Los hombres estaban exhaustos, no podían más. Aquellas tierras eran muy
poco hospitalarias. Gonzalo pensó en su pequeña aldea en Cáceres y añoró la
vida apacible que allí llevaba, llena de estrecheces y penurias, pero menos
peligrosa si se comparaba con lo que estaba padeciendo desde hacía tres
semanas.
La humedad calaba hasta las entrañas, los mosquitos eran de dimensiones
gigantescas con unos picotazos acordes al tamaño. Aquellas selvas estaban
infestadas de animales a cuál más peligroso y mortal y las gentes que poblaban
la zona eran belicosas e igualmente mortales, disparaban unos dardos envenenados
que paralizaban a quien los recibía en sus carnes para luego morir asfixiado
cuando los pulmones se negaban a coger aire. Esos malditos indios de Tierra
Firme no eran nada amigables, no señor, desde luego no se parecían en nada a
los que recibieron unos años atrás a la tripulación del almirante Colón.
Ir al Nuevo Mundo había sido una estafa. Así lo veía Gonzalo. Le prometieron
gloria y riquezas, pero había desembarcado hacía más de un año y seguía siendo
tan pobre como en su pueblo cacereño y, además, con grave riesgo de perder la
vida de muchas maneras siendo todas ellas terribles.
—¡Cuerpo a
tierra! Indios entre los árboles —gritó
una voz detrás de Gonzalo.
El muchacho se tumbó cuán largo era y se intentó cubrir la cabeza sin
saber muy bien de dónde venía el peligro que acababan de anunciar. Nada más
tirarse al suelo una carcajada se oyó por encima de él.
—¡Pardiez,
Gonzalillo! Mira que eres asustadizo, solo te ha faltado ponerte a llorar.
Quien así se burlaba era Marcial, un viejo soldado al que le faltaba casi
toda la dentadura y le sobraba mala leche. Después de matar indios, lo que más
le gustaba era abusar de los novatos de la expedición.
Gonzalo se levantó con el rostro enrojecido por la vergüenza de haber
sido, una vez más, el motivo de las bromas de Marcial. Antes de que decidiera qué
hacer con ese malnacido que tan amargo le estaba haciendo el viaje (como si no
fuera suficiente incomodidad lidiar con los peligros de la selva) una voz
autoritaria se oyó por encima de las risas de Marcial.
—Dejad las
chanzas para cuando la ocasión lo permita —dijo el capitán Pizarro—. Estad atentos porque podemos ser víctimas de una
emboscada en cualquier momento.
Todos continuaron avanzando en completo silencio por la trocha que la
avanzadilla de los sesenta y siete expedicionarios había abierto entre la exuberante
vegetación. Aquel istmo era bastante más ancho de lo que los indígenas le
habían dicho al gobernador del Darién. «Otra estafa más», pensó Gonzalo, «Esta
selva del demonio no se acaba nunca».
—Voy a subir a
aquel cerro, a ver qué se divisa desde allí —dijo otra voz más potente aún que la del capitán.
Quien eso había dicho era el gobernador del Darién y jefe de la
expedición; venía sudoroso y con un machete en las manos, él mismo formaba
parte de la avanzadilla que iba desbrozando la maleza para dejar paso a sus hombres.
—Señor Balboa
¿no sería mejor que fuera uno de nosotros para no exponeros vos? —replicó el capitán Pizarro.
—No, Paco.
Quiero ser el primero en ver lo que sea que se vea desde allí —contestó el gobernador.
—Como ordenéis —dijo el subordinado
inclinando la cabeza y acercándose más a su jefe para susurrarle teniendo
cuidado de que nadie más le oyera—.
Por cierto, señor, os agradecería que no me llamarais Paco, prefiero Francisco,
si no os importa.
—Pero Paquito,
nos conocemos desde hace tiempo.
—Ya, sé que os
mueve la camaradería que tan generosamente repartís entre vuestros hombres,
pero ese diminutivo me resta autoridad y… bueno, si alguna vez descubro yo algo
por mi cuenta, pues… no sé, Paco Pizarro queda… como poco serio. No sé si me
comprendéis.
—Te comprendo, Paco,
te comprendo. Lo que no comprendo es qué vas a descubrir tú si se puede saber —le contestó el gobernador achicando
los ojos.
—Aún no lo tengo
pensado, pero me da que más al sur hay muchos sitios por encontrar y descubrir.
Imaginad que me encuentro con un pueblo con una organización administrativa extensa,
con cultivos en terrazas sobre las laderas de las montañas, con ganado de alpacas
y llamas, con…
—Para, Paco. ¿De
qué estás hablando? ¿Qué es eso de alpacas? ¿Cultivo en terrazas? Demontres, a
ti te ha picado algún bicho y te está haciendo desvariar —contestó el gobernador alzando
el morrión para rascarse la cabeza—.
Habla con el cirujano y que te eche un vistazo. Te necesito a mi lado ahora que
ya estamos llegando.
—¿Seguro que ya
hemos llegado? —preguntó
a su vez el capitán saliendo de la ensoñación en la que sus ansias de conquista
le sumían en los momentos más inoportunos imaginando imperios fantásticos.
