Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

29 de noviembre de 2023

Mujer tenías que ser (I)

 

¡Vive Dios que tienen puntería las malditas!

    Así juraba el capitán Orellana mientras daba órdenes a sus soldados para responder a la lluvia de dardos que desde la orilla del río les llegaba, al tiempo que le pedía al piloto que se alejara más de la ribera para evitar que les alcanzaran las flechas. Los arcabuces, que tan útiles les podrían ser estaban almacenados en la bodega pues la pólvora se les había acabado un mes atrás, al igual que la comida; aquella travesía se estaba haciendo interminable y convirtiéndose en una auténtica pesadilla.

—¿Seguro que son mujeres las que nos disparan, capitán? —preguntó Cristóbal, un soldado veinteañero—. Nunca vi a ninguna fémina asaetear con semejante destreza. En verdad, nunca vi disparar a ninguna, ni con destreza ni sin ella.

—Yo creo que son indios con la melena más luenga de lo que es habitual en ellos —terció otro soldado mientras se agachaba para esquivar una flecha que iba directa a su cabeza.

—¿Sí? ¿Eso crees? —le replicó el capitán—. Pues además de tener más luenga la cabellera también tienen pechos más crecidos de lo que se espera en un varón. ¡Son mujeres, pardiez, y buenas guerreras! ¡Señor de Alcántara, alejadnos de aquesta orilla del diablo!

    El piloto manejó con soltura el bergantín obedeciendo a su capitán y pudieron eludir, al menos por el momento, el ataque de las mujeres.

    Se encontraban en semejante tesitura desde hacía una semana.

    Al igual que Cristóbal, muchos de los ocupantes del barco no podían creer que unas hembras les tuvieran sojuzgados de aquella manera. Todos recordaron el asombro que les embargó aquel día en que divisaron por primera vez a una de ellas.

    De la espesura de la selva salió una mujer completamente desnuda, con el pelo trenzado en pequeñas coletas que se enrollaban alrededor de la cabeza y todo el cuerpo lleno de dibujos de diferentes colores. Desde la borda, la marinería comenzó a saludarla con frases procaces que se convirtieron en gritos de estupor cuando la fémina les lanzó una lanza que se clavó más de dos palmos en el cascarón del barco a pesar de estar bien separados de la orilla donde ella se encontraba. Sin darles tiempo a reponerse del sobresalto, más mujeres aparecieron también disparando sus lanzas de las cuales una pasó a un palmo de la cara del propio capitán.

    Desde ese día los ataques no habían cesado y la moral decrecida y el cansancio estaban haciendo mella en todos. De todos los sufrimientos que en esa expedición estaban pasando este era el peor y el más humillante: ¡unas mujeres!, ¡por todos los Santos!

—Son las amazonas —explicó fray Gaspar de Carvajal, el dominico que iba a bordo del bergantín y que se encargaba de registrar la crónica del viaje—. Fueron las enemigas de Aquiles en la guerra de Troya.

—¿Y desde Troya se han venido hasta aquí?

—Cuentan que en sus ciudades solo hay mujeres —prosiguió el fraile haciendo caso omiso del comentario del piloto—, cuando quieren procrear raptan a hombres de los pueblos vecinos, y una vez satisfechos su deseo y su objetivo, los sacrifican, al igual que el fruto de esos encuentros si son varones. Tan solo se quedan con las niñas para criarlas a su semejanza y con sus mismas destrezas.

—Solo unos salvajes podrían aceptar un comportamiento tan insolente y contra natura. ¿Dónde se ha visto un lugar solo habitado por mujeres en el que los hombres simplemente sirven para sembrar su semilla? —exclamó un arcabucero que en la cubierta asistía a la plática del dominico— En la hoguera habían de arder todas. ¡Voto a Cristo!

—Hemos visto cosas excepcionales, pero aquesta es la más extraordinaria —añadió el capitán Orellana con un punto de admiración.

—Y la más sacrílega —insistió el arcabucero.

    El capitán nada añadió y se retiró a sus aposentos para reflexionar sobre cómo afrontar esta parte de un viaje que cada vez se complicaba más y más.

    En la soledad de su camarote Francisco de Orellana hizo recuento de cómo habían llegado todos a esa situación.

    Encontrar el País de la Canela, el objetivo de aquella expedición, había resultado una quimera más de las muchas que en el Nuevo Mundo se perseguían. Después de varios meses de vagar por la selva, los árboles de canela que pudieron hallar apenas eran un centenar, nada que se pudiera aprovechar como explotación de riqueza. Además, la pérdida de hombres había sido altísima, aunque fue mucho más alta entre los indígenas. Orellana recordó con un escalofrío cómo el jefe de la expedición, el más pequeño de los hermanos Pizarro, en un alarde de crueldad suprema y muy acorde al talante de sus otros hermanos, decidió masacrar a todos los indios entre guías, intérpretes y porteadores, más de mil, en venganza por no haber encontrado el maldito País de la Canela.

    Una vez que todos supieron que ese país de ensueño no existía, o al menos no se encontraba por esos lares, decidieron volver, pero la falta de alimentos y las malas condiciones de la mayoría de los supervivientes hacían que el regreso fuera poco factible. Fue entonces cuando Gonzalo Pizarro decidió construir un barco para intentar avanzar más rápido por el río que se encontraron. El propio Orellana se ofreció a ir en esa nave inestable y construida de manera tosca para buscar alimentos mientras la mayoría de los hombres, con Pizarro a la cabeza, se quedaban en la orilla a esperar la ayuda. Sin embargo, el río por el que navegaban recibía el agua de otros también muy caudalosos, de tal manera que en unos pocos días la fuerza del agua era tanta que hacía imposible volver atrás.

—Volver significa muerte segura —dijo Orellana a sus hombres cuando se planteó la cuestión—; regresar en esta nao es lo mismo que naufragar sin remedio. Tan solo tenemos una opción: seguir adelante*.

    Al mismo ritmo que el caudal del río crecía, crecieron las penalidades. Indios cada vez más belicosos los acosaban desde la orilla día y noche haciendo muy difícil proveerse de agua y alimento pues cada vez que desembarcaban el precio era la vida de dos o tres hombres asaeteados por los indígenas.

    Y ya, para rematar, después de seis meses de navegar por ese río interminable, el acoso de estas mujeres guerreras con una ferocidad inusitada en alguien de su sexo.

    Con la preocupación pintada en el rostro, el capitán se dispuso a pasar la noche rezando para que el barco abandonara lo más pronto posible el territorio de las amazonas.

    Al día siguiente, Orellana comprobó que sus rezos de poco habían valido pues las indias estaban de nuevo lanzando flechas y lanzas contra el barco.

—Capitán, se nos está acabando el agua. Necesitamos desembarcar —le urgió uno de los oficiales.

—Pues ya me diréis cómo. Esas brujas no paran de disparar. ¡Vive Dios! ¿Es que no se cansan nunca? Traedme a ese indio que viaja con nosotros desde hace dos semanas. He de parlamentar con él.

    El oficial fue en busca del indígena al que hacía alusión su capitán. Se trataba de un varón al que pillaron desprevenido mientras pescaba tranquilamente en la orilla. Orellana, conocedor de varios dialectos indígenas solía procurarse la compañía (el eufemismo que él mismo utilizaba para referirse a capturar) de habitantes de las zonas por las que pasaban para obtener información.

    Un individuo bajo pero fornido, con el pelo rapado a la altura de las orejas y con la nariz atravesada por un fino hueso, apareció ante el capitán.

—Wayana, tienes que ayudarnos —le dijo Orellana al recién llegado para, acto seguido, seguir hablando en una lengua desconocida para los demás.

