En nuestra última etapa por tierras andaluzas de aquel fin de semana de
diciembre nos fuimos a Antequera. Subiendo por empinadas cuestas llegamos a la
parte más antigua y elevada de la ciudad para contemplar un paisaje
espectacular: en primer plano y a nuestros pies las viviendas de los
antequeranos y al fondo la llamada Peña de los Enamorados que asemeja el perfil
de una mujer (algo nariguda para mi gusto).
―Cuenta la leyenda que, durante la Reconquista, un comandante cristiano y
la hija de un general musulmán se enamoraron perdidamente ―dijo el guía local―,
ante la imposibilidad de su amor por la oposición del padre de ella ―no me
quedó claro si la reticencia paterna se debía a cuestiones de religión o de incompatibilidades
bélicas por eso de que suegro y yerno combatían en bandos contrarios― los enamorados
decidieron despeñarse por el pico que ahora tiene ese nombre en su honor y recuerdo.
Tras oír tan romántica historia nos dirigimos al Arco de los Gigantes. En
cuanto oí lo de gigantes pensé en mi amigo Hércules, y no hice mal porque ese
nombre también es en su honor. Parece ser que cuando anduvo por la zona no solo
se dedicó a romper cosas, también fundó ciudades y Antequera fue una de ellas. Como
si mis pensamientos fueran el catalizador para convocarle, la voz de mi héroe
favorito susurró en mi oreja.
―Para que luego te quejes de mí. Mira qué maravilla de ciudad hice.
―¡Hércules! ¡Qué alegría volverte a ver! ―exclamé con una amplia sonrisa.
A ese grandullón le estaba cogiendo mucho cariño a pesar de sus defectillos.
Él también sonrió e infló el pecho supongo que ufano de ser tan bien
recibido, algo que a su desmesurado ego siempre le venía muy bien.
―La verdad es que tienes razón. La ciudad es muy bonita y el entorno
espectacular. Fíjate en esa montaña del fondo ―señalé la Peña de los Enamorados
con su perfil femenino― es impresionante. Por cierto, tú no tendrás nada que
ver con su formación, ¿no? ―añadí suspicaz, ya que mucha de la orografía que me
estaba encontrando por la zona tenía su origen en alguna trastada del héroe
fortachón.
―No, yo en eso ―hizo un gesto de desagrado― no intervine.
En su tono de voz me pareció percibir cierto desdén y me entró
curiosidad, así que decidí tirarle de la lengua picándole.
―Pues mira, no estaría mal que te dedicaras de vez en cuando, y para
variar, a hacer cosas chulas como ese perfil de mujer y no a romper montañas y provocar
que el agua se salga ―le dije recordando cómo, según él, se había formado el
mar Mediterráneo (Crónicas hercúleas II) o cómo se originó el desfiladero de los Gaitanes
(Crónicas hercúleas I).
―¿Hacer figuritas te parece bien? ―me respondió con burla―. Y, encima,
para homenajear a dos idiotas que se suicidaron por amor ―volvió a burlarse.
―¿Qué tiene de malo? A mí me parece muy romántico que dos enamorados se
suiciden ante la imposibilidad de su amor.
―¡Por favor, Kirke! Me estás decepcionando. ¿Dónde está la hechicera que
convertía en cerdos a los que le llevaban la contraria?
―Bueno, también me enamoré de Ulises ―le dije algo mosqueada y
plenamente consciente de que yo no era la Kirke que él creía, pero me
interesaba mantener el engaño en el que él se encontraba.
―Ya, pero cuando se fue de tu isla y te abandonó, no te suicidaste,
seguiste con tu vida tan ricamente. Quien no supera un fracaso amoroso, es un
patán ―dijo con desprecio.
―No seas tan duro. Pobrecillos ―pensé en aquella pareja a la que las
circunstancias les impidieron estar juntos―. En una situación parecida ¿qué
habrías hecho tú?
―Escaparme con la chica.
―Ya, pero su padre habría mandado ejércitos en busca de ellos.
―Vale, rectifico. Mato al padre primero y luego me escapo con la chica.
