No
podía seguir así. Tenía que cambiar, lo que estaba viviendo no era soportable.
Había que bloquear esa desazón que todas las mañanas la embargaba y que la
llegaba a paralizar e impedir que saliera de la cama.
Remedios
nunca había tenido mucha fortuna en nada, pero de un tiempo a esta parte la
suerte adversa se estaba ensañando con ella. Estaba acostumbrada a que en los
sorteos o cualquier otro tipo de juego de azar no le tocara nunca nada, aunque
eso era lo de menos; había otros aspectos en los que la suerte también le era
esquiva y donde las consecuencias eran mucho más dramáticas.
Porque
dramático fue que se quedara sin líquido de frenos cuando estaba bajando el
puerto de Somosierra, algo que los mecánicos que inspeccionaron el coche
después del siniestro no se explicaban porque el auto era nuevo (se lo habían
entregado el día anterior). «Ha sido mala suerte, señorita» le dijo el guardia
civil que la atendió tras el accidente y mientras la introducían en la
ambulancia para llevarla al hospital.
También
fue catastrófica aquella vez que se le incendió la casa. Un escape de gas tuvo la culpa, pero Remedios
se preguntó en aquella ocasión por qué el gas acabó acumulándose en su piso si
ella tenía todo eléctrico. «A veces el gas se filtra por grietas y acaba en los
sitios más insospechados» le comentó el agente del seguro cuando fue a dar
parte del siniestro y a comunicarle que los escapes de gas, propios o
vecinales, no estaban contemplados en la póliza.
No,
a Remedios le acompañaba la desgracia. “Pupas” le llamaban sus amigos, el mismo
mote que recibía el equipo de fútbol del que era aficionada. Quizás su
infelicidad venía de una simbiosis íntima con el club de sus amores.
Eran
muchas las desgracias que jalonaban la vida de Remedios y eso la sumía en un
estado depresivo que solo se atenuaba malamente a base de medicación. Pero
debía de haber otra solución.
Un
compañero de trabajo le dijo que la mala suerte no existía, que cada uno era
dueño de su propio destino y que cada uno elige lo que le pasa. Remedios no
entendió muy bien qué quería decir con eso y tampoco tuvo ocasión de pedirle a
su colega que se lo aclarara porque el jefe de personal ese mismo día le
comunicó que estaba despedida y ya no volvió por la oficina, aunque le pareció
entender que lo había leído en un libro clandestino, oculto… o algo así.
Recordando
ese preciso día hizo memoria y visualizó el libro de marras que, además, habían
leído bastantes más miembros de su lugar de trabajo. Se trataba de El
Secreto. Decidió adquirir un ejemplar por internet, pero como ese día se
había quedado sin conexión ―estaban realizando unas obras en las conducciones
del gas― decidió bajar a la librería aledaña a su casa a comprarlo en vivo y en
directo.
Remedios
abrió el libro convencida de que en él encontraría remedio a su adversidad.
Cayó en la cuenta de la redundancia de su propósito con su nombre y enseguida
vio ahí una señal: la propia Remedios remediaría su situación. Sí que iba a ser
cierto que uno elige lo que le ocurre.
Acomodada
en el sofá del comedor se sumergió en la lectura, pasaron las horas y Remedios
no podía dejar el libro concentrada en lo que estaba leyendo. Su entrega no era
tanto debida al interés de lo que allí se contaba sino más bien a que no
entendía casi nada de lo que ahí se decía. Subrayó algunas frases y las copió
en un papel para analizarlas detenidamente y ver si obtenía alguna conclusión
que le sirviera a su caso en particular por lo de concretar y no divagar que
para divagaciones ya estaba la autora de la obra que tenía entre manos.
«Cuando
quieres cambiar tus circunstancias, primero debes cambiar tus pensamientos».
Esta frase la copió en rojo. Sabía que ahí había miga, aunque lo de cómo
llevarlo a la práctica se le antojaba más complicado. A ella, por ejemplo, le
gustaría cambiar de trabajo ―desde que la despidieron solo había conseguido un
puesto como repartidora de comida rápida y aunque lo de ir en bicicleta le
había ahorrado la cuota del gimnasio, el curro no le terminaba de convencer―.
El día anterior precisamente, y mientras pedaleaba entre el tráfico infernal de
la ciudad para llevar una ensalada César y un yogur desnatado a una clienta,
pensaba que era la directora de marketing en la misma empresa de la que fue
despedida, pero ese pensamiento no le había cambiado nada, seguía trabajando dándole
al pedal.
«Es
imposible sentirnos mal y tener pensamientos positivos al mismo tiempo». Esta
frase la apuntó con un boli de color verde, no por importante, sino por ser una
perogrullada. En el momento de escribir aquello la autora debía de estar recién
levantada después de una noche de juerga. Al menos eso le pasaba a Remedios
cuando estaba con resaca; le venían a la mente ideas simples, aunque se
mostraran en ese momento como algo excelso: me duele la cabeza y no se me va a
quitar como no me tome una aspirina.
«Cuando
más utilices tu poder interior, más poder atraerás hacia ti». Esta oración la
apuntó en color azul y flanqueada por dos signos de interrogación. ¿Qué es el
poder interior? Ella conocía casos de poderes especiales, como el de Spiderman
para moverse como una araña, o el de Superman que podía volar ―ese poder sí que
molaba, cómo le gustaría tenerlo cuando llegaba tarde para realizar una entrega―.
Aunque en esos casos se trataba de “súper” poderes, y ahí se hablaba de poder a
secas, interior, pero normal. Aun así, ella no tenía nada de eso.