    Durante un buen rato, el español y el indio anduvieron intercambiando frases que nadie más entendió.

—Dice Wayana que el país de estas mujeres, al que rinden pleitesía todos los poblados en muchas leguas a la redonda, se acaba en un día, a lo sumo dos. No hay que dejar lugar a la desesperación, tened un poco más de paciencia —tradujo Orellana a la tripulación una vez terminado el parlamento con el indio—. Así que a aguantar un poco más y nos zafaremos de estos demonios encarnados en mujer.

    Nadie de los presentes objetó la orden de su capitán, pero varios de los soldados se miraron entre sí con la duda en los ojos.

—¿No crees que el capitán sabe demasiadas lenguas? —dijo Cristóbal a uno de sus compañeros.

—Es hombre culto y letrado.

—Ya, eso sí, pero… no sé, me da que la mayor de las veces se inventa lo que traduce. En La Española he visto cómo trabajan los intérpretes y siempre es dificultoso el pasar de una lengua a otra, siempre se traban, o dudan antes de decir muchas de las palabras, pero el capitán… lo dice todo de corrido.

—Ya te he dicho que es un hombre leído y muy listo —le contestó el compañero dándose la vuelta y zanjando el tema.

    Cristóbal no andaba errado con su apreciación. Francisco de Orellana era bueno aprendiendo lenguas y siempre le fue muy útil, así conseguía entenderse con los indígenas y obtenía informaciones muy valiosas, pero era cierto que estaban recorriendo tierras muy alejadas de las que él conocía y el habla de sus gentes en nada se parecía a los idiomas que él, más o menos, podía entender.

    Aunque el compadre de Cristóbal también tenía razón: Orellana era muy listo. Y también buen capitán. Sabía cuán importante es tranquilizar a la tropa y evitar que el pánico se propague. No había entendido ni una palabra de lo que el indio Wayana le había dicho, pero disimuló y se inventó que pronto saldrían de la zona de las amazonas para que no cundiera el desánimo ni hubiera altercados. Ahora solo esperaba que lo que había hecho pasar por una información de su invitado se hiciera realidad. En algún momento debería de acabarse el país de las amazonas. Y si no era así, ya podían todos encomendar sus almas a Dios.

CONTINUARÁ…







13 de noviembre de 2023

El cuento de nunca acabar

 


Iván estaba eufórico. Por fin había terminado de escribir y corregir el artículo que tantos quebraderos de cabeza le estaba dando.

Repasar las cinco tablas con más de cien datos con sus desviaciones estándar y sus correlaciones estadísticas le llevó más de una semana. Adaptar la sintaxis a las exigencias de la revista donde iba a mandar el trabajo fue un auténtico martirio. «¿Qué más dará si la ‘p’ de la significación va en cursiva o no?» se preguntaba cada vez que corregía una de esas letras que no estaba bien según las normas de la editorial. Cuadrar los pies de las gráficas, elegir los tonos de grises adecuados para que se visualizaran bien (si los ponía en color era más caro publicar), adecuar el formato numérico al sistema anglosajón (los decimales se separan con puntos, no con comas) y muchas más pijotadas le mantuvieron entretenido (y cabreado) durante semanas.

A Iván esta parte de la labor científica le era muy desagradable y engorrosa. Lo que realmente le gustaba era investigar; poner unas letras en cursiva, cambiar algunas comas por puntos o elegir una buena trama como fondo de un gráfico no tenía nada que ver con la investigación, pero si uno no publica lo que hace, no existe, no es nadie, es menos que nadie: está muerto científicamente e Iván quería vivir en la Ciencia. Por lo tanto, este era un trámite a seguir, un efecto colateral en la investigación.

Conseguir la financiación para pagar los tres mil euros del ala que cobraría la editorial si accedía a publicar el manuscrito también había supuesto un esfuerzo titánico, pero tras arrastrarse por varios despachos, incluido el de la decana de Farmacia, tenía asegurada la pasta gracias a un presupuesto extra salido de no sabía muy bien dónde.

Pero, al fin, el artículo estaba finiquitado. «Se acabó» dijo Iván con una sonrisa de satisfacción en el rostro y entrando en la web de la revista para colgar el texto y así finalizar el último trámite.

Nada más poner su apodo y la clave de acceso, un mensaje saltó en la pantalla del ordenador:

«Usuario y contraseña no coinciden. Por favor, vuelva a intentarlo.» Envió un email solicitando una nueva clave y tras recibirla, se dispuso a emplearla para entrar en la web. Aunque el proceso fue automático y casi instantáneo, eso ya le llevó unos diez minutos.

Una vez en la plataforma de la revista, comenzó a introducir los datos previos para colgar su manuscrito.

Datos y filiación de los autores: como en el trabajo participaban siete compañeros pertenecientes a varios departamentos de la universidad, introducir todos los nombres con sus respectivos cargos y lugares de investigación supuso un buen lapso.

Sugerencias de revisores: este apartado suscitaba sentimientos encontrados en Iván. Sabía que esos verificadores que iban a corregir (y generalmente, a masacrar) su trabajo debían ser especialistas en el área de investigación sobre la que versaba el artículo, pero siempre que tenía que rellenar esa parte del cuestionario, pensaba en poner a su madre, a su abuela y a su tía Matilde, un trío de mujeres a las que todo lo que él hacía siempre les parecía que estaba requetebién. Rellenar con el nombre, filiación, correo electrónico, área de trabajo y motivos por los que se proponían dichas sugerencias también requirió una buena porción de tiempo. «No sé para qué preguntan esto, si al final ponen a los que ellos les da la gana» se dijo al tiempo que pulsaba «Enter» tras introducir el último dato.

Aún hubo de proporcionar otra serie de referencias más donde tan solo le faltó informar acerca del número de zapato que calzaba o la regularidad con la que iba al baño.

Una vez añadidos los datos requeridos se preparó para subir a la web el trabajo en sí mismo. Primero fueron las tablas. Una a una, seleccionó todas, teniendo especial cuidado en no repetir o en saltarse alguna. Tras repasar concienzudamente que todos los ficheros estaban bien, le dio a la pestaña de «Upload» y el sistema respondió con un cuadro de texto donde se leía «Error». Refrescó la pantalla y todos los ficheros que tan cuidadosamente había elegido se borraron. «No pasa nada» se dijo Iván al tiempo que se pasaba una mano por la cara, «Habré dado a la tecla mal. Vuelvo a cargar».

Repitió la operación, esta vez aún más despacio, por lo de no dar a la tecla equivocada, y tras volver a darle a la pestaña de «Upload» el mismo mensaje de «Error» apareció borrando igualmente los ficheros elegidos. En esta ocasión Iván empezó a impacientarse mirando el reloj que le informaba que ya llevaba con el último trámite más de una hora y cuarto.

Tras intentar subir las dichosas tablas tres veces más con idénticos resultados, decidió pedir ayuda. Varios compañeros le ofrecieron tomarse un café con ellos, aunque para lo de las tablas no le dieron solución. Sin saber muy bien qué hacer, se fijó que, en la pantalla donde debía cargar los ficheros, en una esquina y con una letra pequeñísima había un mensaje que avisaba que los archivos a subir debían estar en formato TIFF. «Anda, coño. Yo las estaba subiendo en JPG.»

Una vez superado el escollo de las tablas, pasó a subir las gráficas. En esta ocasión, y ya escaldado con la experiencia previa, convirtió todas las imágenes, que también estaban en JPG, a TIFF. Una vez cargadas le dio a «Upload» y nuevamente el maldito mensaje de «Error» volvió a aparecer. Tras dos intentos más y casi repitiendo los mismos pasos dados con las tablas, pudo comprobar que los gráficos debían cargarse en formato JPG y no en TIFF.  