La simplicidad del razonamiento de Hércules era casi infantil, pero
tenía que reconocer que el ser tan básico a veces facilita mucho las cosas y
hace la vida menos complicada y dramática, por lo menos para los amantes del
caso, aunque no para el padre de ella.
Iba a replicarle que su manera de resolver los problemas era demasiado
violenta (aunque el suicidio tampoco es una solución dulce precisamente), pero
entonces nuestro guía nos dijo que debíamos coger el autocar para ir al Torcal
de Antequera, última parada de nuestro viaje. Aturdida por las prisas pues
íbamos con poco tiempo no me despedí de Hércules.
El Torcal de Antequera es un paraje natural famoso por las sorprendentes formas que la erosión ha moldeado en las rocas. Las formas sorprendentes más que verlas las intuí porque había una niebla del copón y no se veía un carajo. A quien sí vi perfectamente fue a Hércules: ahí estaba de nuevo esperándome con las manos apoyadas en la cadera y, de golpe, se me quitó el disgusto de no poder contemplar en todo su esplendor el torcal.
―Rocas dignas de un titán ―dijo mirando a su alrededor y con la
sonrisita de suficiencia que a mí me ponía de los nervios.
Pensé que, de nuevo, me iba a contar alguna historieta sobre la
formación del torcal donde él, cómo no, tendría un papel protagonista, así que
decidí adelantarme y contarle yo cómo se formó todo aquello.
―Esto que ves es una formación kárstica, y es el resultado de las
reacciones químicas entre el agua y la roca caliza ―mi erudición no se debía a
un repentino recordatorio de mis olvidadas clases de geología, sino a que me
acababa de leer el folleto explicativo que nos habían entregado en la entrada―.
Cuando el agua de la lluvia forma, con el dióxido de carbono del aire, ácido
carbónico, este ataca la caliza y la transforma en bicarbonato cálcico que es soluble
en agua y que es arrastrado por ella, creando en su trayectoria estas formas
tan raras.
Tras mi discurso geoquímico, Hércules se quedó callado, por un momento
creí que se había dormido de aburrimiento por mi charla, pero no fue así. Tras
esos segundos de silencio, volvió a sonreír y dijo:
―Vaya. El agua, otra vez. Ya estamos con cuentos de viejas.
―Ahora me vas a decir que esto también lo hiciste tú, claro ―le rebatí
mosqueada.
―No. Esto no lo hice yo, pero si hubiera querido lo habría hecho.
El grandullón era simpático, pero también insufrible cuando se ponía
así.
―Claro, claaaaro. Y… ¿cómo lo habrías hecho exactamente?
―Pues… con las uñas ―me respondió tras tocar una de las rocas―. Esto es
muy blando ―añadió tras llevarse entre los dedos parte de la piedra que se
había desmenuzado con la presión de sus poderosas manos.
―Qué presumido eres. Será cosa del Olimpo, pero los de allí sois un
pelín chulos, perdona que te lo diga ―le dije yo con tono chulesco a mi vez.
―Oye, no me provoques. Además, no presume quien quiere, sino quien puede.
Esto ya era el colmo, cuando se ponía así no lo soportaba. Al final, mi
relación con el héroe iba a acabar mal. Decidí callarme para no liarla más,
pero él volvió a sonreír.
―Para que veas que no miento, te voy a demostrar que sí puedo hacer algo
así ―añadió conciliador.
Entonces, se giró y se inclinó sobre dos rocas. Como me daba la espalda
no pude ver qué estaba haciendo, tan solo oía ruido como de arañazos. Tras unos
pocos minutos, se irguió y apartándose me mostró lo que había hecho.
―Esto es para ti ―me dijo―. No sé muy bien qué significan estas mujeres,
pero me he dado cuenta de que te gustan mucho ―añadió señalando mis pendientes
y el broche que llevaba en la chaqueta.
Inconscientemente me los toqué y al tacto recordé que tanto el broche
como los pendientes eran figuras que simulaban a las meninas; esas representaciones
de los personajes de Velázquez que ahora abundan por doquier y que a mí me
encantan pues las colecciono tanto en joyas, en figuritas de adorno o, incluso,
en abanicos.
