—Bueno, pues al
final la cena ha salido bastante bien, ¿no crees?
Eso le dijo
Rafa a su mujer mientras recogían la cocina y ponía en marcha el lavavajillas.
—¿Bastante
bien? ¿En serio? ¿De qué estás hablando, Rafa? —contestó una malhumorada Marta—
Mi madre me ha pedido el número de un abogado matrimonialista, mi hermana ha
dicho que el año que viene celebrará la Navidad en Londres, tu madre ha
anunciado que la próxima Nochebuena se presentará voluntaria para atender un
comedor social y mi padre le ha preguntado a tu madre que qué hay que hacer
para cenar allí. ¿A eso le llamas tú salir bien?
—Al menos el
próximo año cenaremos solos, así no tendrás que agobiarte por el menú. Pedimos
cualquier cosa a Glovo o a JustEat y listo. ¡Solucionado! —contestó Rafa
entusiasta.
—¿Una cena de
Nochebuena solos? ¡Qué tristeza, por favor!
—A ti no hay
quién te entienda, Marta. Por estas fechas siempre te estás quejando del
trabajo, que si los preparativos, que si
el menú y cuando hay una posibilidad de ahorrarnos todo eso vas tú y te
lamentas. Para mí que estás bajo los efectos del síndrome de Estocolmo.
—Pero es que
estas fechas son para pasarlas con la familia…
—Pero si la
familia es una tocanarices que solo sabe despotricar y dar la nota, lo mejor es
que cada uno se quede en su casa, o en Londres —añadió Rafa pensando
especialmente en su cuñada favorita.
A pesar del
disgusto, Marta estaba segura de que el año siguiente volverían a reunirse
todos, porque sus padres no se divorciarían —llevaban amenazando con el tema
desde hacía años— y su hermana no se iría a Londres porque seguramente para
entonces ya habría roto con el anglicano ya que sus novios no le duraban más de
cinco o seis meses.
—Venga, Marta.
Para que se te quite el sofocón aquí tienes mi regalo de Papá Noel.
—Pero si
quedamos en darnos los regalos en Reyes.
—Bueno, este obsequio
no puede esperar tanto —contestó él al mismo tiempo que le tendía un sobre a
Marta.
Sorprendida,
Marta tomó el sobre y lo abrió. Dentro había cuatro billetes de avión.
—¿Nos vamos de
viaje? —exclamó Marta con los ojos abiertos de par en par.
—Para que no
tengas que preparar más cenas ni nada por el estilo, y lejos de la querida
familia. Nos vamos a celebrar la Nochevieja fuera.
—¡A Canarias!
—Sí, a la isla
de La Palma —contestó Rafa—. Mañana hacemos las maletas.
***
Mientras
esperaban en la cola de facturación del aeropuerto, Marta tenía la desagradable
sensación de que se había olvidado meter algo en el equipaje. Sabía que en las
islas afortunadas la temperatura era mucho más suave que en la península, pero
no dejaba de ser invierno y ella, por si acaso, había puesto ropa de abrigo y
también de verano. Esa previsión se había traducido en que llevaban tres voluminosas
maletas.
—Marta, nos
vamos a pasar cinco días fuera de casa y parece que emigramos a otro país —contestó
Rafa mientras agarraba a Jorge que estaba subido a uno de los trolleys.
—Nunca se sabe,
por el día puede que haga calor pero por la noche seguro que refresca.
Ya instalados
en sus asientos correspondientes del avión y mientras esperaban pista para
despegar, el personal de cabina se dedicó a explicar el protocolo de actuación
en caso de accidente. Como era habitual casi nadie prestó atención a las
maniobras de los auxiliares de vuelo, tan solo un señor mayor atendió a las
instrucciones con interés. Incluso llegó a preguntar a su vecino de al lado una
cosa que no había entendido sobre cómo ponerse el chaleco salvavidas, algo que
le preocupaba porque él no sabía nadar, a lo que su vecino le contestó que no
se inquietara, que si el avión se caía al mar daba igual llevar el chaleco que
no, porque en el agua iban a quedar todos hechos papilla.
—Mamá, en
Canarias es una hora menos que en casa, ¿a qué sí? —le dijo Jorge mientras
miraba por la ventanilla del avión.
—Sí, hijo.
—Entonces, ¿vamos
a tomar las uvas más temprano?
—¿Más temprano?
—Cuando den las
doce en casa, donde vamos será más pronto.
—Eso da igual,
las uvas se toman a las doce.
—Las once en
Canarias —añadió Rafa guiñando un ojo a Jorge.
—No, a las doce
donde se esté —porfió ella pero cada vez más insegura.