Cuando ya estaba seguro de haber subido todo lo que tenía que subir, se percató de que uno de los gráficos estaba repetido. «Menos mal que me he dado cuenta» pensó ufano Iván. Señaló el gráfico doble y le dio a la pestaña de «Remove», pero el sistema se vino arriba y le removió todos los ficheros, los gráficos y las tablas también.

Jurando en arameo Iván empezó a ponerse de muy mal humor. Se había sentado al ordenador pensando en acabar el trabajo, llevaba más de dos horas y eso no estaba acabando ni mucho menos.

Decidió tomarse ese café (descafeinado) ofrecido con sus compañeros por relajarse y por ver si se le iba la mala leche que le estaba carcomiendo las entrañas.

Media hora después volvía a cargar otra vez los archivos necesarios, poniendo especial cuidado en no repetir ninguno y que cada fichero estuviera en el formato adecuado. Cuando ya iba a dar a la pestaña de «Submission» recordó algo: «Porras, no he puesto la cover letter». Anduvo un buen rato explorando por las decenas de carpetas de su portátil hasta que encontró un modelo tipo. Rellenarlo con los datos de la editorial y del artículo a presentar también le supuso unos cuantos minutos. Cuando ya la tuvo confeccionada fue a introducirla en la web, pero en la pantalla aparecía un mensaje encuadrado en rojo: «Time out».

«¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!» gritó un desquiciado Iván. Varios colegas se acercaron a su mesa de trabajo para ver qué le pasaba, cuando averiguaron el motivo de su furia la mayoría se encogió de hombros y regresó a sus quehaceres. Tan solo Lucía, la becaria, se quedó un rato más a consolarlo, pero finalmente también se marchó.

En soledad y con los nervios a flor de piel, Iván comenzó de nuevo a poner todos los datos. En esta ocasión, y dado que ya estaba avisado de los formatos, tardó algo menos. Una vez cumplimentado todo, y en el tiempo estipulado por la web, le dio a la bien deseada pestaña de «Submission».

La pantalla se quedó en blanco, ningún mensaje apareció. «¿Se habrá cargado todo bien?» se preguntó Iván mientras se mordía las uñas.

Pasaron varios minutos y la pantalla seguía en blanco. «¿Se habrá cargado algo bien?» se preguntó esta vez. «¿Se habrá cargado algo?» se volvió a preguntar al borde del pánico pues el sistema no parecía reaccionar. «¿Me habré quedado sin conexión a internet y estoy haciendo el panoli mirando la pantalla?»

Tras unos minutos más, apareció un reloj de arena indicando que, al menos, sí tenía conexión a la red. En unos segundos un nuevo mensaje en inglés apareció: «El navegador empleado es incompatible con nuestra plataforma. Por favor, inténtelo de nuevo con otro explorador. Gracias.»

 


 

 

 


4 de noviembre de 2023

En busca de El Dorado perdido

 


Toma 1 ¡Acción!

1538. País de los Chachapoyas (Amazonía de Perú). Dos hombres vestidos con armadura y morrión, uno de ellos porta un arcabuz al hombro mientras que el otro lleva una espada al cinto, los dos contemplan cómo varios carpinteros están construyendo una barca.

—Don Alonso, ¿no va siendo hora de darnos por vencidos? —dice el hombre del arcabuz—. Aquí ni hay oro ni piedras preciosas, tan solo mosquitos como perdices e indios beligerantes.

—A fe mía que hemos de seguir mientras las fuerzas no nos falten. ¡Vive Dios!

—Estoy de esos chachapoyas… hasta el final de su nombre, en mala hora vinimos aquí, don Alonso.

—No blasfemes, Gonzalo. En cuanto crucemos este vasto río, hallaremos la laguna repleta de oro.

Los dos hombres se giran tras oír gritos. Un hombre con un papel en la mano se acerca al de la espada.

—Señor Alvarado, que los chapachollas, esto… los chanasollas, no, los… Que los indios poyas de San Juan de la Frontera se han amotinado. Se nos ordena que abandonemos la búsqueda y regresemos.

—¡Voto a Cristo! Suspendemos la expedición a El Dorado.

 

Toma 2. ¡Acción!

1540. Bogotá. Palacio del gobernador. En una espaciosa sala un hombre asiste de pie a la perorata de otro hombre que está sentado tras una enorme mesa de madera.

—¿Me estáis diciendo que después de sacrificar a los caballos para alimentar a la tropa y después de perder a la mitad de vuestros hombres, volvéis sin saber dónde está El Dorado? ¡Maldita sea vuestra estampa, don Hernán Pérez de Quesada!

 

Toma 3. ¡Acción!

1546. Desembocadura del Río Grande (actual Amazonas). Dos hombres observan a un enfermo postrado en un catre instalado en una tienda entre palmas.

—¿Desde cuándo está así?

—Las fiebres le atacaron hace dos semanas, pero esta noche ha sido la peor. No creo que sobreviva, don Luis. Ni las tisanas ni los ungüentos le están haciendo efecto

—¡Maldito El Dorado! Después de tantos logros, después de descubrir este grande río, después de pelear ferozmente contra los indios, acabar así por buscar una quimera.

—Y no se olvide vuecencia de las indias.

—¿Qué?

—Que ha parlado sobre las luchas de los indios, pero las indias de aqueste lugar no son menos fieras peleando. Nuestro capitán —señala al hombre postrado— las llamó amazonas, porque le recordaban a unas mujeres antiguas que guerreaban igual de bien.

—Yo tampoco creo que vea el día de mañana —replica el otro haciendo caso omiso del comentario—. Llamad al capellán para que le dé los Santos Óleos a don Francisco de Orellana.

 

Toma 4. ¡Acción!

1561. Barquisimeto (Venezuela). Tres hombres ensangrentados discuten frente al cadáver de otro que yace a sus pies con múltiples cuchilladas.

—¡Se acabó la discusión! Ni al Perú ni a El Dorado, yo me vuelvo a mi pueblo del que nunca debí salir —dice uno de los hombres limpiando una daga en la manga de su camisa.

—¡Cómo vas a volver! —replica otro de los hombres al que le falta un ojo—. Ahora somos prófugos de la justicia. Si ya teníamos difícil el explicar la muerte de don Pedro de Ursúa y la de don Fernando de Guzmán, esta —señala el cadáver— nos manda derechitos al cadalso.

—¡Cuidado, Cosme! No te confundas. De la muerte de don Pedro es responsable quien ahora acabamos de mandar al infierno. ¡Hideputa Lope de Aguirre! —exclama dándole una patada al cadáver—. Nuestra situación es por culpa de él —lo vuelve a patear—. Nos engañó con promesas vanas. Que si íbamos a ser los reyes del Perú, que si le íbamos a hacer sombra al propio Felipe II… en mala hora le seguimos, por su culpa nos encontramos así.

—Puede que en el asesinato de don Pedro nosotros no tengamos parte, pero en el de don Fernando… —interviene el tercer hombre que había permanecido en silencio.

—Porque quería abandonar la conquista del Perú para nosotros y regresar a buscar El Dorado, ese lugar del que los indios nos hablan pero que nadie ha visto aún. A fe mía que nos están burlando estos indígenas.

—¿Y todas la muertes que se han dado después? —porfía Cosme— Porque fue darle matarile a don Fernando y ha sido un sin parar, las cuchilladas y los estrangulamientos eran casi diarios; apenas quedamos unos pocos de toda la expedición.

—Por eso mismo debíamos hacer esto —señala el cadáver con la daga ya limpia—. Había que ponerle fin. Nos volvemos o nos quedamos, pero El Dorado que lo busque otro.

