas de Marcial.

Dejad las chanzas para cuando la ocasión lo permita dijo el capitán Pizarro. Estad atentos porque podemos ser víctimas de una emboscada en cualquier momento.

Todos continuaron avanzando en completo silencio por la trocha que la avanzadilla de los sesenta y siete expedicionarios había abierto entre la exuberante vegetación. Aquel istmo era bastante más ancho de lo que los indígenas le habían dicho al gobernador del Darién. «Otra estafa más», pensó Gonzalo, «Esta selva del demonio no se acaba nunca».

Voy a subir a aquel cerro, a ver qué se divisa desde allí dijo otra voz más potente aún que la del capitán.

Quien eso había dicho era el gobernador del Darién y jefe de la expedición; venía sudoroso y con un machete en las manos, él mismo formaba parte de la avanzadilla que iba desbrozando la maleza para dejar paso a sus hombres.

Señor Balboa ¿no sería mejor que fuera uno de nosotros para no exponeros vos? replicó el capitán Pizarro.

No, Paco. Quiero ser el primero en ver lo que sea que se vea desde allí contestó el gobernador.

Como ordenéis dijo el subordinado inclinando la cabeza y acercándose más a su jefe para susurrarle teniendo cuidado de que nadie más le oyera. Por cierto, señor, os agradecería que no me llamarais Paco, prefiero Francisco, si no os importa.

Pero Paquito, nos conocemos desde hace tiempo.

Ya, sé que os mueve la camaradería que tan generosamente repartís entre vuestros hombres, pero ese diminutivo me resta autoridad y… bueno, si alguna vez descubro yo algo por mi cuenta, pues… no sé, Paco Pizarro queda… como poco serio. No sé si me comprendéis.

Te comprendo, Paco, te comprendo. Lo que no comprendo es qué vas a descubrir tú si se puede saber le contestó el gobernador achicando los ojos.

Aún no lo tengo pensado, pero me da que más al sur hay muchos sitios por encontrar y descubrir. Imaginad que me encuentro con un pueblo con una organización administrativa extensa, con cultivos en terrazas sobre las laderas de las montañas, con ganado de alpacas y llamas, con…

Para, Paco. ¿De qué estás hablando? ¿Qué es eso de alpacas? ¿Cultivo en terrazas? Demontres, a ti te ha picado algún bicho y te está haciendo desvariar contestó el gobernador alzando el morrión para rascarse la cabeza. Habla con el cirujano y que te eche un vistazo. Te necesito a mi lado ahora que ya estamos llegando.

¿Seguro que ya hemos llegado? preguntó a su vez el capitán saliendo de la ensoñación en la que sus ansias de conquista le sumían en los momentos más inoportunos imaginando imperios fantásticos.

Si dejamos la cháchara y me subo a ese cerro, ya te lo diré. Pero como no haces más que entretenerme… (1)

Finalmente, el gobernador Vasco Núñez de Balboa dejó al capitán Pizarro junto a los demás expedicionarios para subir él solo la loma que tenían frente a sí. La explicación a esa subida en solitario fue que él y solo él debía ver por primera vez el mar del que los indígenas le hablaban desde hacía unos cuantos años, la realidad era que las aguas inmundas que estaban bebiendo le habían provocado unos retortijones espantosos y necesitaba soledad y tranquilidad para aligerar las tripas que llevaban horas dándole la tabarra.

Empezó a subir mirando hacia atrás a sus hombres, en cuanto los perdiera de vista se agacharía tras algún matorral y aliviaría el intestino, sin embargo, el capitán Pizarro no quería dejar de verlo por si recibía algún tipo de agresión y le siguió a cierta distancia, Balboa apremió el paso y Pizarro hizo lo mismo. «¡Cáspita, Paco!, ¡qué terco eres!» pensó el gobernador. Al final llegó a la cima y, mientras maldecía por no poder evacuar como él había pensado, levantó la cabeza y contempló en el horizonte una extensión inmensa de agua. Un mar desconocido. Los indígenas tenían razón.

Con los ojos anegados en lágrimas se quedó contemplando el paisaje desplegado ante él y se arrodilló dando gracias a Dios por la hazaña conseguida, después llamó por señas a sus capitanes. Estos llegaron corriendo, el primero fue Pizarro, y unos cuantos metros más atrás el resto de la expedición.

Cuando todos estuvieron en la cima miraron al frente donde Núñez de Balboa no hacía más que llorar (los retortijones le estaban matando). Quién lo iba a decir, tan arrojado en la lucha y ahora se ponía sensible ante la visión del mar.