—Si dejamos la
cháchara y me subo a ese cerro, ya te lo diré. Pero como no haces más que
entretenerme… (1)
Finalmente, el gobernador Vasco Núñez de Balboa dejó al capitán Pizarro
junto a los demás expedicionarios para subir él solo la loma que tenían frente
a sí. La explicación a esa subida en solitario fue que él y solo él debía ver por
primera vez el mar del que los indígenas le hablaban desde hacía unos cuantos
años, la realidad era que las aguas inmundas que estaban bebiendo le habían
provocado unos retortijones espantosos y necesitaba soledad y tranquilidad para
aligerar las tripas que llevaban horas dándole la tabarra.
Empezó a subir mirando hacia atrás a sus hombres, en cuanto los perdiera
de vista se agacharía tras algún matorral y aliviaría el intestino, sin embargo,
el capitán Pizarro no quería dejar de verlo por si recibía algún tipo de
agresión y le siguió a cierta distancia, Balboa apremió el paso y Pizarro hizo
lo mismo. «¡Cáspita, Paco!, ¡qué terco eres!» pensó el gobernador. Al final
llegó a la cima y, mientras maldecía por no poder evacuar como él había pensado,
levantó la cabeza y contempló en el horizonte una extensión inmensa de agua. Un
mar desconocido. Los indígenas tenían razón.
Con los ojos anegados en lágrimas se quedó contemplando el paisaje
desplegado ante él y se arrodilló dando gracias a Dios por la hazaña conseguida,
después llamó por señas a sus capitanes. Estos llegaron corriendo, el primero
fue Pizarro, y unos cuantos metros más atrás el resto de la expedición.
Cuando todos estuvieron en la cima miraron al frente donde Núñez de
Balboa no hacía más que llorar (los retortijones le estaban matando). Quién lo iba a decir, tan arrojado en la lucha
y ahora se ponía sensible ante la visión del mar.
—¿Dónde está el
oro? —dijo uno de los
expedicionarios con extrañeza.
—Eso, ¿dónde
están los tesoros? —dijo
otro—. Yo no veo nada
más que agua.
—Este es el
tesoro —contestó Núñez
de Balboa aún con lágrimas en los ojos y señalando el océano.
—¿Eso? ¿Hemos
pasado las de Caín para ir a la playa? ¿En serio?
Quien así hablaba era Gonzalo, él nunca había visto el mar hasta que se
embarcó para ir al Nuevo Mundo, y aunque tuvo que reconocer que ver tanta agua junta
le impresionó, el océano no le agradó, demasiado vaivén y demasiada humedad
para su gusto, además la sal lo acababa impregnando todo. Andar durante semanas
atravesando selva, ríos infestados de bestias y zonas llenas de indios
belicosos, para ver mar… eso sí que era una estafa. En qué hora se le ocurrió
salir de su pueblo.
El capellán comenzó a entonar un Te Deum mientras que los hombres
se persignaban. El escribano Andrés de Valderrábano se dispuso a tomar nota de
lo que allí ocurría rogando para su coleto que el nombre que le pusieran a
aquello fuera sencillito (conocía las peripecias de otros colegas y sabía que
los nombres locales eran muy difíciles de transcribir).
—Don Andrés, registrad
todo lo que aquí está aconteciendo—dijo
con solemnidad Vasco Núñez de Balboa—.
En el día veinte y cinco de septiembre del año de mil quinientos y trece tomo posesión en
nombre de nuestra reina Juana y su padre el rey Fernando de este nuevo mar que
llamaré… ¡Mar del Sur!
El escribano no pudo
reprimir un gesto de alivio cuando oyó el nuevo nombre, aunque le pareció algo
soso. Después de todo lo que habían penado para llegar hasta allí, llamar Mar
del Sur a aquella extensión enorme de agua era algo decepcionante.
Para decepción la que
tenía Gonzalo. A él también le parecía un nombre tonto. Ya que no había oro, al
menos le podían poner un nombre más rimbombante para, cuando volviera a su
pueblo, poder fardar de hazañas que tuvieran renombre. «¿Y tú qué hiciste por
el Nuevo Mundo?» «Pues participé en el descubrimiento del Mar del Sur» «¿Y para
eso tanta historia? Tu primo Marcelo se fue a La Coruña y estuvo en el Mar del
Norte». Sentado en el suelo, Gonzalo se puso a mirar el mar; parecía una superficie
sólida de tan calmo como estaba. «Qué pacífico está» pensó. Pacífico… ese sí que era un nombre adecuado. «¿Y tú qué
hiciste por el Nuevo Mundo?» «Pues participé en el descubrimiento del océano
Pacífico». Esa sí sería una buena historia que contar, no lo del Mar del Sur, vaya
chasco. Definitivamente, el Nuevo Mundo era una estafa.
(1)
El diálogo entre Francisco Pizarro y Núñez de
Balboa es pura invención de la que esto escribe, pero lo que no es inventado es
que Pizarro participó como capitán en la expedición que acabó descubriendo lo
que hoy llamamos océano Pacífico. La mayor extensión de agua del planeta.