 

Toma 5. ¡Acción!

1569. Cumaná (Venezuela). Dos hombres rezan ante una tumba improvisada entre dos palmeras.

—Señor, te encomendamos el alma de tu siervo Diego Hernández Serpa para que lo acojas en tu seno. Amén.

—Es hora de partir, Fernán, antes de que los indios aparezcan y rematen lo que no consiguieron ayer.

—Si no hubiera tantos desertores podríamos haberlos hecho frente y aniquilarlos.

—Esta expedición no tiene ningún sentido, buscamos una leyenda.

—Pero los dos capitanes que fueron en avanzadilla vieron una aldea con pepitas y piezas labradas en oro.

—Puede, mas no portaron con ellos nada que lo probara, además, ahora están bajo tierra como nuestro gobernador. Vámonos, aquí no hay nada de valía.

 

Toma 6. ¡Acción!

1573. San Juan de los Llanos (Venezuela). Dos hombres están sentados a la sombra de una ceiba, tienen picaduras en el rostro y manos, sus vestimentas están desgarradas y sucias.

—Mejor nos volvemos, señor Jiménez de Quesada. Regresemos a Bogotá, olvidaos de El Dorado y disfrutad de vuestro título de marqués que aquí estamos de más.

 

Toma 7. ¡Acción!

1574. En algún lugar entre el actual río Amazonas y el Orinoco. Una llanura está cubierta de cadáveres. Un grupo de indios caribes observan la matanza.

—Bueno. Un problema menos —dice uno de los indios—. Mira que llevamos ya muertos unos cuantos y siguen viniendo. Desde luego, son valientes.

—O tercos —añade otro.

—O idiotas —dice otro más.

—Son avariciosos. La obsesión por el oro les nubla la mente —añade una mujer—. Jefe, ¿qué hacemos con el único superviviente?

—Tómalo cautivo para que dentro de unos años les cuente a los suyos lo que aquí pasó. Que sepan que buscar oro les trae la muerte como se acerquen por nuestros dominios.

 

Toma 8. ¡Acción!

1596. Santo Tomé de Guayana (Venezuela). Un hombre joven está sentado junto al lecho de un hombre anciano semiinconsciente. Algo más retirado, otro hombre los acompaña de pie.

—He llegado tarde, padre, perdonadme, pero no pude reunir toda la ayuda que me demandasteis con la celeridad que el asunto requería —dice el hombre joven al yaciente.

—Creo que ya no es capaz de escucharos, don Fernando. El señor De Berrío está a punto de encontrarse con el Hacedor —dice el hombre que está de pie.

—¡Mal rayo parta a El Dorado y a quienes alientan leyendas y cuentos de viejas! Mi padre va a entregar su vida por perseguir un ensueño. ¡Cuántos años desperdiciados!

—Las penalidades de todas las expediciones hechas le han pasado cuenta. Fiebres, hambre, ver morir a sus hombres, el ataque del pirata Raleigh y los meses que estuvo preso de esos corsarios… Son muchos sinsabores. Harto ha soportado.

—Al menos ahora descansará en paz. Pero yo he de seguir con su búsqueda.

—Acabáis de decir que es una quimera.

—Mi linaje me obliga a continuar con el legado de mi padre.

 

Toma 9. ¡Acción!

1652. Laguna de Guatavita (Colombia). Dos hombres observan cómo multitud de operarios intentan quebrar la ladera de un cerro aledaño a un gran lago.

—Señor, ¿en verdad creéis que vamos a desecar toda esta agua? —dice el hombre más joven.

—Es aquí donde los eruditos ubican El Dorado.

—Pero eso es una fábula, señor, y perdonad mi franqueza. No hay más riquezas que las que ya se han encontrado.

—Aquí se celebraba una ceremonia en la que cada nuevo cacique de Guatavita se cubría con oro y se bañaba en la laguna al tiempo que sus súbditos arrojaban al agua esmeraldas y objetos de oro. El fondo de esta laguna debe de estar repleto de tesoros, Rodrigo.

—No sé, señor Sepúlveda, pero mucha agua junta veo yo para hacer que se escape por aquella brecha que intentan abrir.

—Ten fe, Rodrigo, ten fe. El tesón es la base del éxito.

—Os doy la razón a medias: tesón no nos falta, pero éxito...

 

Toma 10. ¡Acción!

1971. Selva peruana. Un hombre está sentado en una silla de tijera, en la mano tiene un megáfono, a su lado otro hombre lleva en las manos un libreto. Varios hombres y mujeres trajinan alrededor de ellos entre cámaras y focos.

—¡Coooorten! —grita el del megáfono—. Este guion es una mierda. Así no vamos a ningún lado.

—Werner, tu idea de hacer una película sobre aventureros en busca de El Dorado es muy difusa. Hubo tantos que es difícil centrarse.

—Mira, vamos a hacer una cosa. Nos basamos en una sola expedición. Me gusta mucho esa que tiene tantos asesinatos, eso da juego. ¿Cuál era? —se rasca la frente— ¡Ah! ¡Sí! La que habla de un tal Lope de Aguirre. Esa es la que vamos a utilizar, ya tengo en mente a quien hará el papel del sanguinario ese: Klaus Kinski encarnará muy bien el personaje.

—¡Genial! ¿Y el título? ¿Seguimos con el de ahora, «En busca de El Dorado perdido»?

—No. Mejor: «Aguirre, la ira de Dios». Seguro que es un taquillazo.

 


 

 

28 de octubre de 2023

En defensa de mi generación

 


Con esta manía de etiquetar todo se le pone nombres raros a situaciones o temas que hace años se llamaban de una manera más simple.

Ciclogénesis explosiva, tren convectivo o bomba meteorológica son expresiones que se emplean ahora para denominar a lo que antes se llamaba temporal, tormenta o simplemente, mal tiempo.

También se les ha puesto nombre a las generaciones. Según en qué intervalo de años se haya nacido se pertenece a una generación concreta con su particular nombre.

Si naciste entre 1930 y 1948, eres uno de los «niños de la Posguerra», si el nacimiento fue entre 1949 y 1968, eres un «Baby Boomer», entre 1969 y 1980 se pertenece a la «Generación X», los «Millenials» nacieron entre 1981 y 1993, los nacidos entre 1994 y 2010 son de la «Generación Z», etcétera.

Me voy a centrar en la franja que a mí me incumbe, por interés personal y porque creo que se nos está tratando muy injustamente. Yo soy una «Baby Boomer», o «Boomer», a secas, y aunque la mayoría utilizan este apelativo con desprecio yo me enorgullezco de pertenecer a esa generación porque creo que hemos formado parte de muchos cambios en la sociedad española, y además, cambios para bien.

El nombrecito viene de «boom» como onomatopeya de explosión (que digo yo por qué no se nos llamó generación explosiva). La explosión a la que se refiere es a la demográfica. Nacimos como consecuencia de un brote de natalidad que se dio después de la segunda guerra mundial, aunque en España se refiere a otra guerra, la Guerra Civil. Aquí, esa natalidad explosiva vino a dar vidilla a la población que estaba aún convaleciente del conflicto bélico y de la posguerra por haber pasado bastantes penalidades ante la escasez de muchos bienes, incluidos los alimentos.

Bueno, pues los niños que nacimos en esos años (especialmente los nacidos en los "felices" 60) dimos un empuje, primero a la moral y luego al crecimiento económico. Después de una guerra falta personal y hay que volver a levantar lo que se ha destruido: los niños de la posguerra pasaron muchas dificultades y no estaban para levantar mucho, pero los boomer vinimos a cambiar la cosa. Y eso es lo que mejor nos define: el cambio. Asistimos y protagonizamos cambios en muchos ámbitos.