—Pero tú, mamá,
siempre has dicho que había que tomar las uvas con el reloj de la Puerta del
Sol, que si no daba mala suerte.
—La mala suerte
viene si no se toman las uvas, no depende del reloj —contestó ella ya dubitativa
pues era muy supersticiosa.
La verdad es
que desde que tenía uso de razón Marta había tomado las uvas al son de las
campanadas del reloj ubicado en la Puerta del Sol. Cuando era pequeña porque
era el único sitio desde donde la televisión conectaba; luego, con los años, la
oferta se amplió a más lugares según las diferentes televisiones autonómicas, pero
ella siguió con esa costumbre hasta hacerla inherente al hecho de tomar las
uvas. Nunca se le había presentado una ocasión donde el horario no coincidiera
y por tanto el famoso reloj no era el adecuado.
—Rafa, es
cierto —le dijo Marta a su marido y con cierta alarma en la voz—. En Canarias
no podemos tomar las uvas con el reloj de la Puerta del Sol
—No fastidies,
Marta ¡Qué más dará!
—Mira que si
luego tenemos mala suerte...
Rafa la miró con
condescendencia y, como ya estaba habituado a sus paranoias, intentó conciliar
las manías de su mujer con la situación actual.
—Vamos a ver, podemos
hacer tres cosas. Una, tomar las uvas a las once y coincidiendo con la
retrasmisión de la Puerta del Sol. Dos, acceder a la grabación de las
campanadas por internet y ponerla cuando sean las doce en la isla. Tres, y la
opción más lógica y natural, pasar de tonterías y tomar las uvas con el reloj
que tengamos más a mano en ese momento.
—¿Y eso dónde
será? ¿ya has pensado dónde? ¿En la habitación del hotel, o en la recepción?
¿En la calle? ¿En la playa? ¿Hay relojes con campanas en las playas? —respondió
Marta hiperventilando y con claros signos de angustia en la cara.
—Pues no lo había
pensado, la verdad. Pero seguro que en la ciudad hay algún lugar con un reloj,
y supongo que ahí darán las doce.
—¿Con
campanadas? —insistió Marta ya en ataque de ansiedad.
—No lo sé,
Marta. Con campanadas o con algún otro tipo de sonido. Tranquila, cariño, no te
me pongas paranoica ¿vale? —respondió Rafa, al que ya se le estaba agotando la
paciencia.
Cuando se
instalaron en su hotel, la recepcionista les invitó a asistir al cotillón de
Nochevieja que la dirección había organizado para todos los clientes, pero Rafa
declinó el ofrecimiento alegando que eso estaría lleno de jubilados extranjeros
y que él prefería celebrar la entrada del año nuevo entre gente que hablara su
mismo idioma. Marta, ante la eventualidad de no encontrar un reloj adecuado
para las campanadas, no las tenía todas consigo pero su marido la convenció razonando
que si la mayoría de los clientes del hotel eran alemanes lo más seguro es que
dieran las campanadas en su idioma y eso iba a ser más engorroso.
—¿Tú sabes cómo
se dice “Ahora vienen los cuartos” en alemán? No, ¿verdad? Pues imagínate el
follón, seguro que nos confundimos. Ya nos liamos todos los años y eso que nos lo explican en español...
Fue la propia
recepcionista la que les informó que en Santa Cruz de la Palma los habitantes
de la ciudad solían congregarse en una plaza donde tomaban las uvas cuando el reloj
de la iglesia de San Salvador diera las doce de la noche.
El 31 de
diciembre, tras cenar en un restaurante del paseo marítimo de Santa Cruz, se
encaminaron a la iglesia que les había indicado la empleada del hotel. Llegaron
a las once y media —hora canaria— y allí ya había bastantes parroquianos con
matasuegras, gorritos de fiesta y botellas de champán o de vino preparados para
despedir el año.
Inés se había
quedado dormida en su carrito y Jorge estaba encantado de celebrar la
Nochevieja en la calle y en manga corta.
—¿Estás ya más
tranquila? —comentó Rafa.
—No sé, ¿seguro
que ese reloj da la hora con campanadas? —contestó Marta que cuando se ponía
paranoica era muy insistente.
—No creo que
esta gente se haya venido hasta aquí para tomar el fresco. De verdad, cuando te
da por un tema…
En ese momento
Marta empezó a rebuscar frenéticamente en su bolso, al no encontrar lo que
buscaba comenzó a gemir. Rafa se preocupó cuando su mujer le miró asustada y
muy pálida. Lo primero que pensó es que se le habían indigestado las papas
arrugás que habían tomado un rato antes, un plato que a Marta le gustaba mucho
y que comía sin moderación. Pero luego se dio cuenta de que la cara de horror
de su mujer era debida a algo diferente a una mala digestión.