«Has
de rellenar el espacio en blanco de la pizarra de tu vida con aquello que más
desees». Esto ya lo había hecho Remedios antes de leer el libro. Cuando
faltaban quince días para Navidad compró un décimo de lotería y escribió el
número en la única pizarra que tenía, una magnética pegada en la nevera de la
cocina. Todas las mañanas, y hasta que llegó el día del sorteo, miraba el
número y lo repetía mentalmente pidiendo que le cayera el Gordo. Ni la pedrea
le tocó. Remedios apuntó la frase para, acto seguido, tacharla por inexacta.
«Eres
la energía y la energía no puede ser creada o destruida. La energía simplemente
cambia de forma». Esta frase le recordó las clases de física del instituto.
¿Eso no lo había dicho antes Einstein?
«Tu
trabajo eres Tú. A menos que primero te llenes a ti mismo, no tendrás nada que
dar a nadie». Esta fue la primera frase que tuvo sentido para Remedios. Era una
verdad como un templo. En su trabajo como no llenara la cesta térmica con los
pedidos no podría dárselos a los clientes. La apuntó con el boli verde, el de
las perogrulladas.
«Aquello
a lo que te resistes es lo que atraes, porque estás fuertemente enfocado en
ello con tu emoción». Tuvo que leer este enunciado unas diez veces, no lo
entendía. Remedios era una mujer pragmática y todo lo visualizaba con hechos
tangibles. Después de darle muchas vueltas, creyó ver lo que quería decir. Era
como aquella vez, de pequeña, cuando estaba aprendiendo a andar en bicicleta: se
encontraba en una explanada vacía donde tan solo había una farola en medio. Su
padre, que le estaba enseñando, le avisó que fuera por cualquier lado menos por
donde estaba el poste de la luz, el único lugar que entrañaba peligro para una
ciclista en ciernes, pero, inexplicablemente, sus manos movieron el manillar
para dirigirse derechita a la farola que la atrajo como un imán. De aquella
experiencia sacó en claro, además de un chichón en la frente y sendos moratones
en las rodillas, que hay que alejarse de los elementos susceptibles de chocarse
cuando vas en bici; esto le fue de gran ayuda, quién se lo iba a decir, en el
trabajo como repartidora, pero seguía sin ver la utilidad para acabar con su
mala situación.
«En
lugar de enfocarte en los problemas del mundo, pon atención y energía en el
amor, la confianza, la abundancia, la educación y la paz». Esta frase la anotó
porque la puso como una moto. Después de leerla varias veces le entraron ganas
de apuntarse a tres ONG, hacerse voluntaria en un comedor social y alistarse en
el ejército para ir como casco azul a alguna zona bélicamente conflictiva.
Cuando sospechó que eso no le ayudaba a superar su estado de melancolía y menos
a tener mejor fortuna, decidió desecharla porque seguro que en una guerra el
primer obús que se lanzara le daba de lleno a ella.
«La
única razón por la que la gente no tiene lo que quiere es porque piensa más
sobre lo que no quiere que sobre lo que quiere». Tras el apunte de esta oración
Remedios añadió «El perro de San Roque no tiene rabo porque Ramón Rodríguez se
lo ha robado».
Las
horas fueron pasando entre la lectura y los apuntes hasta que unos pitidos
insistentes en su móvil hicieron que saliera de su concentración. Tenía 23 mensajes
de WhatsApp, algunos de sus nuevos compañeros de trabajo, los cuatro
últimos de su jefe que habían sido enviados con una separación de diez minutos
entre sí. Fueron estos los que la hicieron soltar el libro de golpe: «Se puede
saber dónde estás???!!!» «Hace DOS HORAS que deberías haber empezado a repartir
tus pedidos!!!» «Como no aparezcas enseguida te despido!!!» «Estás DESPEDIDA!!!!»
¡Maldito
libro! Se suponía que su lectura la sacaría del hoyo en que se encontraba y
ahora se había hundido un poco más porque al enfrascarse en su lectura había
perdido el trabajo. Cerró enfadada el manual e inspiró profundamente para
serenarse un poco. A pesar de todo quiso ser positiva y se consoló pensando que,
ya que no tenía que ir a trabajar, podría ver la final de la Champions que se
jugaba en Lisboa y en la que participaba por segunda vez en su historia el
equipo de sus amores y, en esta ocasión, además, enfrentándose al eterno rival
de los derbis madrileños.
Encendió
la televisión y nada más ver salir al campo de juego a los dos equipos, recordó
otra cosa que había visto en un tutorial de YouTube: «Si quieres modificar el
rumbo de tu vida empieza por modificar algunas cosas de tu vida».
«¿Y
si me cambio de equipo y deseo que gane el adversario?» pensó Remedios, al fin
y al cabo, el otro club también era de su ciudad y la deserción le pareció más
tolerable. Buscó una camiseta blanca para mimetizarse con su nuevo equipo y se
dispuso a ver el partido. Como si de lanzar una moneda a cara o cruz se tratara,
decidió que lo que ocurriera en esa final le daría, o no, la razón y sería la
señal de que a partir de ese momento su vida sería distinta. El árbitro dio el
pitido de inicio del juego; en dos horas, más o menos, Remedios sabría si su
infelicidad tenía fecha de caducidad.
NOTA: Soy muy crítica con algunos libros
de autoayuda, pero respeto, como no podía ser de otra manera, a quienes ven en
ellos una herramienta útil para afrontar determinados problemas. Pido disculpas
si con este relato he podido ofender a quienes gustan de leer ese tipo de
literatura en general y a quienes “El Secreto” les sirvió de ayuda en
particular.