Fuimos testigos del paso de una dictadura a una democracia. Vimos cómo cambiaba una sociedad encorsetada y amordazada por otra más abierta, más libre, más desinhibida. Ahora todos sienten la democracia como algo sustancial, pero quienes vivimos la dictadura, aunque fuéramos niños, sabemos que la democracia hay que ganársela y defenderla, que se puede perder en cualquier momento. De hecho, también vivimos un intento de golpe de estado viendo peligrar esa democracia que ahora muchos creen «natural». Y porque sabemos cuánto vale la libertad, pues conocimos su privación, nos echamos a la calle después del fallido intento de quitarnos lo que habíamos conseguido. Fue una de las manifestaciones más impresionantes a las que he asistido, fue la primera en la que participaba y asistí con mi padre; la recuerdo con emoción, miles de personas clamando por los derechos y libertades de un país democrático, un tortazo en toda la cara a los que querían volver a lo de antes: yo ordeno, tú obedeces. Ahora muchos jóvenes con la edad que tenía yo entonces van también a manifestaciones, pero a reventarlas y armar jaleo.

Mi generación también inició el cambio en el hogar: la mujer seguía trabajando después de casarse. Lo de conciliar vida familiar y vida laboral lo ‘inventamos’ las mujeres boomer.

Pero si de cambio se trata, hubo uno con bastante peso y variedad: el paso de lo analógico a lo digital.

Nosotros hemos escuchado música en cassette, LP (ahora se los conoce por discos de vinilo), CD, en mp3 y a través de Spotify. Y sin despeinarnos. Además, fuimos los primeros en tomar conciencia con el gasto energético porque, para ahorrar pilas, las cintas de cassette las rebobinábamos con un boli Bic.

Si queríamos quedar con los amigos, como solían vivir en la misma zona, íbamos a su portal y llamábamos al portero automático: «Pili, ya estoy aquí, baja». Pero si queríamos hablar con alguien que no estuviera muy cerca, llamábamos con el único teléfono de la casa, que solía estar en el salón, marcando una ruedecita con números y teniendo mucho cuidado de no prolongar demasiado la conversación porque había que dejar la línea libre no fuera a haber una ‘urgencia’ y alguien quisiera contactar con la familia. Ese cuidado era especialmente sensible si la llamada era a un lugar fuera de tu ciudad, porque entonces se trataba de una conferencia y, además de tener ocupada la línea poniendo en peligro la transmisión de un posible mensaje urgente (según mi madre, todas las desgracias que podían pasar a sus familiares podían ocurrir cuando yo me ponía a hablar con mis amigas), la llamada costaba un riñón. Entonces no había más que una compañía telefónica y el monopolio conllevaba que cobraban lo que querían (he de reconocer que en este aspecto poco se ha cambiado, salvo lo del monopolio, lo de que te cobren lo que quieren sigue igual).

Es decir, el teléfono era para dar avisos: «voy a llegar tarde», «quedamos a las siete en la puerta del cine», «se ha muerto la tía Julia». De esa manera de comunicarnos pasamos al teléfono móvil en sus diferentes versiones: desde un pedazo de mamotreto con teclas de tamaño similar a las de un teclado de ordenador y antena de radio, hasta los más modernos smartphone con vídeo llamadas y domótica incluida.

Escribíamos con máquinas de escribir, los suertudos lo hacían con las eléctricas (eran un poco más rápidas que las manuales y no había que darle un mamporro a la palanca de ‘pasar línea’), aunque la mayor parte de las veces escribíamos a mano, usábamos el bolígrafo y gastábamos muchos. Y de ahí pasamos a escribir en un ordenador: el Word nos permitía borrar sin problema y tener tantas copias como ejemplares quisiéramos sin necesidad de ir a una fotocopiadora o utilizar papel carbón. Hemos almacenado información en carpetas ordenadas alfabéticamente en una estantería, en disquetes, CD-ROM, pendrives y en la nube. Hemos leído libros en la biblioteca, en papel y en ebook. Hemos escrito SMS con un teclado numérico economizando caracteres para que fuera más barato y ahora enviamos mensajes de voz de diez minutos para contar cómo nos fue el día. Vimos películas en VHS, luego en DVD y ahora en streaming. Conocimos los vídeo clubs y somos usuarios de Netflix, Amazon Prime y HBO. Cuando nos íbamos de veraneo enviábamos postales para enseñar la playa a los allegados y ahora colgamos la foto en Facebook para que la vea todo el mundo. Hemos manejado los mapas de carretera para viajar y ahora nos guiamos (y nos perdemos) con el GPS.

Utilizamos los dos medios, los de antes y los de después, los analógicos y los virtuales. Pero… resulta que se nos tacha de inútiles tecnológicos porque no somos «nativos digitales», o lo que es lo mismo, somos «inmigrantes digitales» que es el eufemismo para «tontos del culo».

¿En serio? Pero si hemos usado de todo y, además, nos acordamos de cómo era la vida cuando no existía internet de tal manera que si hubiera algún holocausto tecnológico por falta de suministro eléctrico o algo así, creo que mi generación sería la única preparada para sobrevivir: a un millenial quería yo verlo en un pueblo perdido de Grecia sin batería en el móvil y teniendo que usar una cabina de teléfono con dial analógico y monedas.

Creo que hemos dado muestras de saber adaptarnos a tanto cambio. Somos un claro exponente de lo que es la adaptación, la virtud que Darwin estimó necesaria para la evolución («No sobrevive el más fuerte, sino el que mejor se adapta al cambio»).

Pero, a esta manera tan despectiva de referirse a nosotros, hay «otro maltrato» más que añadir: es indignante el tratamiento que sufrimos desde los estamentos oficiales porque, además de todo lo ya reseñado, somos una generación muy bien preparada y esto al Ministerio de la Seguridad Social le supone un problema.

Y es que resulta que fuimos a la universidad, aquel feudo casi exclusivo de las clases más pudientes y/o influyentes antes de nacer nosotros. Los hijos de los obreros accedieron a las aulas universitarias, con o sin ayuda estatal (una servidora no vio nunca ni un duro de una beca y eso que tuve un expediente académico de 10), pero la inquietud de nuestros padres, los que las pasaron canutas después de la guerra, era que sus hijos tuviéramos lo que a ellos se les negó.

Ese boom natalicio de los años 60 permitió que nuestros mayores pudieran cobrar sus merecidas pensiones. Mi generación ha trabajado/trabaja cotizando impuestos que sirven, entre otras cosas, para que los que ya están jubilados puedan cobrar. Estupendo. El problema viene ahora cuando parte de mi generación ya se está jubilando: ahora nos toca a nosotros cobrar, pero al estar mejor preparados accedimos a puestos más cualificados y con sueldos elevados (con cotizaciones igualmente elevadas), lo que ahora se traduce en mejores pensiones. Aquí está el problema para el ministro de la Seguridad Social que tiene que soltar una buena pasta y las cuentas no le cuadran. Pues ajo y agua, señores administradores del peculio estatal porque mientras cotizamos y recibían el dinerito de nuestros impuestos no fuimos ninguna molestia.

La manera que tienen algunos políticos de afrontar esta situación me enciende y me da ganas de explotar (mira tú por dónde lo de boom va a tener mucho más sentido).