¿Dónde está el oro? dijo uno de los expedicionarios con extrañeza.

Eso, ¿dónde están los tesoros? dijo otro. Yo no veo nada más que agua.

Este es el tesoro contestó Núñez de Balboa aún con lágrimas en los ojos y señalando el océano.

¿Eso? ¿Hemos pasado las de Caín para ir a la playa? ¿En serio?

Quien así hablaba era Gonzalo, él nunca había visto el mar hasta que se embarcó para ir al Nuevo Mundo, y aunque tuvo que reconocer que ver tanta agua junta le impresionó, el océano no le agradó, demasiado vaivén y demasiada humedad para su gusto, además la sal lo acababa impregnando todo. Andar durante semanas atravesando selva, ríos infestados de bestias y zonas llenas de indios belicosos, para ver mar… eso sí que era una estafa. En qué hora se le ocurrió salir de su pueblo.

El capellán comenzó a entonar un Te Deum mientras que los hombres se persignaban. El escribano Andrés de Valderrábano se dispuso a tomar nota de lo que allí ocurría rogando para su coleto que el nombre que le pusieran a aquello fuera sencillito (conocía las peripecias de otros colegas y sabía que los nombres locales eran muy difíciles de transcribir).

Don Andrés, registrad todo lo que aquí está aconteciendodijo con solemnidad Vasco Núñez de Balboa. En el día veinte y cinco de septiembre del año de mil quinientos y trece tomo posesión en nombre de nuestra reina Juana y su padre el rey Fernando de este nuevo mar que llamaré… ¡Mar del Sur!

El escribano no pudo reprimir un gesto de alivio cuando oyó el nuevo nombre, aunque le pareció algo soso. Después de todo lo que habían penado para llegar hasta allí, llamar Mar del Sur a aquella extensión enorme de agua era algo decepcionante.

Para decepción la que tenía Gonzalo. A él también le parecía un nombre tonto. Ya que no había oro, al menos le podían poner un nombre más rimbombante para, cuando volviera a su pueblo, poder fardar de hazañas que tuvieran renombre. «¿Y tú qué hiciste por el Nuevo Mundo?» «Pues participé en el descubrimiento del Mar del Sur» «¿Y para eso tanta historia? Tu primo Marcelo se fue a La Coruña y estuvo en el Mar del Norte». Sentado en el suelo, Gonzalo se puso a mirar el mar; parecía una superficie sólida de tan calmo como estaba. «Qué pacífico está» pensó. Pacífico…  ese sí que era un nombre adecuado. «¿Y tú qué hiciste por el Nuevo Mundo?» «Pues participé en el descubrimiento del océano Pacífico». Esa sí sería una buena historia que contar, no lo del Mar del Sur, vaya chasco. Definitivamente, el Nuevo Mundo era una estafa.








 

(1)    El diálogo entre Francisco Pizarro y Núñez de Balboa es pura invención de la que esto escribe, pero lo que no es inventado es que Pizarro participó como capitán en la expedición que acabó descubriendo lo que hoy llamamos océano Pacífico. La mayor extensión de agua del planeta.


10 de abril de 2022

Ha llegado a su destino

 



¡Ya hemos llegado! ¡Demos gracias a Dios!

Todos inclinaron la cabeza en señal de agradecimiento y se santiguaron. En verdad había que agradecer el que pisaran tierra sanos y salvos, el viaje había sido complicado y bastante más largo de lo que el almirante había dicho. Dos meses y nueve días habían estado navegando sin ver nada más que agua alrededor. Dos semanas antes de divisar tierra la comida se empezó a pudrir y algunos marineros prefirieron dormir en cubierta antes que respirar el olor repugnante que impregnaba los camarotes.

Don Rodrigo, venid y tomad fe de la posesión que hago ahora mismo de esta isla para nuestros reyes y señores.

Un individuo todo vestido de negro se acercó, iba cargado con tinteros, plumas y demás artículos de escribir porque para algo era el escribano de la expedición. Cuando Rodrigo de Escobedo se dispuso a reseñar lo que el almirante le requería se dio cuenta de que no tenía dónde apoyarse, entre tanto cachivache se le había olvidado bajar del barco una mesa.

—¡Bernal!  —gritó don Rodrigo— acércate y déjame la espalda para poder apoyarme.

Un chiquillo de quince años obedeció las órdenes del escribano y este se preparó para tomar nota de lo que el almirante le iba a dictar.