—¡Las uvas! ¡No
las tengo!
—Venga ya,
Marta. No gastes bromitas que los Santos Inocentes fueron hace tres días.
—No es una
broma. Cogí las bolsas que nos regalaron en el hotel, pero me las debí de dejar
en la mesita de la habitación —contestó ella con la cara completamente
desencajada.
Cuando Rafa se
dio cuenta de que su mujer no estaba bromeando recurrió de nuevo a su
pragmatismo.
—Tranquila, no
pasa nada. Aún faltan veinte minutos para la medianoche. Me voy a comprar uvas.
—¿Comprar uvas?
¿A estas horas? Tú deliras.
—Que no, que
seguro encuentro algún sitio donde me las den. Un bar o una tienda de chinos.
Ya verás. Espérame aquí con los niños —dijo Rafa mientras salía corriendo.
Marta miraba
impaciente el reloj de la iglesia donde los minutos iban transcurriendo y
acercándose a las doce inexorablemente, y Rafa sin aparecer. Esperaba
fervientemente que su marido tuviera suerte con su búsqueda y que encontrara
las uvas sin equivocarse. Rafa era muy despistado al hacer la compra,
especialmente en Canarias. Un verano, en Lanzarote, se fue al súper a comprar
pepino para prepararse unos gin tonic
en el apartamento de vacaciones y apareció con un calabacín. Lo mismo ahora
traía ciruelas en lugar de uvas, este hombre era tan imprevisible…
Cuando solo
faltaban tres minutos para la medianoche y cuando Marta estaba a punto de
entrar en pánico, Rafa llegó corriendo con una bolsa de plástico, de ella sacó
tres racimos de uvas. En realidad eran los restos que un restaurante le había
regalado donde faltaban las uvas más grandes y solo quedaban las pequeñas, las
que nadie quiere.
—¡Aquí están
las uvas! —dijo un Rafa exultante.
—Son muy
pequeñas —le contestó Marta.
—Es que aquí,
como llueve poco, la fruta crece menos. Lo mismo pasa con las patatas, las
papas. Además, mejor así. Siempre te quejas de que las uvas grandes no te da
tiempo a masticarlas y acabas con todas en la boca. Ahora podrás comerlas
tranquilamente.
Con
desconfianza Marta miró su racimo y no quedó convencida. Le dio uno de los
racimos incompletos a Jorge.
—Mamá, aquí hay
más de doce uvas —dijo el niño con cara de extrañeza.
—Sí, pero no da
tiempo a contarlas, tú vete comiendo según suenen las campanadas y cuando se
paren dejas de comer ¿de acuerdo?
—Vale —dijo Jorge
encogiéndose de hombros. Lo de celebrar la Nochevieja al aire libre era algo no
solo novedoso para el niño, también muy diferente a lo que estaba acostumbrado.
—Rafa, por Dios,
dime que no has recogido la uvas de un contenedor de basura.
—Que no, ¿por
qué te tienes que agobiar con todo?
—Porque tú no
me lo pones fácil.
—Te recuerdo
que fuiste tú la que se olvidó las uvas en el hotel.
—Pero tú podías
haberme preguntado si las había cogido…
Mientras Rafa y
Marta discutían, el reloj de la plaza comenzó a dar las campanadas, ellos entre
la algarabía del público y el poco volumen del reloj no se dieron cuenta. Jorge,
que sí estaba atento, comía sus uvas contando cuidadosamente para no llevarse
ni una más a la boca pues esa fruta no le gustaba demasiado. Al ver que sus
padres seguían hablando le dio un pisotón a Marta y fue cuando el matrimonio se
percató de lo que ocurría.
Para cuando
Marta y Rafa empezaron a comer sus uvas ya habían sonado seis campanadas, por
lo que tuvieron que comerlas de dos en dos y sin estar seguros de cuántas
estaban comiendo en realidad. Al final, y como todos los años, Marta acabó con
las doce uvas —o más— en la boca.
Entre el ruido
de los fuegos artificiales que comenzaron nada más terminar las campanadas,
Rafa cogió a Jorge en brazos y besó a Marta.
—¡Feliz Año
Nuevo! —les dijo a su hijo y a su mujer.
—¡Fefiz Faño
Fuefvo! —contestó Marta mientras intentaba masticar las uvas.
(Continuará...)
NOTA: Este relato fue escrito hace un par de semanas. Hoy, treinta de diciembre, acabo de ver en las noticias que esta Nochevieja el reloj de la Puerta del Sol se atrasará una hora cuando en las Islas Canarias sean las doce para que desde allí puedan ver las campanadas desde esa emblemática plaza. Yo estoy flipando. Por lo que se ve hay muchas Martas como la de mi relato.