Sí, estoy que exploto: me tratan como si fuera medio tonta cuando puedo enseñar a un nativo digital a usar cualquier cosa de «las de antes» y no entro en pánico fácilmente (el día que se cae WhatsApp o Instagram andan como pollos sin cabeza), no me dan taquicardias si algún día salgo a la calle y me he dejado el móvil en casa, no empiezo a hiperventilar si estoy en un lugar sin cobertura, sé moverme por una ciudad desconocida sin necesidad de GPS utilizando el sencillo método de preguntar a un paisano dónde está una calle. Me las apaño bastante bien a pesar de ser una… boomer.

Por eso quiero romper una lanza y salir en defensa de mi generación. A pesar de lo que puedan opinar quienes nacieron después que nosotros, mis coetáneos y yo pertenecemos a una generación estupenda, claro que sí. Hemos integrado en nuestra vida todas las novedades, con más o menos dificultad, pero asumiendo la situación.

Puede que no seamos los más fuertes, pero sí hemos conseguido adaptarnos a los cambios de las últimas décadas. Darwin estaría orgulloso de nosotros.





21 de octubre de 2023

El otoño de las setas

 

Sonia estaba enfadada. No había podido quedar con sus amigas porque ese fin de semana tocaba reunión familiar. Cada dos o tres meses su abuela insistía en realizar algún tipo de actividad que sirviera de excusa para reunir a sus dos hijos con sus respectivas esposas e hijas. Normalmente esas actividades se basaban en una comida en algún restaurante del centro de la ciudad y en una sobremesa que no se prolongaba demasiado, algo que le permitía a Sonia apuntarse a cualquier otra cosa que hubiera planeado su pandilla, en cualquier caso, un plan siempre mucho más interesante que reunirse con sus padres, tíos, prima y abuela.

Sin embargo, en esta ocasión su tía se había lucido con una nueva propuesta. Nueva y estrambótica al parecer de Sonia: ir al bosque a recolectar setas.

Ya que estamos en otoño, podíamos salir de la ciudad y recoger setas propuso la tía Blanca desde la vídeo llamada del grupo de wasap.

Según oyó la proposición, Sonia empezó a hacerle gestos a su padre, cuidándose muy bien de que no se vieran en la cámara del móvil, para que dijera que no.

¿Bosque? ¿Había bosques cerca de Madrid? Seguro que sería necesario desplazarse muchos kilómetros fuera. La naturaleza no le gustaba demasiado, aguantaba malamente los paseos cuando precisamente su tía la llevaba al Retiro, pero ir a un bosque le pareció una putada muy grande. Encima a buscar setas.

La seta es un alimento muy nutritivo recalcó su tía por la vídeo llamada. Contienen vitaminas, hierro, fósforo, magnesio y fibra, entre otras cosas. Además, se pueden preparar de muchas maneras a cuál más rica.

La tía Blanca, además de pesada con lo de andar, era profesora de nutrición en la universidad y se solía arrancar bastante a menudo sobre las bondades de este o de aquel alimento. Sonia ya estaba acostumbrada a sus discursitos sobre las propiedades nutricionales de los víveres, pero lo de las setas… No solo había que comerlas, había que recogerlas también. Lo próximo qué iba a ser: ¿comer conejo al ajillo, pero antes ir a cazarlo en el monte?

A pesar de sus gestos, su padre aceptó la original propuesta y quedaron en el puerto de la Fuenfría, un paso de montaña que atraviesa la sierra de Guadarrama. Resultó que sí había bosques cerca de Madrid.

Con unas cestas de mimbre que le recordaron el cuento de Caperucita Roja, se fueron todos a recoger setas. Y ahí estaba Sonia, buscando hongos y con un enfado de mil demonios.

La premisa era hallar cualquier tipo de hongo, pero siguiendo unas «pautas de seguridad» (así lo definió la pelmazo de la tía Blanca).

Hay que tener cuidado, antes de arrancarla, preguntadme a mí advirtió Blanca, no vaya a ser que la seta sea venenosa.

¿Cómo que venenosa? ¿Es que pueden estar mal? preguntó Sonia con el ceño fruncido.

Sí, pero no te preocupes que yo sé diferenciarlas. Mi abuelo era un crack reconociendo setas. A su pueblo de Burgos se acercaban muchos para consultarle sobre algunos especímenes contestó ufana su tía.

Sonia cruzó los brazos y decidió callar. Sin embargo, y aunque no sabía mucho sobre el tema, dudaba mucho que lo de reconocer si una seta era comestible o no, viniera en los genes. Puede que el abuelo de su tía fuera una eminencia, eso no quería decir que ella tuviera esa capacidad.

La niña se alejó del grupo con la intención de sentarse en alguna roca no demasiado húmeda y dejar pasar el tiempo. Sin embargo, cuando buscaba un lugar medianamente seco divisó, debajo de un enorme pino, una seta bastante grande y con unas pintitas blancas muy chulas.

Se acercó para arrancarla, sin preguntar antes como le habían advertido. Total, si no servía para comer, se la quedaría de recuerdo, se haría un selfie con ella y lo colgaría en Instagram. Puede que ir hasta allí no fuera una pérdida de tiempo, después de todo.

Cuando Sonia se agachó para arrancarla, la seta se meneó.

¡Tiene un bicho dentro! ¡Agg! ¡Qué asco!

Se separó del hongo con una mueca de desagrado. La seta volvió a sacudirse y debajo de ella salió un ser, pero no era ningún bicho. Se trataba de un hombrecillo muy, pero que muy diminuto. Iba todo vestido de verde, en la cabeza llevaba un gorro con un cascabel en el extremo superior y del que sobresalían unas orejas puntiagudas.

Sonia se quedó con los ojos abiertos de par en par. ¿Qué era eso? Recordó de las peroratas de su tía que algunos hongos desprendían sustancias alucinógenas y creyó que aquella seta era de esa clase. Estaba flipando en colores.

¡Hola! exclamó el hombrecillo.

La chiquilla parpadeó estupefacta. «Aquello» también hablaba.

Hola contestó con un hilo de voz Sonia aún atónita.

¿Qué te trae por aquí? ¿Por qué te has acercado a mi humilde morada?

La niña no supo muy bien qué contestar. Al parecer la seta era la casa de ese señor tan bajito, y decirle que su intención era arrancársela no le pareció ni educado ni prudente.

Esto… yo… Estaba paseando.

¿Y esa cesta?

¿Qué cesta?

La que llevas colgada del brazo contestó el hombrecillo con recelo frunciendo el ceño.

¡Ah! ¡Esta cesta! Pues… es para llevar la merienda.

¿La merienda? ¿A las doce de la mañana?

Bueno, es que no es para mí. Se la llevo a otra persona para que se la coma más tarde.

¿Y a quién le llevas esa… merienda?

Pues… a alguien que vive por aquí… a… ¿mi abuelita?

Sonia estaba empezando a aturullarse. Encontrarse a aquel ser era ya extraño, pero encima la estaba sometiendo a un interrogatorio muy incómodo y ella mentía muy mal. Al menos, desde la posición donde estaba el hombrecillo no podía ver que la cesta ni llevaba merienda ni cena, estaba completamente vacía.

De acuerdo aceptó el enanillo dando por buenas las explicaciones de la chica ¡Menos mal! Creí que eras una de esas personas a las que les da por recoger setas. Estoy hasta el gorro de que vengan a incordiarme. No veas el trabajo que me dan. Hacer conjuros para invisibilizar mi casa es agotador; muchas veces me pillan con la guardia baja, como tú hoy, y no me da tiempo a hacer el hechizo.

¿Sabes hacer magia? preguntó Sonia con los ojos como platos.

Pues claro. Esa es una de las virtudes que tienen los de mi condición.

¡Ah! Ya. Y… Tú… ¿Tú qué eres, exactamente?

¿No sabes quién soy? ¿No me reconoces? esta vez era él el sorprendido.