—Don Cristóbal, antes de ponernos con la burocracia, ¿no creéis que sería mejor explorar la zona, ver si está habitada y de qué talante son sus moradores?

—¿A qué os referís con lo del talante, don Martín?

—Pues que sería adecuado averiguar si los habitantes de esta isla nos van a recibir con los brazos abiertos o con hostilidad.

—¡Mirad allí, señores! Hay gente entre el follaje —exclamó un marinero interrumpiendo los temores del capitán de una de las naos.

Todos dirigieron la mirada hacia el lugar que el tripulante señalaba y, efectivamente, unas veinte personas se encontraban agazapadas entre los arbustos que festoneaban el interior de la playa donde se encontraban los visitantes.

—Que Santa Lucía te conserve esa vista, Rodrigo. ¡Qué tino tienes, quillo! —exclamó otro marinero palmeando la espalda de su compadre—. Primero avistas tierra y ahora ves a esa gente. ¿Qué coméis en Triana para ver tan bien?

—Bueno, yo en realidad soy de Lepe —contestó el aludido.

—¿Y por qué te apellidas de Triana?

—Por lo mismo que tú te apellidas Gallego y eres de Palos.

—Yo me llamo Juan de Medina y soy también de Palos —se incorporó a la conversación otro expedicionario.

—Pues yo me llamo Francisco de Huelva y soy de allí.

—¿De Palos?

—No, de Huelva.

—¿Queréis dejar los orígenes de cada uno y prestar atención a los extraños? —gritó don Martín.

—No son extraños, capitán —intervino el almirante—. Son indios.

—¿Indios?

—Sí. Estamos en las Indias, por lo tanto, sus habitantes son indios.

—Qué listo es nuestro almirante —exclamó uno de los marineros.

—No sabría yo si estar de acuerdo contigo, en el viaje le vi más de una vez algo perdido —replicó otro—. Si no llega a ser por don Martín que le convenció para tomar otro rumbo, todavía estamos navegando y bebiendo nuestros propios orines.

Martín Alonso Pinzón miró a su alrededor. No replicó a su superior, pero él no estaba convencido de haber llegado donde el almirante les decía. Todo el viaje había sido muy irregular y la ruta no le cuadraba nada. El piloto de la nave que capitaneaba era de su misma opinión. Una noche, mientras la escuadra permanecía inmóvil en una zona llena de algas (1), los dos habían fantaseado con un instrumento de navegación que les permitiera orientarse, aunque no pudieran ver las estrellas o no se tuviera tierra a la vista que les ofreciera un punto de referencia.

—¿Te imaginas que existiera un aparato donde poner las coordenadas en las que te encuentras y las coordenadas de donde quieres ir y él solo te indique el camino? —le dijo aquella noche Martín al piloto de la nao.

—¿Y cómo indicaría ese aparato el camino?

—Pues, no sé, dibujando en un mapa la ruta. O mejor, diciéndote con una voz lo que debes hacer: seguir durante diez millas el mismo rumbo, dentro de dos millas girar a la derecha, en la próxima rotonda tomar la segunda salida…

—¿Rotonda? ¿Qué es eso, don Martín?

—No sé, es una palabra que me ha venido a la mente. ¡Bah! No me hagas caso. Esta calma chicha (2) me está afectando la sesera.

—¡Don Luis! ¡Id a parlamentar con los indios!

La voz potente del almirante sacó de sus recuerdos al capitán Pinzón a la vez que el tal Luis acudía hacia los indígenas que se habían acercado al grupo de recién llegados.

—Don Luis, preguntadles cómo se llama este lugar —le ordenó el almirante.

Luis de Torres, intérprete de la expedición, se acercó a los nativos y con cara de pasmo se quedó callado.

—¡Don Luis! ¿No me habéis oído? ¡Haced lo que os he ordenado, pardiez!

El intérprete aún tardó en reaccionar porque los indios que tenía delante estaban tal como su madre los trajo al mundo y tanta desnudez le había dejado aturdido. Una vez recompuesto (más o menos), procedió a preguntarles en latín lo que el almirante quería saber.

Quod nomen est huic loco? (3)

Como los nativos no hicieron ademán de haber comprendido, procedió a hacer la misma pregunta en italiano, con idéntico resultado. Pasó al tudesco, el holandés y hasta el inglés cosechando el mismo fracaso. Al final, procedió a decirlo en castellano, pero gesticulando mucho y señalando el entorno.

Una de las nativas, que parecía bastante espabilada, contestó:

—Guanahani.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el almirante al intérprete.

