De regreso ya de las vacaciones veraniegas y tras recuperar un poco de sosiego, retomo la actividad en el blog y lo hago contando mis peripecias viajeras.
Que el viaje iba a ser complicado se me anunció nada más montar en el
avión. Cuando la nave estaba a punto de despegar un pasajero, que se encontraba
dos filas por delante de mí, comenzó a convulsionar, tras la voz de alarma que
dieron otros viajeros, yo incluida, el avión dio un frenazo y acudieron a su
asiento los auxiliares de vuelo; por megafonía se preguntó si entre los
presentes se encontraba algún sanitario, pero no había ni uno (deben de estar
todos, los pobres, en los hospitales y centros de salud afrontando la enésima
ola de la pandemia), así que tuvimos que esperar a que llegara un médico del
propio aeropuerto con la ambulancia pertinente.
El pasajero se recuperó, pero hubo de someterse a un reconocimiento
básico en el propio avión por el personal médico y, entre pitos y flautas,
despegamos una hora después. Cuando llegamos lo hicimos con retraso y cierto
mosqueo porque el piloto del avión, y para rematar el viajecito, nos dijo que
aterrizábamos en el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, en lugar del de
Tenerife que era el destino al que íbamos. Gracias a Dios, el comandante de la
nave, advertido por su ayudante, nos dijo que era un error antes de que el
pasaje pensara que se había roto el avión y habíamos tenido que regresar al
punto de partida.
Respecto a la estancia en Tenerife la podría resumir con una sola
palabra: escaqueo. Y es que tuve la sensación durante todo el tiempo que estuve
allí que la isla pasaba de mí y de mi body.
Empecemos con el sol. Las Canarias presumen de sol asegurado, bueno pues
cuando estuve yo anduvo remolón. Todas las mañanas se presentaban unas nubes
densas que lo tapaban, sobre las once parecía que lo dejaban entrever y hasta
llegó a lucir bien, pero como a regañadientes. De hecho, cuando estuve en la
localidad de Tenerife con fama de tener sol prácticamente todo el año (Puerto
de Santiago) estaba nublado. En esa localidad se encuentran los acantilados de
Los Gigantes que, gracias a que son enormes (de ahí el nombre), se dejaron ver
medianamente porque había una bruma tirando a niebla que dificultaba ver otras
cosas.
Los coches de alquiler también andaban escaqueándose porque nos costó
Dios y ayuda encontrar uno libre. Tras dar con una agencia que decía tener el
único coche disponible de toda la isla y pagar una cantidad indecente por dos
días (la ley de la oferta y la demanda es cruel), concertamos con dicha agencia
alquilar dicho coche tal que un viernes. El jueves por la tarde me llaman para
decirme que el coche se ha averiado y está en el taller, que la entrega se
pospone dos días, hasta el domingo. Aceptamos, qué le vamos a hacer, si se ha roto,
se ha roto y como no hay más coches disponibles habrá que arreglarlo y
esperar. Como desagravio por las
molestias la agencia de alquiler nos regala cuatro entradas para el Loro
Parque, a lo que yo me dije, mira qué majos son. Sí, sí, majos. Era una manera
de contentarnos para lo que venía después y que consistió en que el domingo,
día de entrega ―por fin― de nuestro anhelado ―y carísimo― coche, el auto que
nos dan no se corresponde ni por asomo al modelo y potencia del que habíamos
contratado. Nos dieron un Hyundai de la gama más baja donde cuatro personas
entraban justitas, y gracias que ninguna teníamos sobrepeso. Lo de que
tuviéramos todos los ocupantes un peso dentro de la normalidad también vino
bien para poder subir los puertos que caracterizan a Tenerife y a los que hay
que subir y bajar si uno quiere acceder a los lugares guays de la isla.
Porque si la costa de Tenerife tiene lugares paradisíacos, no lo son
menos los sitios que se encuentran en sus alturas. Aunque, por culpa de la poca
potencia del coche que nos tocó, no pudimos ir a algunos pues la pendiente no
era compatible con la capacidad de tracción de nuestro paupérrimo auto.