Me da que no. Que yo sepa, es la primera vez que nos vemos. Si te hubiera visto con anterioridad, seguro que me acordaría.

Ya sé que es la primera vez que nos vemos tú y yo. Pero, de verdad ¿no sabes qué soy? exclamó abriendo los brazos para mostrarse mejor.

Ante el encogimiento de hombros de la niña, el hombrecillo hizo un gesto de abatimiento y el color verde de su vestimenta empezó a oscurecerse.

Esto va a peor. Ni los niños saben reconocernos ya. Seguro que si fuera un Pokémon me habrías identificado al instante. ¡Soy un duende!

¿Cómo los de los cuentos antiguos? ¡Qué fuerte! ¡Qué fuerte! ¡Qué fuerte!

¿Cuentos antiguos? Dirás tradicionales. O sea, los que tienen seres mágicos y en los que suceden cosas extraordinarias, donde las princesas duermen cien años esperando un príncipe azul que las rescate. En fin, los cuentos de toda la vida.

Bueno… ahora eso de que las princesas duerman esperando que venga un príncipe a salvarlas… no está bien visto. Tú no te has enterado del empoderamiento femenino, ¿verdad?

¿Qué?

Que ahora, son las chicas las que toman las decisiones y no deben supeditarse al arbitrio masculino. Debemos acabar con la sociedad patriarcal que impera desde siglos para que la mujer ocupe su lugar rompiendo moldes preestablecidos por un orden orgánico determinado por los hombres.

¿Qué?

Sonia sonrió satisfecha. Si la hubiera visto su profe de Igualdad de Género seguro que le subía la nota.

Bueno, no te entristezcas. Tampoco es para tanto replicó la niña intentando animar al hombrecillo. Vale que no te he reconocido, pero sí que me acuerdo de algunas historias que me contaba mi abuela cuando era pequeña donde los duendes hacíais cosas muy molonas. Por ejemplo, el cuento de Blancanieves, tus compis eran muy majos, ya sabes, Gruñón, Dormilón, Mudito… recitó Sonia cerrando los ojos para recordar a duras penas aquel cuento tan… antiguo.

Primero contestó el duende pinzándose la nariz con dos dedos, en ese cuento no salen duendes, son enanos. Segundo, esos nombres tan estúpidos se los pusieron los americanos cuando hicieron la película que es una patada en las narices a los pobres hermanos Grimm.

Enanos… duendes… da igual, ¿no? replicó Sonia mientras el hombrecillo se quitaba el gorro y lo estrujaba entre las manos al oírla. Por cierto, ¿quiénes son los hermanos Grimm? ¿Familiares tuyos?

Los enanos buscan piedras preciosas en el interior de las montañas y nosotros, los duendes, nos dedicamos… Mira, vamos a dejarlo contestó abatido y el tono verde de su ropa se apagó un poco más.

Os dedicáis a hacer magia ¿a que sí? añadió Sonia para animarlo; le caía bien, pero, sin saber por qué, cada vez que ella abría la boca él se entristecía. Antes has dicho que puedes hacer invisible tu casa, eso mola mogollón, colega.

Sí, supongo que sí. Aunque a este paso, seremos invisibles sin necesidad de hechizos, nos borraréis de la memoria y eso sí que es desaparecer para siempre.

Al menos no tendrás que temer a los idiotas que les da por recoger setas dijo Sonia reproduciendo mentalmente la imagen de su tía Blanca.

No te creas, una cosa es que nadie se acuerde de ti y otra que destruyan tu vivienda y te echen a la calle.

¡Stop desahucios!

El mercado inmobiliario en el bosque está muy mal prosiguió el duende haciendo caso omiso del arranque reivindicativo de la niña. Los otoños son cada vez más secos, apenas brotan setas y las que salen son demasiado pequeñas. Hace cien años yo tenía una casa con un porche y cinco habitaciones. Ahora mira dónde vivo, en un apartamento de una sola estancia con cocina americana. Una birria.

¿Tu magia no puede hacer nada?

¿Contra el cambio climático? ¿Quién te crees que soy? ¿Merlín?

Merlín… ¿otro familiar tuyo?

El duende pareció encogerse y hacerse más pequeño tras oír a la chica. Sonia ya no sabía qué hacer, estaba claro que todo lo que decía empeoraba el estado de ánimo de su nuevo amigo. Era un duende con tendencia a la depresión.

Venga, va. No puedes hacer que llueva, pero puedes cambiar los colores de las cosas, tú mismo te estás poniendo de diferentes tonos de verde. Me he dado cuenta de que ahora el verde de tu ropa es más feo que antes. Lo he pillado. Se me ocurre que podrías hacer con las setas algo parecido, que tengan un aspecto desagradable, o que huelan mal, así nadie las querrá y os dejarán las casas tranquilas.

A mí se me ocurre que los humanos podríais dejar de fastidiar tanto. Desperdiciáis mucho. Usar y tirar es vuestra manía. Reciclar, reutilizar y reducir, eso es lo que debéis hacer. Comer productos de cercanía, desplazarse con medios no contaminantes, caminar más. Ahí está la «magia».

Sonia no supo qué replicar. Al parecer el duende era depresivo y militante ecologista también. Aunque debía reconocer que lo que decía era muy sensato.

Vale, tienes razón. El mundo está muy mal. ¿Qué voy a hacer yo?

¡Te lo acabo de decir!

Ya, pero yo no soy nada más que una niña y…

­El cambio se produce como resultado de millones de pequeñas acciones que pueden parecer insignificantes. El viaje de mil millas comienza con el primer paso.

Un duende depresivo, ecologista y seguidor de la filosofía zen. Un tipo curioso.

De acuerdo. Prometo ponerme las pilas desde ya mismo respondió animada Sonia. Para empezar, le voy a decir a mi tía que nada de recoger setas. Que las coma de granja… ecológica, claro.

¿Pero tú no estabas aquí para entregarle la merienda a tu abuela?

Sonia se dio cuenta de que el entusiasmo ecológico-reformista le había hecho olvidar la mentira que le contó al hombrecillo.

Bueno… verás… es que…

Tranquila, no me tragué esa excusa le guiñó un ojo el duende.

A partir de ahora voy a cambiar y, además, lo voy a colgar en mis redes sociales, y voy a contarlo en el cole, y…

Vale, vale, vale. No te aceleres. Tómatelo con calma. Poco a poco, pero sin pausa.

En ese momento se empezaron a escuchar voces. Eran los padres de Sonia que la estaban llamando para que regresara con ellos.

Tengo que irme. Me gustaría volver a verte, voy a guardar la ubicación para encontrarte otro día dijo la niña sacando su móvil.

Bueno, si funciona el cambio… puede que cuando vengas ya no esté aquí. Quizás me haya mudado a otra seta con jardín y ático sonrió el duende recuperando el brillo en el color de su ropa. Cuida mi hogar señaló el bosque que también es el tuyo.

Sonia se despidió de su amigo y cuando se estaba alejando el duende la llamó de nuevo.

¡Niña! ¡Otra cosa más!

Tú dirás.

Hazme un favor: lee más cuentos… antiguos.

 



24 de septiembre de 2023

Cada loco con su tema

 


Tanto los personajes como los hechos reflejados en la siguiente historia son reales, pero se han modificado algunas situaciones para añadir dramatismo. El final es completamente inventado, aunque no se descarta la posibilidad de que acabe siendo real.

 

Amigo, no gima.

El hombre se giró hacia quien así había hablado.

—¿Perdona, me hablas a mí?

Ante el cabeceo afirmativo de la mujer, él añadió.

—No estoy gimiendo, Paloma, tan solo es un suspiro de concentración para hallar una prosopopeya adecuada al texto. Otra cosa, ¿por qué me tratas de usted?