El interpelado no contestó porque estaba mirando embobado los turgentes pechos de la espabilada india, además, cuando había dicho esa palabra tan rara —de la que no tenía ni pajolera idea de cómo traducir— la muchacha se había puesto a saltar con lo que la turgencia pectoral se había mostrado más notoriamente, haciendo abrir tanto los ojos a Luis de Torres que a punto estuvieron de salirse de sus órbitas.

—Que, qué ha dicho, don Luis. A ver si estamos más atentos, os veo algo disperso —le reconvino el almirante.

—Estooo… No lo he entendido bien. Perdona, ¿puedes repetirlo? —se dirigió de nuevo a la nativa saltarina haciendo girar una mano y arqueando las cejas en señal de interrogación.

—Guanahani —repitió la aludida demostrando de una vez por todas que era la más espabilada del grupo, incluidos los expedicionarios.

—Guanahani —tradujo el intérprete.

—Don Rodrigo, tomad nota del nombre del lugar:  Guana… guana…

—¿Queréis que se lo vuelva a preguntar? —acudió Luis de Torres en ayuda del almirante viendo que se trababa con el nombre y sin quitar ojo del torso de la amable nativa.

—Creo que no hace falta —respondió Rodrigo de Escobedo haciendo caso omiso de la cara de fastidio que puso el intérprete—. Solo una cosa, Guanahani, ¿es con jota o es con hache?

—¿De donde os sacáis lo de la jota? Ha dicho Guanahani —respondió el almirante

—No sé. Me pareció que pronunciaba una hache aspirada.

—¿Se lo pregunto otra vez? —acudió solícito de nuevo el intérprete.

—Vamos a dejar la ortografía para otro momento —dijo el almirante rascándose la nuca—. Es demasiado complicado el nombre. Don Rodrigo, poned San Salvador, y ya está. O sea, en el día de nuestro señor del doce de octubre del año mil cuatrocientos y noventa y dos, tomo posesión de la isla de San Salvador en nombre de nuestros reyes don Fernando y doña Ysabel.

—¿Pongo Ysabel con y griega o mejor con i latina?

—Con y griega, como siempre don Rodrigo. ¿A qué vienen tantas dudas?

—Es que yo creo que queda mejor con i latina.

—Dejaos de innovar. Además, los pendones vienen con las flechas de Fernando y con el yugo de Ysabel. No me vengáis con novedades que os mando derechito a la Inquisición.

El escribano se encogió de hombros y se calló pensando «Seguro que dentro de unos años Ysabel se escribe con i latina».

—Bien. Ahora que la isla ya es nuestra procedamos a explorar y a evangelizar.

—Mejor explorar, almirante, hay que proveer de agua y alimentos a la tripulación —objetó el pragmático capitán Pinzón—. Ya no nos quedan víveres en las naos.

—Yo también prefiero explorar —argumentó el grumete Bernal al que igualmente se le iban los ojos hacia la desnudez de las nativas—. Vamos a buscar más gente desnuda.

—También podríamos buscar oro —dijo otro marinero al que le faltaban varios dientes y media oreja.

—Pero nuestros soberanos quieren llevar la cristiandad a estas tierras lejanas —insistió el almirante.

—Si tanto interés tienen en que recen padrenuestros y avemarías que se hubiera venido un fráter con nosotros (4) —replicó el maestre Diego, boticario encargado de restañar heridas y pequeñas dolencias de la tripulación de una de las naos—. Pero, claro, ante un viaje tan incierto ninguno quiso embarcarse, por lo que se ve a los sacerdotes no les apetece reunirse con su hacedor antes de tiempo por culpa de una tempestad —añadió con una sonrisa esquinada.

—Tened vuestra lengua, maestre Diego, tanta ciencia os aleja de Dios —le susurró al oído el contramaestre Chanchu mientras se persignaba.

—Maestre Diego, capitán Pinzón, los dos tenéis razón —cedió el almirante—. Será mejor internarnos para recolectar agua y alimentos. Estos pobres indios pueden estar un poco más de tiempo viviendo sin la gracia de la verdadera fe, pero nosotros no podemos permanecer pasando sed y hambre.

Mientras todos se internaban en la selva que se encontraba al fondo, rodeados con gran expectación por los amigables isleños, Martín Alonso Pinzón se sumió de nuevo en la idea que había empezado a germinar la noche de calma chicha en medio del océano: el instrumento para viajar sin necesidad de mirar las estrellas ni la línea de la costa.