Otra cosa que se escaqueó fue la capacidad de control para acceder a
ciertos lugares, como el Parque Rural de Anaga. Tras pasar las de Caín para
llegar hasta allí por culpa de la poca potencia del auto, el lugar tenía un
aparcamiento para unas veinte o treinta plazas, y los coches que allí había
antes de que llegara yo superaban el centenar. El zipitostio que se organizó
fue de campeonato. Dejé el coche de cualquier manera, nos bajamos para dar un
paseíto rápido por el bosque de laurisilva y cogimos el auto de nuevo para
seguir subiendo hasta un pueblo perdido en la montaña del que ni el GPS tenía
noticia de su existencia pero que resultó precioso y en el que no tuvimos
ningún problema para aparcar porque allí no había ni un alma.
Fueron muchas las cosas que se escaquearon durante mi viaje: el sol, la
seriedad del alquiler de coches, las plazas de aparcamiento, etc. Pero el que
se llevó la palma en cuanto a evadirse y esconderse fue el Teide. El pico más
alto de España se mostró esquivo con una servidora. Durante los días que estuve
en la isla le dio por esconderse tras un velo de nubes, de mayor o menor
densidad según los días, y no había forma de ver la cumbre. Ese volcán se ve
prácticamente desde cualquier punto de la isla, incluso desde las islas
aledañas, pero cuando yo estuve, no. Cámara en ristre anduve tras la instantánea
que me permitiera ver la cima del volcán, pero durante cuatro días la misión
resultó infructuosa.
Como soy una abnegada turista y a mí a terca no me gana casi nadie, me
dije: si el Teide no va a Paloma, Paloma irá al Teide. Y así fue. Con nuestro
ridículo Hyundai i10 nos fuimos en plan aventurero a las Cañadas del Teide.
Tras subir otros puertos para llegar a otros lugares como Santiago del Teide
(donde tampoco se dejó ver el puñetero volcán y eso que esa localidad se
encuentra a los pies como quien dice) el coche ya nos había dado muestras que
lo de subir no se le daba bien, pero nosotros, erre que erre y a las Cañadas
que nos fuimos.
La potencia del coche no permitía correr, pero las condiciones
climatológicas tampoco porque la niebla que había antes de llegar y para atravesar
el anillo de nubes que suele estar a mitad de camino hacia el volcán, era de una densidad
importante, o lo que es lo mismo: no se veía un carajo. En segunda, con las
luces puestas, el limpiaparabrisas a tope y a paso de tortuga, fuimos subiendo;
sin embargo, de golpe, en unos pocos cientos de metros, el clima cambió como por
ensalmo (y la visibilidad también, menos mal): la oscuridad húmeda en la que
estábamos sumidos se trocó en unos instantes en un sol espléndido con un cielo azul
limpísimo.
En los territorios del Teide, el sol no se mostró esquivo y el volcán
tampoco. Ahí pudimos disfrutar con la boca abierta de toda la majestuosidad de
una de las montañas más fascinantes que hay en el planeta.
Lo de disfrutar del paisaje con la boca abierta fue literal, por un lado,
por lo bonito del entorno, pero por otro por el calor que pasamos y eso que
estábamos a más de dos mil metros sobre el nivel del mar.
Con la sensación de la misión cumplida seguimos disfrutando de otros
parajes de la isla: La Orotava, San Cristóbal de la Laguna, Icod de los Vinos,
Garachico, etc., etc., pero la impronta que nos dejó el Teide en la retina y en
el recuerdo se quedó con una huella indeleble. Por algo es el señor de la isla.
NOTA: a continuación, os pongo un vídeo sobre ese volcán esquivo. La
música que suena de fondo, Mount Teide de Mike Oldfield, estuvo rondándome la
cabeza durante toda mi estancia en Tenerife.