—Porque si te tuteo no me sale.

—¿El qué?

—El palíndromo.  «Amigo, no gimas» no se lee igual del derecho que del revés, le tengo que quitar la “s”. Por cierto, si en lugar de Antonio te llamaras Otto me facilitarías mucho las cosas, también te lo digo.

Antonio se encogió de hombros y siguió escribiendo en su tablet ignorando a Paloma que empezó a dar vueltas sobre sí misma mientras murmuraba palabras sueltas.

Ojo, eje, anilina, oro, kayak, orejero

—¿Qué te ocurre, mi niña? Te veo algo… perdida le dijo una mujer con los ojos claros y mirada dulce.

—¡Ana! Tú nombre sí me sirve respondió Paloma a la vez que movía las manos como si escribiera en el aire. «Ana eje…  Ana». No, eso no me vale.

—Cálmate, ya verás como se te ocurre algo la tranquilizó Ana. Ahora mismo te sientes perdida cual hoja mecida por el viento, pero eres una perla en un mar solitario. Dale tiempo y reposo a tu creatividad.

—Para ti es fácil. Te sale la poesía por los poros de la piel contestó Paloma malhumorada. Las metáforas se te dan como setas se giró dando la espalda y siguió hablando sola: Seta es palíndromo de ates, pero cómo coño pongo esas dos palabras juntas.

—La que has liado, Nacho dijo Ana a un hombre que se encontraba en una mesa cercana escribiendo en un ordenador portátil. La propuesta de emplear varias figuras retóricas en un relato está siendo difícil para algunos —miró a Paloma—. Tu dominio de la oratoria desborda el cántaro de nuestras capacidades.

—Creo que esto nos puede servir para espolear nuestra creatividad respondió el aludido. Yo también ando picado buscando hipálages. Sin embargo, se puede oler el desatino en el ambiente y eso es divertido ¿no?

—Las figuras retóricas son buenos recursos del lenguaje se unió a la conversación otro hombre alto con gafas y pinta de profesor de literatura, el uso poco frecuente de las palabras potencia su significado y realza su belleza interior. Solo es cuestión de esforzarse un poco. A mí me gusta este desafío, estimula mi intelecto buscar epanadiplosis, aunque reconozco que anda Paloma alborotada y así anda.

—Estoy de acuerdo en que puede ser estimulante, Juan Carlos dijo Antonio con su tablet en la mano. Mi búsqueda de prosopopeyas está provocando que el aire susurre en mi cabeza ideas inimaginables y el tiempo se arrastre en silencio tenuemente.

—«Ana lava aval…», «Ana oro lana...» siguió hablando sola Paloma en una esquina de la sala. «Adán, nada», ¡esa vale! exclamó dando un bote para, acto seguido fruncir el ceño. ¿Adán sabía nadar? ¿Había ríos en el Paraíso? ¿Con mucha corriente? Porque entonces nadar iba a nadar poco.

Se equivocó la paloma… empezó a canturrear Antonio mirando de reojo a su compañera.

Huele el silencio, oye el azul del mar y camina por el aire de tus pensamientos.

—¿Cómo dices, Paco? preguntó Nacho.

—Nada, estoy escribiendo un poema.

—Pues te han salido unas cuantas sinestesias dijo Juan Carlos. ¿Os dais cuenta? Complicado no es, solo pensamos que es complicado. ¿Veis o no veis?

—Vemos, pero esto es laborioso cual río estridente y cautivador contestó Paco rascándose la nuca y achicando los ojos. No sé qué acabo de decir, la verdad. ¿Una sinestesia o una prosopopeya? ¿Una metáfora? Un palíndromo seguro que no.

Anita lava la tina dijo Paloma.

—¿Qué? preguntó Ana. ¿Me estás hablando?

A ti no, bonita contestó la otra.

—¿Por qué no nos tomamos algo a ver si así las musas acuden prestas a calmar la ansiedad de nuestros sentidospropuso Ana conciliadora viendo que la cosa se iba de madre.

—¡Eso sí que es una metáfora! exclamó Nacho. Sí, ¿verdad? ¿O no? Es un enigma etéreo en un ambiente adivinatorio.

—Amigo Nacho, creo que te estás columpiando cual zarigüeya soñadora intervino Antonio.

Divaga en el mar de sus pensamientos y así se divaga —propuso Juan Carlos.

Mi mente oye cómo habla tu piel —recitó Paco.

—Insisto, vamos a tomar algo para despejarnos dijo Ana con cara de preocupación.

¿Aquí tendrán cerveza? ¿Será propio de aquí? preguntó Juan Carlos.

—¡Arriba la birra! —exclamó Paloma ¡Por fin, algo que se puede decir con sentido!

—Yo prefiero un vino que arrulle mis pensamientos —habló Antonio.

El dulce éter del alcohol amargo dijo Nacho preguntándose a la vez si el éter era amargo y el alcohol dulce para así tener otra hipálage.

El amor por las letras nos nubla el entendimiento dijo Ana dándose por vencida.

—¡La medicación! dijo un hombre vestido de blanco irrumpiendo en la sala.

Junto al hombre iba otro sanitario arrastrando un carrito con varios recipientes de plástico que contenían comprimidos y cápsulas de diferentes colores y tamaños. Cada vasito llevaba el nombre de su destinatario.

Uno de los enfermeros comenzó a repartir los vasitos.

El sabroso sueño del azúcar soporífero dijo Nacho tragando el comprimido que le había tocado.

Buena es la ayuda que se da por buena dijo Juan Carlos haciendo lo propio.

La primavera acude a nuestra vida a través de la química dijo Ana.

Siente el silencio, acuna el pensamiento dijo Paco.

La creatividad callará suavemente dijo Antonio.

Yo hago yoga hoy dijo Paloma rechazando, infructuosamente, su medicación.

 ­Y a estos ¿qué les pasa? preguntó a su compañero el que llevaba el carrito.

—No lo sé muy bien. Ingresaron por urgencias ayer, todos a la vez, y los trajeron directos a psiquiatría. Parece ser que estaban haciendo un taller de lectura o de escritura, no estoy seguro, y se les fue la pinza. Un brote psicótico colectivo.

Los dos sanitarios miraron con conmiseración a los pacientes mientras estos se tomaban sus medicinas. El del carrito añadió:

—Para que luego digan que leer es bueno.

 




NOTA: Este es un relato que intenta cumplir con los requisitos propuestos para el taller de escritura en el que participo. Se trata de introducir en un mismo texto varias figuras retóricas. Para quienes tengan ya olvidadas estas herramientas de escritura pongo a continuación la definición de las que aquí aparecen.

 

HIPÁLAGE: Figura retórica de construcción que consiste en aplicar a un sustantivo un adjetivo que corresponde a otro sustantivo.

PALÍNDROMO: Palabra o expresión que es igual si se lee de izquierda a derecha que de derecha a izquierda.

EPANADIPLOSIS: Figura retórica de construcción que consiste en terminar un verso o una frase con la misma palabra con la que empieza.

METÁFORA: Figura retórica de pensamiento por medio de la cual una realidad o concepto se expresan por medio de una realidad o concepto diferentes con los que lo representado guarda cierta relación de semejanza.

PROSOPOPEYA: Figura retórica de pensamiento que consiste en atribuir a los seres inanimados o abstractos características y cualidades propias de los seres animados, o a los seres irracionales actitudes propias de los seres racionales o en hacer hablar a personas muertas o ausentes.

SINESTESIA: Figura literaria que consiste en la asociación de elementos que provienen de diferentes dominios sensoriales.




Hada verde:Cursores
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