En su mente reprodujo un imaginario mapa donde una flecha fuera avanzando por la ruta calculada por el instrumento y donde un punto rojo señalara la dirección final. «Y cuando llegue a las coordenadas elegidas» pensó, «la voz podría decir: “Ha llegado a su destino”».



 




(1)    Mar de los Sargazos

(2)    Quietud del aire, especialmente en el mar donde provoca la inmovilidad de las naves de vela.

(3)    ¿Cómo se llama este sitio?

(4)    En contra de lo que cree la mayoría de la población, en el primer viaje de Cristóbal Colón no fue ningún fraile ni sacerdote. Los cuadros que reproducen la llegada a la isla caribeña donde aparece un clérigo levantando un crucifijo son una falacia.


2 de abril de 2022

Sevilla: desmontando mitos


 Tenía muchas ganas de conocer Sevilla, desde hace muchos años ha sido un destino deseado pero postergado por uno u otro motivo. En honor a la verdad estuve allí en el año 92, pero solo fui a ver la Expo del ídem y de la ciudad tan solo vi el aeropuerto cuando aterrizó, y más tarde despegó, el avión que me llevó para pasar un día en el recinto donde se realizó la Exposición Universal. «Algún día tengo que regresar y conocer Sevilla», me dije en aquella ocasión. He tardado treinta años en cumplir aquel deseo.

Quizás los muchos años deseando algo hicieron que tuviera una idea distorsionada del objeto deseado, el caso es que Sevilla no fue para mí lo que esperaba, y no lo digo como algo negativo, simplemente Sevilla tiene muchos mitos y ninguno es cierto.

El primer mito que se me desmoronó fue el del tiempo. Para empezar, los pronósticos eran de lluvia, lluvia y luego más lluvia, algo que, según la fama de esa ciudad, es algo que solo ocurre cuando tienen que salir los pasos de Semana Santa y cuando yo fui aún faltaban más de quince días para que eso ocurriera. Sí es cierto que los pronósticos, como ocurre con el resto de España, no se cumplieron, y menos mal, aunque nada más apearme del AVE había descargado un aguacero de los gordos (no me pilló de milagro) por lo que el suelo aparecía lleno de charcos que al pasar con el troley salpicaban de mala manera y los canalones de los tejados parecían fuentes colgantes de tanta agua como desahogaban, así que otro mito vino a desmontarse, ese que dice que la lluvia en Sevilla es una maravilla: no es verdad, en Sevilla la lluvia molesta lo mismo que en otras partes.

El caso es que el sol, tras ese aguacero que a mí me pilló dentro del tren, apareció en todo su esplendor, pero las predicciones seguían anunciando lluvia por lo que mis acompañantes y yo decidimos darnos prisa y aprovechar para visitar los alrededores del hotel nada más dejar las maletas. Cargados con paraguas, chubasqueros y botas en previsión de lluvia permanente nos fuimos a todo correr a ver sitios y lugares antes de que lloviera. Vimos la catedral, la Giralda, el Patio de Banderas, la Plaza de España y la antigua Fábrica de Tabaco casi con la lengua fuera para que no nos pillara la lluvia. Empecé a sospechar que tanto correr no era necesario porque en el cielo no se veía una sola nube. Sin embargo, y con la idea en mente de que en Sevilla la lluvia es una maravilla, me dije que quizás lo maravilloso radicara en que podía llover sin nubosidad, así que seguimos viendo lugares casi a la carrera. Tanto correr hizo que nos cansáramos antes, claro, y decidimos tomar algo, pero lo hicimos en una terracita, al lado de una estufa (no llovía, pero hacía más que fresco) y como seguíamos teniendo miedo al chaparrón anunciado, comimos también rápidamente. En honor a la verdad, comimos un poco más rápido de lo esperado porque al lado de nuestra mesa se nos puso un tío con una guitarra a cantar, o sería más apropiado decir que se puso a dar gritos sin ton ni son mientras aporreaba el instrumento de cuerda y nos levantaba tremendo dolor de cabeza. Así que otro mito se me cayó porque yo creía que todos los sevillanos sabían bailar sevillanas y cantar flamenco, pero o ese tío era de Cuenca o tenía algún gen defectuoso que le afectaba a la garganta y al concepto de cante jondo (aunque “jondió” bastante).

Después de cenar, las nubes seguían ausentes y yo me empecé a relajar, así que volví a ver la Giralda y sus alrededores con más tranquilidad y sin temor climatológico.