Cuando me fijé en la ofrenda que me hacía Hércules abrí los ojos con
asombro: eran dos meninas. Flipé en colores y se me saltaron las lágrimas.
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Mis meninas hechas por Hércules, ¿a que molan? |
―¡Qué! Te has quedado alelada, hechicera. Esto no lo haces tú con tus
pócimas, ¿a que no?
Aún impresionada fui incapaz de articular palabra. Hércules se acercó a
mí, y me pasó uno de sus enormes y musculosos brazos por los hombros, lo que provocó
que me hundiera los pies dos centímetros más en la tierra.
―Yo… esto… no sé qué decir. Es alucinante, pero creía que hacer
figuritas no te gustaba.
―Por ser tú, he hecho una excepción. Además, te dije que yo puedo crear
una formación kárstica ―dijo lo de ‘kárstica’ con retintín― en cuanto me lo
proponga. Ahora, eso sí, yo lo llamaría de otra manera.
―¿Cómo?
―Piedras con formas raras.
Una vez más la simplicidad infantil de mi héroe favorito me hizo
sonreír. Me hubiera gustado acariciarle la cara, como se hace con un niño
cuando dice algo inocente, pero no lo hice porque su rostro estaba fuera de mi
alcance ya que era tan alto que ni poniéndome de puntillas hubiera llegado a
tocarlo con la punta de los dedos.
―Muchas gracias, Hércules. Es todo un detalle por tu parte ―miré embelesada
«mis» rocas.
―De nada. Ya tienes un recuerdo mío, llévatelo y cuando lo mires podrás
acordarte de mí.
―Bueno, lo de llevármelo, va a ser complicado.
―¿Por qué?
―Porque pesan un poquito y el tamaño no es precisamente como para
guardarlas en cualquier sitio.
Me imaginé, en el hipotético caso de que hubiera podido arrancar esas
dos rocas, intentando meterlas en el autocar primero y en mi casa después.
―Pero yo las he hecho para ti ―dijo Hércules con la frustración de un
niño al que le niegan algo.
―Lo siento, no todos somos como tú, ni vivimos en tu misma dimensión.
Viendo la expresión abatida en el grandullón, me sentí como una madre
cuando le enseña a su hijo que la vida no siempre nos da lo que queremos.
―Pero, mira, voy a hacer una foto, luego la enmarcaré y la tendré bien
visible en mi casa para verla a todas horas y así recordarte ―le dije para
animarle―. ¿Qué te parece?
―Vaaale. Está bien. ¿Seguro que la verás a menudo? ―me dijo con el ceño
fruncido.
―Seguro. Te lo prometo. Y aunque no la viera, siempre me acordaré de ti
―añadí con un nudo en la garganta.
Hércules vio la tristeza en mi cara y entonces fue él quien me animó.
―De todas formas, nos seguiremos viendo, así que no podrás olvidarte de
mí.
―Ya me gustaría, pero es que hoy regreso a casa, me voy de aquí ―abrí
los brazos intentando abarcar así la amplia zona por la que nos habíamos estado encontrando.
Mi casa se encontraba en Madrid y allí, que yo supiera, Hércules no
había estado haciendo ninguno de sus trabajitos, así que la probabilidad de reencontrarnos era nula.
―No des nada por seguro, Kirke. Los dioses son caprichosos y yo he
estado por muchos sitios. Si a eso le añadimos que tú eres una viajera
curiosa... No descartes que nos volvamos a ver en algún otro lugar. Que Hermes te acompañe en tu viaje para protegerte hasta tu morada y la vida te sea propicia. ¡Hasta la
vista, hechicera!
Hércules me guiñó un ojo y caminando entre rocas sumidas en la niebla desapareció.
Deseé que sus últimas palabras fueran ciertas y me dije que quizás en el
futuro sí podríamos reencontrarnos; los seres mitológicos son arrogantes y por
eso mismo, impredecibles.
FIN
(de momento)