El día siguiente de mi llegada un tibio sol esperaba en la calle y, aunque volví a salir cargada con paraguas, chubasquero, etc., decidí tomármelo con más tranquilidad e hice bien porque no cayó ni una gota.

Ya he comentado que no conocía Sevilla, así que tampoco conozco su famosa Semana Santa. No soy yo amante de las procesiones, pero reconozco que sí me apetecía ver algún paso porque suelen ser magníficos y llamativos. Me dijeron que ante la inminencia de la Pascua cristiana muchos templos tenían en su interior ya preparados esos espectaculares pasos. En Triana encontré una iglesia abierta y me introduje en ella a ver el que correspondía a la cofradía del Cristo de no-sé-qué. Ahí vino otra decepción: el paso era espectacular, sí, lleno de soportes de plata repujada para las velas, con un palio de terciopelo rojo lleno de flecos y bordados de oro, pero el Cristo no estaba en ningún lado, ni en el paso ni en la iglesia. Salí mosqueada del templo y reparé que justo al lado había un bar, era la hora del aperitivo y, sabiendo cómo son los sevillanos y lo contagiosa que es su alegría de vivir, me pregunté si no estaría ahí confraternizando con sus porteadores.

Iglesia donde el cristo del paso se encontraba ausente, posiblemente estuviera tomándose una caña en el bar de al lado

Iglesia donde el cristo del paso se encontraba ausente, posiblemente estuviera tomándose una caña en el bar de al lado


Me habían dicho que Sevilla era una ciudad grande y cosmopolita, pero tranquila y segura. Mentira. Muchas de sus calles son peatonales, o eso parece, porque no pasan coches, pero sí pasan patinetes, bicicletas y tranvías, todos muy silenciosos pero veloces. Además, el carril bici se confunde con el resto del pavimento de la calle lo que para una madrileña acostumbrada en su ciudad a ver los carriles bici con colores chillones resulta desconcertante y motivo de mucho peligro porque te sales del lugar pensado para el peatón sin comerlo ni beberlo. Paseando una mañana por la avenida de la Constitución, entre las bicis, los patinetes y los tranvías, estuve más expuesta a ser atropellada que en cuarenta años viviendo en Madrid donde sus conductores tienen fama de pasarse el código de la circulación por el forro del abrigo. Está bien que se preserve la salud de los sevillanos con transportes poco contaminantes provocando un descenso de enfermedades pulmonares, pero no sé yo si, en contraposición, el número de traumatismos ha aumentado.

Pero no solo el tráfico no contaminante es peligroso. Sevilla huele muy bien, lo reconozco, huele a azahar gracias a los naranjos que adornan hasta el último rincón de esa ciudad maravillosa, pero si las flores de esos árboles dan un aroma estupendo, los frutos, o sea, las naranjas, dan unos sustos morrocotudos. Dichas naranjas son de un tamaño considerable y tienen la costumbre de caerse del árbol de vez en cuando lo que supone que al llegar al suelo se espachurran con el consabido desparrame de pulpa y zumo, aunque si antes de llegar al suelo pillan en su trayectoria la cabeza de algún turista despistado, al desparrame pringoso de pulpa y zumo se añade un chichón de dimensiones nada desdeñables.


Plaza de Doña Elvira, llena de naranjos. Obsérvese el tamaño de las naranjas caídas en el suelo


El último día de mi estancia en Sevilla lo dediqué a visitar el Real Alcázar. Un lugar magnífico elegido por los reyes de diferentes dinastías para alojarse en él durante sus estancias sevillanas. Paseé entre sus jardines y sus diferentes palacios. En uno de ellos me llamó la atención un piano de cola, no por el instrumento en sí, sino porque en él había un cartel pidiendo que no se tocara. Entiendo que era una pieza antigua y muy valiosa y no era cuestión de que algún espontáneo se pusiera en plan Mozart a darle a la tecla, pero eché de menos esa precaución sevillana en la terraza donde un desalmado nos atronó los oídos con su cante desafinado, el ayuntamiento debería considerar poner un cartel parecido en su guitarra.


Tentada estuve de llevarme el cartelito y ponérselo en la guitarra del "agradable" cantaor que nos "amenizó" la cena en una terracita.


Si más sobresaltos, terminé mi estancia en Sevilla, regresé a mi ciudad y con la misma idea en la cabeza que aquella primera vez en la que estuve de paso: volver. Espero que no discurran otros treinta años para ver cumplido mi deseo.

 

GALERÍA DE IMÁGENES













Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores